domingo, 31 de julio de 2011

Pellizcos

Lo terrible no es que exista gente que necesite creer en esas palabras grandes (Dios, Patria, Raza) para dar sentido a su vida, sino que necesita que nosotros, los demás, creamos en esas palabras para dar sentido a su vida.

-César Mallorquí-

sábado, 23 de julio de 2011

Santiago Roncagliolo. Tan cerca de la vida

La acometida de los escritores provenientes del mainstream a la ciencia ficción no sólo es interesante por sus frutos literarios. Las obras están ahí, desde luego, y son ellas lo importante, qué duda cabe, pero si se mira un poco más allá, si se amplía el campo y se alienta una pizca de curiosidad sobre los autores que las están escribiendo, se pueden extraer conclusiones sobre el género en sí mismo y la percepción que existe ahí fuera sobre él. Uno de los puntos de interés está en los referentes, en el background de todos aquellos escritores generalistas que últimamente están pariendo obras de ciencia ficción.
Desde luego que existe algún conocedor, incluso exhaustivo como Rodrigo Fresán, que en su El fondo del cielo da una lección magistral sobre los comienzos de la cf norteamericana y, mucho más allá, sobre la propia esencia literaria que nutre la historia del género. Pero se trata más bien de una excepción. Lo normal es que la nueva visión de las temáticas de cf (que en algunos casos, desgraciadamente, resulta ser muy vieja), responde en parte a la propia ignorancia del escritor, a su desconocimiento absoluto sobre la centenaria historia del género y los miles de relatos que le han ido dando forma. El concepto que estos autores tienen de la cf proviene en escasas ocasiones de las obras literarias. Basta acceder a sus entrevistas (ciertamente numerosas, por algo son escritores populares) para darse cuenta de que su idea de la cf parte realmente de las películas, del cine. En sus recuerdos se funden películas retro, de los 50, 60 ó 70, con las space operas más conocidas, "Star Wars" y "Star Trek". Pero sobre todo, su concepto de lo que es la cf a considerar se construye desde la memoria de sus obras maestras, las dignas, las respetables, es decir, "2001" y "Blade Runner".
"Blade Runner" especialmente, sí, la película. Y su autor, Philip K. Dick, un adelantado a su tiempo que en los últimos años parece haberse ganado el cielo mainstream. En castellano, últimamente, todo parece tener que ver con Dick y su obra. No son sólo Bolaño o Fresán, no. Pablo Tusset, en su novela más reciente, titulada Oxford 7, le pone el nombre de Deckard a un personaje femenino; Rosa Montero saca al mercado Lágrimas en la lluvia, cuya relación con la película de Ridley Scott va mucho más allá del título; Santiago Roncagliolo, como pueden leer en la reseña que viene a continuación, da en Tan cerca de la vida su propia visión de los replicantes.
En fin, todo es Dick, todo es "Blade Runner". Nada que objetar, pero no puedo evitar preguntarme qué libros nos estarían ofreciendo estos escritores si sus referentes hubieran provenido más del papel y menos del celuloide.






