martes, 26 de junio de 2012

David Vann. Sukkwan Island

"Su puta madre."
Me encontraba realizando la cruda travesía de Sukkwan Island, libro del escritor norteamericano David Vann, uno de los más recientes y prestigiados fenómenos literarios. Llegué al final de la primera parte, situado a mitad de recorrido, leí el último párrafo y no lo pude evitar, se me escapó de entre los labios. Su puta madre, dije. Si lo reproduzco aquí no es por grosería, sino porque esta confesión me parece la mejor manera de trasladarles, con una mayor exactitud, la impresión que me causó el giro con el que David Vann aumenta la tensión y el mal rollo en el relato, algo que a esas alturas de la novela parecía ya imposible. Pocas veces me he topado con algo semejante.
En los últimos tiempos nos hemos acostumbrado a encontrar (e incluso a añadir nosotros mismos) el nombre de Cormac McCarthy en numerosas comparaciones literarias. Por una parte, creo que el gran maestro se ha ganado por derecho propio convertirse en la figura de la cual todo nuevo autor con ambiciones literarias quiere ser el reflejo. Lo he repetido en este blog muchas veces: de entre los escritores vivos que he leído, creo que McCarthy es el mejor de lejos, o al menos, opino, el más perdurable. El reconocimiento de sus obras en los últimos años ha hecho recurrente la presencia de su nombre, con una gratuidad pasmosa, en muchos de los fajines promocionales que rodean las últimas novedades literarias, esas que tratan de seducir al lector desde las primeras mesas de las librerías. Este no es uno de tantos casos: por lo que llevo leído hasta el momento, la comparación no puede ser más pertinente.

Una isla salvaje en el sur de Alaska, a la que solamente puede accederse en barco o hidroavión, repleta de frondosos bosques húmedos y montañas escarpadas. Este será el inhóspito decorado donde Jim decidirá fortalecer las relaciones con su hijo Roy, a quien apenas conoce. Doce meses por delante, viviendo en una cabaña apartada de todo y de todos: parece una buena oportunidad para estrechar lazos y recuperar el tiempo perdido. Pero la situación, poco a poco, deviene clautrofóbica, asfixiante, insostenible. La díficiles condiciones de supervivencia y la olla a presión emocional a la que se ven abocados padre e hijo acaban por conformar una postal de pesadilla.

