"Su puta madre."
Me encontraba realizando la cruda travesía de Sukkwan Island, libro del escritor norteamericano David Vann, uno de los más recientes y prestigiados fenómenos literarios. Llegué al final de la primera parte, situado a mitad de recorrido, leí el último párrafo y no lo pude evitar, se me escapó de entre los labios. Su puta madre, dije. Si lo reproduzco aquí no es por grosería, sino porque esta confesión me parece la mejor manera de trasladarles, con una mayor exactitud, la impresión que me causó el giro con el que David Vann aumenta la tensión y el mal rollo en el relato, algo que a esas alturas de la novela parecía ya imposible. Pocas veces me he topado con algo semejante.
En los últimos tiempos nos hemos acostumbrado a encontrar (e incluso a añadir nosotros mismos) el nombre de Cormac McCarthy en numerosas comparaciones literarias. Por una parte, creo que el gran maestro se ha ganado por derecho propio convertirse en la figura de la cual todo nuevo autor con ambiciones literarias quiere ser el reflejo. Lo he repetido en este blog muchas veces: de entre los escritores vivos que he leído, creo que McCarthy es el mejor de lejos, o al menos, opino, el más perdurable. El reconocimiento de sus obras en los últimos años ha hecho recurrente la presencia de su nombre, con una gratuidad pasmosa, en muchos de los fajines promocionales que rodean las últimas novedades literarias, esas que tratan de seducir al lector desde las primeras mesas de las librerías. Este no es uno de tantos casos: por lo que llevo leído hasta el momento, la comparación no puede ser más pertinente.
En los distintos libros que el afamado crítico Harold Bloom ha dedicado al estudio y calificación de la novelística universal casi siempre ha encontrado espacio para alabar las virtudes de Meridiano de sangre, la obra maestra de McCarthy, en su opinión una de las mejores obras que haya dado la literatura norteamericana en toda su historia. De inicio, sin embargo, suele hacer hincapié en cuánto le costó llegar a disfrutar de ese libro. El motivo, aclara, es el mismo que argumentan muchos de sus alumnos: la cantidad de violencia, la oscuridad de su contenido, lo hacen difícil de soportar. Sin llegar al extremo de la obra mccarthyana, se puede afirmar que Sukkwand Island linda esa línea de lo desagradable.
Diez años tardó David Vann en terminar la novela, doce en venderla. Si atendemos a su indudable calidad literaria, el motivo de tal dilación no puede ser otro que, precisamente, el de la crudeza que supuran sus páginas. Tanto el ejemplo de Bloom como las palabras del propio autor ponen de manifiesto lo difícil que es publicar ciertas temáticas en EE. UU. Una de las que menos salidas encuentra es aquella que trata el suicidio, precisamente tema central de este libro. El padre de Vann se quitó la vida en Alaska cuando él tenía 13 años, justo tras la negativa de quien entonces era un adolescente a acompañarle. Aunque el escritor confiesa que no proviene de un acto deliberado, la novela resulta ser una recreación de aquellos hechos desde una perspectiva distinta, un what if en el que el alasqueño, inconscientemente, ajusta cuentas con el fantasma de su padre. Un método de exorcización parecido al que realizara años atrás Bret Easton Ellis en su excelente novela Lunar Park. Es significativo que, en entrevistas realizadas a cada uno de los escritores, ambos compartan el temor de actuar en el futuro como lo hicieron sus respectivos padres.
La narrativa de Vann se asemeja a la de McCarthy tanto en el aspecto formal, marcado por la ausencia de signatura en los diálogos (bastante escasos) y la economía de medios en la descripción de las acciones, como en la omnipresencia del paisaje geográfico y el papel que este ejerce como moderador del comportamiento humano. El entorno natural pone a prueba, de forma continua, la adaptabilidad de los personajes al medio. Vann muestra una gran destreza en la descripción de la cotidianeidad humana dentro de un ámbito salvaje. Los olores, los matices del frío, la fauna y la flora de la isla de Sukkwan están tan sumamente detallados que el lector siente sus efectos como si de un personaje más se tratara. A veces, como silente espectador de las frugales comidas de los protagonistas, uno llega a sentir hambre.
