viernes, 13 de mayo de 2022

Dulces dieciséis



Un día como hoy de hace 16 años escribí la primera entrada de este blog. Como no sufro esa famosa superstición, me pareció gracioso iniciarlo un día 13. En mi recuerdo, fue algo que no le dije a nadie, pero los comentarios que ahora veo incluidos tras aquel texto, escritos por Jorge Camacho, el único amigo que conservo de la adolescencia, en parte lo desmienten. Salvo él, ninguna persona del círculo que frecuentaba entonces lo supo. Fue una iniciativa que decidí llevar a cabo en secreto por un motivo determinado. Yo me había mostrado bastante crítico con el fenómeno de los blogs, muy pujante entonces. Tal como los utilizaban algunos, no me parecían más que una moda pasajera cuyo único fin era el de darle a su responsable una cierta notoriedad, ese postureo que se ha convertido en algo pandémico en el presente. Sin embargo, la calidad y el interés de los textos contenidos en algunos de ellos me hicieron mirarlos de otro modo. 
Lo que me acabó de convencer de esta especie de diario público fue su utilidad. Vi la posibilidad de usarlo para algo que llevaba un tiempo queriendo hacer. En aquellos años, yo era asiduo lector de revistas de literatura general como LeerQué leer y había empezado a variar más que nunca mis lecturas. La ciencia ficción es y será siempre mi patria, pero, como la gran mayoría de los aficionados, no me he entregado a ella en exclusiva. Tras llevar años escribiendo en revistas y webs del género, empezaba a tener otro tipo de inquietudes, quería escribir sobre otros tipos de libros que siempre he leído aunque en menor medida, literatura general y otro tipo de géneros. El blog me pareció el instrumento ideal. Era perfecto. Podía convertirlo en una herramienta de crecimiento personal, de exploración de otros territorios allende la ciencia ficción. Pero no quería caer en lo que había criticado, e incluso me parecía perjudicial que se me diera pábulo por motivos equivocados. Conseguir lectores no me preocupaba; la idea era escribir, mejorar, ampliar fronteras, crecer. Y pretendía hacerlo desde el anonimato, fuera del territorio en el que hasta ahora me había movido. 
Pero hubo un problema, o más bien la suma de dos. Lo cierto es que, expresándolo con humor, "elegí un mal momento para dejar de fumar". Aunque ya habían surgido obras que lo hacían previsible, la explosión del género fuera de las fronteras, esa que dio aire a sus temáticas desde perspectivas distintas y una mejor calidad literaria, sucedió exactamente en ese mismo momento. Si suman eso a que, como asegura el refrán, la cabra siempre tira al monte, tendrán la ecuación completa. Un blog que iba a ir de mis encuentros con la literatura general vio desviada su orientación inicial. Comenzar a escribir sobre el torrente que se desencadenó de libros de cf escritos fuera del gueto me sacó a la luz. A pesar de que intenté camuflar los textos dedicados al género bajo un heterónimo, no tardó en saberse quién estaba detrás de Literatura en los talones. Que, por supuesto, no era George Kaplan, sino yo. 
