Como antiguo colaborador de la revista Gigamesh, he sido obsequiado con un ejemplar de Exégesis, el librito en el que Alejo Cuervo, amo y señor de la editorial y de la tienda que comparten el mismo nombre, reúne algunos de los textos que ha ido publicando a lo largo de su vida. Es una herramienta propagandística, tanto de la empresa como del propietario, y para el lector poco más que un entretenimiento resultón, pero incluye datos e información de cierto interés.
Supongo que para los nuevos seguidores de la fantasía y especialmente del mundo de los Siete Reinos creado por George R. R. Martin, auténtico maná de Gigamesh, lo más jugoso serán las canciones y poemas traducidos en un capítulo del libro, precisamente lo que este bloguero encuentra insufrible. Para los aficionados antiguos que vivimos en la distancia ignorante del lector pre-internet aquellos periodos del pasado que Cuervo rememora, resultan mucho más interesantes las cuitas del protagonista en aquellas colecciones que leíamos entonces, y también sus impresiones sobre el mundo editorial actual y las estrategias de venta. Tanto que uno desearía que esos capítulos se hubieran extendido más.
Además del pasado editorial, y más allá del somero repaso al crecimiento y consolidación final de "la malla del millón de millones" (Miquel Barceló ®), son reseñables el cuento Ostras con salsa picante, que ya alabé en su día, y la lista de obras de cf, que, aun gravada con algún peaje nostálgico del propio elaborador, contiene obras en su mayoría indiscutibles, y configura, por tanto, una buena guía de acercamiento al género. Cuervo habla también de la génesis de la colección de libros, que a la postre le ha proporcionado su mayor éxito editorial. Aunque por mis fobias personales hacia el fantasy, y debido también a la displicencia del editor con ciertos libros de mi interés, no haya sido una colección por la que suspirar, hay que reconocer que ha publicado libros de gran importancia, y que en cf ha incluido apellidos ilustres como Bester, Dick, Matheson o Brown, y voces contemporáneas del género imprescindibles como las de Richard Morgan y -a continuación tienen la reseña de una de sus obras- Greg Egan.
Supongo que para los nuevos seguidores de la fantasía y especialmente del mundo de los Siete Reinos creado por George R. R. Martin, auténtico maná de Gigamesh, lo más jugoso serán las canciones y poemas traducidos en un capítulo del libro, precisamente lo que este bloguero encuentra insufrible. Para los aficionados antiguos que vivimos en la distancia ignorante del lector pre-internet aquellos periodos del pasado que Cuervo rememora, resultan mucho más interesantes las cuitas del protagonista en aquellas colecciones que leíamos entonces, y también sus impresiones sobre el mundo editorial actual y las estrategias de venta. Tanto que uno desearía que esos capítulos se hubieran extendido más.
Además del pasado editorial, y más allá del somero repaso al crecimiento y consolidación final de "la malla del millón de millones" (Miquel Barceló ®), son reseñables el cuento Ostras con salsa picante, que ya alabé en su día, y la lista de obras de cf, que, aun gravada con algún peaje nostálgico del propio elaborador, contiene obras en su mayoría indiscutibles, y configura, por tanto, una buena guía de acercamiento al género. Cuervo habla también de la génesis de la colección de libros, que a la postre le ha proporcionado su mayor éxito editorial. Aunque por mis fobias personales hacia el fantasy, y debido también a la displicencia del editor con ciertos libros de mi interés, no haya sido una colección por la que suspirar, hay que reconocer que ha publicado libros de gran importancia, y que en cf ha incluido apellidos ilustres como Bester, Dick, Matheson o Brown, y voces contemporáneas del género imprescindibles como las de Richard Morgan y -a continuación tienen la reseña de una de sus obras- Greg Egan.
Una fantasía solipsista
La ciencia ficción, como todos los géneros literarios, ha tenido siempre temas recurrentes, ideas, recursos e incluso gadgets que se han popularizado a tal nivel que pocos han sido los autores que no han acabado tirando de ellos. Ahora, por ejemplo, estamos en los tiempos de la nanotecnología y, sobre todo, de los misterios de la física cuántica. No hay autor relevante que haya publicado ciencia ficción de principio de los noventa a esta parte que no haya recurrido a la espuma cuántica en alguna de sus novelas, ya sea para apoyar, en la mayoría de los casos, una parte de la trama, ya sea para armar, en menos ocasiones, la base sobre la que gira todo el argumento. El más extremo de todos ellos se llama Greg Egan, y su escandalosa radicalidad imaginativa le lleva a horadar los límites de la realidad, empujándole a crear su propia cosmogonía, como ocurre en El Instante Aleph.
Mucho se ha alabado y apoyado al escritor australiano en los últimos años en nuestro país, sobre todo desde la intelectualidad del fandom, pero lo curioso es que la razón para ello, su riqueza en el estudio de la metafísica especulativa, ha logrado que se oscurezca cara al público el resto de sus bondades como autor, que son varias. Porque El Instante Aleph, además de un estilo narrativo desenvuelto, posee una riqueza de personajes y una variedad de ideas "menores", más ancladas en tierra, que constituyen un corpus de mayor peso que la TOE (siglas inglesas de la Teoría del Todo), tema central del libro.
La trama es bien sencilla. Un periodista decide tomarse un descanso y cambia su próximo trabajo, un estudio sobre la nueva enfermedad llamada Angustia, por otro cuyo destino está en Anarkia, un estado utópico del Pacífico Sur. Lo que parecía una labor fácil (entrevistar a una de las candidatas a conseguir la verdadera TOE) se convierte en una pesadilla en la que correrá peligro su vida y la del mismo Universo.
