viernes, 1 de febrero de 2013

Greg Bear. La radio de Darwin

Esto ya lo he dicho antes. La pérdida del atractivo que poseían los antiguos idearios de la ciencia ficción entre el público (la carrera espacial, por ejemplo, importa hoy un comino) se debe en gran parte al hecho de que vivimos sumidos en un mundo perfectamente etiquetable bajo ese nombre. Sólo hay que mirar los noticiarios de cada día, las secciones dedicadas a la ciencia y la tecnología en los rotativos, para darse cuenta de que el realismo hace tiempo que perdió la batalla como principal descriptor de nuestra realidad. Ya no nos hace falta imaginar lo sorprendente, puesto que lo tenemos a tiro de calle todos los días. La ciencia ficción ha dejado de producir aquel agradable escalofrío en nuestra imaginación porque casi se ha convertido en una crónica de nuestro presente, evidencia que tipos como William Gibson llevan años proclamando. Un ejemplo de esto se pudo apreciar hace un par de semanas en las páginas de El País.
En el artículo ingeniosamente titulado Neander Park se asegura que hay planes para recuperar al homo neanderthalensis por medio de la clonación. Lo cierto es que la noticia parece más propia de una continuación de la serie Jurassic Park que de la realidad, pero ahí está. Cada vez que una propuesta con apariencia de ciencia ficción sorprende al mundo la cabeza se me va, irremediablemente, al género literario de mis entretelas. Si nos ciñéramos exclusivamente a la figura del Hombre de Neandertal, a la ficción paleontológica desde un punto de vista histórico, habría que citar obligadamente obras como Los herederos, del premio Nobel William Golding, o Los hijos de la tierra, la serie superventas de Jean M. Auel. Son libros en los que se presenta, muy imaginativamente, el encuentro entre neandertales y cromañones allá por el Paleolítico. Pero la aventura científica que ahora quiere llevarse a cabo, salta a la vista, se corresponde más con la literatura de otro género, precisamente el más querido en este blog.
Así pues, mi memoria se ha sumergido en la ciencia ficción para sacar a flote un par de cuentos. El primero es, supongo, el que antes habrá venido a las mentes de todos ustedes. "El niño feo", de Isaac Asimov, es uno de los relatos más prestigiados de su autor. Escrito a finales de los 50, presenta bastantes puntos en común con el contenido de nuestra noticia. En la narración, un niño neandertal es traído al presente, no mediante la técnica de la clonacíon, sino por medio de una máquina del tiempo. Se trata de un relato, más que emotivo, sentimental. En otro cuento titulado "El misterio de los orígenes", el español León Arsenal propone la existencia de neandertales en nuestro presente apoyándose en una idea tan provocadora como inverosímil. Estos homínidos han sobrevivido durante milenios amparados en el anonimato. Son esos grupos de personas a los que nadie quiere mirar, de los que todos rehuimos; gente achaparrada, de piel marchita, que subsisten desapercibidos entre los despojos de las grandes urbes.
En cuanto a obras más largas, mi memoria ha rescatado del pozo oscuro de mi cerebro un best-seller titulado Neandertal, de John Darton, y la novela Homínidos, el premio Hugo de Robert J. Sawyer. En la primera, dos tribus de neandertales, ambas con poderes mentales, una de ellas canibal, sobreviven en una remota cordillera asiática. De la segunda, comienzo de la trilogía denominada El paralaje neandertal, pueden encontrar una antigua reseña en este mismo blog. También he recordado un tercer libro en el cual los neandertales tienen cierta importancia, aunque más por su extinción que por su presencia. Su título es La radio de Darwin, fue premio Nebula en tiempos y, a pesar de sus brillantes especulaciones científicas, se trata de una mala novela de ciencia ficción.


Greg Bear vuelve a visitar, como ya hiciera años antes en Música en la sangre, el candente escenario del genoma humano y el estudio de los virus como vehículos de información genética, aunque en este caso sin abusar del artificio nanotecnológico. Como es habitual en sus novelas, el autor opta por la profusión de personajes y se luce en el empleo de la técnica de narración simultánea como medio para añadir profundidad a una interesante trama de pretendido trasfondo humanista.
La primera parte del libro compone un interesantísimo tratado de ciencia ficción dura desde el punto de vista biológico, muy bien apoyado en unos personajes que rezuman verosimilitud y que, en algún caso, llegan a recordar la maravillosa novela Cronopaisaje, de Gregory Benford, por su tratamiento de los vericuetos del mundillo científico.
El hallazgo de dos momias neandertales en los Alpes se une al estallido de un misterioso virus culpable de un creciente número de abortos en Estados Unidos. Aunque la confluencia de las dos tramas, así como la resolución del misterio al que apuntan, es bastante previsible, Bear logra mantener el interés hasta el ecuador de la novela gracias a los diversos personajes que conducen la historia.
Desgraciadamente, a mitad de libro todo está dicho, y lo que por lógica debería ser un rápido y digno final se convierte, a causa de otro virus muy conocido últimamente en el género (paginitis aguda), en una gratuita sucesión de aburridas e inaguantables páginas. Para rellenar este ejercicio de insano estiramiento, Bear cambia de registro y hace derivar la narración hacia las empalagosas latitudes de la novela rosa. Los personajes que tan bien había sabido construir son impasiblemente desmantelados y puestos del revés. Al final de las 500 páginas, de la personalidad anterior de los protagonistas sólo queda el nombre; del interés inicial por la trama, absolutamente nada.
La bióloga Kaye Lang, personaje central de la novela, comienza representando la figura del científico serio inmerso en problemas personales, pero ante todo profesional, para terminar transformándose en la liberada protagonista de una versión bastante meliflua del On the road de Kerouac. El lenguaje técnico de una candidata al Nobel muta, con el transcurrir de las páginas, en una colección de fragmentos panolis que, de venir de una persona real, provocarían vergüenza ajena. Baste poner como ejemplo ese "Sé mi hombre" (oh, yeah) que la antes fría doctora le dedica repetidas veces a su consorte, un hombre "moderno" que da la sensación, a pesar de sus estudios en Paleontología, de estar continuamente al borde de un ataque de nervios.
Si el libro ofrece un mensaje éste también es polémico, ya que como última solución el autor propone un retorno a la naturaleza en contraposición a un tratamiento más científico. Voluntaria o involuntariamente, las propuestas finales de Bear acusan un marcado tono reaccionario, algo que choca con un comienzo de novela racionalista. Para completar la jugada, el autor no ha perdido tiempo en anunciar la continuación de la novela. Bajo el título de Darwin's Children cabe temer un nuevo ejemplo de elefantiasis vacua. Hasta entonces, los aficionados al clembuterol literario pueden entretenerse leyendo este premio Nebula, que vuelve a demostrar el terrible daño que el mercantilismo le está haciendo, de un tiempo a esta parte, al mundo de las letras.
Nada nuevo bajo el sol.



El texto original de esta reseña fue publicado en Bibliópolis, crítica en la red.

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