Uno de los consejos que se suelen dar en los cursos de escritura creativa es el de intentar repetir aquellas técnicas que uno ve aplicadas en las narraciones que más admira. No se trata de plagiar (César Mallorquí titula uno de los 10 consejos a un joven escritor que da en su blog, en tono claramente humorístico, Copia con descaro), sino de asimilar lo que funciona y por qué funciona, y aplicarlo a la narrativa propia. En el aspecto técnico de la escritura pocas cosas quedan ya por descubrir (por no decir nada), así que, para aprender el oficio, no hay mas que poner en marcha la misma estrategia que en cualquier otro gremio: ver cómo se hace, analizar, comprender y aplicar los conocimientos adquiridos añadiendo tus propias dosis de creatividad. La escritura es, en realidad, más trabajo y experiencia que talento, y se alimenta más de la artesanía que del genio.
A los más fieles a este blog les sonará este asunto, pues ya me referí a él en una entrada que escribí hace un porrón de tiempo titulada Ideas concurrentes. Allí trataba el tema de los contenidos semejantes, de aquellas ideas que, aun siendo desarrolladas de distinta forma, tenían en realidad el mismo origen. Ahora traigo aquí el caso contrario, un mismo soporte externo que produce resultados distintos. En las imágenes siguientes tienen ustedes cuatro páginas escritas por Philip Roth y otras cuatro obra de Cormac McCarthy, mis dos escritores favoritos. El primer texto pertenece a la obra Elegía, y el segundo a Hijo de Dios. Aunque el contenido varía tanto en la situación como en la profesión de los personajes, ambos pasajes son el producto de la misma herramienta narrativa, los dos están constituidos por la descripción fría y aséptica que un trabajador hace a una segunda persona de los secretos de su profesión, de su proceso de trabajo. Los autores comparten estrategia, pues el objetivo es el mismo (y de eso hablaremos luego), pero el aporte a sus correspondientes obras es distinto,
Procedamos por orden. Lean, por favor, las cuatro páginas (142 a 145) que muestran estas imágenes. Pertenecen, como dije, a Elegía, quizás la mejor de las últimas (y breves) novelas escritas por Philip Roth.
El protagonista le ruega al empleado del cementerio que le explique los pormenores de su oficio. Quiere conocer todos los detalles del enterramiento, cuál es el proceso a seguir, sin que el elemento humano juegue ningún papel. En primera instancia, la petición parece responder a una curiosidad estrictamente profesional, tanto por el tono de las preguntas como por su carga, carente de implicaciones emocionales. El sepulturero no escatima en detalles y hace una disección del proceso fría, exhaustiva, como el experto que es. Sólo las preguntas del protagonista y alguna referencia a su hijo interrumpen la explicación.
Vamos ahora con el texto perteneciente a Hijo de Dios (páginas 78 a 81), la tercera novela de Cormac McCarthy. Comprobarán en seguida que el tono y el desarrollo son parecidos.
Vamos ahora con el texto perteneciente a Hijo de Dios (páginas 78 a 81), la tercera novela de Cormac McCarthy. Comprobarán en seguida que el tono y el desarrollo son parecidos.
Lester Ballard, el protagonista de la novela, acude a la herrería para que le afilen la cabeza de un hacha que ha encontrado en sus vagabundeos. El herrero, mientras realiza su tarea con diligencia, le va explicando a Ballard el proceso, y lo hace con la misma asepsia emocional y profesionalidad que muestra el sepulturero en el libro de Roth. El parecido de ambos textos es innegable, se trata de una misma técnica. Un profesional explica friamente y con exhaustividad cómo es el ejercicio de su labor al protagonista. Y sin embargo, la contribución que estos dos pasajes, similares en cuanto a su presentación, aportan a sus respectivas obras es muy distinta. Pero sólo en primera instancia, porque, particularidades argumentales aparte, su función es la misma.