Los mismos elementos que concurrieron hace más de un lustro en el inesperado éxito de "Lost in Traslation", aquel fascinante adagio fílmico con el que la directora Sofia Coppola ilustraba el extrañamiento del individuo occidental ante el Japón moderno, son reutilizados en esta novela por el peruano Santiago Roncagliolo con el añadido, casi inevitable en la literatura y el cine actuales, del proverbial elemento dickiano. A Max, el sencillo protagonista de Tan cerca de la vida, le acosan los mismos sentimientos que retrataban a los dos principales protagonistas de aquella película. La soledad, el desarraigo vital y la sensación de ajenidad que acuciaban a ambos aparecen de nuevo en esta historia como parte importante de la argamasa que conforma el mundo interior de Max en su epopeya tokiota.
Las características personales de Max, protagonista principal de la novela, delatan su ascendencia kafkiana, sugerida ya desde el principio por una pesadilla que le sobrecoge en las primeras páginas y le hace ver su rostro en los de todos los demás. Max es un hombre anónimo, un número perdido en una empresa constituida por miles de empleados con los que cree no guardar relación alguna. Tal como se le define en el texto (p. 71), “A pesar de su renovado amor propio, era un hombre en blanco, sin nada que lo identificase como miembro potencial de ningún grupo en particular, sin aficiones ni tribus.” Max es un analista de logística, un anodino empleado de base del que apenas conocemos contados detalles: un puesto de trabajo modesto, un pasado reciente desgraciado, una esposa con la que habla poco y apenas se entiende, y un carácter apagado, quizás culpable. La inesperada llamada del presidente de la compañía y su posterior ascenso profesional le colocan en un territorio nuevo repleto de posibilidades, pero también de incertidumbres.
Es la incapacidad social de Max, sumada al peso de la soledad en un país extraño, lo que le obliga a moverse, a tomar decisiones. Sus salidas nocturnas y sus encuentros con Mai, una joven camarera del hotel por la que siente una fuerte atracción, ofician como guía turístico y presentan al lector el otro gran protagonista de la novela: la ciudad de Tokio. La presencia de la urbe, las muchas oportunidades que ofrece para el extrañamiento occidental, conforman a los ojos de Max una imagen variopinta y exótica. Lo frío y lo íntimo se entremezclan. La asepsia de los hoteles futuristas, una pornografía que censura el contacto más íntimo y los impersonales clubs de alterne nocturnos son realidades que comparten espacio con los bulliciosos mercados de pescado o los “burdeles” de gatos, lugares a los que se acude en busca de la relajación que procura el contacto directo con esos animales.
Frente al Tokio urbanita reflejado por escritores nipones como Haruki Murakami o Yasunari Kawabata, la mirada forastera de un narrador occidental sólo puede sumar añadidos y maravillarse por lo que apenas llega a vislumbrar, por una metrópolis cuyos secretos parecen situarse muy lejos de su entendimiento. Roncagliolo sólo araña la superficie, pero al forastero poca cosa más se le puede pedir sino fascinación. Esa combinación que aporta el entorno, entre lo extraño y lo atractivo, es a la vez una imagen especular de lo que Max siente por Mai. No pueden hablar entre ellos, pero su lenguaje es otro, el de los signos, el de las miradas directas o, mucho más íntimo, el de un sexo intenso y comunicativo. Con ella, Max parece reencontrar un sentido de las cosas que perdió en algún momento crucial de su pasado, la solución a la angustia existencial que le persigue.
En realidad, ese es el elemento nuclear de la historia, la resolución del angst, de ese agujero negro anímico que acucia a Max durante gran parte de la novela y a través de cuyo desentrañamiento entra en juego el otro gran foco de influencia mencionado al principio de esta reseña, la impronta de Philip K. Dick. O para ser más exactos, de "Blade Runner", la adaptación cinematográfica más conocida de una de sus novelas. Elementos resonantes tales como la figura de Kreutz, presidente de la Corporación Géminis, claro trasunto del dueño de la Tyrell Corporation, o el papagayo artificial que utiliza de mascota, que retrotrae también a su origen literario, no son mas que pequeños guiños que sirven de homenaje y acercan la obra del peruano a su referente más directo. El campo de influencia no se queda en los meros detalles, sino que es nuclear, pues la Corporación Géminis se dedica al desarrollo de robots, de robots bastante avanzados, cada vez más parecidos a su creador, cada vez más humanos.
Roncagliolo hace un buen uso de la dosificación, introduce con excelente pulso la intriga existencialista en un contexto de ciencia ficción, aumentando la importancia del elemento genérico sólo en el último tercio de la novela, cuando el lector está preparado para su aparición. El elemento fantástico es crucial en la novela, es lo que le da sentido a la trama, pero no hace acto de presencia real (que no intuido) hasta que el desarrollo del argumento lo exige, aunque pequeñas pinceladas terroríficas, muy cercanas estéticamente al actual cine de horror japonés, ayudan, cada cierto número de páginas, a presuponerlo. Precisamente por eso, por esa buena aleación de sus elementos, resulta algo decepcionante la resolución final, porque el escritor se saca de la manga (como ocurría en la película de Ridley Scott) un imperativo argumental, una ocurrencia de última hora que fuerza inesperadamente la tensión entre los protagonistas.
Al margen de esto, el revelador relato final, que explica los respectivos pasados de Mai y Max, conmueve y conmociona a partes iguales; emociona y horroriza, y deja un último regalo a los amantes de las sutilezas. Ello es debido a que durante la narración Roncagliolo hace un particular uso de la segunda persona, utilizándola exclusivamente en las apariciones de la protagonista femenina, mientras que el resto del relato se desarrolla en tercera. Es una invitación para el lector inquieto difícil de rechazar. Adivinar el posible origen del narrador constituye un elemento más de la lectura que, en mi opinión, no se puede resolver correctamente hasta el final, y que suma una nueva perspectiva al conjunto.
Tan cerca de la vida es una novela que cuenta con buenas razones para su disfrute. Contiene una buena trama de ciencia ficción, indudablemente, pero más allá de eso, acerca al lector a una bella historia de vacíos y anhelos, al intento de comprensión entre dos almas parejas que se buscan mutuamente en uno de los escenarios urbanos más atractivos de este siglo.


