lunes, 25 de febrero de 2013

Criminal Blurbs


"Esta es la trágica historia de una hermosa mujer y parte de mi inspiración para Cincuenta sombras de Grey."

-E. L. James, autora del bestseller Cincuenta sombras de Grey


Recuperando el espíritu de algunas frases promocionales de los últimos años, aquí tienen una nueva muestra de cómo denigrar un clásico convirtiéndolo en parte del último bestseller subliterario. Lo de vender Drácula como la novela que recoge el mito en el que se basó Elizabeth Kostova para escribir La historiadora ya fue chocante. Lo de anunciar Orgullo y prejuicio y Cumbres borrascosas como "Los libros preferidos de Edward y Bella", una vez superada la sorpresa, fue hasta divertido. Esto que ven aquí arriba va claramente en la misma dirección, pero ya empieza a producir un cierto cansancio entre quienes valoran la literatura de calidad.
Por una parte es hilarante, por la otra da bastante lástima. Consolémonos pensando que este tipo de maniobras editoriales tal vez consigan más lectores para Hardy, Austen o Brönte. Lo más probable es que los lectores de la trilogía erótica dejen Tess, la de los d'Uberbille a las diez páginas, pero al menos habrán gastado su dinero en buena literatura, e incluso puede que para alguno suponga una iluminación.


jueves, 21 de febrero de 2013

Terra Nova, un viaje al pasado

Debido al fiasco que supuso para mí la primera temporada de Revolution (o al menos los capítulos emitidos hasta el momento), una decepción más en la larga lista de series norteamericanas que han tratado últimamente de forma bastante penosa temáticas de ciencia ficción, pedí a mis amigos que me sugirieran algún producto televisivo de corte postapocalíptico; si podía ser, una cosa decente. Uno de ellos me recomendó Survivors, una serie de la BBC estrenada hace tres años en la que se siguen las desventuras de un grupo de supervivientes tras una pandemia que ha diezmado a la población mundial hasta casi hacerla desaparecer.
Lo confieso, me suele tirar para atrás la estética televisiva inglesa, excepto cuando se trata de series de época. La diferencia con la televisión norteamericana en cuanto a diseño de producción no es tan abismal como con la española, pero aun así, se nota. Sin embargo, las series británicas se permiten cosas que para las originarias de EE. UU. son imposibles. No están sujetas a las obligaciones de plantilla, cuotas de representación y demás zarandajas que a veces mediatizan el contenido de aquellas series hasta darles esa apariencia de clónicos manufacturados, como recién salidos de una cadena de montaje. Sí están sometidas, como en todas partes, a la tiranía de los datos de audiencia, pero el contenido es más arriesgado, más libre.


"Sencillamente, es algo que ahora mismo los norteamericanos no pueden hacer", me dijo mi amigo. Y es cierto. Survivors no es Black Mirror, la joya de la corona británica en eso, pero las series del otro lado del Atlántico parecen productos infantiles en comparación con ella. Es como The Walking Dead sin zombies, pero las cosas que ocurren son las normales que uno esperaría encontrarse en una situación real semejante. En uno de los capítulos, un iluminado habla con Dios y arrastra adeptos, hasta que se hace evidente que se trata de un esquizofrénico; en otro, la apacible protagonista pide a un asesino que torture a quien ha escondido a su hijo hasta que confiese dónde lo tiene. Y no hay rescates de última hora que salvaguarden la ética de los protagonistas, las cosas son como son. El héroe absoluto de la serie (Tom Price, un personaje para el recuerdo) es un asesino confeso que no muestra propósito de enmienda. De hecho, los acontecimientos acaban determinando que su postura es la correcta.
Survivors es un remake de la serie homónima de los años 70 de Terry Nation, también responsable de la inolvidable (para los que tenemos una edad) Los siete de Blake, pero a quien quizás muchos conozcan más por ser el creador de los Daleks del Doctor Who. Su visionado constituye una oportunidad magnífica para darse cuenta de cuál es la diferencia que existe actualmente entre las series que se realizan ahora mismo a ambos lados del Atlántico, que a mí se me antoja la misma que se da entre el cine moderno y el añejo. A un lado la espectacularidad de la imagen y los medios, al otro la profundidad de guión y los buenos argumentos. Si lo que buscan son historias inteligentes y atrevidas vean Survivors. Si lo que necesitan, sin embargo, es desconectar al llegar a casa después del trabajo, háganse la cena y disfruten de series como Terra Nova. Cada cosa tiene su momento, sólo hay que saber identificarlo.




