sábado, 25 de julio de 2009

20030 A.D.

Después de morir, el hombre abrió los ojos, pestañeó varias veces, miró a su alrededor y sonrió satisfecho. El plan, una vida entera dedicada a la virtud cristiana, había funcionado. Una hueste de ángeles le dio la bienvenida y lo condujo ante el Altísimo.

-¿Es esto el Cielo? -preguntó el hombre.

-Lo es -respondió Él.

-¿Eres tú Dios?

-Lo soy.

Dicho esto, la Presencia Divina alzó ambos brazos. -Nada has de temer. Tus actos en la Tierra te han hecho merecedor del Paraíso. A partir de ahora vivirás aquí. En paz. Eternamente.

-Eternamente... Sí, sin duda. ¿Pero aquí? -El hombre alzó su rostro hacia Dios y sonrió-. Permíteme dudarlo.

Un complejo conjunto de sonidos escapó aceleradamente de entre sus labios hasta completar el código de balizamiento fonético. Mientras el desconcierto comenzaba a traslucirse en el rostro divino, a varios universos de distancia el localizador interdimensional construido bajo el desierto de Nueva Teherán hizo contacto y trasladó las coordenadas al teletransportador. En menos de un nanosegundo, una brillante esfera de apariencia metálica apareció sobre la cabeza de Dios.
Al verla, el hombre profirió un alarido gozoso.

-¡Allahu Akbar!

Antes de que el grito llegara a su fin, la bomba D, diseñada para eliminar dimensiones enteras, estalló sumiendo el Cielo en la nada.





La versión original de este cuento fue publicada en Prospectiva.

viernes, 24 de julio de 2009

Cómplice a la fuerza

Haciendo una búsqueda en internet de los sitios en los que había publicado mi reseña de El cálculo de Dios, me he llevado una sorpresa. Aparece en más de cinco direcciones dedicadas a esa actividad que vulgarmente llamamos pirateo. Todas ellas ofrecen un enlace hacia el mismo paquete, cuyo contenido lo componen tres novelas que el responsable de la compilación ha debido de considerar integrantes de una misma temática. Esa es otra sorpresa, porque los tres textos, en formato pdf, pertenecen a El cálculo de Dios, La cena secreta y La sonrisa de la Gioconda. Poco tienen que ver las novelas de Javier Sierra y Luis Racionero con la de Robert J. Sawyer, así que doy por supuesto que habrá sido la ilustración de cubierta, a cuya ambigüedad me refiero en la reseña, la causante de tal confusión. Eso y el más que probable hecho de que el lumbrera no habrá leído el libro, claro. La cosa es colgar algo, lo que sea.
Debería indignarme, aun siendo una nadería, el hurto de mi texto, etc. Pero no. No puedo porque mi texto aparece firmado con mi nombre, es decir, han respetado mi autoría, que es lo unico que pido en este tipo de situación. Nunca he entrado en cuestiones tipo Creative Commons y complejidades similares, me basta con que reconozcan la fuente. Y en este caso la reconocen, ahí está mi nombre. Aunque preferiría que no lo estuviera, porque los "ingenieros" tras este asunto han decidido que no basta con poner, ilegalmente, material a disposición de quien quiera bajárselo. Han creído oportuno también montar una pequeña campaña de marketing para incitar al hurto. Y han decidido promocionar el material con un texto. Con mi texto. Acompañado de mi nombre. De hecho, soy la única persona identificable que sale en todas esas páginas dedicadas al choriceo, porque las otras reseñas no van firmadas.
No voy a gastar tiempo en algo tan poco fructífero como buscar la dirección de correo de todas y cada una de esas páginas para exigirles que quiten mi texto de ahí, pero sí he gastado algo de tiempo en reflexionar sobre el significado de fondo de todo esto. Internet, tan parecido al ciberespacio que imaginó William Gibson, se ha erigido en pocos años en todo un universo con leyes propias. No sólo el software o las formas de conexión van cambiando, no sólo sus contenidos; también evolucionan las leyes internas y la interconectividad. Ese universo aparte va creciendo, y en su evolución va construyendo nuevas formas de moralidad, propias. Vean este caso, si no.
Alguien cuelga material ilegal, y no le importa que lo sea, porque hay una especie de consenso en torno a la gratuidad que debe imperar con los contenidos en internet, una especie de garante de la libertad en este nuevo medio, en este territorio virgen. Da igual que en el mundo exterior esos contenidos estén sujetos a unos derechos de propiedad intelectual explícitos. Sin embargo, ese alguien decide que el texto que ha arrebatado de otro sitio de la Red para utilizarlo como promoción debe ser respetado, llevar el nombre de su autor, puesto que eso es lo que exige la ley acordada por consenso en internet. Es decir, no se respetan los dictados del exterior, pero sí las normas de conducta creadas en este otro universo. Al lado de material robado, otro respetado. Paradójico. O no, si se acaba aceptando que cada universo tenga sus propias leyes.
Será interesante ver, en el futuro, cómo culmina esa vía evolutiva. En tanto, este asunto ha servido de alimento para mi febril imaginación. Anoche, tumbado en la cama, era testigo de una extraña redada policial en la Red que involucraba a todas esas páginas. Como resultado, yo acababa detenido en una infecta prisión. Vivamente, me imaginé que en la sala de visita, tras el cristal, me dirigía a mis padres entre gimoteos y les decía: "Papá, mamá, os lo juro, no tengo nada que ver, yo sólo pasaba por allí".