El escenario pone a prueba a padre e hijo con una creciente intensidad, aunque no tanto como lo hace la claustrofóbica atmósfera que se desarrolla a partir de la relación entre ambos. El hijo asiste impotente a las continuas muestras de flaqueza y al carácter depresivo de su padre, un hombre cuya pusilanimidad, sumada a una gran debilidad por las mujeres, lo ha situado al borde del abismo. La convivencia, marcada por la debilidad de carácter del padre y la incapacidad del hijo para establecer un diálogo que pueda salvarlo se torna extremadamente desagradable. Mientras el desasosiego interno crece, la amenaza externa se agudiza. La unión de ambos factores tiñe el ánimo del lector con una sensación de fatalidad y agonía que se desboca en la conclusión de la primera parte. Como era previsible, el drama termina por acudir a su cita, pero cuando acontece no trae sosiego al lector, sino todo lo contrario. Con el ánimo por los suelos, hace falta valentía para continuar la lectura e introducirse en una segunda parte que se presume insoportable.
Sukkwand Island es el libro de un escritor que no muestra piedad, un escritor cuyo crecimiento en el desempeño de su oficio es patente a lo largo de toda la narración, y que si bien guarda los mencionados puntos en común con la obra de McCarthy, logra finalmente dar cuerpo a un estilo propio. Es también la demostración de que la novela no está muerta, de que aún se puede sorprender al lector con las herramientas del género y hacerle abrir los ojos conmocionado sin necesidad de adornar la narración con fuegos de artificio.
Sukkwan Island es una novela magnífica, aunque no recomendable para lectores fácilmente impresionables.
Me encontraba realizando la cruda travesía de Sukkwan Island, libro del escritor norteamericano David Vann, uno de los más recientes y prestigiados fenómenos literarios. Llegué al final de la primera parte, situado a mitad de recorrido, leí el último párrafo y no lo pude evitar, se me escapó de entre los labios. Su puta madre, dije. Si lo reproduzco aquí no es por grosería, sino porque esta confesión me parece la mejor manera de trasladarles, con una mayor exactitud, la impresión que me causó el giro con el que David Vann aumenta la tensión y el mal rollo en el relato, algo que a esas alturas de la novela parecía ya imposible. Pocas veces me he topado con algo semejante.
En los últimos tiempos nos hemos acostumbrado a encontrar (e incluso a añadir nosotros mismos) el nombre de Cormac McCarthy en numerosas comparaciones literarias. Por una parte, creo que el gran maestro se ha ganado por derecho propio convertirse en la figura de la cual todo nuevo autor con ambiciones literarias quiere ser el reflejo. Lo he repetido en este blog muchas veces: de entre los escritores vivos que he leído, creo que McCarthy es el mejor de lejos, o al menos, opino, el más perdurable. El reconocimiento de sus obras en los últimos años ha hecho recurrente la presencia de su nombre, con una gratuidad pasmosa, en muchos de los fajines promocionales que rodean las últimas novedades literarias, esas que tratan de seducir al lector desde las primeras mesas de las librerías. Este no es uno de tantos casos: por lo que llevo leído hasta el momento, la comparación no puede ser más pertinente.
Una isla salvaje en el sur de Alaska, a la que solamente puede accederse en barco o hidroavión, repleta de frondosos bosques húmedos y montañas escarpadas. Este será el inhóspito decorado donde Jim decidirá fortalecer las relaciones con su hijo Roy, a quien apenas conoce. Doce meses por delante, viviendo en una cabaña apartada de todo y de todos: parece una buena oportunidad para estrechar lazos y recuperar el tiempo perdido. Pero la situación, poco a poco, deviene clautrofóbica, asfixiante, insostenible. La díficiles condiciones de supervivencia y la olla a presión emocional a la que se ven abocados padre e hijo acaban por conformar una postal de pesadilla.
En los distintos libros que el afamado crítico Harold Bloom ha dedicado al estudio y calificación de la novelística universal casi siempre ha encontrado espacio para alabar las virtudes de Meridiano de sangre, la obra maestra de McCarthy, en su opinión una de las mejores obras que haya dado la literatura norteamericana en toda su historia. De inicio, sin embargo, suele hacer hincapié en cuánto le costó llegar a disfrutar de ese libro. El motivo, aclara, es el mismo que argumentan muchos de sus alumnos: la cantidad de violencia, la oscuridad de su contenido, lo hacen difícil de soportar. Sin llegar al extremo de la obra mccarthyana, se puede afirmar que Sukkwand Island linda esa línea de lo desagradable.