Dijo Steven Spielberg en una reciente entrevista que su relación con la serie Terra Nova no pasa de testimonial, que él se limita a poner su nombre y que a cambio recibe alguna carta o llamada telefónica cada cierto tiempo. Asegura que ni siquiera se pasa por el estudio de rodaje. Si esto es cierto, hay que felicitar a los auténticos responsables de llevar la serie adelante, porque el proyecto ha sabido imitar con cierta pericia, ya desde el principio, el estilo y las constantes del mítico director. Jason O’Mara, uno de esos secundarios itinerantes que tanto abundan en la televisión norteamericana, ahora protagonista de esta serie, afirma que “Terra Nova tiene el sello Spielberg”. La factura, desde luego, es similar. Sin embargo, debido seguramente a la ausencia del gran patrón, el producto se presenta ante el espectador como un sucedáneo jurásico algo descafeinado.

Sin el pulso del popular director, en ausencia de los tonos oscuros con los que éste suele rebajar la presencia infantil en sus historias, Terra Nova resulta excesivamente blanda para el espectador adulto. Sin embargo, es un excelente producto de entretenimiento para edades más tempranas. Quizás no estuviera en el plan inicial de los responsables (el guión del lujoso episodio piloto de 20 millones de dólares fue transformado por un sinfín de manos), pero lo cierto es que la primera temporada de la serie ha conducido su marcha por terrenos más afines al consumidor de productos Disney que al espectador global del blockbuster palomitero. Para su disfrute es necesario rebajar el nivel de exigencia, abordar cada capítulo con el mismo espíritu con el que uno comparte con sus hijos una película enmarcada en la categoría familiar.
Branonn Braga, guionista y productor de series como 24 y Flash Forward, así como de diversas encarnaciones de la franquicia Star Trek, es uno de los máximos responsables de Terra Nova. Él la define como una aventura familiar, y en esencia es exactamente eso. La serie presenta puntos en común con un clásico cinematográfico de aventuras realizado en 1960 y que en España se tituló “Los robinsones de los mares del sur”. Si cambiamos la remota isla desierta por el período Cretácico, el espíritu de esta aventura es el mismo. La familia Shannon, a diferencia de los Robinson, convive con los habitantes de una comunidad, pero, como aquellos, habrá de defenderse de una naturaleza salvaje y del peligro que representa otro grupo de humanos. La improbable fauna isleña que aparecía en la película de la Disney pasa aquí a ser la propia de la era Mesozoica, aunque falta de rigor, a medias real a medias inventada. Como si de piratas se tratara, un grupo denominado los Sextos incordian el bienestar de la pequeña aldea futurista, y aunque los Shannon no huyen del Imperio Napoleónico, sí lo hacen de un presente, el del 2149, en el que los recursos escasean.
Aunque el entorno prehistórico dicta que haya grandes aventuras, el peso de la serie recae en la crónica familiar y en los distintos roles que interpreta cada uno de sus miembros. La familia es, sin duda, el núcleo de todo lo que ocurre en Terra Nova, incluso más allá de los Shannon. Los padres (Jim y Elisabeth) y sus tres hijos (Maddy, Josh y Zoe) cargan con el protagonismo, pero tanto los secundarios como las subtramas que se suceden a lo largo de la temporada guardan también una relación directa con el entorno familiar. El villano principal es el hijo del héroe (Nathaniel