Si llevan tiempo siguiendo este blog sabrán que esta es una de mis fechas favoritas. Hay algo en la Noche de Todos los Santos que me fascina, el eco de un terror infantil que me impelía entonces, tras pasar el ritual del Tenorio en TVE, a esconderme debajo de las mantas y a buscar en la radio, girando la ruedecilla, algún programa especial en el que novelaran las obras características de Becquer o Espronceda. Nunca he sido un amante de las tradiciones. Disfruto de la belleza estética contenida en la celebración, pero, generalmente, no del significado. Esta de hoy, sin embargo, me parece que cuenta con un matiz literario que no tienen otras; de hecho, me parece la fiesta de todo un género.
Aunque el terror actual no me llama en absoluto, sigo disfrutando enormemente con todo lo escrito de Lovecraft hacia atrás. La estética y la elocuencia gore acabaron con todo el atractivo que el terror tenía para mí. Si buscan complacerme, denme terror sobrenatural; gótico, romántico oscuro o decimonónico. Pero no me den a leer a tipos como Jack Ketchum o Rampsey Campbell. Piensen en mí como en un tierno infante que, fascinado por la atmósfera, huye de la narración si esta se vuelve desagradablemente sangrienta. Búsquenme algo como el cuento que viene a continuación. Está escrito por Santiago L. Moreno, un habitual de esta bitácora, y su intención, al igual que la mía, es que sientan un poco de miedo. Miedo espiritual, provocado por la ambientación y por el concepto, no por la casquería.
A medianoche
Es lugar común que la muerte es la peor de las desgracias. Sin embargo, ciertos sucesos acaecidos en el pasado me invitan a poner en duda tal sentencia. Durante un período de mi vida marcado a fuego en mi memoria tuve la certeza de que el ser humano puede verse expuesto a penas mayores en algún momento de su existencia. A lo largo de dos terribles años, mi esposa, mi adorada Adele, sufrió en cuerpo y alma los rigores de un cruel padecimiento. En nuestro viaje nupcial, realizado por tierras africanas, contrajo unas extrañas fiebres que invadieron su cuerpo, sumiéndola en un estado de postración y dolor cercano a la muerte. Una debilidad progresiva se apoderó de ella, absorbiéndole la vida de forma lenta e impiadosa. Presa del dolor y la preocupación, puse mi fortuna en juego y no reparé en gastos. Los mejores médicos de Europa pasaron por la mansión a lo largo de aquellos dos años, pero poco pudieron hacer. A pesar de los gravosos tratamientos, su piel se fue cuarteando, su carne mermó hasta la insignificancia y sus ojos, antaño llenos de vida, se fueron apagando al igual que lo hace una llama a la que se le niega el aire.
Cuántas noches maldije mi propia debilidad, mi rendición ante sus requerimientos. Fue ella, precisamente, quien sugirió el destino de nuestro viaje, quien insistió en visitar aquel remoto país ecuatorial. Había algo en esas tierras que le interesaba, objetos relacionados con su más querido pasatiempo, el cual yo consideraba, sin decírselo, una engañifa para incautos. Cuando me enseñó las imágenes, incluidas en uno de sus extraños libros, no me parecieron otra cosa que simples abalorios. Hacía meses que buscábamos un lugar exótico para nuestra luna de miel, y aquel destino, afirmaba ella, colmaba ambas expectativas. Quise negarme, pero mis reticencias perdieron toda su fuerza ante los argumentos de sus ojos claros. Viajamos, al fin, y bordeamos el desastre. Tormentas marítimas, caminos enlodados, condiciones insalubres, junglas oscuras y hombres extraños. No sé en qué momento ni cómo los obtuvo, seguramente en una de sus inexcusadas y peligrosas ausencias, pero a la vuelta nuestro equipaje contaba con elementos nuevos: dos sacos repletos de objetos tribales, sumamente extraños, y la terrible enfermedad que, en estado de incubación, esperaría a nuestro desembarco en Inglaterra para dar muestras de su existencia.
Los primeros meses fueron malos, pero suaves en comparación con lo que vendría después. Sus libros esotéricos, por los que siempre había sentido auténtica devoción y que yo consideraba un pasatiempo inocuo, parecían mantenerla animada. Pero el paso de los días no fue el aliado que esperábamos, sino todo lo contrario. Desgraciadamente, la enfermedad fue ganando terreno, restándole fuerzas y confinándola al limitado espacio de su dormitorio. El último año de vida de mi esposa fue un tormento para ella y también para los que la cuidábamos. En las escasas ocasiones en las que me retiraba a mi cuarto a descansar, podía oír, a pesar de los gruesos tabiques, su sufrimiento nocturno. Las cuidadoras se afanaban en su descanso, pero sin aparentes resultados. Su respiración trabajosa, la agitación continua y los lamentos de dolor convertían las noches en un suplicio infernal.
