lunes, 20 de julio de 2009

Cénit

Hojeando Lunáticos, de Andrew Smith, uno de esos libros publicados estos meses al socaire de la efeméride que hoy celebramos, he encontrado dos focos de atención. Uno en la ingeniosa transmutación del título, que delicioso en su doble sentido, sacrifica sin embargo la poética del original, Moondust, quizás, reconozcámoslo, demasiado norteamericana. El otro punto de atención tiene su origen en unas líneas perdidas entre el texto que adorna la contracubierta. En él puede leerse que el volumen recoge una serie de entrevistas a los moonwalkers que aún permanecen con vida*, cuyas existencias, tras su paseo lunar, parecen haber estado marcadas por la excentricidad. Resalta el citado texto que el autor del libro ha realizado sus entrevistas “sabiendo que, un día, en un futuro no muy lejano, posiblemente nadie en la Tierra sabrá lo que es poner un pie en otro mundo”. Esa frase, tan sencilla, me ha calado hondo, pues se me antoja certeramente apocalíptica.
Hace tiempo que los aficionados a la ciencia ficción somos conscientes de que una de las principales causas de la escasez creativa y cualitativa que vive el género en su rama literaria (dentro de sus muros, quiero decir, puesto que a nivel general seguramente estemos en el mejor momento de su historia) ha sido el abandono real del espacio. Mientras que en las décadas de los 60 y 70 del pasado siglo la aventura espacial tuvo apoyos y gran predicamento, en estos últimos 20 años, perdidos en el perfeccionamiento lento y mal presupuestado de las tecnologías espaciales, las grandes gestas se han dado de lado. La conquista del cosmos ya no está en el imaginario común, no interesa a nadie, y otras tecnologías y espacios han ocupado su lugar reconduciendo los anhelos y esfuerzos del ser humano: la informática, la genética... El futuro que prevemos, si es que lo hay, es ciberpunk, centrado en las realidades ficticias y el acondicionamiento de este planeta; el espacio ya no nos fascina, se ha convertido en el gran olvidado.
Si contemplamos un futuro desde el optimismo, este vendrá de crear mundos a medida, propios, no de conquistar los ya existentes. ¿Por qué arriesgar con lo desconocido, llegar más lejos, cuando podríamos moldear lo conocido al gusto propio? La cf, por supuesto, ya ha tratado este nuevo rumbo profusamente, no sólo dentro del subgénero ciberpunk. Obras tan distintas como El cálculo de Dios, de Robert J. Sawyer, o La edad de oro, de John C. Wright, por poner dos ejemplos, hablan de la inmersión en mundos virtuales, o de la alteración de nuestros sentidos para captar la realidad como queramos. Puede que haya futuro, pero, desde luego, cuando pensamos en él ya no imaginamos colonias espaciales en otros planetas, en otros sistemas solares, sino universos ficticios, falsos pero más satisfactorios. Algo a lo Matrix.
Por eso, la llegada a la Luna se me antoja nuestro cénit. Aquél lejano día de julio tocamos techo, nuestra civilización llegó lo más lejos en el espacio a donde va a llegar jamás. Olvídense de Marte (dudo que eso ocurra), de las sondas espaciales sin vida (arrojar algo a metros de distancia no es haber estado allí). No. Nuestra aventura acabó en la Luna. Esta frase perdida en el envés de un libro me ha traído la certeza de esto que les digo. Dentro de pocos años, cuando muera el último de los doce, el último moonwalker, con él se irá la prueba viva de nuestra hazaña más grande. Inertes, allí arriba, para futuros visitantes, unas huellas indelebles, unos pocos artefactos, vieja cacharrería de una civilización que saltó hasta donde pudo, y acto seguido renunció. Nunca habíamos estado tan lejos, ni lo volveremos a estar. Jamás.
¿Pesimista? Tal vez, pero no me negarán que bastante literario.


* Resulta paradójico que el moonwalker más popular, ese que no pisó nunca la luna, haya fallecido precisamente hace unos días.

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