Esto del nombre, para quien tenga curiosidad, lo expliqué en un pequeño cuestionario en el que participé hace unos años: "Precisamente, porque no quería utilizar el blog como plataforma de promoción personal, decidí utilizar un seudónimo. Me pareció que George Kaplan, la persona inexistente con quien confunden al protagonista de Con la muerte en los talones, era un nombre que me servía y que expresaba bien mi idea de no ser nadie tras los textos. El título del blog vino dado por el de la película. Ya que trataría de literatura, solo tuve que hacer un cambio". Curiosamente, el nombre de Literatura en los talones, en principio caprichoso, acabaría desvelándose como un título totalmente adecuado, demostrando que mi subconsciente estaba presente en su concepción. No solo por el significado evidente que tiene de recorrido vital literario, absolutamente indicado para el contenido, sino porque, con el paso del tiempo, entroncaría con un creciente gusto personal, arrastrado desde hacía años, por el senderismo y la geografía rural. 
Como puede verse en el calendario de la barra lateral, hasta el año 2015 fui subiendo textos de todo tipo, rescatando reseñas y escribiendo cosas nuevas, proponiendo pequeños juegos, alguna humorada e incluso simples imágenes. Y luego lo dejé. Tengo mis teorías, que igual cuento otro día, pero incluso durante este tiempo de abandono he tratado de que hubiera, al menos, una entrada por año, algo testimonial que diera a entender que este espacio no había muerto, que cualquier día podría volver a encenderse. Algunas noches me he releído a mí mismo diez años atrás y he sentido cierta comezón añadida al peso del tiempo. Hoy escribo estos párrafos como sencilla celebración del cumpleaños de este blog que tantas satisfacciones me dio, que abandoné durante años y que, sorprendentemente, mi ánimo me ha exigido recuperar hace bien poco. No sé cuánto durará esta nueva etapa, podría ser un año, un mes o unos días, pero reconforta saber que este espacio personal siempre estará aquí, esperándome, sin exigencias de ningún tipo. La satisfacción suele ser difícil de conseguir, pero hay ocasiones en las que uno la encuentra en las cosas más simples. A veces se da con ella sin buscarla. Por ejemplo, escribiendo para uno mismo. 