Diez años tardó David Vann en terminar la novela, doce en venderla. Si atendemos a su indudable calidad literaria, el motivo de tal dilación no puede ser otro que, precisamente, el de la crudeza que supuran sus páginas. Tanto el ejemplo de Bloom como las palabras del propio autor ponen de manifiesto lo difícil que es publicar ciertas temáticas en EE. UU. Una de las que menos salidas encuentra es aquella que trata el suicidio, precisamente tema central de este libro. El padre de Vann se quitó la vida en Alaska cuando él tenía 13 años, justo tras la negativa de quien entonces era un adolescente a acompañarle. Aunque el escritor confiesa que no proviene de un acto deliberado, la novela resulta ser una recreación de aquellos hechos desde una perspectiva distinta, un what if en el que el alasqueño, inconscientemente, ajusta cuentas con el fantasma de su padre. Un método de exorcización parecido al que realizara años atrás Bret Easton Ellis en su excelente novela Lunar Park. Es significativo que, en entrevistas realizadas a cada uno de los escritores, ambos compartan el temor de actuar en el futuro como lo hicieron sus respectivos padres.
La narrativa de Vann se asemeja a la de McCarthy tanto en el aspecto formal, marcado por la ausencia de signatura en los diálogos (bastante escasos) y la economía de medios en la descripción de las acciones, como en la omnipresencia del paisaje geográfico y el papel que este ejerce como moderador del comportamiento humano. El entorno natural pone a prueba, de forma continua, la adaptabilidad de los personajes al medio. Vann muestra una gran destreza en la descripción de la cotidianeidad humana dentro de un ámbito salvaje. Los olores, los matices del frío, la fauna y la flora de la isla de Sukkwan están tan sumamente detallados que el lector siente sus efectos como si de un personaje más se tratara. A veces, como silente espectador de las frugales comidas de los protagonistas, uno llega a sentir hambre.
El escenario pone a prueba a padre e hijo con una creciente intensidad, aunque no tanto como lo hace la claustrofóbica atmósfera que se desarrolla a partir de la relación entre ambos. El hijo asiste impotente a las continuas muestras de flaqueza y al carácter depresivo de su padre, un hombre cuya pusilanimidad, sumada a una gran debilidad por las mujeres, lo ha situado al borde del abismo. La convivencia, marcada por la debilidad de carácter del padre y la incapacidad del hijo para establecer un diálogo que pueda salvarlo se torna extremadamente desagradable. Mientras el desasosiego interno crece, la amenaza externa se agudiza. La unión de ambos factores tiñe el ánimo del lector con una sensación de fatalidad y agonía que se desboca en la conclusión de la primera parte. Como era previsible, el drama termina por acudir a su cita, pero cuando acontece no trae sosiego al lector, sino todo lo contrario. Con el ánimo por los suelos, hace falta valentía para continuar la lectura e introducirse en una segunda parte que se presume insoportable.
Sukkwand Island es el libro de un escritor que no muestra piedad, un escritor cuyo crecimiento en el desempeño de su oficio es patente a lo largo de toda la narración, y que si bien guarda los mencionados puntos en común con la obra de McCarthy, logra finalmente dar cuerpo a un estilo propio. Es también la demostración de que la novela no está muerta, de que aún se puede sorprender al lector con las herramientas del género y hacerle abrir los ojos conmocionado sin necesidad de adornar la narración con fuegos de artificio.
Sukkwan Island es una novela magnífica, aunque no recomendable para lectores fácilmente impresionables.
Estoy a sesenta páginas de acabar el libro. He tenido que parar de leer; necesito coger aliento. Pero no consigo desconectar y aquí estoy, buscando reseñas en Google.
ResponderEliminarNo voy a comentar nada, sólo voy a hacer mías todas tus palabras. Y más que ninguna el: "Su puta madre".
Ese giro conmociona. Tengo su siguiente novela, Caribou Island, bien guardada, a la espera de encontrar el momento adecuado para leerla.
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