jueves, 23 de julio de 2009

Gracias

Samuel Eto'o

(...)
Amo el silencio para elevar el canto
Pero acaso tú eres la fuente herida
Conozco la gran fisura revelada por los siglos
El tiempo es largo
Y el destino de mi tierra no la puede detener




Paul Dakeyo

miércoles, 22 de julio de 2009

Robert J. Sawyer. El cálculo de Dios

La otra novela que mencioné hace dos entradas, El cálculo de Dios, se centra en el tema religioso, pero incluye una idea muy sugerente. Quizás toda especie inteligente, llegado cierto punto de progreso, prefiera las realidades virtuales al gusto por encima del viaje espacial y elija volcarse hacia adentro, no al exterior. Esa podría ser la razón por la que no vemos en el cielo señal alguna de civilizaciones anteriores a la nuestra, las cuales, a la velocidad exponencial a la que parece avanzar el progreso tecnológico, deberían contar ya con los conocimientos para construir artefactos capaces de hacerse notar, tanto por sus efectos como por sus dimensiones. Más si el número de esas civilizaciones es alto, que es lo que sugiere un uso optimista de la Ecuación de Drake.
Robert J. Sawyer, autor de este libro, está, además, a punto de ponerse de moda y adquirir la fama que otorga el medio audiovisual a un escritor. Su novela Recuerdos del futuro, que leí en su día pero confieso haber olvidado casi por completo, será reconvertida en serie de televisión y se anuncia ya como el boom de la próxima temporada. Algunos la colocan como sucesora de Perdidos, la mejor serie de género fantástico que haya dado el medio. Desde luego, Flash Forward se presenta, gracias a su argumento, como el instrumento ideal para el uso de esa compleja narración dislocada que ha impuesto en el medio la serie de J. J. Abrams, alimentada por retrocesos y avances temporales. Los nombres de los responsables involucrados en el proyecto son, también, una buena garantía de éxito.