martes, 10 de mayo de 2022

Walter Mosley. Futureland

Leo la palabra "adanismo" en la contraportada de Prospectiva, el libro en el que Julián Díez ha incluido algunos de sus ensayos más representativos, y me doy cuenta de que la he visto escrita mucho últimamente. Se refiere al ejercicio de partir de cero, de hacer tabula rasa ignorando lo anterior como si no hubiera existido. Describe un fenómeno que se lleva dando dentro de la ciencia ficción desde hace más de una década. Las últimas generaciones de aficionados comparten dos características que parecen estar relacionadas directamente. Una de ellas es la preocupación por la biología y cultura de los autores, su sexo, raza o procedencia, motivada por una mayor concienciación social. La otra es la despreocupación rayana en el desprecio por la "antigua" ciencia ficción (especialmente española). Y reconozco que ignoro si esto se deba a que se la considere sospechosa para la exigencia moral actual (tal vez la vean misógina, racista, homófoba, ni idea) o porque no interesa mas que lo que se escribe o publicita en el presente y su entorno, en la mesa de novedades. Quizás sean ambas cosas a la vez, pero el producto de todo ello es que se puede leer a reseñadores y opinadores de las últimas hornadas reivindicar la revolucionaria originalidad de ideas, tratamientos y temáticas que ya eran viejas en la ciencia ficción cuando acabó el siglo pasado.
Obviamente, la edad siempre juega malas pasadas a quienes llevamos décadas en la carretera, porque uno se hace gruñón y resabiado, pero es difícil no sorprenderse con los descubrimientos y reivindicaciones por parte de los nuevos aficionados de obras que, antes de esta explosión de lo fantástico, ya llevaban décadas siendo incontestables y dándose por sentadas. Llama especialmente la atención que los clasicos que se recuperan vienen dados por el éxito de la adaptación audiovisual de turno más que por la inmersión en el acervo del género y por el interés hacia la historia que lo ha configurado. Lo cierto es que muchos de los que se sumergen en el pasado de la ciencia ficción lo hacen muchas veces con la intención de encontrar escritores que se adapten a las características ideológicas que llevan años reivindicando. Afortunadamente, también hay una serie de lectores interesados en las raíces y la historia de ese género literario sin más razón que las satisfacciones que les concede, que ponen el foco en la obra y no en el autor. Para ambos rescato esta reseña de un libro escrito por Walter Mosley, escritor de novela negra afroamericano que en esta coleccción de cuentos de ciencia ficción demuestra, por enesima vez, que no hace falta haberse criado en el mundillo de la ciencia ficción para dominar sus claves.
Sorprendentemente, a pesar del nombre que Mosley se había hecho gracias a la serie del detective Easy Rawlins y de la calidad que tiene este libro, la única edición fue esta que pueden apreciar en la fotografía, en edición de bolsillo de Suma de Letras. Está descatalogada. A pesar de que las novelas de Mosley se han ido publicando regularmente en varias editoriales y de que se trata de una magnífica muestra de fix-up moderno, es un libro que no se ha reeditado. La otra obra de ciencia ficción que nombro en la reseña, Luz azul, fue publicada posteriormente en la colección Malabares de la editorial Bibliópolis. No llega a la excelencia de esta antología, pero es una novela interesante, a la que en su día le vi semejanzas notables con, agárrense, la miniserie New Universe que guionizó para Marvel Comics el magnífico Warren Ellis. Finalmente, no dio lugar a la anunciada trilogía, aunque Mosley sí haya escrito otras dos obras de cf. Perdónenle al texto, por favor, los detalles llamativos producidos por el desfase temporal (ese Oryx y Crake ya publicado). La reseña tiene sus años.