Taylor), y su rebelión nace del resentimiento por la muerte de su madre. El infiltrado traidor (siempre hay uno) se ve forzado a serlo debido a que su madre, enferma, es prisionera de los Sextos, poseedores de la medicina que la mantiene con vida. La intrépida Mira, líder de los renegados, se ha visto obligada a formar parte de ellos para salvaguardar el bienestar de su hija, retenida en la Tierra futura. El remate a este despliegue familiar lo pone la mascota de la pequeña Zoe, una cría de dinosaurio que tras varios capítulos es devuelta a su enorme madre en una escena excesivamente tierna.
Aunque hay trazas de un mensaje ecologísta, Terra Nova no se vuelca en él, no hay sermón alguno. El mundo del siglo XXII está en las últimas, ha sido esquilmado hasta las heces, y el pasado remoto se ofrece como una nueva oportunidad para los seres humanos. Y para los esquilmadores, claro. Si bien la moraleja es inevitable, en ningún momento se hace hincapié en el tema, es más un punto de partida desde el que contar la consabida historia de nuevos comienzos, una suerte de borrado y cuenta nueva. La serie apunta hacia la creación de una mitología propia, pero poco se ha podido ver en una primera temporada en la que la dependencia de la tecnología futura por parte de los personajes es remarcable. Aún así, esa intención se hace patente en el noveno capítulo, en la representación teatral que en la Fiesta de la Cosecha conmemora la primera llegada al nuevo mundo, precisamente la del gran patriarca, el comandante Taylor, y que supone el minuto cero de la regenerada Historia.
En cuanto al tono moral, Terra Nova es una serie maniquea, con inequívocos buenos y malos. El personaje más carismático es el que interpreta el veterano Stephen Lang. Aunque aparenta cierta oscuridad en los primeros capítulos, el comandante Taylor se destapa en los últimos como un héroe ejemplar, un tipo duro pero bondadoso que intenta mantener la pureza del nuevo mundo, aunque eso suponga morir o tener que matar a su propio hijo, el malo de la historia. Tanto los miembros de la familia como sus amigos (especialmente la bella Skye) carecen de claroscuros, y sólo los errores adolescentes o las circunstancias perturban su natural proceder bondadoso. Entre la limpieza moral de los personajes y la poca peligrosidad de los dinosaurios, más escasos de lo que al espectador le gustaría, la serie es un remanso de placidez sin grandes tensiones, lo que le confiere un carácter ideal para los públicos más jóvenes.
En definitiva, Terra Nova es un viaje al pasado, un producto anacrónico cuya esencia guarda paralelismo con el elemento temporal de su argumento. En ella no encontrarán individuos rarunos, sociópatas extremadamente inteligentes, asesinos en serie bondadosos ni enfermos terminales metidos a camellos. Su narrativa es lineal, ajena a esa deconstrucción narrativa con la que la mítica Lost infectó al resto del mundo televisivo. No hay cierre musical, no hay tonos grises, ni tampoco complejidad argumental. Sólo hay aventuras a la antigua, buenos, malos y valores familiares atemporales. Una serie propia de otra década, naíf para lo que se estila en los últimos años, pero perfecta para quien quiera desconectar y pasar un rato entretenido sin tensiones ni cavilaciones. Sin complejidades, tan inmaculada pero sugerente como lo eran aquellas series de los 70, Terra Nova es un producto ideal para compartir con los hijos. Un entretenimento sin compromisos.


