sábado, 14 de octubre de 2006

La difícil elección del título

Echen un vistazo al original...
Specimen Days
Editorial Norma Editorial El Aleph
...y decidan con cuál de los dos se quedan.
...
El título es parte del homenaje que Michael Cunningham hace al poeta Walt Whitman, y más concretamente al libro homónimo en el que, a modo de diario, reflejó sus peripecias en la Guerra Civil norteamericana.
...

Sin ánimo de influirles...


Días cruciales en América. Editorial Valdemar

martes, 10 de octubre de 2006

Christopher Priest. El prestigio

La dejadez en el mundo editorial alcanza en muchas ocasiones lo incomprensible. Y confieso que no sé si se trata de la famosa chapuza nacional o de un problema del ramo. Como último ejemplo, el que paso a explicarles a continuación:
Se ha estrenado recientemente en los cines de Estados Unidos la versión cinematográfica que Christopher Nolan ha realizado de El prestigio, la novela que el paso del tiempo va designando como la mejor de entre las escritas por el británico Christopher Priest. La editorial Minotauro, que desde su adquisición por el grupo Planeta no es ni la sombra de lo que fue en manos de Francisco Porrúa (al menos desde el punto de vista del lector-consumidor), editó la novela en España hace algunos años. La película está teniendo una gran acogida por parte de la crítica, y algunos expertos del género fantástico (siempre tan animados con lo suyo) comienzan a clamar incluso por el Oscar. No tardará en llegar a nuestro país, así que es previsible un resurgimiento del interés por la maravillosa novela de Priest. He aquí, por tanto, una ocasión excelente para la reedición.
No sé ustedes, pero si yo perteneciera a Minotauro tendría un cuidado exquisito con lo que promete ser una buena fuente de ventas. Pues bien, esto es lo que muestra la página web que la editorial dedica al libro en la fecha en que escribo estas líneas. Echen un vistazo y ahora seguimos hablando...
¿Ya? Pues sí, lo han visto bien: título incorrectamente escrito y sinopsis trocada (pertenece a El glamour, otra de las novelas de Priest). Que me corrijan si me equivoco, pero es que además lleva así años. Y lo más grave de todo es que la equivocación se reproduce como un meme demoniaco por las páginas web de un gran número de librerías y distribuidores. Copian y pegan sin molestarse en realizar ni una simple comprobación. Todo ello nos lleva a la penosa conclusión de que los libros tienen una pobre importancia para gran parte de los que viven de ellos, esa parte creciente que los considera más industria que cultura.
En fin, como lo que importa es la maravillosa novela de Christopher Priest, aquí rescato una breve reseña de hace unos años.

Finales del siglo XIX. Dos ilusionistas, Rupert Angier y Alfred Borden, se enfrentan entre sí arrastrados por rencillas personales en una escalada de actos trágicos que acabará de la forma más siniestra imaginable.

El prestigio
El prestigio recibió en 1996 el World Fantasy Award a la mejor novela de fantasía publicada el año anterior, y puede decirse que con toda justicia. La trama se presenta en primera persona, por medio de los diarios de ambos magos. La genialidad y el riesgo de Priest se hacen patentes en el hecho de que ambos diarios no muestran periodos consecutivos de tiempo, sino simultáneos. Así, se asiste a la misma historia contada dos veces desde diferentes puntos de vista. Y sin embargo, más allá de aburrir, la repetición logra un efecto fascinante que convierte al lector en un vulgar voyeur, un observador enganchado sin remisión a las vidas privadas de los dos magos y de sus diferentes motivaciones y pensamientos, testigo de la crueldad de unos hechos casuales que enfrentan a quienes en circunstancias distintas habrían sido amigos y colaboradores.
El elemento fantástico, cruzado el ecuador de la novela, lo aporta una de las extrañas creaciones del inventor Nikola Tesla (cuyo publicitado duelo con Edison podría haber alimentado el enfrentamiento de esta historia). La introducción de ese elemento tecnológico en plena época victoriana introduce al libro en el terreno de la ciencia-ficción -en el llamado steampunk, concretamente- y cambia el sentido de la narración, que de un llamativo duelo entre ilusionistas pasa a convertirse en una locura de implicaciones cuasi metafísicas. Como guinda, Priest ofrece un final de tintes góticos, un final que si se piensa con detenimiento, se aprecia inesperado y especialmente macabro.
El prestigio no es quizás la obra en la que Priest haya llevado a mejor puerto su personalísima literatura de espejos, pero es, a mi parecer, en la que mayor empuje narrativo ha logrado imprimir. A pesar de algún defecto en el ritmo, es sin duda su mejor novela.