En los distintos libros que el afamado crítico Harold Bloom ha dedicado al estudio y calificación de la novelística universal casi siempre ha encontrado espacio para alabar las virtudes de Meridiano de sangre, la obra maestra de McCarthy, en su opinión una de las mejores obras que haya dado la literatura norteamericana en toda su historia. De inicio, sin embargo, suele hacer hincapié en cuánto le costó llegar a disfrutar de ese libro. El motivo, aclara, es el mismo que argumentan muchos de sus alumnos: la cantidad de violencia, la oscuridad de su contenido, lo hacen difícil de soportar. Sin llegar al extremo de la obra mccarthyana, se puede afirmar que Sukkwand Island linda esa línea de lo desagradable.
Diez años tardó David Vann en terminar la novela, doce en venderla. Si atendemos a su indudable calidad literaria, el motivo de tal dilación no puede ser otro que, precisamente, el de la crudeza que supuran sus páginas. Tanto el ejemplo de Bloom como las palabras del propio autor ponen de manifiesto lo difícil que es publicar ciertas temáticas en EE. UU. Una de las que menos salidas encuentra es aquella que trata el suicidio, precisamente tema central de este libro. El padre de Vann se quitó la vida en Alaska cuando él tenía 13 años, justo tras la negativa de quien entonces era un adolescente a acompañarle. Aunque el escritor confiesa que no proviene de un acto deliberado, la novela resulta ser una recreación de aquellos hechos desde una perspectiva distinta, un what if en el que el alasqueño, inconscientemente, ajusta cuentas con el fantasma de su padre. Un método de exorcización parecido al que realizara años atrás Bret Easton Ellis en su excelente novela Lunar Park. Es significativo que, en entrevistas realizadas a cada uno de los escritores, ambos compartan el temor de actuar en el futuro como lo hicieron sus respectivos padres.
La narrativa de Vann se asemeja a la de McCarthy tanto en el aspecto formal, marcado por la ausencia de signatura en los diálogos (bastante escasos) y la economía de medios en la descripción de las acciones, como en la omnipresencia del paisaje geográfico y el papel que este ejerce como moderador del comportamiento humano. El entorno natural pone a prueba, de forma continua, la adaptabilidad de los personajes al medio. Vann muestra una gran destreza en la descripción de la cotidianeidad humana dentro de un ámbito salvaje. Los olores, los matices del frío, la fauna y la flora de la isla de Sukkwan están tan sumamente detallados que el lector siente sus efectos como si de un personaje más se tratara. A veces, como silente espectador de las frugales comidas de los protagonistas, uno llega a sentir hambre.
El escenario pone a prueba a padre e hijo con una creciente intensidad, aunque no tanto como lo hace la claustrofóbica atmósfera que se desarrolla a partir de la relación entre ambos. El hijo asiste impotente a las continuas muestras de flaqueza y al carácter depresivo de su padre, un hombre cuya pusilanimidad, sumada a una gran debilidad por las mujeres, lo ha situado al borde del abismo. La convivencia, marcada por la debilidad de carácter del padre y la incapacidad del hijo para establecer un diálogo que pueda salvarlo se torna extremadamente desagradable. Mientras el desasosiego interno crece, la amenaza externa se agudiza. La unión de ambos factores tiñe el ánimo del lector con una sensación de fatalidad y agonía que se desboca en la conclusión de la primera parte. Como era previsible, el drama termina por acudir a su cita, pero cuando acontece no trae sosiego al lector, sino todo lo contrario. Con el ánimo por los suelos, hace falta valentía para continuar la lectura e introducirse en una segunda parte que se presume insoportable. 
Sukkwand Island es el libro de un escritor que no muestra piedad, un escritor cuyo crecimiento en el desempeño de su oficio es patente a lo largo de toda la narración, y que si bien guarda los mencionados puntos en común con la obra de McCarthy, logra finalmente dar cuerpo a  un estilo propio. Es también la demostración de que la novela no está muerta, de que aún se puede sorprender al lector con las herramientas del género y hacerle abrir los ojos conmocionado sin necesidad de adornar la narración con fuegos de artificio.  
Sukkwan Island es una novela magnífica, aunque no recomendable para lectores fácilmente impresionables.


domingo, 10 de junio de 2012

Ray Bradbury. Crónicas marcianas

Tras la muerte de un escritor, siempre nos quedan sus palabras; por ese lado, algo de consuelo tenemos los lectores. Las de Bradbury han sido profusamente recogidas. Cuando me pongo a mirar en el blog, me doy cuenta con cierta sorpresa del número de entradas en las que aparece su nombre. Si les apetece dedicar unos minutos al viejo Ray, pueden echarle un vistazo a alguna de ellas.
La reseña que hice para El vino del estío no deja a ese libro en buen lugar. Cada vez estoy más convencido de que quizás no elegí un buen momento para acometer aquella relectura. Pienso solucionarlo pronto leyendo la reedición de Minotauro que incluye también la novela Verano del adiós, la cual menciono, precisamente, en esa misma reseña. También escribí una somera crítica del Farenheit 451 llevado al cómic por Tim Hamilton. Y aunque me hubiera gustado contar con la presencia de alguna de sus primeras antologías (El hombre ilustrado, Remedio para melancólicos, Las doradas manzanas del sol...), pueden disfrutar en su lugar del cuento "El regalo", que, a pesar de la pobre traducción, representa de forma certera el estilo y la magia del Bradbury cuentista.
Sí, Bradbury ha estado muy presente en este blog, pero un repaso a su obra no sería tal cosa sin la presencia de su opus magnum, así que ahí va. Les dejo a continuación una reseña que escribí hace tiempo de Crónicas marcianas. Encontrarán en ella más datos biográficos de lo que es habitual en mis críticas, lo cual, por otra parte, me parece una feliz casualidad.