El texto original de esta reseña fue publicado en la web Prospectiva.

jueves, 14 de febrero de 2013

Pellizcos

La ciencia ficción ha tenido que crecer de hecho, por sí misma, creando sus normas desde dentro, entre sus propios escritores, editores y lectores. Esto quizás haya retrasado su crecimiento, pues la autocrítica no florece en condiciones de aislamiento intelectual.

-Kingsley Amis-


martes, 12 de febrero de 2013

Subte en C

Le decía yo hace poco a una buena amiga que la magia puede aparecer en cualquier parte y en el momento más inesperado. Entiéndanme, no me refiero a ese elemento tan cercano a lo religioso que esencia el género de fantasía (o más propiamente, el Fantasy), sino a esas casualidades que parecen de diseño, que alteran nuestro sentido de la realidad y producen en nosotros un sentimiento inefable. Hablo de esa extraña serendipia que despierta nuestra fascinación por un instante y hace que nos preguntemos por la posible virtualidad de todo esto que llamamos vida. Si prefieren una referencia más trivial, piensen en ello como un fallo en Matrix, o "una de esas cosas que volvieron chalado a Dick".
Saco el tema a colación porque es algo que me acaba de ocurrir. Si me preguntaran qué es lo más reseñable de todo lo leído en estos dos últimos años respondería de inmediato sin tener que pensarlo: la obra de Rafael Pinedo. Conforme leía cada una de las tres únicas novelas que escribió, editadas con loable gusto por Salto de Página, mi sorpresa y admiración iban creciendo. También mi desazón por la circunstancia de su temprana muerte y mi enojo por el poco espacio que se les dedica a él y a su obra en la Red. Una vez cerrada la lectura de Subte, su última entrega, declaro sin rubor ninguno que la Trilogía del desastre es, en mi opinión, la mejor serie conceptual de la ciencia ficción escrita en español de todos los tiempos. Si adolece de algo es precisamente de su carácter único, de ser apenas todo lo que hay en la bibliografía del autor.
Movido por la necesidad más que por el capricho, busqué en Internet alguna migaja perdida, algún texto más de este gran escritor ya fallecido con el que calmar mi ansiedad. En una de las pocas páginas dedicadas a Pinedo encontré el dato. Parece ser que escribió tres cuentos titulados "Mari", "Desencuentro" y "El laberinto". Sólo pude encontrar el último, publicado en la revista Axxon, y hubo algo que me llamó la atención durante su lectura: me sonaba, me sonaba mucho. El dato al final del cuento me aclaró por qué. "El laberinto" quedó finalista en una de las ediciones del Premio Internacional Terra Ignota de Cuento Fantástico de México, un concurso literario hoy extinto. Yo fui jurado de aquel premio en aquella edición.
Imagínenselo. Yo, un don nadie, juzgando si uno de los cuentos de Rafael Pinedo, escritor al que ahora venero, autor de una obra literaria para mí imprescindible, debía ganar un concurso. El mundo a veces es muy grande, y a veces muy pequeño. Las cosas que ocurren..., la relatividad de todo, la insignificancia de la palabra sentido. Alguien ya fallecido, a quien hoy me gustaría saludar, estrechar su mano con admiración, esperaba hace más de diez años, al otro lado del mundo, que a mí, anónimo afortunado, me gustara su relato. Fue una conexión nimia, pero real, lo suficiente como para despertar en mí la interesada ilusión de que una vez estuve en contacto con Rafael Pinedo.
Si quieren leer una reseña de Subte, en la estupenda web C pueden hacerlo (sigan este enlace). La ha escrito Santiago L. Moreno y estoy de acuerdo con él en muchas de las cosas que apunta, sobre todo en la última: alguien debería editar en formato de lujo la obra completa de Rafael Pinedo.


viernes, 8 de febrero de 2013

Música en los talones

Cuando echo un ojo a las estadísticas, y especialmente a las palabras de búsqueda que los han conducido hasta aquí, me doy cuenta de que entre los lectores que se acercan a este blog hay de todo. No voy a hacer ahora un recuento de ellos, pero hay un tipo de lector que al principio me dejaba algo perplejo, al cual, con el paso de los años, he empezado a comprender y a apreciar especialmente. Me refiero a aquél que utiliza la dirección de correo (literaturaenlostalones@yahoo.es) y no la casilla de comentarios para opinar, para ponerse en contacto conmigo. Quiere comunicarme cosas sobre el blog, pero de forma privada. Por los motivos que sean, no quiere que esa comunicación sea vista por los demás. Confieso que no sólo no me molesta, sino que me engorda el ego, ya que por lo general sus misivas no contienen críticas al contenido de una entrada, sino inmerecidas alabanzas o incluso propuestas originales para enriquecer la bitácora.
Conozco casos de blogueros que, al no recibir comentarios públicos a sus escritos, se lo toman como algo personal y entran en una suerte de depresión creativa e incluso deciden cerrar el blog. Creo, sinceramente, que esas personas lo abrieron siguiendo motivos equivocados. Si hacen ustedes un recorrido por las entradas de Literatura en los talones se encontrarán con decenas de ellas desnudas, sin un sólo comentario, circunstancia que jamás produjo ni una pequeña mella en mi intención de continuarlo. Por supuesto, escribo para que me lean, pero la popularidad, como Scarlett a Rett en aquella inmortal escena, siempre me ha importado un comino. Algún día, cuando me encuentre inspirado, intentaré hacer inventario de todo lo bueno que me ha proporcionado este espacio a lo largo de sus ya casi siete años de vida, que ha sido mucho más de lo que yo en un principio esperaba.