domingo, 8 de octubre de 2006

Memoria

A su derecha, un arbusto escuálido anuncia el fin del otoño. Decrépito, demacrado, apenas lo adornan unas pocas hojas. El suelo a sus pies cruje como barquillos de galleta aplastados por un niño goloso. De repente, a su izquierda, un copo de nieve cae sobre un gnomo de porcelana, cubriendo el pequeño gorro de estrellitas blancas, microscópicas. La nieve cae sobre sus zapatos cuando vuelve a mirar hacia abajo. Las estaciones se suceden en los cuatro puntos cardinales, a su alrededor, dejándole anclado en el centro. Sólo tiene que volver el rostro para sentir el verano calentando su cabello. Su nuca, al otro lado, está húmeda, mojada por una lluviosa primavera. El torbellino estacional le embriaga.
Se da cuenta de su propia naturaleza, tridimensional. Pero no quiere mirar hacia arriba: tiene miedo. Echa a andar. Debajo oye el quejido de las hojas secas, oye el roce sobre la blanda nieve, la musicalidad del agua en los pequeños charcos; siente la aridez del suelo. Duda.
Qué tonto, piensa. Sabe perfectamente lo que hay arriba.
Alza la mirada y sal húmeda se escapa de sus ojos. Nubes grises combaten con el sol mientras la nieve se desprende de ellas, mezclándose en la caída con miles de hojas pálidas, armoniosamente.
Se siente niño de nuevo. Y llora, llora. Llora desconsoladamente.
Llora al recordar lo que había perdido.

miércoles, 4 de octubre de 2006

Richard Morgan. Leyes de mercado

Qué leer
En el número de septiembre de la revista Qué leer, el excelente biógrafo Miguel Dalmau escribe un artículo de opinión en el que carga contra lo que él considera una carencia significativa en la literatura española reciente: "Uno de los rasgos más lamentables de la literatura actual es el descrédito del argumento. Es decir, el desinterés o incapacidad de los autores para plantear una historia que sea mínimamente original. En mis tiempos, los lectores caíamos deslumbrados ante los cuentos de Borges o Cortázar, no solo por la calidad de la prosa, sino por lo insólito de la trama... Y otro tanto ocurría con Orwell, Kafka, Calvino, Grass, Bradbury, Dick, etcétera. ¿Qué ha ocurrido pues para que la invención literaria haya caído en desuso? ¿Por qué ya no hay grandes argumentos?"
A continuación, el escritor apuesta por una serie de motivos más que evidentes y propone como posible comienzo de solución, entre otras cosas, dirigir la mirada hacia la actual literatura anglosajona. En parte estoy de acuerdo con él, aunque creo que Dalmau comete el error de buscar en la dirección equivocada, olvidándose de la literatura de género. Entre lo más sobresaliente de La sombra del viento figuran argumento y trama, afirmación también válida para La piel fría. En el mismo orden de cosas, a los ejemplos a seguir que menciona, tales como Martin Amis, Kazuo Ishiguro, Julian Barnes y demás miembros del British Dream Team, se le olvida añadir los de la plétora de escritores de ciencia ficción que en estos momentos están desarrollando en las islas británicas una narrativa extraordinariamente imaginativa tanto en lo conceptual como en lo estilístico.
Sorprende semejante olvido, ya que el 90% de los autores que cita como grandes constructores de tramas que le subyugaron pertenecen a la literatura de género fantástico, y sin embargo, aún supuestamente consciente de ello, Dalmau prefiere no internarse hoy en ese territorio. Es cierto que Amis e Ishiguro han pasado de visita por el género, pero la casi totalidad de autores que propone tenía su residencia fija en él, y sería por tanto más coherente acudir a los que ocupan ese mismo espacio en la actualidad. En realidad, esa actitud no es más que un suma y sigue en la larga historia de infravaloración de un género que, a pesar de estar de moda, sigue siendo ninguneado hasta por quien, como en este caso, disfrutara de sus valores antaño.
Si Dalmau y los escritores españoles a los que critica estuvieran dispuestos a abandonar por un momento el elegante y aristocrático centro de la polis literaria y echaran un vistazo a los menospreciados suburbios -por ejemplo, a la ciencia ficción británica-, se sorprenderían tanto de la imaginación como del oficio de sus autores. Para encontrar originalidad e inventiva argumentales, sólo hay que abrir cualquiera de los frutos que han madurado al amparo del movimiento New Weird en los últimos años. O en la vertiente más tradicional, acudir a los grandes maestros procedentes del pasado, como J. G. Ballard, Christopher Priest o M. John Harrison.
Ciñéndonos al tema que más preocupa a Dalmau, ya que los valores en busca pertenecen al dominio de la ingeniería narrativa, del diseño y fabricación de tramas perfectas e historias perdurables, me voy a tomar la libertad de recomendarle un escritor en particular, un artesano que responde al nombre de Richard Morgan. Un autor inglés que ya dio un recital de elaboración y engarce argumentales en Carbono alterado, el híbrido perfecto entre ciencia ficción y novela negra. Leyes de mercado, obra publicada recientemente por la editorial Gigamesh, no ha hecho mas que confirmar el poderío creativo de Morgan.