En su ensayo titulado El universo de la ciencia ficción, Kingsley Amis se refiere a Ray Bradbury como "el Louis Armstrong de la cf”. Para entender el porqué de tal apelativo hay que remontarse a la década de los 50 del pasado siglo, cuando el género tenía una gran popularidad entre sus propios seguidores pero era visto aún por el público general como una rareza casi folclórica. Bradbury, al igual que el genial trompetista de jazz, rompió con esa tendencia e hizo llegar a la cf más allá de sus fronteras. Libros como Crónicas marcianas o Farenheit 451 llegaron a obtener ventas de más de un millón de ejemplares durante el primer año de su publicación, un hecho inaudito en un género hasta entonces tan poco prestigiado.
Ray Douglas Bradbury fue una rara avis en el mundillo de la ciencia ficción. A pesar de contarse entre los escritores con más éxito del género, fue víctima de la incomprensión de John W. Campbell, el editor más importante de la época, quien, desde una visión literaria opuesta, le negó las oportunidades que les había concedido a escritores como Heinlein o Asimov. El acientifismo de los relatos de Bradbury no encajaba bien en la línea editorial de Astounding. Tal circunstancia no representó ningún problema para el escritor, cuyos cuentos se fueron publicando en un gran número de revistas. Thrilling Wonder Stories, Astonishing Stories, Captain Future, Famous Fantastic Misteries, Planet Stories y, especialmente, Weird Tales, dieron acomodo a muchos de ellos en sus páginas. Finalmente, la publicación de Crónicas marcianas permitió a Bradbury elevarse sobre el resto y escapar de la fuerza gravitatoria del gueto. La accesibilidad de sus historias, así como su calidad literaria, fueron los fundamentos por los que accedió al gran público. Su integración en la literatura general fue tan rápida que pasó de posible embajador de la cf a escritor ajeno a ella en muy poco tiempo.
Como muestra de su excepcionalidad, cabe señalar que con 25 años logró colocar uno de sus cuentos, “El gran juego blanco y negro”, en la antología Best American Short Stories de 1946, compartiendo espacio con los mejores escritores norteamericanos de la época. Un año después, Bradbury publicó su primer libro, Dark Carnival, en el que se entremezclan cuentos nuevos con algunas de las historias publicadas en la revista Weird Tales. Aunque la obra por la que el norteamericano alcanzará el estrellato, Crónicas marcianas, no llegará hasta 1950, gran parte de su contenido fue escrito durante los años anteriores, entre 1945 y 1949. Bradbury reunió algunos de aquellos cuentos y recorrió editorial tras editorial cosechando rechazos. Fue finalmente en Doubleday donde accedieron a publicarlos con la condición de que tuvieran un carácter unitario. El escritor propuso realizarlo con el tema de la colonización de Marte como fondo. Su propuesta fue aceptada y en seis meses concluyó la elaboración del libro que se publicaría con el título de Crónicas marcianas, 300 páginas de una ciencia ficción diferente a la que se podía encontrar en los cuentos de las revistas campbellianas. Algunos de los relatos sobre Marte no fueron incluidos en ellas y fueron publicados posteriormente dentro de la antología El hombre ilustrado.