Volviendo a esos misteriosos y queridos lectores, uno me recordaba el otro día, tras leer la entrada relacionada con los videojuegos, que aún quedaban espacios por tocar, que, por ejemplo, jamás había dedicado mención alguna a la fotografía. Otro se sorprendía al encontrarse inesperadamente en el ciberespacio con Música en los talones, la hermana pequeña de este blog. Es cierto que, aunque hace ya tiempo que integré el enlace en la columna lateral, jamás he hecho una sola mención al canal de youtube. La razón de ello es que en realidad no me parece un complemento, sino un ente independiente que cree en su día por motivos en algunos aspectos menos ambiciosos a los que dieron origen a Literatura en los talones. Sí, una de las listas de reproducción está dedicada a este blog, y en ella pueden encontrar interesantes entrevistas, coloquios y presentaciones de carácter literario, pero el alma del canal no lo constituye la literatura, sino la música.
Pero vamos al asunto, porque esta es una de esas ocasiones en las que mato dos pájaros de un tiro. Si bien las maravillosas músicas con las que he elaborado los pocos vídeos de propio cuño que he ido subiendo al canal proceden de fuentes totalmente ajenas, de autores más o menos conocidos, las imágenes me han sido cedidas en algunos casos por amigos, fotógrafos que, a pesar de mi exiguo conocimiento en la materia, me parecen auténticos maestros. Bajo las hipnóticas y relajantes músicas de Paul Lawler o Tim Story es un auténtico gozo disfrutar de las imágenes captadas por admirados compañeros como Arturo Villarrubia o Loren González
Vayan esta entrada y la belleza del vídeo que viene a continuación en respuesta y homenaje a los lectores discretos.





viernes, 1 de febrero de 2013

Greg Bear. La radio de Darwin

Esto ya lo he dicho antes. La pérdida del atractivo que poseían los antiguos idearios de la ciencia ficción entre el público (la carrera espacial, por ejemplo, importa hoy un comino) se debe en gran parte al hecho de que vivimos sumidos en un mundo perfectamente etiquetable bajo ese nombre. Sólo hay que mirar los noticiarios de cada día, las secciones dedicadas a la ciencia y la tecnología en los rotativos, para darse cuenta de que el realismo hace tiempo que perdió la batalla como principal descriptor de nuestra realidad. Ya no nos hace falta imaginar lo sorprendente, puesto que lo tenemos a tiro de calle todos los días. La ciencia ficción ha dejado de producir aquel agradable escalofrío en nuestra imaginación porque casi se ha convertido en una crónica de nuestro presente, evidencia que tipos como William Gibson llevan años proclamando. Un ejemplo de esto se pudo apreciar hace un par de semanas en las páginas de El País.
En el artículo ingeniosamente titulado Neander Park se asegura que hay planes para recuperar al homo neanderthalensis por medio de la clonación. Lo cierto es que la noticia parece más propia de una continuación de la serie Jurassic Park que de la realidad, pero ahí está. Cada vez que una propuesta con apariencia de ciencia ficción sorprende al mundo la cabeza se me va, irremediablemente, al género literario de mis entretelas. Si nos ciñéramos exclusivamente a la figura del Hombre de Neandertal, a la ficción paleontológica desde un punto de vista histórico, habría que citar obligadamente obras como Los herederos, del premio Nobel William Golding, o Los hijos de la tierra, la serie superventas de Jean M. Auel. Son libros en los que se presenta, muy imaginativamente, el encuentro entre neandertales y cromañones allá por el Paleolítico. Pero la aventura científica que ahora quiere llevarse a cabo, salta a la vista, se corresponde más con la literatura de otro género, precisamente el más querido en este blog.
Así pues, mi memoria se ha sumergido en la ciencia ficción para sacar a flote un par de cuentos. El primero es, supongo, el que antes habrá venido a las mentes de todos ustedes. "El niño feo", de Isaac Asimov, es uno de los relatos más prestigiados de su autor. Escrito a finales de los 50, presenta bastantes puntos en común con el contenido de nuestra noticia. En la narración, un niño neandertal es traído al presente, no mediante la técnica de la clonacíon, sino por medio de una máquina del tiempo. Se trata de un relato, más que emotivo, sentimental. En otro cuento titulado "El misterio de los orígenes", el español León Arsenal propone la existencia de neandertales en nuestro presente apoyándose en una idea tan provocadora como inverosímil. Estos homínidos han sobrevivido durante milenios amparados en el anonimato. Son esos grupos de personas a los que nadie quiere mirar, de los que todos rehuimos; gente achaparrada, de piel marchita, que subsisten desapercibidos entre los despojos de las grandes urbes.
En cuanto a obras más largas, mi memoria ha rescatado del pozo oscuro de mi cerebro un best-seller titulado Neandertal, de John Darton, y la novela Homínidos, el premio Hugo de Robert J. Sawyer. En la primera, dos tribus de neandertales, ambas con poderes mentales, una de ellas canibal, sobreviven en una remota cordillera asiática. De la segunda, comienzo de la trilogía denominada El paralaje neandertal, pueden encontrar una antigua reseña en este mismo blog. También he recordado un tercer libro en el cual los neandertales tienen cierta importancia, aunque más por su extinción que por su presencia. Su título es La radio de Darwin, fue premio Nebula en tiempos y, a pesar de sus brillantes especulaciones científicas, se trata de una mala novela de ciencia ficción.