A primera vista, parece derivarse un cierto engaño de la aparente propuesta que hace este libro de título anfibológico. Tanto la manera de venderlo como el tratamiento que Robert J. Sawyer da a la historia tiñen el producto de cierto sensacionalismo. La “sixtina” ilustración de portada y el texto de apoyo que la acompaña apuntan directamente hacia el canónico Dios-religión, y sin embargo, toda la disquisición gira en torno a la posible existencia de un Dios-ciencia, un diseñador universal que se sirvió de medios científicos para configurar esta realidad. Es decir, mientras que el debate propuesto en la narración es deísta, las armas de promoción del libro prometen un enfoque teísta.
Obviando la maniobra, digamos que se trata de un tema nada nuevo para la ciencia-ficción, la cual lo ha tratado con distinta suerte en varias ocasiones. El autor canadiense reconoce, incluso, la deuda contraída con el difunto Carl Sagan, quien en la maravillosa conclusión de su novela Contact (castrada en el filme homónimo en servicio de una mayor accesibilidad) resumió prodigiosamente la idea que da vida a las páginas de El cálculo de Dios. Donde Sagan se bastó del número pi para presuponer la manufactura del universo, Sawyer inventa una historia completa en la que, como es habitual en este autor, las implicaciones morales de ese hecho cobran mayor importancia que el hecho en sí.
Con la facilidad habitual en él, Sawyer narra, con amenidad y didactismo, la relación entre un extraterrestre que busca información y un paleontólogo del museo de Ontario. Las grandes extinciones sucedidas en nuestro planeta, coincidentes en el tiempo con las ocurridas en su mundo de origen, traen a Hollus, un alienígena de aspecto arácnido, hasta la Tierra. El primer contacto, de comicidad resultona, redunda en la parafernalia sawyeriana: libros del género, cine fantástico, televisión de moda y el fenómeno trekkie. El resto de la historia alterna ilustrativas discusiones sobre geología, biología, astronomía y demás ramas científicas con los conflictos morales que le suponen al vulnerable protagonista -científico ateo, pero enfermo de cáncer- las pruebas de la existencia de un Creador. A medio camino, sobresale una idea realmente interesante, popularizada por el cine hace bien poco, sobre el final lógico de toda civilización tecnológica, posible causa de que no encontremos señales en el cosmos de civilizaciones más antiguas que la nuestra. La conclusión resulta feble para las expectativas creadas, pero goza de la suficiente consistencia para cerrar con dignidad la novela.
El mayor valor del libro reside, curiosamente, en el asunto con el que comenzaba esta crítica. Para todo aquel que viva su ateismo como antítesis de la religión, como arma de enfrentamiento, El cálculo de Dios representa una ocasión ejemplar para reconsiderar si ciertas ideas provocan rechazo por su contenido o tan sólo por el ropaje que las cubre, y si lo que se esconde tras ambos disfraces, teísta y deísta, es la misma cosa u otras muy distintas.
Sawyer sigue sin encontrar su obra magna, pero en su descargo se puede decir que es un escritor imaginativo, de propuestas inteligentes y desrrollos livianos, cuya creación literaria nunca cae en el aburrimiento al que otros autores actuales de renombre someten a sus lectores. La pesadez de El cálculo de Dios, al menos, sólo está en las gargantuescas dimensiones con las que la colección Nova intenta maquillar, desde hace unos números, los precios que cobra al consumidor.


La versión original de esta reseña fue publicada en Bibliópolis, crítica en la Red.

martes, 21 de julio de 2009

John C. Wright. La edad de oro

En la anterior entrada mencionaba, por las razones allí expuestas, la novela La edad de oro, de John C. Wright. Lo que no expliqué es que se trata de una de las mejores novelas que han aparecido dentro de la ciencia ficción en las últimas décadas, y también, visto el ninguneo al que fue sometida, uno de los mayores ejemplos de ceguera crítica en toda la historia del género. Se trata de una novela mayúscula, un compendio de la cf con discurso propio, cuya apuesta imaginativa sólo es superada por su enorme ambición. Si tiene un defecto es, precisamente, ser parte de una trilogía, pues las continuaciones no están ni mucho menos a su altura. Ambas novelas, tituladas Fénix exultante y La trascendencia dorada, son puras extensiones de la primera, necesarias para desvelar las incógnitas que dan vida al argumento, atractivas por el universo desplegado anteriormente, pero insulsas en comparación con la novela que abre el ciclo. En ambas sobran páginas, y el discurso político crece hasta acaparar la obra entera, sin que el escenario crezca, sin mostrar filigranas nuevas. Por comparación, el peso de la primera novela resulta ser, y es lógico, inllevable.