El lirismo y el tono elegíaco con el que están escritos los cuentos contrasta con la fría racionalidad de la fantasía científica imperante. El Marte que describe Bradbury no es real ni pretende serlo. Ni sabe de ciencia ni le importa la tecnología; es el factor humano así como el paisaje lo que realmente encandila al escritor. Para Isaac Asimov, Crónicas marcianas es, en esencia, “una fiesta de inocencia aldeana y nostalgia en un marco futurista”. Y es cierto que en algunos momentos el lector puede tener la sensación de encontrarse frente a una pastoral marciana, entendida en tono positivo. Sin embargo, algunos de los cuentos exudan misterio y despiden un aroma de tenebrosidad que no contrasta, sino más bien al contrario, casa perfectamente con la atmósfera bucólica del relato. No olvidemos que Bradbury destacaría posteriormente por su vena terrorífica casi tanto como por sus incursiones en la ciencia ficción. Su adoración por Edgar Allan Poe, cuyos cuentos le leía su madre en la infancia, queda patente en relatos como “Usher II” o “La tercera expedición”, de tintes casi metafísicos.
Para comprender mejor la gestación de las Crónicas marcianas, de su contenido, hay que remarcar dos elementos biográficos del autor. El primero es la localización geográfica en la cual transcurrió su infancia. Las pequeñas aldeas marcianas son una trasposición de su Waikegan natal, el pueblecito medio americano que puede verse en muchas películas, con sus maizales, praderas, estanques y porches nocturnos escasamente iluminados. Ese modo de vida está tan bien espejado en la novela que no deja de ser reseñable que un escritor tan joven, con menos de 30 años, demostrara padecer tanta nostalgia. El otro elemento a tener en cuenta es su viaje a México. Su encuentro con las momias y construcciones de Guanajuato le impresionaron enormemente. El contraste de las nuevas tecnologías con el mundo antiguo, así como la historia de una civilización aniquilada por los conquistadores del pasado se verían posteriormente reflejados en Crónicas marcianas. Como escribió Jose Luis Garci en su biografía Ray Bradbury, humanista del futuro, los habitantes del planeta rojo se corresponden con los otomíes y chichimecas desaparecidos; su mundo, con el Marte colonizado por los terrestres. Naturalmente, esa influencia está pasada por el tamiz de su cultura estadounidense, con lo que la historia se convierte en una ensoñación alegórica de la conquista del oeste americano y la extinción de los indios nativos.
Quien lee por primera vez Crónicas marcianas se encuentra siempre con un libro cautivador, poesía hecha prosa repleta de momentos mágicos y también terroríficos. Es este un libro para leer en el crepúsculo, especialmente en noches de verano, con la brisa nocturna meciendo las cortinas. Aun siendo todos maravillosos, es inevitable que cada lector rememore, al final de la lectura, algún cuento preferido. El de Borges, tal y como confiesa en el texto introductorio, fue "La tercera expedición". Los míos son “Aunque siga brillando la luna”, “Encuentro nocturno” y “Vendrán lluvias suaves”. En todos ellos se encuentra un Marte lírico, imposible, que procede más de la fantasía que de la ciencia ficción, más de la imaginación que de la realidad. No hay hecho tecnológico, sólo paisajes, humanos y fantasmagóricos, y nostalgia por un pasado que ni siquiera existió. La lectura de Crónicas marcianas deja, por encima de todo, un retablo de poderosas imágenes. Los desiertos, los fantasmas, los pueblos abandonados, vacíos, y una fuerte melancolía. En suma, la América romántica.
Paralelamente a su poder de fascinación, Crónicas marcianas representa un canto al pasado y a una ciencia ficción distinta, una visión del género disidente, ninguneada durante lustros por el canon del discurso racionalista. Resulta significativo que los grandes nombres de la literatura actual, esos que han traído la normalización al género en todo el mundo, hayan decidido utilizar el camino de Bradbury y no el oficial en sus novelas de ciencia ficción.