Se pueden reconocer diferencias superficiales. La más notoria es que los estilos de escritura, por supuesto, son distintos. Ambos utilizan espléndidamente el vocabulario específico de los procesos que se describen, pero Roth hace un mayor uso de frases cortas y establece una estructura formal clásica, separando a narrador y personajes mediante el uso del guión; McCarthy, como siempre, hace lo que quiere y prescinde de signaturas, dejando en la lectura esa sensación de baile deslizante entre el narrador y la voz de los personajes. Esta diferencia viene dada también por la propia situación, pues el primer texto es puro diálogo, una conversación directa en la que el conocedor explica al otro sujeto, frente a frente, los detalles de su trabajo, mientras que el segundo es una descripción de la labor que en ese mismo momento se está realizando. Naturalmente, ese hecho exige una mayor presencia del narrador.
Más allá de la construcción formal, profundizando en los contenidos, se puede apreciar que la carga emocional está invertida, y que apunta a direcciones opuestas en los dos textos. Aunque para comprenderlo del todo hay que empezar a aportar información contextual. El protagonista de Roth es un hombre que ha lidiado durante todo el libro con la muerte ajena, viendo como morían sus allegados y cómo la edad lo iba acercando al final. Este pasaje, punto álgido del libro, provoca un seísmo interior en el lector porque es la culminación de un proceso emocional que estalla aquí, precisamente en una conversación que significa la rendición final, la resignación del protagonista ante lo inevitable. Quiere saber, conocer un proceso en el que estará incluido y del que, de hecho, será el protagonista único, pero que no podrá ver por estar muerto. La absoluta frialdad del sepulturero, que aporta la información por requerimiento, como si fuera un parte de trabajo, y que además añade la idea de continuidad al hablar de su hijo, provoca un efecto emocional devastador en el lector.
El protagonista de McCarthy por su parte, un hombre oscuro que en ningún momento da a conocer sus emociones, es casi forzado a escuchar la descripción del proceso de afilado que hace el herrero. No hay motivación aquí, sino vacuidad. La emoción está en el otro lado, en el profesional que se concentra en su trabajo y se lo cuenta a su cliente (y al lector de paso) con tal detalle que usurpa al propio narrador, y que por su implicación con el proceso descrito se instituye en elemento de contraste cuyo efecto es aumentar la sensación de falta de interés por todo (falta de humanidad al fin y al cabo) del protagonista. Mientras que la necesidad de saber del personaje de Roth dispara la empatía y la identificación del lector, la falta de curiosidad absoluta que muestra Lester Ballard le ahuyenta y separa del personaje.
Estamos, pues, ante dos textos que haciendo uso de la misma técnica producen, sin embargo, efectos contrarios en la relación del lector con los personajes. De hecho, si queremos profundizar más y llegar hasta el último nivel, aquel en el que se esconde el demiurgo que mueve los hilos, el autor, y escrutamos la finalidad última en los textos seleccionados, comprobamos que ambos están creados con la misma intención primaria. Si se lo propusieran, no dudo de que Philip Roth y Cormac McCarthy podrían convertir con su prosa un manual de electrodomésticos en algo fascinante. Las profesiones de sepulturero y herrero dan juego literario, y los dos procesos que aquí se narran no dejan de ser interesantes, pero aderezar la trama (casi interrumpirla) con una descripción fría de sus labores durante cuatro páginas, hay que reconocerlo, es arriesgado. Entonces, ¿para qué hacerlo? Pues, precisamente, para enriquecer y dar mayor verosimilitud a los personajes. Porque la función real de estas ocho páginas es la caracterización de los dos protagonistas.
En resumen, esos textos no están ahí gratuitamente, o porque a los dos escritores les haya parecido que ya era tiempo de incluir una saludable digresión, sino para dar vida a sus personajes. El lector toma conciencia absoluta de la anormalidad de Lester Ballard de forma perenne con la última frase, mucho más de lo que lo habría hecho leyendo una ristra de adjetivos y explicaciones directas sobre su disfunción interior. En el caso del protagonista de Elegía el efecto es aún mayor, pues el dato que aporta sobre el personaje, su resignación, es en realidad la gran conclusión del libro. En literatura, una descripción a través de los hechos suele obtener una mayor recompensa que otra hecha de forma directa.
Como sugería al principio, copien. Pero eso sí, háganlo de los maestros.
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