Greg Bear vuelve a visitar, como ya hiciera años antes en Música en la sangre, el candente escenario del genoma humano y el estudio de los virus como vehículos de información genética, aunque en este caso sin abusar del artificio nanotecnológico. Como es habitual en sus novelas, el autor opta por la profusión de personajes y se luce en el empleo de la técnica de narración simultánea como medio para añadir profundidad a una interesante trama de pretendido trasfondo humanista.
La primera parte del libro compone un interesantísimo tratado de ciencia ficción dura desde el punto de vista biológico, muy bien apoyado en unos personajes que rezuman verosimilitud y que, en algún caso, llegan a recordar la maravillosa novela Cronopaisaje, de Gregory Benford, por su tratamiento de los vericuetos del mundillo científico.
El hallazgo de dos momias neandertales en los Alpes se une al estallido de un misterioso virus culpable de un creciente número de abortos en Estados Unidos. Aunque la confluencia de las dos tramas, así como la resolución del misterio al que apuntan, es bastante previsible, Bear logra mantener el interés hasta el ecuador de la novela gracias a los diversos personajes que conducen la historia.
Desgraciadamente, a mitad de libro todo está dicho, y lo que por lógica debería ser un rápido y digno final se convierte, a causa de otro virus muy conocido últimamente en el género (paginitis aguda), en una gratuita sucesión de aburridas e inaguantables páginas. Para rellenar este ejercicio de insano estiramiento, Bear cambia de registro y hace derivar la narración hacia las empalagosas latitudes de la novela rosa. Los personajes que tan bien había sabido construir son impasiblemente desmantelados y puestos del revés. Al final de las 500 páginas, de la personalidad anterior de los protagonistas sólo queda el nombre; del interés inicial por la trama, absolutamente nada.
La bióloga Kaye Lang, personaje central de la novela, comienza representando la figura del científico serio inmerso en problemas personales, pero ante todo profesional, para terminar transformándose en la liberada protagonista de una versión bastante meliflua del On the road de Kerouac. El lenguaje técnico de una candidata al Nobel muta, con el transcurrir de las páginas, en una colección de fragmentos panolis que, de venir de una persona real, provocarían vergüenza ajena. Baste poner como ejemplo ese "Sé mi hombre" (oh, yeah) que la antes fría doctora le dedica repetidas veces a su consorte, un hombre "moderno" que da la sensación, a pesar de sus estudios en Paleontología, de estar continuamente al borde de un ataque de nervios.
Si el libro ofrece un mensaje éste también es polémico, ya que como última solución el autor propone un retorno a la naturaleza en contraposición a un tratamiento más científico. Voluntaria o involuntariamente, las propuestas finales de Bear acusan un marcado tono reaccionario, algo que choca con un comienzo de novela racionalista. Para completar la jugada, el autor no ha perdido tiempo en anunciar la continuación de la novela. Bajo el título de Darwin's Children cabe temer un nuevo ejemplo de elefantiasis vacua. Hasta entonces, los aficionados al clembuterol literario pueden entretenerse leyendo este premio Nebula, que vuelve a demostrar el terrible daño que el mercantilismo le está haciendo, de un tiempo a esta parte, al mundo de las letras.
Nada nuevo bajo el sol.



El texto original de esta reseña fue publicado en Bibliópolis, crítica en la red.