La versión original de esta reseña fue publicada en Stardust.


viernes, 8 de junio de 2012

Un cuento olvidado

Hace muchos años tuve una idea para un cuento. Me encontraba hurgando en el pasado de Ray Bradbury, documentándome con la intención de escribir un ensayo sobre el autor de Crónicas marcianas, y se me ocurrió convertir en trama de ciencia ficción lo que estaba leyendo. En mi cuento, sufríamos una invasión silenciosa en los años 40, y esta era llevada a cabo mediante la nada original estrategia de la suplantación. Algo en plan body snatchers. Lo original de la historia, creía yo, venía dado por el plan de los alienígenas, que consistía en infiltrarse en el fandom norteamericano para, a continuación, convertirse en escritores e influir con sus relatos en las mentes de los jóvenes humanos. Los invasores (esta parte me encantaba) no eran otros que los autores más afamados de la época, los Asimov, Heinlein, Anderson, Williamson, Pohl, Van Vogt, Clement... Todos ellos se reunían en torno a la revista Astounding Science-Fiction bajo las órdenes del cerebro dominante de esta avanzadilla, que, naturalmente, era el mítico director John W. Campbell Jr.
Ray Bradbury iba a ser el héroe de la historia, el único autor importante que no estaba incluido en aquel grupo, el que había publicado una ciencia ficción diferente en otro tipo de revistas y había logrado eludir el campo de influencia de Campbell. En el centro del relato sobresalía una feroz lucha ideológica. Bradbury era un Quijote, un tipo que escribía ciencia ficción pasando de la ciencia. Era un tecnófobo que no cumplía el primer mandamiento de la rigurosidad científica. Utilizaba las temáticas y los escenariós del género como simple decorado. Con ellos confeccionaba historias diferentes en las que lo importante era la belleza, el ser humano y una realidad que partía más de la ensoñación y el recuerdo que del frío racionalismo. En mi cuento, Ray no se exiliaba del género; permanecía en él y luchaba contra los invasores, relato a relato, hasta convertirse en su salvador.
¿Por qué nunca llegué a escribirlo? Principalmente, por mi proverbial holgazanería, pero también porque la tesis contenida en él me provocaba un enorme conflicto interno. En aquellos tiempos (repito, hace muchos años), yo era un adepto de la cf campbelliana. De hecho, mi subgénero preferido era la hard sf (esto ya lo sabían ustedes, echen un vistazo si no a las reseñas que he ido rescatando), e incluso me molestaban aquellas historias que hacían de lado a la ciencia. Lo que pretendía relatar colocaba mi tipo de cf, el canónico, en el lado equivocado de la balanza, el de los malos. Pero la idea del tipo que pudo cambiar el género era tan atractiva... Recuerdo que incluso me llegué a inventar una excusa junguiana por la cual la defensa de ese racionalismo a ultranza, de esa explicación del hecho científico como fundamento, mataría la imaginación y arrastraría a la Humanidad desde el inconsciente colectivo hacia su propia destrucción, tan poderosa era el arma de los invasores. Bradbury, con su cf disidente, con su frivolidad acientifista, nos salvaba del apocalipsis.
Se dan cuenta, ¿verdad? El relato iba en contra de todas mis creencias, de mi propio concepto del género. Yo amo la ciencia, sufro más que tolero la fantasía, y para colmo, mis autores preferidos de entonces eran Arthur C. Clarke, Isaac Asimov y A. E. Van Vogt. Y sin embargo, ahí estaba Bradbury y su hazaña. Ray, el escritor contracorriente, el autor de aquellos cuentos de naves imposibles y planetas ilusorios cuyas imágenes regresaban a mi cabeza a cada llegada del verano. No soy escritor, así que ignoro si se puede crear ficción contra las propias convicciones. Supongo que si eres de los buenos, sí. Yo no quise intentarlo.
La idea nunca se me fue de la cabeza, pero pasados muchos años surgió un buen motivo para alegrarme de no haberle dado cuerpo. Rodrigo Fresán publicó El fondo del cielo, un roman à clef que jugaba con mis "personajes", pero lo hacía con una destreza que yo jamás podría haber alcanzado. La idea era parecida, utilizar a los escritores de la Edad de Oro para crear una realidad alternativa. La historia contaba, incluso, con un villano muy cercano al mío. Fresán les cambió el nombre a todos y elaboró una historia de amor maravillosa, con extraterrestre y fin del mundo incluidos. La narración contenía también su propia carga ideológica. A su lado, mi cuento de primerizo hubiera provocado, por comparación, el escarnio público. La obra de Fresán lo tenía todo. Todo, excepto a Ray. Yo, al menos, no logré localizarlo entre sus páginas.
Cuento ahora esta pequeña anécdota con la intención de remarcar un aspecto determinado de entre los muchos reseñables en la obra de Ray Bradbury, un escritor sin duda adelantado a su tiempo. Porque no sólo nos deja sus maravillosas narraciones, nos deja también una manera de entender el género que, sometida durante media centuria por la tendencia canónica, ha resurgido en este siglo XXI para dignificarlo, para otorgarle el reconocimiento exterior que siempre buscó. Bradbury, que entendió la ciencia ficción como medio para explorar la realidad desde la memoria, que prefirio la reivindicación nostálgica al relato tecnificado y explicativo, nos ha dejado, y lo ha hecho el mismo día que le es concedido el premio Príncipe de Asturias de las Letras a Philip Roth, el autor, entre otras excelencias, de La conjura contra América, un libro de cf sin ninguna ambición científica.
Repasen todas esas magníficas obras recientes, las que durante estos últimos años, desde la gran literatura, han puesto a la cf donde debía estar, y fíjense en qué tienen en común. Todas usan el elemento diferencial del género, la ficción científica (clones, ucronía, apocalipsis) como excusa para configurar un escenario. En ninguna se entra en él, sólo es una herramienta que permite a los autores poner sobre el papel aquellos temas en los que pretendían profundizar. Son novelas que, debido a ello, y a pesar de su indudable calidad literaria, han sido calificadas como "mala ciencia ficción". Mala ciencia ficción... ¿Lo es Crónicas marcianas, con su Marte imposible, su ingenuidad tecnológica y su irrelevancia científica? ¿Es mala ciencia ficción una de las dos o tres mejores obras de su centenaria historia? Algún día nos tendremos que sentar todos los aficionados y decidir de una vez qué entra y qué no en este sacrosanto género. Si la nueva definición deja fuera obras maestras de la literatura como las creadas por Ray Bradbury, olvídense de mí.