Zektivs: las nuevas estrellas mediáticas cuyas proezas en la carretera se siguen sin aliento en todos los rincones del mundo. Son los modernos gladiadores de las multinacionales, hombres y mujeres dispuestos a jugarse la vida para defender un contrato en duelos sobre el asfalto. En un futuro no muy lejano, sólo los que son capaces de llegar al trabajo con sangre en las ruedas tienen opciones de formar parte de la nueva clase dirigente, y para los nuevos ejecutivos no hay límites: los vencedores redefinen las reglas a su paso. Chris Faulkner es un joven y prometedor ejecutivo que se ha labrado la reputación trabajando en Mercados Emergentes y ha llamado la atención de los cazatalentos de Shorn Associates, que lo contratan en su división estrella: Inversión en Conflictos.


Leyes de mercadoPocos argumentos se pueden encontrar en la literatura actual más originales que éste. Ejecutivos que buscan la promoción empresarial y arrebatan los grandes contratos a la competencia en la carretera, emulando a los guerreros del asfalto de la cinematográfica Mad Max. De fondo, la transgresora idea de una sociedad próxima en el tiempo articulada en torno a esa actividad. Una vez más, la ciencia ficción recurre a la exageración de la realidad en un intento de poner en evidencia los defectos del mundo actual, o más bien del sistema económico por el que se rige. Defectos representados por el sometimiento de la moral y los derechos del individuo al bienestar material, oscuros borrones en nuestra civilización inseminada por el neoliberalismo capitalista, origen y destino de la globalización. Un fenómeno de sonrojantes realidades: países más ricos merced a la explotación de los más pobres, individuos entregados a un consumismo voraz y deshumanizador, oscuras compañías (el libro se limita a cambiar gubernamentales por corporativas) que rigen a escondidas los destinos del Tercer Mundo y, en suma, la esclavización del Estado de derecho ante las grandes multinacionales.
En cierto modo, lo radical de la propuesta recuerda a otra novela bastante popular publicada también por Gigamesh: Snowcrash. Pero donde Neal Stephenson dibujaba viñetas, Morgan confiere seriedad; donde el norteamericano elaboraba un cómic algo gamberro y simplemente divertido, Morgan crea literatura desde la sobriedad, huyendo de la caricaturización. Leyes de mercado comparte andamiaje narrativo con el subgénero ciberpunk, pero se distancia de él en algunos de sus elementos. La importancia del monopolio corporativo en la trama, así como una cierta intriga detectivesca en su desarrollo, no son presentados con la fisonomía propia de ese subgénero. Por momentos el escenario se torna descaradamente retro, conformado por autopistas limpias y vacías recorridas por coches de gran tamaño con estética cincuentona, o, en el otro extremo, por clubes de música nocturnos que recuerdan viejos antros de jazz. Quien quiera buscar una novela de características parecidas a esta no la encontrará en la colorista Snowcrash, sino tal como señala Nacho Illarregui en su interesante blog, en el finalista del premio Nadal el pasado año, Cazadores de luz, de Nicolás Casariego, una trama deConfesiones de un gangster económico especulación corporativa tan cercana a la de Morgan como complementaria. Aunque quizás el paralelismo más espeluznante (por realista) se pueda establecer con el libro autobiográfico de John Perkins titulado Confesiones de un ganster económico, a cuyas páginas se me fue el santo en repetidas ocasiones. Que una ficción tan radical se encuentre de forma tan cercana con la realidad da el punto correcto de hasta dónde hemos llegado (o más bien, caído).
