domingo, 8 de octubre de 2006

Memoria

A su derecha, un arbusto escuálido anuncia el fin del otoño. Decrépito, demacrado, apenas lo adornan unas pocas hojas. El suelo a sus pies cruje como barquillos de galleta aplastados por un niño goloso. De repente, a su izquierda, un copo de nieve cae sobre un gnomo de porcelana, cubriendo el pequeño gorro de estrellitas blancas, microscópicas. La nieve cae sobre sus zapatos cuando vuelve a mirar hacia abajo. Las estaciones se suceden en los cuatro puntos cardinales, a su alrededor, dejándole anclado en el centro. Sólo tiene que volver el rostro para sentir el verano calentando su cabello. Su nuca, al otro lado, está húmeda, mojada por una lluviosa primavera. El torbellino estacional le embriaga.
Se da cuenta de su propia naturaleza, tridimensional. Pero no quiere mirar hacia arriba: tiene miedo. Echa a andar. Debajo oye el quejido de las hojas secas, oye el roce sobre la blanda nieve, la musicalidad del agua en los pequeños charcos; siente la aridez del suelo. Duda.
Qué tonto, piensa. Sabe perfectamente lo que hay arriba.
Alza la mirada y sal húmeda se escapa de sus ojos. Nubes grises combaten con el sol mientras la nieve se desprende de ellas, mezclándose en la caída con miles de hojas pálidas, armoniosamente.
Se siente niño de nuevo. Y llora, llora. Llora desconsoladamente.
Llora al recordar lo que había perdido.

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