miércoles, 6 de junio de 2012

Sara Teasdale. Vendrán lluvias suaves

Hacía mucho tiempo que no subía un poema al blog. El que tienen a continuación, en traducción propia, pertenece a la poetisa norteamericana Sara Teasdale, y está incluido en su antología Flame and Shadow. La escribió en 1918, horrorizada por la Primera Guerra Mundial, proponiendo un salto cuantitativo de sus efectos, de un campo de batalla al planeta entero. El texto cuenta con ese carácter postapocalíptico que, no lo nieguen, tan caro nos resulta tanto a ustedes como a mí. Creo que no es necesario explicarles el porqué de mi elección. En el vídeo que acompaña al poema tienen una pista. Creo, Ray, que la primavera sí se ha enterado de tu partida.



Vendrán lluvias suaves


Vendrán lluvias suaves y olor a tierra mojada,
Y golondrinas rolando con su chispeante sonido;

Y ranas en los estanques cantando en la noche,
Y ciruelos silvestres de trémula blancura.

Los petirrojos vestirán su plumoso fuego
Silbando sus caprichos sobre el cercado;

Y nadie sabrá de la guerra, a nadie
Preocupará cuando al fin haya acabado.

A nadie le importaría, ni al pájaro ni al árbol,
Si toda la humanidad pereciera;

Y la propia Primavera, cuando despertara al alba,
Apenas se daría cuenta de nuestra partida.





(Nota: A todos los que hayan llegado aquí por la banda, la película o el videojuego, bienvenidos igualmente.)