La versión original de esta reseña fue publicada en Prospectiva.


jueves, 21 de julio de 2011

Jacques Sadoul. Historia de la ciencia ficción moderna

La publicación el pasado año de la "Teoría de la literatura de ciencia ficción", escrita por Fernando Ángel Moreno, me empujó a rebuscar en la zona de mis estanterias dedicada al ensayo, ya saben, por aquello de comparar. Historia de la ciencia ficción moderna, de Jacques SadoulEncontré alguna cosa interesante, pero como casi siempre que hurgo en mi biblioteca en busca de algo determinado, mi atención acabó desviándose justo hacia el extremo contrario. No sé aún por qué, agarré entre mis manos la "Historia de la ciencia ficción moderna", del francés Jacques Sadoul, leída hacía muchos años y ya casi olvidada, y me puse a ojear por encima las primeras páginas. Cuando me quise dar cuenta, estaba inmerso en la relectura de otro libro.
Al decir que me desvié hacia el lado opuesto me refiero a que, mientras que el ensayo de Moreno plantea un estudio de la ciencia ficción desde la teoría literaria, acercándolo así al contexto de obras como las de Darko Suvin o Tzvetan Todorov, el ensayo escrito por Sadoul se centra más en el simple testimonio histórico, resumiendo todo componente crítico en la socorrida teoría del gusto. El libro del francés carece de rigor analítico, y sus sentencias parten siempre de un "me parece", un "se me antoja" o, envalentonado en algunos momentos, un "no es, sin duda, tan buena como". Podría decirse que, casi 40 años después de su publicación, esta obra se presta a ser leída bajo un gesto continuo de condescendencia debido a que el paso del tiempo ha convertido algunos de sus juicios de valor en, digámoslo fínamente, poco profesionales.
Cierto es que, visto cuatro décadas después, Sadoul parece haber acertado al señalar muchas de las obras que luego pasarían a la posteridad, pero en la mayoría de casos se trata de novelas que ya llevaban años de recorrido y sobre las cuales los lustros pasados entre su publicación y el momento de la escritura de este ensayo ya habían comenzado a generar consenso. Cuanto más se acerca el libro a los 70, época en la que está escrito, es decir, cuanto más depende Sadoul de su propio criterio, menos lúcidos se tornan sus juicios de valor. Por poner un mero ejemplo, léanse los párrafos dedicados a Thomas M. Disch, por cuya obra confiesa "apenas sentir interés".
Pero si bien esta "Historia de la ciencia ficción moderna" no es una obra de enjundia en el sentido epistemológico, sí lo es en el historiográfico y, especialmente, en el sentimental. Tanto para quien quiera conocer los fundamentos y la evolución de la ciencia ficción norteamericana e inglesa escritas en los dos primeros tercios del pasado siglo, como para todo aquel conocedor que se quiera dar un baño de nostalgia asistiendo al nacimiento de las grandes historias que configuraron su juventud como lector, este libro supone uno de esos inconfesables placeres culpables.
Desde las dime novels y las Munsey Magazines al pulp, pasando por la Edad de Oro y la Edad Clásica hasta llegar a la new wave, Sadoul va haciendo un recorrido cronológico por la historia del género a partir de los relatos aparecidos en las diversas revistas publicadas en distintas décadas, dejando un espacio bastante menor para las novelas. Aunque prepondera la narrativa norteamericana, sobre todo (y lógicamente) en los comienzos del género, también hay sitio para la británica y, en las páginas finales, para la ciencia ficción realizada en Francia, en cuyas publicaciones se da un breve testimonio de autores europeos fundamentales como Stanislaw Lem, Karel Capek o los hermanos Strugatski.
La historia de la ciencia ficción, contada por Sadoul, no pertenece sólo a sus autores, sino también, y muy especialmente, a los editores de aquellas revistas. En su opinión, estos son los auténticos ideólogos del género, y las revistas el sagrado receptáculo en el que se generó y medró la auténtica esencia de la ciencia ficción. Entre ellos, el francés reconoce la importancia de John W. Campbell Jr. (para mí capital), pero concede tanta o más importancia en el devenir del género a figuras fundamentales como F. Orlin Tremaine, precursor de Campbell en Astounding Stories; al legendario Hugo Gernsback, padre putativo del género en su Amazing Stories; a los responsables de la diversificación de los años 50, como Horace L. Gold, que en su función de director de la revista Galaxy disparó la calidad literaria del género, y, finalmente, a Michael Moorcock y su labor en la británica New Worlds, donde contribuyó a generar el movimiento conocido como new wave.