Aunque la excelencia de esta novela merece una crítica de mayor enjundia, hay tres palabras que la definen escuetamente.
Descaro: el que derrocha su autor al utilizar sin complejos todo el arsenal de ideas procedentes del acervo histórico del género.
Diversión: toda, como no se recordaba desde Los Cantos de Hyperion.
Incomprensión: la que produce que una de las mejores novelas norteamericanas de ciencia ficción de los últimos años no haya estado presente en los grandes premios, ni siquiera como aspirante.
La primera novela de John C. Wright manifiesta un talante abrumadoramente referencial, incluso a primera vista, con un título que apunta a la época más gloriosa de la ciencia ficción e incluye, en un delicioso homenaje a los orígenes, la pionera nominación de romance. Wright ingiere decenas de referencias en una labor de fagocitosis amable para regurgitar con éxito un mosaico de carácter unitario e identidad propia. Son tantas las alusiones, los lugares comunes que van apareciendo en la novela, que hay momentos en que el lector no sabe si acaba de descubrir otro elemento (diseños atigrados aquí, escaleras lapislázuli allá) o si se sufre de un cierto complejo asociativo producto de la sobredosis.
Zelazny, Bester, Asimov, Van Vogt, Clarke, Heinlein, Vance, Dick y una interminable lista de históricos aportan los mimbres para que Wright, presa de un fulgurante proceso osmótico, construya su absorbente y grandiosa visión del futuro, un fresco prospectivo que presenta no sólo coherencia, sino también un enorme caudal imaginativo de cosecha propia. Si Hyperion se cimentaba en los diversos subgéneros de la ciencia ficción, La edad de oro se nutre sin recato de sus numerosos autores. Wright llega incluso a santificar su desvergüenza riéndose de ella a través de su protagonista, Faetón, quien en cierto momento reprocha de su mujer que “en vez de escribir juega con las ideas de otros”.
El universo construido es, junto con una absorbente trama que curiosamente deja todo en el punto de partida, el mayor aval de una novela devorable en dos asaltos, imposible de abandonar. El único escollo lo constituyen las primeras páginas, que recuerdan las dificultades por exceso de nueva información que presentaba –de nuevo la excelencia- la obra cumbre del hard español, Mundos en el abismo. La recompensa, como en aquel caso, es generosa. La trama gira en torno a Faetón Primo de Radamanto, quien ha borrado voluntariamente de su memoria sucesos de los últimos 250 años de su existencia, y a sus indagaciones al respecto. Wright describe una utopía hedonista situada a medio millón de años en el futuro, y en plena fiebre de realidades virtuales sustitutivas decide rebajar a éstas a la calidad de sucedáneo. En su universo, los mundos virtuales son de uso mayoritario, pero la realidad imperante es la consabida: ¿por qué sumergirse en mundos falsos cuando la tecnología posibilita alterar la percepción de las cosas en el mundo real? Es más fácil transformar nuestros sentidos que crear nuevos entornos.
Bajo esa premisa se configura la relación entre los habitantes de la Ecumene Dorada, un auténtico paraíso de posibilidades. El ciudadano puede manejar el pulso personal del tiempo, la intensidad de los sentidos a varios niveles, transformar los procesos mentales, la forma física. Y todo ello en un medio controlado y ordenado a la perfección, ya que el Sistema Solar ha sido amoldado a las necesidades y querencias de los humanos, por cuya seguridad y derechos velan poderosas mentes mecánicas. La Ecumene es el triunfo de la civilización basada en la pluralidad: de forma, de pensamiento y de creencia. Pero no de ética. El gran problema es que no todos son iguales, pues la riqueza manda, y a mayor distancia de ese Occidente futurista que es el centro del Sistema, los problemas y disconformidades aumentan. Los siete Pares gobernantes discuten la creación de una ley por la que todo siga igual, posiciones regentes incluidas, hasta el fin del Sistema Solar.
Si les resulta familiar no es por casualidad. Toda esa maquinaria, ese entretenimiento de alta graduación cuenta con una fuerte carga ideológica a dos niveles, servida de manos de sus personajes y del conjunto. La edad de oro desarrolla una historia individualista, la de un antihéroe que se opone con todas sus fuerzas a lo establecido. Lo polémico es que se trata de un individuo que, contra toda prueba demostrativa de su equivocación, basándose sólo en su instinto, combate contra un Estado de consenso. Nunca debemos de olvidar que la obra no tiene por qué reflejar los pensamientos del escritor, aunque si bien este apotegma permite mantener las distancias entre Wright y sus por otra parte ideológicamente antagónicos protagonistas, no se puede negar la voluntariedad en la creación de un mundo muy parecido al nuestro, alegoría futurista del momento actual en que el capitalismo neoliberal ha conducido al planeta hacia la globalización y el pensamiento único. La lucha de un hombre consagrado a despertar a una civilización acomodaticia y acomodada cobra un significado especial en estos tiempos en los que el ciudadano ha cambiado la libertad por el bienestar (y en nuestro país, perdonen la digresión, el bienestar por un piso). La frase final del protagonista resulta hoy un anacronismo colosal: “Amo la verdad más que la felicidad; no descansaré.”
Para la traducción, Bibliópolis ha optado acertadamente por Carlos Gardini, quien tradujo al castellano obras como Hyperion y El señor de la luz. El resultado es más que aceptable si omitimos el inadecuado y reiterado empleo de la expresión “por cierto”. En suma, una novela enorme, adictiva, una celebración de un siglo de ciencia ficción a la que ningún aficionado al género debería faltar. Una maravilla con un solo punto negativo: es la primera parte no auto conclusiva de una trilogía.


