lunes, 26 de febrero de 2024

Breves: Indiana, Tchaikovsky, Ravn

La mucama de Omicunlé, de Rita Indiana 

Novela construida sobre dos pilares básicos, un argumento de género fantástico y una trama en la que la diversidad cultural y sexual está muy presente. En cuanto a lo primero, el libro pertenece claramente a la fantasía. Aunque la ciencia ficción está presente en ambientación y tecnologías, la historia de fondo carece de sentido si se lee en clave realista, condición intrínseca de la cf. No hay racionalidad en la sucesión de los hechos, y sólo desde la intervención e ignotos designios de los dioses caribeños se pueden interpretar los sucesos más importantes. En el segundo orden, lo queer funciona por presencia más que por esencia dentro de la historia, con personajes que cambian de sexo o que descubren su bisexualidad. Es más decisiva la alusión a la cultura caribeña afrodescendiente, que no solo provoca los hechos sino que además interviene directamente en ellos. Dentro de esta inusual mezcla, hibridación entre mito y futuro tecnológico, hay detalles que me han recordado la última hornada gibsoniana y que convierten la narración, a grandes rasgos, en un ciberpunk con aderezo dominicano.
Lamentablemente, en cuanto a la construcción literaria hay deficiencias importantes. La introducción de personajes repite machaconamente una fórmula de aparición y biografía que resta fluidez a la narración y pesa notablemente en el ritmo. Pero el principal problema se encuentra en la lógica interna de la trama, que echa mano del deus ex machina en asuntos fundamentales de la historia. Lo casual y el ad hoc le roban sentido a la premisa principal, que no se apoya en construcciones lógicas previas, sino en elementos traídos de ninguna parte a beneficio de la tramas, un artificio más propio del medio audiovisual de las últimas décadas. Así pues, en mi opinión, una novela interesante por sus peculiaridades pero que tiene notables insuficiencias.


Herederos del tiempo, de Adrian Tchaikovsky

Buena novela de ciencia ficción de aires clásicos que divide la narración entre las desventuras de los tripulantes de una nave generacional y el ascenso de una civilización de arañas en un planeta terraformado, dos subtramas contadas en alternancia que se unen en un final más optimista de lo que es usual en este género. La historia amalgama la space opera, el hard en su rama biológica, la inteligencia artificial y la decadencia asociada a los viajes realizados a través de grandes distancias espaciotemporales.

La narración del progreso de la sociedad arácnida, desde su punto primordial hasta el uso de la tecnología espacial, es una maravilla. Todo está hilado con gran destreza y hay lugar incluso para algún momento emotivo y para el disfrute de pequeñas dosis de sentido de la maravilla. De hecho, funciona tan bien que la otra trama principal se ve perjudicada al transcurrir con un tempo distinto. Las cuitas de los humanos parecen ralentizadas al lado de la acelerada progresión de la civilización arácnida. La premisa inicial, que por cierto me ha traído a la mente un olvidado cuento de H. B. Fyfe recogido en la antología Imperios Galácticos, ha dado para continuar este Hijos del tiempo con una trilogía que la propia Alamut terminará de publicar este año en España.
 

Los empleados, de Olga Ravn

Novela de ciencia ficción interesante que lo es menos según avanza. Lo inusual de su estructura formal contrasta con la ortodoxia de la historia que cuenta. Mediante casi doscientos testimonios, que van desde página y media a una sola frase, se desarrolla la historia de una rebelión de androides semejantes a los humanos, con quienes comparten una nave espacial en la órbita de un planeta en exploración del que han extraído varios objetos desconocidos. El motín parece tener su origen en los efectos que causa la interrelación con ellos.
Durante la lectura de la primera mitad de la novela he oído cómo Stanislaw Lem me susurraba al oído. Es, sin duda, la parte más notable del libro. Entre los extraños síntomas que los objetos provocan en la tripulación se suceden, en breves pinceladas, asuntos emocionales y existenciales, sentimientos de mortalidad, maternidad, belleza, violencia y divinidad, contados en ocasiones con un lirismo que pretende hacer llegar la influencia alienígena al propio lector. La historia pierde esa dimensión casi poética cuando cae en un cierre decepcionantemente convencional. Dada la brevedad de la lectura, lo que queda son los breves destellos de algunos de los testimonios. 


lunes, 12 de febrero de 2024

Amal El-Mohtar y Max Gladstone. Así se pierde la guerra del tiempo


He de confesar que si he podido acabar esta novela, sumamente aplaudida en el concierto internacional, ha sido gracias a su brevedad. Estuve a punto de abandonar allá por la página ochenta y pico. Afortunadamente, y de nuevo contra el sentir mayoritario, creo que el libro sube de nivel en el último tercio, lo suficiente como para que la lectura merezca la pena.  

Roja y Azul, dos agentes de facciones rivales en una guerra que se extiende más allá de los confines del espacio y el tiempo, inician una correspondencia prohibida. A medida que se mueven por los hilos del tiempo dando forma al pasado para adecuarlo a los intereses de su facción, lo que empezó como un desafío, un intercambio de pullas en el campo de batalla, se va transformando en un peligroso juego que tanto Roja como Azul están decididas a ganar.
  
