Aviso, esto no sólo va a ser largo, sino que además se trata de una divagación personal. Que los vídeos no les confundan. Esta entrada va, como el título indica y como es habitual en este blog, de literatura. Si tienen gusto por la música clásica, lo que viene a continuación lo van a reconocer a la primera, y si sólo acuden a ella de vez en cuando, porque han escuchado alguna pieza en una película, o en facebook o donde sea, también. Esta es, sin duda, una de las composiciones musicales más famosas de la historia. Si queda algún despistado que no la haya oído antes, que preste atención, la pieza no es muy larga y le va a encandilar.
Dénle al play, que yo les espero. Sean todo oídos durante dos minutos y, por favor, fíjense especialmente en la interpretación.
Maravilloso, ¿verdad? Se trata del Preludio de la Suite nº 1 en sol mayor para violonchelo, compuesto por Johann Sebastian Bach a principios del siglo XVIII. La interpreta el maestro Rostropovich, uno de los mejores violonchelistas de la historia. Supongo que les habrá gustado. Bien, escuchen ahora esta misma composición en las manos de otro virtuoso del chelo, nuestro inolvidable Pau Casals. Aíslense por un momento del alboroto mundano y concédanle otro par de minutos a la excelencia. Y aunque no posean un oído entrenado, intenten fijarse de nuevo en las particularidades de la interpretación.
Sublime, ¿verdad?
Las Suites para violonchelo escritas por Bach jugaron un papel fundamental en el pulso que el chelo mantenía con la viola da gamba, instrumento dominante desde el siglo XV gracias a su presencia en el entorno privado de la aristocracia. El violonchelo, con apenas 50 años de historia, era más común en los conciertos mayoritarios y recibió un impulso decisivo gracias a las Suites de Bach. Sin embargo, a pesar de su importancia histórica y de su calidad singular, estas fueron consideradas como meros estudios o piezas de carácter didáctico durante casi dos siglos. Es precisamente Pau Casals quien las rescata y consigue para ellas el reconocimiento como obra total del que gozan en la actualidad. La cantidad de veces que este fenómeno ha ocurrido en cualquier campo de la expresión artística es apabullante. Por volver a la literatura, Shakespeare es, seguramente, el paradigma del relativismo valorativo, ejemplo máximo de la transformación que el paso de las épocas, con su cambio de criterios, ejerce en el enjuiciamiento global sobre una obra de arte.
Pero sigo divagando. Permítanme que encauce el tema de una vez.
Hace unos meses colgué una entrada en la sección Pellizcos, una serie en la que suelo incluir alguna frase que en alguna lectura del día me haya llamado la atención, no porque esté de acuerdo o no con lo que enuncia, sino por la relevancia de su contenido. En la ocasión mencionada, el aforismo que cité pertenecía al poeta norteamericano Robert Frost, quien afirmaba lo siguiente: "La poesía es lo que se pierde en la traducción". Como reacción, mi amigo Jorge Camacho, poeta e intérprete profesional, mostró su total desacuerdo con Frost escribiendo en su blog (cuya dirección encontrarán abajo del todo) el siguiente poema:
arte poética
pese al dicho ingenioso pero vano de robert frost
la poesía no es lo que se pierde en la traducción
sino lo que queda.
la rima
el ritmo
el paisaje de una palabra:
cosmética.
imágenes
conceptos
comparaciones y contrastes:
la esencia.
de lo contrario, nadie leería el poema de gilgamesh
la odisea
poemas de la dinastía tang
jaicus y tancas japoneses
las cuartetas de omar jayam.
la poesía es
lo que queda.
No sé ustedes, pero yo este tema lo encuentro fascinante. Cuando uno es joven y está haciendo sus primeros pinitos, suele tender a la literalidad. Se aprende algo más tarde que lo que hay que capturar no es el cuerpo del texto, sino su espíritu. Lo perfecto, claro, el Santo Grial del traductor, sería lograr conjugar ambas cosas de manera que no se perdiera nada en la transformación, lograr teletransportar todas las moléculas semánticas de un idioma a otro sin que se perdiera ninguna. Pero eso, desgraciadamente, es imposible, así que la labor del traductor (o del intérprete), es tratar de ser lo más fiel posible a la intención original del texto a traducir. Y digo del texto, y no del autor, lo que lo hace aún más complicado, pues no todos vemos las mismas cosas en un texto.
Bien, para incidir en este punto, ha llegado la hora de preguntarles qué les han parecido las interpretaciones de los dos geniales violonchelistas. ¿Les han parecido diferentes? ¿Similares? ¿Han captado las sutiles diferencias? Este parece más lento, aquél más vital; uno más delicado, el otro más intenso; se distinguen distintas velocidades por momentos... La pieza es la misma, han tocado las mismas notas, y sin embargo cada uno ha hecho su propia interpretación de ellas. Para los que no tenemos educación musical, han podido parecer iguales, pero no lo han sido. Tenemos a dos grandes maestros intentando hacer una representación sonora que emule con fidelidad a la escrita. Han traducido el texto a música. Si lo hubieran hecho con perfección, los dos deberían haber sonado igual. Y sin embargo no ha sido así.