La imaginativa presentación de varios sexos y las partes que componen el reportaje ADN basura configuran una loa a la libertad individual, tanto mental como física, un alegato libertario a favor de la propia elección de cómo queremos ser en ambos aspectos. El dominio de personajes de Egan es ejemplar. Huyen del cliché en todo momento y aunque luchan por adaptarse a la cambiante situación, no lo logran del todo, cruzando diálogos alejados del cartón piedra y que destilan realidad e incomprensión. Andrew Worth, el protagonista, es un perdedor que lucha por adaptarse a una sociedad que emocionalmente se le escapa y en la que no encuentra su sitio, sitio que curiosamente acaba ganando -a mayor gloria de Norman Spinrad- en el más amplio ejercicio de onanismo mental que jamás se haya visto. Como aderezo, Egan deja bien claro cuál es su bando ideológico, dedicándose a ridiculizar conscientemente, en un marcado ejercicio de proselitismo racionalista, a todas aquellas organizaciones o maneras de pensar que se amparan en mitos y dioses para atacar a la ciencia.
Curiosamente, si la novela tiene algún punto oscuro hay que buscarlo, en mi opinión, allí donde todo el mundo alaba a Egan; en este caso, en lo referente a la TOE o Teoría del Todo. El problema de las especulaciones metafísicas del autor australiano es que en algunos tramos su narración se sofistica hasta extremos angustiosos debido a un marcado manierismo cientificista, y si bien estos tramos son necesarios, obligan a una lectura repetida para atisbar siquiera los conceptos que quiere hacer llegar al lector. Egan manipula los hallazgos más recientes de la ciencia y los utiliza con la persuasión de un vendedor de coches usados, hasta el punto de convencer al lector de que la magia quizás sí existe.
Acabando donde comencé, intranquiliza desde un punto de vista racionalista lo que una mente brillante -hablamos de escritores de ciencia-ficción- puede hacer con los misterios de la cuántica. Por ejemplo, hacer pasar como ciencia ficción algo con apariencia mágica, que huele a fantasía, sabe a fantasía y parece fantasía. ¿Será fantasía?
El texto original de esta reseña fue publicado en Bibliópolis, crítica en la red.
Mucho se ha alabado y apoyado al escritor australiano en los últimos años en nuestro país, sobre todo desde la intelectualidad del fandom, pero lo curioso es que la razón para ello, su riqueza en el estudio de la metafísica especulativa, ha logrado que se oscurezca cara al público el resto de sus bondades como autor, que son varias. Porque El Instante Aleph, además de un estilo narrativo desenvuelto, posee una riqueza de personajes y una variedad de ideas "menores", más ancladas en tierra, que constituyen un corpus de mayor peso que la TOE (siglas inglesas de la Teoría del Todo), tema central del libro.
La trama es bien sencilla. Un periodista decide tomarse un descanso y cambia su próximo trabajo, un estudio sobre la nueva enfermedad llamada Angustia, por otro cuyo destino está en Anarkia, un estado utópico del Pacífico Sur. Lo que parecía una labor fácil (entrevistar a una de las candidatas a conseguir la verdadera TOE) se convierte en una pesadilla en la que correrá peligro su vida y la del mismo Universo.
La imaginativa presentación de varios sexos y las partes que componen el reportaje ADN basura configuran una loa a la libertad individual, tanto mental como física, un alegato libertario a favor de la propia elección de cómo queremos ser en ambos aspectos. El dominio de personajes de Egan es ejemplar. Huyen del cliché en todo momento y aunque luchan por adaptarse a la cambiante situación, no lo logran del todo, cruzando diálogos alejados del cartón piedra y que destilan realidad e incomprensión. Andrew Worth, el protagonista, es un perdedor que lucha por adaptarse a una sociedad que emocionalmente se le escapa y en la que no encuentra su sitio, sitio que curiosamente acaba ganando -a mayor gloria de Norman Spinrad- en el más amplio ejercicio de onanismo mental que jamás se haya visto. Como aderezo, Egan deja bien claro cuál es su bando ideológico, dedicándose a ridiculizar conscientemente, en un marcado ejercicio de proselitismo racionalista, a todas aquellas organizaciones o maneras de pensar que se amparan en mitos y dioses para atacar a la ciencia.
Curiosamente, si la novela tiene algún punto oscuro hay que buscarlo, en mi opinión, allí donde todo el mundo alaba a Egan; en este caso, en lo referente a la TOE o Teoría del Todo. El problema de las especulaciones metafísicas del autor australiano es que en algunos tramos su narración se sofistica hasta extremos angustiosos debido a un marcado manierismo cientificista, y si bien estos tramos son necesarios, obligan a una lectura repetida para atisbar siquiera los conceptos que quiere hacer llegar al lector. Egan manipula los hallazgos más recientes de la ciencia y los utiliza con la persuasión de un vendedor de coches usados, hasta el punto de convencer al lector de que la magia quizás sí existe.
Acabando donde comencé, intranquiliza desde un punto de vista racionalista lo que una mente brillante -hablamos de escritores de ciencia-ficción- puede hacer con los misterios de la cuántica. Por ejemplo, hacer pasar como ciencia ficción algo con apariencia mágica, que huele a fantasía, sabe a fantasía y parece fantasía. ¿Será fantasía?
El texto original de esta reseña fue publicado en Bibliópolis, crítica en la red.
No hay comentarios:
Publicar un comentario