La versión original de esta reseña fue publicada en Bibliópolis, crítica en la Red.

lunes, 20 de julio de 2009

Cénit

Hojeando Lunáticos, de Andrew Smith, uno de esos libros publicados estos meses al socaire de la efeméride que hoy celebramos, he encontrado dos focos de atención. Uno en la ingeniosa transmutación del título, que delicioso en su doble sentido, sacrifica sin embargo la poética del original, Moondust, quizás, reconozcámoslo, demasiado norteamericana. El otro punto de atención tiene su origen en unas líneas perdidas entre el texto que adorna la contracubierta. En él puede leerse que el volumen recoge una serie de entrevistas a los moonwalkers que aún permanecen con vida*, cuyas existencias, tras su paseo lunar, parecen haber estado marcadas por la excentricidad. Resalta el citado texto que el autor del libro ha realizado sus entrevistas “sabiendo que, un día, en un futuro no muy lejano, posiblemente nadie en la Tierra sabrá lo que es poner un pie en otro mundo”. Esa frase, tan sencilla, me ha calado hondo, pues se me antoja certeramente apocalíptica.
Hace tiempo que los aficionados a la ciencia ficción somos conscientes de que una de las principales causas de la escasez creativa y cualitativa que vive el género en su rama literaria (dentro de sus muros, quiero decir, puesto que a nivel general seguramente estemos en el mejor momento de su historia) ha sido el abandono real del espacio. Mientras que en las décadas de los 60 y 70 del pasado siglo la aventura espacial tuvo apoyos y gran predicamento, en estos últimos 20 años, perdidos en el perfeccionamiento lento y mal presupuestado de las tecnologías espaciales, las grandes gestas se han dado de lado. La conquista del cosmos ya no está en el imaginario común, no interesa a nadie, y otras tecnologías y espacios han ocupado su lugar reconduciendo los anhelos y esfuerzos del ser humano: la informática, la genética... El futuro que prevemos, si es que lo hay, es ciberpunk, centrado en las realidades ficticias y el acondicionamiento de este planeta; el espacio ya no nos fascina, se ha convertido en el gran olvidado.
Si contemplamos un futuro desde el optimismo, este vendrá de crear mundos a medida, propios, no de conquistar los ya existentes. ¿Por qué arriesgar con lo desconocido, llegar más lejos, cuando podríamos moldear lo conocido al gusto propio? La cf, por supuesto, ya ha tratado este nuevo rumbo profusamente, no sólo dentro del subgénero ciberpunk. Obras tan distintas como El cálculo de Dios, de Robert J. Sawyer, o La edad de oro, de John C. Wright, por poner dos ejemplos, hablan de la inmersión en mundos virtuales, o de la alteración de nuestros sentidos para captar la realidad como queramos. Puede que haya futuro, pero, desde luego, cuando pensamos en él ya no imaginamos colonias espaciales en otros planetas, en otros sistemas solares, sino universos ficticios, falsos pero más satisfactorios. Algo a lo Matrix.
Por eso, la llegada a la Luna se me antoja nuestro cénit. Aquél lejano día de julio tocamos techo, nuestra civilización llegó lo más lejos en el espacio a donde va a llegar jamás. Olvídense de Marte (dudo que eso ocurra), de las sondas espaciales sin vida (arrojar algo a metros de distancia no es haber estado allí). No. Nuestra aventura acabó en la Luna. Esta frase perdida en el envés de un libro me ha traído la certeza de esto que les digo. Dentro de pocos años, cuando muera el último de los doce, el último moonwalker, con él se irá la prueba viva de nuestra hazaña más grande. Inertes, allí arriba, para futuros visitantes, unas huellas indelebles, unos pocos artefactos, vieja cacharrería de una civilización que saltó hasta donde pudo, y acto seguido renunció. Nunca habíamos estado tan lejos, ni lo volveremos a estar. Jamás.
¿Pesimista? Tal vez, pero no me negarán que bastante literario.