Tenemos por lo tanto dos interpretaciones distintas de una misma obra. He querido poner un ejemplo en el que los resultados fueran casi similares, sólo diferentes en algunos matices, en meros detalles, un caso en el que los dos intérpretes intentan llevar a cabo la reproducción fiel, exacta, de la obra a representar. Pero hay miles de casos en los que el resultado final arroja versiones muy distintas, la mayoría de veces por una cuestión intencional. Fuera del rigor de la música clásica, en el mundo de las versiones, del volcado a géneros distintos, lo normal, de hecho, es trastocar la obra original, darle un sello personal para que parezca diferente y se adapte a la salsa, al pop, a la rumba... o dentro de un mismo tipo de música, al estilo personal del nuevo intérprete. En la mayoría de casos, es ese punto propio y no la obra lo que el consumidor busca. Al final de ese camino, en el lado opuesto de la clásica, es obligado mencionar el jazz. Permítanme ofrecerles otro ejemplo musical. Escuchen cuán diferente resulta este Blue in Green cuando a las manos de Bill Evans, presente en estas dos versiones, le restamos los labios de Miles Davis.
Este tema apareció por primera vez en 1959, en el álbum "Kind of Blue" de Miles Davis, uno de los discos de jazz más vendidos del siglo pasado, y también tiene su pequeña historia. En el primer vídeo tienen esta primera versión, en la que participan Davis y Evans. Pocos meses después de esa colaboración aparecía "Portrait in Jazz", firmnado por Bill Evans Trio, que incluía la misma composición, la que tienen en el segundo vídeo, esta vez sin la participación de Davis. Ambos genios del jazz reivindicaron la autoría de Blue in Green, sin que aún hoy en día sepamos quién fue el auténtico creador de la pieza. Mi opinión es que debió de ser una de esas colaboraciones estrechas en las que al final es imposible recordar quién ha puesto qué, y que por tanto debería, tal como reivindica el segundo disco, pertenecer a los dos.
Pero discúlpenme de nuevo y volvamos al asunto que nos ocupa. En el caso de los violonchelistas, ¿qué interpretación de las dos creen que es más fiel a la obra original? ¿Cuál es la "verdadera"? Para un lego son casi idénticas, y las diferencias no parecen ni siquiera errores o adulteraciones, sino más bien diferencias de criterio. Bueno, si somos sinceros, podemos dejarlo pasar, porque la verdad es que no parece que importe mucho. Las dos realizaciones de la pieza deben de ser bastante fieles. Nos fiamos del nombre de los intérpretes, y pocos se atreverían a decir que una es peor que la otra. De hecho, las dos nos parecen maravillosas, puesto que lo que valoramos aquí no parece ser la literalidad de la obra, sino la música sumada a la pericia y el sentimiento con los que se expresa. Al fin y al cabo, la mayoría no sabemos leer música, y en muchos casos ni siquiera escucharla, ¿cómo evaluar entonces su fidelidad a la obra original?
Si la cuestión de la exactitud sigue siendo fundamental en ese tipo de música, lo cierto es que hay otros géneros en los que la fidelidad absoluta a la composición escrita no representa ninguna obligación. En el jazz, de hecho, es el eje del cambio. Lo que caracteriza al jazz es la improvisación. Basándose en la armonía, el intérprete puede elaborar nuevos sonidos melódicos hasta cerrar correctamente el nuevo afluente abierto. El citado "Kind of Blue" es, precisamente, el álbum que abre el camino al jazz modal, una nueva manera de afrontar la improvisación tratando de eludir el encorsetamiento del hasta entonces dominante bebop. Cuando escuchamos el tema Blue in Green, lo apreciamos por motivos totalmente ajenos a la fidelidad que pueda guardar a la partitura. Personalmente, me emociona más la versión conjunta que la interpretada posteriormente por Evans. Pero los motivos no tienen nada que ver con lo fielmente que reproduzca la obra original. Aun siendo el piano mi instrumento preferido, me gana la atmósfera melancólica y triste que le imprime al tema la trompeta de Miles Davis.
Si exceptuamos el campo de la clásica, vemos que lo único que se le exige a las distintas interpretaciones de una composición es que mantenga una melodía reconocible. Incluso en el jazz, que tanto juega con ella, tiene que haber puntos de concordancia que nos recuerden de vez en cuando que es ese tema musical el que estamos escuchando y no otro. Ni siquiera tienen que sonar parecido, sólo han de conservar unas notas, las que hacen a la canción identificable. Porque en el arte musical, lo verdaderamente importante es la interpretación, la forma como el texto es convertido en música: la versión del intérprete, para que nos entendamos. Con la literatura, y concretamente con el oficio de la traducción, no ocurre esto. La literatura es más como la música clásica, ha de ser interpretada con la mayor fidelidad posible. Y sin embargo, como ocurre en lo musical, cada vez que una obra es traducida por diferentes profesionales, arroja una versión distinta.