Los primeros capítulos del libro, que Sadoul dedica a glosar la génesis de la ciencia ficción norteamericana a traves de sus revistas, merecen el calificativo de entrañables. Los argumentos, que van desde lo naïf a lo directamente absurdo, contienen suficientes dosis de ingenuidad como para despertar la misma simpatía nostálgica que nos produce el asombro de un niño. Una plétora de autores recordados hoy casi exclusivamente por los incondicionales del pulp despliegan sus invenciones en el primer tercio del libro. Autores menos conocidos como Ray Cummings, o como Nat Schachner, por quien Sadoul muestra verdadera devoción, comparten espacio con nombres más populares, como el de Abraham Merritt, y con auténticas leyendas del subgénero, como Edgard Rice Burroughs, H. P. Lovecraft o Robert E. Howard. E incluso con escritores de la magnitud de Jules Verne o H. G. Wells, cuyos relatos alimentaron las páginas de la mayoría de estas revistas durante años.
Si la parte dedicada al pulp fascina por la ingenuidad y pureza de sus historias, la referencia a los relatos que inauguran la Edad de Oro en las revistas viene a ser, para todo lector bregado en el género, un maremoto de nostalgia difícil de contener. Número tras número, los autores importantes que construyeron la ciencia ficción tal como la conocemos comienzan a dar señales de vida a través de sus relatos, llegando a configurar en algunas entregas auténticas antologías irrepetibles tanto por su calidad como por la mera acumulación de grandes nombres. Imagínense la presencia de Isaac Asimov, Frederik Pohl, A. E. Van Vogt o Clifford D. Simak, por mencionar ejemplos evidentes, número tras número, todos ellos presentando sus nuevos relatos, aquellos que posteriormente, transformados por el método del fix-up, se convertirían en libros de prestigio. Fundación, Mercaderes del espacio, El mundo de los no-A, Ciudad... decenas de grandes series se gestaron en aquellos días, en aquellas revistas, capítulo a capítulo. Leyendo esta crónica y conociendo cada una de las obras que aparecieron en aquella década, uno comprende perfectamente la pertinencia del apelativo dorado con el que más tarde sería bautizado aquel periodo de tiempo.
El recorrido por los siguientes decenios incluye, además de los consabidos relatos aparecidos en las revistas (muchas de ellas de nuevo cuño, como la fundamental Galaxy), una importante novedad: la publicación de novelas de ciencia ficción, algunas creadas como reelaboración y recopilación de cuentos anteriores, otras a partir de textos inéditos. Entre los 50 y los 60, los grandes nombres del género dan a conocer sus principales obras, y nuevos autores van sumándose, gracias principalmente a sus novelas, al panteón del género. Hay sitio también para la descripción de otra suerte de acontecimientos, como el nacimiento de los premios Hugo en 1953, o como aquel que en 1968 enfrentó a gran parte de los escritores de ciencia ficción, unos contra otros, por su apoyo o rechazo a la participación de EE.UU. en el conflicto de Vietnam. El cruce de las decenas de firmas reclutadas por cada uno de los bandos fue publicado en algunas de las principales revistas, como Galaxy o The Magazine of Fantasy and Science Fiction.
La última parte del libro es, para mi gusto, la menos interesante. En primer lugar, porque a Sadoul se le nota bastante perdido en sus valoraciones de la new wave y sus autores (tómese esto, si lo anteriormente expuesto más las fotos de su presencia en pasadas convenciones, en las que alterna con los popes del género, no bastaran, como una nueva demostración de su preferencia por lo clásico), pero también porque el repaso a la ciencia ficción francesa que puede leerse al final de este ensayo carece, debido al desconocimiento que de ella tiene el lector español, del atractivo con el que sí cuenta la anglosajona. Un capítulo aunque interesante, bastante menos reconocible.
Por todo lo dicho, "Historia de la ciencia ficción moderna" es una obra que puede calificarse de apetecible, siempre que el lector tenga claro que lo que tiene entre las manos es un recorrido nostálgico por la mejor cf que pudo leerse en los dos primeros tercios del siglo pasado, y no un ejercicio de crítica literaria.