* Resulta paradójico que el moonwalker más popular, ese que no pisó nunca la luna, haya fallecido precisamente hace unos días.

jueves, 16 de julio de 2009

No estaba muerto

Estaba de mudanza. Esa ha sido la razón por la cual el silencio ha imperado en estas tierras durante los últimos meses. Ha habido otro motivo anexo, claro, ese que sin duda nos conducirá al fin de la civilización en breve: la atención telefónica informatizada. De este último prefiero no hablar, bastante bilis he criado por su causa. Además, uno podría acabar siendo acusado de reaccionario, de ludita y hasta de racista, qué sé yo. Sólo me gustaría que, cuando esa peste acabe con el mundo tal como lo conocemos, recuerden que yo, aquí, lo avisé hace tiempo.
Del primer asunto, sin embargo, sí me apetece charlar, en concreto del traslado de libros. Para ser exactos, del traslado de 27 cajas llenas de libros. Cajas bastante gordas. Salón con cajas al fondoSupongo que a algún visitante no le impresionará nada esta cifra, e incluso le parecerá bastante modesta, pero en mi caso resulta sorprendente. No soy dado a hacer grandes acopios de nada, y, como ya he mencionado más de una vez, hace unos años que me curé (o eso creía) de ese afán coleccionista que infecta a todo tipo de lector. Sin embargo, ahí estaban. Una vez ordenada y guardada, mi pequeña biblioteca arrojaba una cifra, en cajas repletas, de 27. En realidad 29, puesto que antes de mudarme realicé una criba de volúmenes prescindibles, dos cajas en total, de los que me deshice.
Lo cierto es que me ha sorprendido mucho tal cantidad. Los últimos años, despreocupadamente, he ido comprando todo aquello que me apetecía, sin miramientos, ya que contaba tanto con el dinero como con el espacio necesario. Y ni siquiera había dedicado una fracción de segundo a reparar en otras consideraciones. Es ahora, cuando he de mudarme a un piso de menores dimensiones, cuando me doy cuenta de que mis libros, perdón por la grandilocuencia, "mi única posesión en este mundo", son en realidad un problema.
Podría almacenarlos en el trastero, pero si hay algo que tengo claro es que mi disfrute de ellos depende de que estén ahí, a la vista, al tacto, a mi disposición para las rondas dominicales, esas en las que voy recorriéndolos con la vista y eligiendo alguno al azar para hojearlo y olerlo, para ojearlo y elegir algún párrafo con el que avivar el recuerdo de su lectura. Así pues, no valía con amontonarlos o esconderlos en un cuarto oscuro. Para los libros, eso y el olvido son la misma cosa, pues, por pereza y dejadez, uno no vuelve a acordarse de ellos hasta el siguiente traslado. No, hay que buscarles acomodo, comprar y montar estanterías (si es que caben), y después colocarlos en ellas. Y esa colocación, esa ordenación, en contra de lo esperado, no acaba siendo tan disfrutable como pueda presumirse, pues en una mudanza uno es presa del agobio y del deseo de terminar con todo eso, y no hay tiempo para lirismos y reencuentros, pues lo que se busca es acabar cuanto antes con ese engorro.
Ha sido, como digo, una tarea ardua, aunque ahora que está hecha, reconozco la satisfacción que me inunda al mirar las estanterías. Ahora, probablemente, debería reconocer que ha merecido la pena, pero no, desgraciadamente no es así. La edad nos cambia, nos convierte en seres cansados y reorienta nuestras prevalencias de antaño. Este oneroso trance me ha convertido a la nueva fe. Ya no hay dudas. La promesa de reconvertir 27 cajas de libros (alguna más para entonces) en una bobina de discos, o en un pequeño disco duro, se me hace demasiado atractiva cuando pienso en la próxima mudanza, a unos escasos cinco años en el futuro. No sin dolor, pues, digo adiós a la liturgia dominical y doy la bienvenida al libro electrónico.