La aurora traía un cierto consuelo, pues la luz del día parecía devolverle un pálido reflejo de sus antiguas fuerzas. Mi Adele las malgastaba en la enfebrecida lectura de sus libros. Pidió que le llevaran los ejemplares más antiguos, guardados en un arcón del desván desde antes de nuestro viaje. Con ellos se había iniciado su interés por ese espacio misterioso que sucede a la vida. Se los había comprado hacía unos años a un buhonero viejo cuya mirada torva y aspecto desaliñado sugerían algún tipo de trastorno. Todos ellos trataban el tema de la muerte. En algunos se ofrecían extrañas visiones del más allá y en los más desgastados se daba cuenta de los métodos utilizados por las más antiguas culturas para burlarla. Textos profanos, extrañas letanías y una serie de macabras ilustraciones adornaban las amarillentas páginas.
A veces, cuando entraba en la habitación para conocer su estado, un extraño desasosiego se apoderaba de mí. La depauperada imagen de Adele, casi en los huesos y con el pelo ahora blanco, las desagradables encuadernaciones de aquellos libros repartidos por la enorme cama, los objetos africanos con los que había ordenado decorar el cuarto, algunos de los cuales manoseaba durante horas..., todo conformaba en mi mente un cuadro de aspecto macabro. Cuanto más intentaba convencerla de dejar aquella actividad obsesiva, más se volcaba ella en la lectura. Leía en voz baja, susurrando palabras desconocidas, pasaba las páginas con una notable agitación y cambiaba caprichosamente de libro, estirando los brazos con una cierta violencia, tanteando en la cama con furia. Los sonidos que salían de su boca eran, a veces, ininteligibles.
Tan morbosa actividad fue, sin embargo, la última pasión de mi esposa, cuya alma pareció contagiarse del deterioro que sufría su cuerpo. La mujer a la que tanto quería fue desapareciendo poco a poco. La sonrisa dulce y la mirada limpia de las que me había enamorado fueron abandonando su rostro. Durante los últimos meses su desgracia se me hizo insoportable y me limité a entrar en su cuarto al anochecer. Rezaba por ella y me despedía hasta el día siguiente dándole un delicado beso en la frente, un beso que, Dios me perdone, provenía a esas alturas más de la conmiseración que del amor. Yo posaba mis labios en su arrugada y pálida frente y me retiraba a mi dormitorio hasta el alba, dejándola el resto de la noche al cuidado de las enfermeras.
En los días previos a su muerte, sin embargo, sucedió algo que me perturbó enormemente. Una noche, al acercar mi rostro al suyo, me sujetó del brazo con sus huesudas manos y me susurró al oído: “No quiero besos piadosos, no me tengas lástima. La muerte es mejor que la vida”. Mi sorpresa fue tan grande que, por puro acto reflejo, me separé de ella con cierto apresuramiento. Había un brillo mortecino en sus ojos y creí ver en ellos una convicción absoluta. Volvió a sus libros y yo me dirigí a mi cuarto, sintiendo un extraño desasosiego que después consideré absurdo. No volví a besarla en vida. Cuando lo hice de nuevo habían pasado dos semanas, y Adele yacía fría e inmóvil en su ataúd. Había fallecido apenas hacía unas horas, y en su rostro, libre ahora de dolor, destacaba una enigmática sonrisa. Quiso el diablo, en su última burla, que Adele muriera a las doce en punto en la noche más oscura, una hora difícil de olvidar, una hora que en adelante me señalarían todos los relojes y que, allá donde fuera, me recordaría su suplicio, día tras día, durante el resto de mi vida.