 
Cada vez con mayor frecuencia, la lista de escritores de todo tipo que deciden acercarse a la ciencia ficción va sumando asientos. A ella se adscriben autores de formación dispar, como por ejemplo Michel Faber, Jonathan Lethem, José Carlos Somoza o Margaret Atwood, vieja conocida del género y finalista este año del prestigioso premio Booker con Oryx and Crake, una novela, precisamente, de ciencia ficción. Todos ellos aportan una visión externa y nuevas maneras de afrontar las ideas provenientes del género. Walter Mosley podría incluirse entre ellos, aunque su forma de inmersión en este tipo de literatura le coloca en un punto sorprendentemente cercano a la ortodoxia del género. Alcanzó la popularidad y el reconocimiento de la crítica con sus novelas detectivescas, principalmente con la serie dedicada al detective negro Easy Rawlins, hasta llegar a ser considerado uno de los puntales de la novela negra americana en los 90. Fue toda una sorpresa que en la cresta de la ola cambiara de registro bruscamente con Blue Light, una novela enmarcada en el género de ciencia ficción, y también que la presentara como prólogo de una futura trilogía. La prueba definitiva de que la cf había ganado para sí a un nuevo escritor llegó tres años después, con la publicación de Futureland, Nine Stories of an Inminent World, una obra que sorprende por su clasicismo tanto en la construcción como en el contenido. 
Mosley estructura su novela a modo de fix-up, ese formato que sumara, a mitad del siglo pasado, obras inolvidables al acervo de la ciencia-ficción. De ese modo, Futureland está constituida por nueve cuentos repletos de referencias cruzadas, pinceladas que van configurando la imagen global de un near future lindante con la distopía. A este escenario futurista, el autor le añade tratamientos clásicos del cine y la novela negra de los años 50, e incorpora con maestría temas sociales como la discriminación racial y la lucha por la supervivencia de las clases bajas, y anexos como el boxeo o el drama carcelario, revistiéndolos a la vez de un aspecto ciberpunk y distópico. La novela presenta en formato de ficción algunas de las inquietudes con las que el escritor suele alimentar sus ensayos, por ejemplo Workin' on the Chain Gang o el reciente What Next, y se constituye en crítica social de nuestros días, intención que la emparenta con obras de máximo porte como 1984, Un mundo feliz y, especialmente, Todos sobre Zanzíbar. Por otra parte, Mosley, escritor de raza negra y confeso admirador de autores como Delany y Butler, nunca ha ocultado su interés por la problemática racial. En Futureland esta preocupación se evidencia notablemente, de tal forma que las disquisiciones especulativas que dan vida a la historia derivan en numerosas ocasiones -y especialmente en su conclusión- hacia los problemas discriminatorios relacionados con el grado de oscuridad en la piel. 
Sorprende también la estética de la novela, un ciberpunk soft, casi elegante, en el que el pesimismo y los clichés del subgénero están presentes, aunque sin la oscuridad escénica y el misticismo high-tech tan abundantes en la obra de Gibson y continuadores. Incluye parafernalia ciberpunk, pero carece del elemento llamativo y barroco. Hay drogas de diseño como el Pulso; fisonomías urbanas sofocantes, cuyo máximo representate es un Nueva York dividido en tres niveles económicos excluyentes; implantes cibernéticos, como el ojo artificial del detective Folio Johnson; corporaciones gigantescas gobernadas por el megalómano de turno, el todopoderoso doctor Kesmet; marginalidad urbana y redes informáticas presididas por extrañas inteligencias. Todo ello al servicio de un argumento de alto nivel especulativo, que presenta un mundo en el que la problemática social es determinante, en el que estar parado significa tener que pagar un impuesto para poder vivir en la superficie y en el que ser reo revierte en la pérdida automática de los derechos constitucionales. 
La prosa de Mosley goza de su habitual limpieza, carente de descripciones baldías. Va al grano, caracteriza a sus personajes por medio de lo que dicen, de cómo se comunican entre ellos; su narrativa está dominada por los diálogos, de los que se basta para describir acción y escenarios de forma veloz y suave. Al igual que en su serie de Easy Rawlins, la lectura de este libro exige disponer de una buena capacidad de retentiva, pues la batería de personajes y referencias es notable. Pero no sólo el conjunto es importante, ya que los cuentos tienen, además, una interesantísima lectura individual. Entre los excelentes cabe destacar “El detective eléctrico”, relato detectivesco en el que Mosley se mueve como pez en el agua; “En masa”, estudio del hombre como anónimo número englobado en el sistema, que guarda semejanzas con la película Brazil, de Terry Gilliam (o incluso con El apartamento, de Billy Wilder); y “Voces”, seguramente el mejor cuento de todos por sus implicaciones terroríficas, por su fuerte carga especulativa y metafísica. Constituyen sólo tres ejemplos individuales de lo que es Futureland, una obra global que en mi opinión forma parte ya de la lista de libros importantes, facilmente exportables fuera del género. Una obra sensacional que, extrañamente, ha visto su primera publicación en nuestro país en edición de bolsillo.