Su desarrollo remite a obras bastante conocidas en el género de la ciencia ficción. Así, a vuelapluma, en su relato se desarrolla una guerra entre los agentes de dos facciones a lo largo y ancho del tiempo, como en las Crónicas del Gran Tiempo de Fritz Leiber; ambas organizaciones permanecen a salvo fuera de la corriente temporal, como en El fin de la Eternidad de Isaac Asimov; en origen se enfrentan dos entidades con poderes cuasi divinos, como en Los Cantos de Hyperion de Dan Simmons, pero sobre todo, las dos representan al transhumanismo en sus vertientes biológica y mecánica, como en la antología Cristal Express de Bruce Sterling, o como en Cismatrix, historia perteneciente al mismo universo formador-mecanicista y que adolece del mismo problema que la novela corta que nos ocupa: el farragoso estilo narrativo.
El principal punto a favor de este premio Hugo, Nebula, Locus y British reside en su original estructura. Es una obra de carácter epistolar en la que la peripecia da paso al mensaje que da paso a la peripecia que da paso al mensaje, alternando a las dos protagonistas y extendiendo la fórmula como si de una entrega de relevos se tratara. Esto es ciencia ficción, así que en vez de las cartas manuscritas que se intercambiaban los protagonistas de las novelas epistolares convencionales como 84 Charing Cross Road o Paradero desconocido, la información que las dos agentes se pasan aquí es más ocurrente, de una naturaleza muy distinta. Desgraciadamente, si el armazón que contiene la historia se beneficia de esa originalidad, con la prosa tenemos otro cantar. Como ocurría con la escritura de Sterling, la de El-Mohtar y Gladstone se hace complicada, e incluso diría que a ratos incomprensible. He tenido que releer párrafos y párrafos, y no solo por la manera de adornarse (que también hay deseo de epatar), sino por la construcción de las propias frases, desordenadas y elípticas, y por la aparición de elementos nuevos en la trama sin explicaciones previas, cuyo conocimiento se da por sentado.
Cuando se habla de la capacidad de inmersión del lenguaje utilizado en este género literario siempre se pone de ejemplo aquella acción extraída de una obra de Heinlein: "la puerta se dilató". Pues bien, desde los años 50 ha llovido mucho, y decir que se ha ido bastante más allá es quedarse corto. De Brian Aldiss a Russell Hoban a David Mitchell a Edmundo Paz Soldán a decenas de autores diversos, todos ellos han propuesto, de forma más o menos radical, la inmersión en mundos y tiempos exóticos utilizando como herramientas la prosa y el estilo narrativo empleados desde una perspectiva inusual, todo buscando el extrañamiento en el lector. Este no es un caso de los más agudos, pero sí suficiente para que a mí, que me llevo bastante mal con ese artificio, me haya hecho muy trabajosas las primeras cien páginas. Eso y el hecho de que en ellas no haya suspense alguno más allá de la relación epistolar, que va creciendo y derivando en un amor cinco jotas entre ambas protagonistas. A diferencia de lo que hace Poul Anderson en La patrulla del tiempo, cada viaje no es una subtrama, no enriquece la narración con pequeñas historias, es demasiado corto, no aporta nada más allá que la búsqueda del artificio comunicativo. Donde tantas novelas engordadas se pasan, esta no llega. Todo lo que se ve durante cien páginas es un intercambio de mensajes y un puñado de escenarios de diferentes eras que pasan a toda velocidad, como el paisaje tras las ventanas del tren, en una escalada de amor en la que dos personajes se cruzan referencias que a veces es complicado pillar.  
Por suerte, el desenlace, que ocupa las últimas 50 páginas, sí raya a buena altura. El estilo gana en fluidez y concreción y se adapta más al momento crítico de la historia. Por fin pasa algo y podemos ser testigos de una inmersión real y no figurada en un escenario alienígena muy imaginativo, narrada con una complejidad que, salvando las distancias, me ha traído recuerdos del Gregory Benford más arrebatado. El manejo del elemento temporal también ha de apuntarse en el haber, pues cierra de forma lógica el ciclo, con un bucle que da a la historia una coherencia que suele escasear en la mayoría de relatos con viajes temporales. En todo caso, poca cosa para un libro con tantos premios, cuya edición española, en Insólita Editorial, cuenta con más erratas de las deseables y una traducción (frases mal ordenadas y anfibologías que no sé si son de los autores o del volcado al castellano) que pongo en cuarentena y que, por lo tanto, me impide señalar con el dedo al causante de mi desazón con este libro. 
 





jueves, 8 de febrero de 2024

Pellizcos

Con intolerable osadía, las bibliotecas públicas cobijan en su silencio la algarabía de innumerables voces. Proponen un pacto que protege todas las disidencias: tenemos derecho a elegir lo que leemos, pero no a imponer qué libros eligen libremente los demás.

-Irene Vallejo-