Tras dar sepultura a mi amada en el panteón familiar, en una ceremonia discreta y a la que apenas acudieron los sirvientes y unos pocos amigos, hice lo imposible por no volver a pisar aquellas desdichadas tierras. Dejé la mansión al cuidado de los guardeses y me embarqué sin elegir destino. Viajé sin rumbo durante meses persiguiendo el olvido, con la firme intención de no regresar jamás. La tristeza me había convertido en otro hombre, pero el recuerdo no me abandonaba. Pasado un año, sin embargo, me vi obligado a volver. Un vecino me informó por carta de un hecho insólito. Corrían rumores de que en las noches de luna nueva, similares a aquella en la que murió Adele, extraños acontecimientos alteraban las cercanías del panteón donde reposaban sus restos. Al leer aquello, la ira se apoderó de mí. Ni siquiera muerta permitían su descanso. Regresé inmediatamente a mi antiguo hogar para acabar con aquella farsa de una vez por todas. Con la intención de desvelar la superchería que importunaba el eterno descanso de mi esposa determiné que, en la próxima noche de luna nueva, acudiría al cementerio en compañía de un par de amigos y de algunos policías.
Logré reunir un grupo de siete personas, ocho contando mi presencia. Llegada la fecha, atravesamos los muros del camposanto en una noche sin luz. Nos situamos en una pequeña loma cercana al panteón y, sentados en la oscuridad, en silencio, esperamos en vano durante dos horas. La ausencia de iluminación lunar dificultaba la visión, aunque las siluetas, tanto de las tumbas como del panteón, eran fácilmente reconocibles. Sólo el murmullo de algunos insectos se entrometía en la extraña serenidad nocturna. Había una gran humedad y el frío era intenso. Nuestra paciencia comenzaba a declinar cuando, inesperadamente, el campanario de la aldea cercana repicó señalando las doce de la noche.
No tuve tiempo de sentir el peso del recuerdo. Sin previo aviso, un viento helado se alzó de la nada barriendo las hojas del suelo. Un torbellino de bruma se dirigió hacia nosotros pasando por encima de las tumbas, recorriendo los alrededores del panteón y creando furiosos remolinos a su paso. Llegó hasta nuestra posición y nos envolvió en un frío atroz. Un vocerío ululante emanaba de los alrededores. Colérico, mientras los demás gemían y temblaban de terror, decidí adelantarme desafiante en medio de aquél tumulto. Ningún meteoro, por furioso que fuera, me impediría velar por el descanso de mi amada. Bastaron, sin embargo, unos segundos a solas para que todo mi valor desapareciera, la sangre se me helara en las venas y saliera huyendo, tropezando tras los pasos de mis compañeros, de aquel maelstrom vociferante.
En años posteriores, durante las frías y oscuras noches de luna nueva, recordaría entre escalofríos el horror de aquel instante. No por las ráfagas heladas, ni por los horribles sonidos, tan similares a la risa de un demente, sino por aquel contacto blando y húmedo, grotescamente delicado, que sentí en mi rostro antes de salir corriendo. Justo en la frente, en el mismo punto en el que yo había besado su agonizante cuerpo tantas noches.
Santiago L. Moreno
Aunque el terror actual no me llama en absoluto, sigo disfrutando enormemente con todo lo escrito de Lovecraft hacia atrás. La estética y la elocuencia gore acabaron con todo el atractivo que el terror tenía para mí. Si buscan complacerme, denme terror sobrenatural; gótico, romántico oscuro o decimonónico. Pero no me den a leer a tipos como Jack Ketchum o Rampsey Campbell. Piensen en mí como en un tierno infante que, fascinado por la atmósfera, huye de la narración si esta se vuelve desagradablemente sangrienta. Búsquenme algo como el cuento que viene a continuación. Está escrito por Santiago L. Moreno, un habitual de esta bitácora, y su intención, al igual que la mía, es que sientan un poco de miedo. Miedo espiritual, provocado por la ambientación y por el concepto, no por la casquería.
A medianoche
Es lugar común que la muerte es la peor de las desgracias. Sin embargo, ciertos sucesos acaecidos en el pasado me invitan a poner en duda tal sentencia. Durante un período de mi vida marcado a fuego en mi memoria tuve la certeza de que el ser humano puede verse expuesto a penas mayores en algún momento de su existencia. A lo largo de dos terribles años, mi esposa, mi adorada Adele, sufrió en cuerpo y alma los rigores de un cruel padecimiento. En nuestro viaje nupcial, realizado por tierras africanas, contrajo unas extrañas fiebres que invadieron su cuerpo, sumiéndola en un estado de postración y dolor cercano a la muerte. Una debilidad progresiva se apoderó de ella, absorbiéndole la vida de forma lenta e impiadosa. Presa del dolor y la preocupación, puse mi fortuna en juego y no reparé en gastos. Los mejores médicos de Europa pasaron por la mansión a lo largo de aquellos dos años, pero poco pudieron hacer. A pesar de los gravosos tratamientos, su piel se fue cuarteando, su carne mermó hasta la insignificancia y sus ojos, antaño llenos de vida, se fueron apagando al igual que lo hace una llama a la que se le niega el aire.