Esta reseña fue publicada originalmente en Bibliópolis, crítica en la red.

miércoles, 4 de mayo de 2022

Pellizcos

Dicen que el tiempo todo lo cura. Es una mentira. El tiempo no cura, solo acostumbra.

-Miguel Delibes-

lunes, 2 de mayo de 2022

Lo que queda fuera



Cada uno tenemos nuestras manías, incluso en el ámbito de la lectura. Yo, por ejemplo, jamás me he llevado bien con las notas a pie de página. Leo despacio, me cuesta concentrarme, y esos númeritos que remiten a otra parte, fuera del camino que estoy siguiendo, me sacan totalmente de la actividad. Completista como soy, además, me es imposible saltármelas. Tengo que leerlas. Generalmente, sirven para aportar información sobre algo que se está tratando en ese punto de la frase o, en el polo opuesto, para incluir algo tangencial que a veces no es más que una digresión alejada de lo que centra la lectura, pero aun así, relacionada o incluso complementaria. La cosa es que se suelen sacar del cauce del discurso porque le restan fluidez o no se centran en él, para que no estorben, pero el efecto es, diría, aún peor, al menos para un tipo que tiene una concentración tan fina como la mía, porque me hacen ir y venir, abducen mi atención del punto que centra la lectura.
En ocasiones he renunciado a un libro por ellas, como hice con Jonathan Strange y el señor Norrell, una novela que me recomendaron bastantes personas pero que desarrolla parte de su trama en las numerosas notas a pie de página. Aunque ese libro es una anomalía. Esas notas, en lo que a ficción se refiere, se circunscriben en gran parte a la literatura antigua, y su utilidad es la de informar al lector de significados e información que se ha perdido desde el año de su concepción. El lugar más usual para esos recursos literarios está en la no ficción, en los ensayos, en los que se da un servicio de información complementaria, para aludir a la fuente o el texto original del que se ha sacado una cita, o para mencionar jugosas curiosidades y anécdotas que aportan contexto de algún tipo a lo expuesto en la palabra o frase de origen. 
Yo, las de este último tipo, llegué a utilizarlas alguna vez, pero ya hace muchos años que dejé de hacerlo. Prefiero darle vueltas al texto para que no haya que abandonarlo y regresar a él de nuevo, y cuando no puede ser porque no encajan o están muy alejadas de lo que centra la crítica o el ensayo, se quedan sin aparecer y las guardo. Nunca se sabe si vendrá bien en otro texto o si, simplemente, servirá como información que recordar personalmente algún día. Como resultado, tengo cientos (y esto es literal) de papelitos de distinto origen (hojas de bloc, de agenda, reversos de folletos publicitarios, envoltorios, servilletas) en los que en tiempos escribía las ideas que me surgían de lo que estaba escribiendo en ese momento, que a veces me venían en la cafetería o cualquier otro sitio. Hablo en pasado porque, desde que el teléfono móvil llegó a mis manos, todo eso lo escribo en el bloc de notas interno del dispositivo.
Pero déjenme ponerles un ejemplo de lo que hablo, de estas cosas que quedan fuera. Hace poco, escribí un breve texto sobre una de las últimas novelas que he leído, Los ingratos, de Pedro Simón. Me causó una impresión extraordinaria. Como explicaba en esa mínima reseña, jamás un libro me había afectado físicamente de tal modo (sí, soy de esos tipos moñas que lloran con la lectura). Expliqué varias cosas que había apuntado y una serie de impresiones personales que tenía muy presentes, y al final dejé algo sin mencionar. Porque no tenía cabida en mi texto y porque me parecía una irrelevancia que no quería que manchara en forma alguna el comentario de cuánto me había gustado y cuán grande me parecía la novela. En ella es importante el recuerdo de los años 70, de los chavales  de ciudad que en la España de aquella década, de alguna manera, vivimos más o menos intensamente la infancia en los pueblos, en mi caso tan sólo los veranos. No pude evitar darme cuenta de un pequeño error que me sacó durante breves momentos de la historia. 
El libro está escrito en primera persona, el narrador es un chaval con el que uno se identifica, porque, además de las situaciones que ve y vive, menciona marcas y productos que uno recuerda. Pero hay un dato que no cuadra. Así lo apunté en una nota privada que no me pareció pertinente señalar:

En las páginas 26, 116 y 261 el narrador hace mención a sus cómics de Daredevil. Error. Debería haber escrito Dan Defensor, que es como se publicaba en Vértice en aquella época. Porque de eso se trata, de recordar las cosas como fueron. Mala documentación (o falso recuerdo) que traba la inmersión.