Volviendo a la literatura, Morgan no ha perdido en esta novela ni un ápice de la capacidad adictiva que mostró en su debut con Carbono alterado. Confirma su habilidad para despertar el interés en la historia basándose en una impecable estructura y creando diálogos y situaciones bien medidas, además de sutilmente encadenadas. Lo cierto es que desde el lejano Alfred Bester de los prodigios, hace más de medio siglo, pocos escritores han sido capaces de emular aquella capacidad suya para embeber al lector en sus escritos. Me atrevería a decir, tras leer lo que nos ha llegado de su obra, que Richard Morgan es uno de esos escasos privilegiados. Es tal el enganche del lector a su escritura que uno lamenta que el libro se aproxime a su conclusión y desea que no acabe nunca, dispuesto a acompañar a Chris Faulkner, su protagonista, hasta el fin de sus días más allá de ese final que, de puramente convulso, obliga a apretar los dientes.
Además de hacer crítica social y tratar temas de importancia como la política, la ética y la incomprensión en la pareja, Morgan también se aplica en el detalle. Hay un habitante de la Zona, el guetto al que han sido barridos los pobres, que sabe quién fue William Faulkner, conocimiento que los ricos zektivs no comparten. Hay referencias directas tanto a El club de la lucha como a Carbono alterado, que el protagonista descalifica por cabalística. Hay también escenas de notoria familiaridad cinematográfica.
En cuanto a la historia en sí, ese ascenso a la cumbre del protagonista, cuyo trabajo recuerda tanto el de John Perkins, Gigamesh la publicita como "la forja de un líder", y algo de cierto hay en esa frase. Sin embargo, el periplo del protagonista dista de ser un viaje de iniciación o Carbono alteradoalumbramiento (como sí lo era por ejemplo Muerte de la luz, la novela de George R. R. Martin publicada también por Gigamesh); el ascenso final de Faulkner no procede de su evolución en la multinacional, sino de un pasado que lo esencia. En realidad, lo que le hace superar todas las dificultades es su origen. Sus motivaciones para dirigirse con la violencia que regla el sistema no están en consonancia con lo esperado, no son puras. Su motivación no es el ascenso social, sino la venganza; su fuerza no proviene de la ambición, sino de su origen humilde. Es un quintacolumnista que esconde motivos más viscerales que los impuestos por la norma social, un bárbaro de las zonas infiltrado en las entrañas del corrupto mundo civilizado. Es Conan tomando por la fuerza el trono de Aquilonia. Viejos y nuevos mitos.
En mi opinión, son muchas las razones que hacen de Leyes de mercado una gran novela, pero lo que la convierte en sobresaliente es la magnífica administración de sus elementos, el magistral dominio del ritmo, el bien engrasado mecanismo de su trama y -volviendo al principio- su inolvidable argumento.

domingo, 1 de octubre de 2006

La aceptación de los géneros literarios. I

Homínidos
Hablando con Ben sobre la calidad y el reconocimiento general del que gozan algunos géneros literarios en contraposición a la mala prensa que reciben otros, ha surgido (cómo no) el tema de la ciencia ficción. Conozco el asunto. Llevo muchos años asistiendo a las quejas de los aficionados, y si bien es cierto que muchas obras de frontera de ese género poseen una calidad literaria innegable, opino que mucha de la culpa proviene de la propia naturaleza de la cf.
Mientras que otras categorías como la novela romántica, la del oeste o la de aventuras sólo han de luchar contra el gusto individual o las fobias propias de cada persona por la temática que tratan, la cf ha de sumar también una dificultad semántica y descriptiva que muchas veces hace incomprensible la lectura. Algo que llega incluso a impedir la comprensión de lo que se trata de narrar.
Por ejemplo, así comienza Homínidos, de Robert J. Sawyer:

PRIMER DÍA
VIERNES, 2 DE AGOSTO
148/103/24

La negrura era absoluta.
Contemplándola se hallaba Louise Benoit, de veintiocho años, una escultural posdoctorada de Montreal con una cabellera de hirsuto pelo castaño recogida, como se exigía allí, en una redecilla. Hacía su guardia en una abarrotada sala de control, enterrada dos kilómetros («una milla y cuagto», como explicaba a veces a los visitantes americanos con aquel acento francés que les encantaba) bajo la superficie de la Tierra.
La sala de control estaba junto a la cubierta situada sobre la enorme caverna oscura que albergaba el Observatorio de Neutrinos de Sudbury. Suspendida en el centro de la caverna se hallaba la esfera acrílica más grande del mundo, de doce metros («casi cuagenta pies») de diámetro. La esfera contenía mil cien toneladas de agua pesada cedida por la Atomic Energy of Canada Limited.
Envolviendo aquel globo transparente había una disposición geodésica de vigas de acero inoxidable, que sostenían 9.600 tubos multiplicadores, cada uno alojado en una parábola reflectante y apuntando hacia la esfera. Todo esto (el agua pesada, el globo acrílico que la contenía y la concha geodésica envolvente) estaba alojado en una caverna en forma de cañón de diez pisos de altura, excavada a partir de la roca norita adyacente. Y esa gargantuesca cueva estaba llena casi hasta arriba con agua regular ultrapura.
Louise sabía que los dos kilómetros de roca canadiense que había encima protegían el agua pesada de los rayos cósmicos. Y la concha de agua regular absorbía la radiación de fondo natural de las pequeñas cantidades de uranio y torio de las rocas cercanas, impidiendo que alcanzara también el agua pesada. De hecho, nada podía penetrar en el agua pesada excepto los neutrinos, aquellas infinitésimas partículas subatómicas que eran el tema de la investigación de Louise.
Billones de neutrinos atravesaban la Tierra cada segundo; de hecho, un neutrino podía atravesar un bloque de plomo de un año luz de grosor con sólo un cincuenta por ciento de probabilidades de golpear algo. Con todo, del Sol surgían neutrinos con una profusión tan enorme que ocasionalmente se producían colisiones... y el agua pesada era un blanco ideal para esas colisiones. Los nucleos de hidrógeno del agua pesada contenían un protón (el componente normal de un núcleo de hidrógeno) además de un neutrón. Y cuando un neutrino chocaba contra un neutrón, el neutrón se descomponía, liberando un nuevo protón, un electrón y un destello de luz que podía ser detectado por los tubos fotomultiplicadores. Al principio...


Difícil, ¿verdad? A más de uno le vendrán a la memoria los tiempos de instituto, ya que parece el enunciado de un problema de física. Y no es ningún ejemplo rebuscado. Se trata de la novela ganadora del premio Hugo (el más popular de la ciencia ficción mundial) en el año 2003. Por mucha afición que tenga a los asuntos de índole científica, el lector que intente abordar su lectura en busca de los tradicionales valores novelísticos se va a encontrar con un obstaculo argumental en su comienzo difícilmente superable, con lo que las ganas de profundizar en el resto de componentes narrativos se van a ver enormemente mermadas.
La principal tara con que carga la literatura de género reside en la posibilidad de exceder la frontera de sensibilidad del lector, su límite de tolerancia hacia la característica que convierte a esa categoría temática en lo que es. La sobredosis de color rosa en la novela romántica, de acción en el western o de irrealidad en la fantasía pueden empujar al lector a exclamar, según cada caso, "¡demasiado ñoña! ¡demasiados tiros! ¡demasiado fantástico!". Una correcta dosificación de esos ingredientes puede evitar la huída del lector y darle la posibilidad de valorar las cualidades literarias de la novela. La ciencia ficción, en su vertiente más científica, impone mayores dificultades a su propuesta especulativa, exige al lector general que no sólo renuncie a sus prejuicios, sino también al entendimiento. En mi opinión, esa es la principal causa de la fama negativa que arrastra ese maravilloso género.