Cuántas noches maldije mi propia debilidad, mi rendición ante sus requerimientos. Fue ella, precisamente, quien sugirió el destino de nuestro viaje, quien insistió en visitar aquel remoto país ecuatorial. Había algo en esas tierras que le interesaba, objetos relacionados con su más querido pasatiempo, el cual yo consideraba, sin decírselo, una engañifa para incautos. Cuando me enseñó las imágenes, incluidas en uno de sus extraños libros, no me parecieron otra cosa que simples abalorios. Hacía meses que buscábamos un lugar exótico para nuestra luna de miel, y aquel destino, afirmaba ella, colmaba ambas expectativas. Quise negarme, pero mis reticencias perdieron toda su fuerza ante los argumentos de sus ojos claros. Viajamos, al fin, y bordeamos el desastre. Tormentas marítimas, caminos enlodados, condiciones insalubres, junglas oscuras y hombres extraños. No sé en qué momento ni cómo los obtuvo, seguramente en una de sus inexcusadas y peligrosas ausencias, pero a la vuelta nuestro equipaje contaba con elementos nuevos: dos sacos repletos de objetos tribales, sumamente extraños, y la terrible enfermedad que, en estado de incubación, esperaría a nuestro desembarco en Inglaterra para dar muestras de su existencia.
Los primeros meses fueron malos, pero suaves en comparación con lo que vendría después. Sus libros esotéricos, por los que siempre había sentido auténtica devoción y que yo consideraba un pasatiempo inocuo, parecían mantenerla animada. Pero el paso de los días no fue el aliado que esperábamos, sino todo lo contrario. Desgraciadamente, la enfermedad fue ganando terreno, restándole fuerzas y confinándola al limitado espacio de su dormitorio. El último año de vida de mi esposa fue un tormento para ella y también para los que la cuidábamos. En las escasas ocasiones en las que me retiraba a mi cuarto a descansar, podía oír, a pesar de los gruesos tabiques, su sufrimiento nocturno. Las cuidadoras se afanaban en su descanso, pero sin aparentes resultados. Su respiración trabajosa, la agitación continua y los lamentos de dolor convertían las noches en un suplicio infernal.
La aurora traía un cierto consuelo, pues la luz del día parecía devolverle un pálido reflejo de sus antiguas fuerzas. Mi Adele las malgastaba en la enfebrecida lectura de sus libros. Pidió que le llevaran los ejemplares más antiguos, guardados en un arcón del desván desde antes de nuestro viaje. Con ellos se había iniciado su interés por ese espacio misterioso que sucede a la vida. Se los había comprado hacía unos años a un buhonero viejo cuya mirada torva y aspecto desaliñado sugerían algún tipo de trastorno. Todos ellos trataban el tema de la muerte. En algunos se ofrecían extrañas visiones del más allá y en los más desgastados se daba cuenta de los métodos utilizados por las más antiguas culturas para burlarla. Textos profanos, extrañas letanías y una serie de macabras ilustraciones adornaban las amarillentas páginas.
A veces, cuando entraba en la habitación para conocer su estado, un extraño desasosiego se apoderaba de mí. La depauperada imagen de Adele, casi en los huesos y con el pelo ahora blanco, las desagradables encuadernaciones de aquellos libros repartidos por la enorme cama, los objetos africanos con los que había ordenado decorar el cuarto, algunos de los cuales manoseaba durante horas..., todo conformaba en mi mente un cuadro de aspecto macabro. Cuanto más intentaba convencerla de dejar aquella actividad obsesiva, más se volcaba ella en la lectura. Leía en voz baja, susurrando palabras desconocidas, pasaba las páginas con una notable agitación y cambiaba caprichosamente de libro, estirando los brazos con una cierta violencia, tanteando en la cama con furia. Los sonidos que salían de su boca eran, a veces, ininteligibles.
Tan morbosa actividad fue, sin embargo, la última pasión de mi esposa, cuya alma pareció contagiarse del deterioro que sufría su cuerpo. La mujer a la que tanto quería fue desapareciendo poco a poco. La sonrisa dulce y la mirada limpia de las que me había enamorado fueron abandonando su rostro. Durante los últimos meses su desgracia se me hizo insoportable y me limité a entrar en su cuarto al anochecer. Rezaba por ella y me despedía hasta el día siguiente dándole un delicado beso en la frente, un beso que, Dios me perdone, provenía a esas alturas más de la conmiseración que del amor. Yo posaba mis labios en su arrugada y pálida frente y me retiraba a mi dormitorio hasta el alba, dejándola el resto de la noche al cuidado de las enfermeras.