Bien, como les conté en la anterior entrada, he estado unos meses escribiendo el ensayo sobre Conan que abre La hora del dragón, la única novela que Robert E. Howard escribió sobre el personaje. En la foto que tienen arriba, al comienzo de esta entrada, está el material con cuya lectura engrosé mis conocimientos para escribir "El peso de la corona". Un texto que, como pueden imaginar, salvo por los párrafos originales de los que se han traducido las citas que incluyo, carece de notas a pie de página. Así que, conforme a lo ya explicado, hay alguna cosa interesante que se ha quedado fuera del ensayo, hecho nada extraño que sucede en todos los textos de este tipo. Y del otro, del de ficción. Aunque en ese otro género literario, lo que queda fuera no son simples notas, sino a veces páginas y páginas sacrificadas en pro de una reelaboración parcial o casi total. En ese orden de cosas, recuerdo el caso de El fondo del cielo, novela de menos de 300 páginas a la que Fresán le recortó casi 500. En los ensayos no se llega a tanto. Supongo que en mi caso, las supresiones, que han sido pocas y pequeñas, aparecerán vaya usted a saber cuándo en algún texto sobre vaya usted a saber qué. Hay una que he decidido no meter en el saco de los futuribles, sino airearla ya mismo, en esta entrada. Cuando la descubrí, mi cabeza enlazó dos hechos sin presumible relación de una manera sorprendente y fascinante. 
A principios de 1932, Robert E. Howard viajó hasta una de las zonas del sur de Texas, cerca de Río Grande. Fue en ese viaje donde, presumiblemente, concibió a su personaje más famoso. Si bien es cierto que el primer relato de Conan parte de la transformación de otro anterior del rey Kull titulado ¡Con esta hacha yo gobierno!, la génesis del nuevo bárbaro (tan diferente al rey de Valusia) y su entorno se encuentran en ese viaje. El poema Cimmeria, principio de todo, fue, en palabras del propio Howard: 
"Written in Mission, Texas, February, 1932; suggested by the memory of the hill-country above Fredericksburg seen in a mist of winter rain." 
A Howard, la visión de las colinas sobre Fredricksburg, entrevistas en un brumoso día de lluvia invernal, le sugieren imágenes de una tierra de bosques oscuros y sombras, de cielos grises perpétuos que huyen del sol; una región de tristeza. Tras este poema llegarían los relatos de Conan y el ensayo La era Hyborea, en la que se recrea una época ficticia del pasado ya desaparecida, perdida en el tiempo. Al leer esto, mi cabeza conectó dos puntos sin aparente relación. Lo hizo por mor del hecho en sí, la inspiración para crear un mundo de ficción literaria de cielos plomizos con la visión de unas colinas de por medio, y por la localización, aunque separada por muchos kilómetros, expresada de forma similar: el sur de Texas, la frontera con México.
Este es Cormac McCarthy explicándole a Oprah Winfrey, en su programa de televisión, de dónde partió la idea de su libro La carretera:
"Four or five years ago, my son (John, then aged three or four) and I went to El Paso, (in Texas) and we checked into the old hotel there. And one night, John was asleep, it was probably about two in the morning, and I went over and just stood and looked out the window at this town. There was nothing moving but I could hear the trains going through, a very lonesome sound. I just had this image of what this town might look like in 50 or 100 years… fires up on the hill and everything being laid to waste, and I thought a lot about my little boy. So I wrote two pages. And then about four years later I realised that it wasn't two pages of a book, it was a book, and it was about that man, and that boy."
McCarthy, desde la ventana de su habitación en un hotel de El Paso, ve la quietud de la ciudad en la noche. La soledad, el silencio y, de repente, el ruido de trenes en la lejanía. Con su hijo durmiendo a pocos pasos, le sobreviene la imagen de colinas en llamas y un futuro en el que nada de todo aquello permanecerá. Eso le hace escribir dos páginas que serán el germen de La carretera cinco años más tarde. Hay una diferencia de 70 años entre estas dos noches de inspiración al sur de Texas unidas por el Río Grande. A Howard, las húmedas colinas envueltas en niebla le trasladan a las oscuras y grises tierras de un pasado ficticio; a McCarthy, la quietud y el silencio de la ciudad le sumerge en un futuro de colinas abrasadas y cielos cenicientos. Ambos momentos y sus diferentes calados acabarán por regalarle a la fantasía uno de sus subgéneros más populares, la Espada y brujería, y a la ciencia ficción su postapocalíptico de mayor peso. Los fascinantes encuentros de la literatura. 





Esto no es una nota a pie de página: Como fondo del artículo, mientras escribo esto, graniza en Madrid como si no hubiera ni pasado ni futuro.