En los días previos a su muerte, sin embargo, sucedió algo que me perturbó enormemente. Una noche, al acercar mi rostro al suyo, me sujetó del brazo con sus huesudas manos y me susurró al oído: “No quiero besos piadosos, no me tengas lástima. La muerte es mejor que la vida”. Mi sorpresa fue tan grande que, por puro acto reflejo, me separé de ella con cierto apresuramiento. Había un brillo mortecino en sus ojos y creí ver en ellos una convicción absoluta. Volvió a sus libros y yo me dirigí a mi cuarto, sintiendo un extraño desasosiego que después consideré absurdo. No volví a besarla en vida. Cuando lo hice de nuevo habían pasado dos semanas, y Adele yacía fría e inmóvil en su ataúd. Había fallecido apenas hacía unas horas, y en su rostro, libre ahora de dolor, destacaba una enigmática sonrisa. Quiso el diablo, en su última burla, que Adele muriera a las doce en punto en la noche más oscura, una hora difícil de olvidar, una hora que en adelante me señalarían todos los relojes y que, allá donde fuera, me recordaría su suplicio, día tras día, durante el resto de mi vida.
Tras dar sepultura a mi amada en el panteón familiar, en una ceremonia discreta y a la que apenas acudieron los sirvientes y unos pocos amigos, hice lo imposible por no volver a pisar aquellas desdichadas tierras. Dejé la mansión al cuidado de los guardeses y me embarqué sin elegir destino. Viajé sin rumbo durante meses persiguiendo el olvido, con la firme intención de no regresar jamás. La tristeza me había convertido en otro hombre, pero el recuerdo no me abandonaba. Pasado un año, sin embargo, me vi obligado a volver. Un vecino me informó por carta de un hecho insólito. Corrían rumores de que en las noches de luna nueva, similares a aquella en la que murió Adele, extraños acontecimientos alteraban las cercanías del panteón donde reposaban sus restos. Al leer aquello, la ira se apoderó de mí. Ni siquiera muerta permitían su descanso. Regresé inmediatamente a mi antiguo hogar para acabar con aquella farsa de una vez por todas. Con la intención de desvelar la superchería que importunaba el eterno descanso de mi esposa determiné que, en la próxima noche de luna nueva, acudiría al cementerio en compañía de un par de amigos y de algunos policías.
Logré reunir un grupo de siete personas, ocho contando mi presencia. Llegada la fecha, atravesamos los muros del camposanto en una noche sin luz. Nos situamos en una pequeña loma cercana al panteón y, sentados en la oscuridad, en silencio, esperamos en vano durante dos horas. La ausencia de iluminación lunar dificultaba la visión, aunque las siluetas, tanto de las tumbas como del panteón, eran fácilmente reconocibles. Sólo el murmullo de algunos insectos se entrometía en la extraña serenidad nocturna. Había una gran humedad y el frío era intenso. Nuestra paciencia comenzaba a declinar cuando, inesperadamente, el campanario de la aldea cercana repicó señalando las doce de la noche.
No tuve tiempo de sentir el peso del recuerdo. Sin previo aviso, un viento helado se alzó de la nada barriendo las hojas del suelo. Un torbellino de bruma se dirigió hacia nosotros pasando por encima de las tumbas, recorriendo los alrededores del panteón y creando furiosos remolinos a su paso. Llegó hasta nuestra posición y nos envolvió en un frío atroz. Un vocerío ululante emanaba de los alrededores. Colérico, mientras los demás gemían y temblaban de terror, decidí adelantarme desafiante en medio de aquél tumulto. Ningún meteoro, por furioso que fuera, me impediría velar por el descanso de mi amada. Bastaron, sin embargo, unos segundos a solas para que todo mi valor desapareciera, la sangre se me helara en las venas y saliera huyendo, tropezando tras los pasos de mis compañeros, de aquel maelstrom vociferante.
En años posteriores, durante las frías y oscuras noches de luna nueva, recordaría entre escalofríos el horror de aquel instante. No por las ráfagas heladas, ni por los horribles sonidos, tan similares a la risa de un demente, sino por aquel contacto blando y húmedo, grotescamente delicado, que sentí en mi rostro antes de salir corriendo. Justo en la frente, en el mismo punto en el que yo había besado su agonizante cuerpo tantas noches.
Santiago L. Moreno
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