No necesito decirles que estamos hablando en todo momento de un nivel de calidad mínimamente aceptable. Por debajo de él, no se puede hablar ni de interpretaciones musicales ni de traducciones literarias, sino de chapuzas. Aclarado esto, ¿cuál es el baremo a seguir para evaluar qué traducción es la mejor, o cuál es mala y cuál es buena? Pues creo que Robert Frost y Jorge Camacho, autores respectivamente del aforismo y el poema que cité hace unos párrafos, tienen la clave, porque creo que en su desencuentro se revela la verdad. Creo que Frost apuesta por la imposibilidad de la traducción perfecta, y para evidenciarlo, generaliza; Camacho, en su desacuerdo con esa generalización, se va al otro extremo y particulariza. En mi opinión, una traducción será mala cuando pierda la poesía implícita en el texto original, y será buena cuando, tras leer el texto, no sólo quede la poesía. Porque esa poesía metafórica, el alma del texto, no es lo único que lo conforma. Hay también datos que han de ser vertidos correctamente, juegos gramaticales, significaciones léxicas y propiedades del significante que no forman parte de esa poesía. Pero, y aquí me posee el pesimismo frostiano, conociendo las diferecnias intrínsecas entre los distintos idiomas, ¿es posible lograr tal cosa?
Reconozco que el uso que hace Frost del término poesía me gusta. Aunque yo, permítanme volver a la música, prefiero hablar de melodía. La diferencia, como anoté antes, estriba en que en la interpretación literaria no vale con mantener una melodía reconocible, hay que ser fiel al origen. Se permite una cierta creatividad, pero teniendo siempre al texto como centro de todo. El traductor ha de batallar en varios frentes, significante y significado, y tratar de abarcarlos todos. Ocurre que a veces es imposible, los idiomas tienen sus particularidades y en algunas ocasiones no hay puntos de encuentro. Hay "notas" que no pueden ser reproducidas tal como son, y entonces hay que cambiarlas, adaptarlas. Ahí, el traductor ha de ser creativo, respetando, a mi entender, una única ley, la de mantener intacta, precisamente, la melodía. O, tal y como defiende Camacho, la poesía. Les expondré un caso, la última alusión a un genio en esta larga entrada.
Cuando me preguntan por mis escritores contemporáneos predilectos, suelo repetir siempre la misma lista: Philip Roth, Michel Houellebecq, Haruki Murakami, J. M. Coetzee. Y, por encima de todos ellos, Cormac McCarthy. Los otros son figuras enormes de la literatura actual, pero McCarthy es para mí EL escritor. Si los demás me ganan por lo que cuentan, McCarthy me acongoja por cómo lo cuenta. Si analizamos el fondo de sus obras, todos son magníficos, y en cuanto a la forma, al estilo literario, también, pero es en este último orden en el que McCarthy sobresale y se muestra inalcanzable. Su vocabulario pleno de atavismos, infinito, dota de matices bíblicos y connotaciones remotas a su lenguaje. El lirismo oscuro con el que logra arropar a las historias contenidas en los libros que escribe convierte sus textos en poemas escritos en prosa. No hay autor que me haya hecho apreciar tanto el trabajo de un traductor como Cormac McCarthy.
He leído seis novelas suyas, la mitad de las que ha escrito, y de ellas cinco han sido traducidas por Luis Murillo Fort. Si fuéramos estrictos, habría que decir que lo que en realidad he disfrutado ha sido la interpretación que él ha hecho de McCarthy, su versión del escritor. Murillo Fort confiesa en una entrevista que cuando recibió el primer encargo de traducir un libro del norteamericano (En la frontera, segundo de la trilogía del mismo nombre) no sabía dónde meterse, pero que decidió aceptar el reto. Su traducción trata siempre de ser fiel a la obra mccarthyana, pero en la prosa de este autor los puntos de desencuentro entre las diversas lenguas aparecen en mayor número que en la de otros. En los casos en los que la vasta terminología utilizada por el escritor no tiene reflejo en nuestro idioma, el traductor tira de instinto, intentando mantener, precisamente, la melodía. Veamos un ejemplo de su trabajo.
El párrafo que tienen a continuación pertenece a la última novela de Cormac McCarthy, una obra que en este blog no necesita presentación, pues ha sido citada bastantes veces. Se trata de la mejor novela de ciencia ficción del siglo XXI: The Road. Tras el texto original, tienen la versión en castellano.
La carretera. Nº338 de Literatura Mondadori 2007 (p. 192) Traducción de Luis Murillo Fort:
Pueden ver cómo el segundo texto rehuye la literalidad y se transforma en muchas de las frases. Es casi un ser vivo intentando adaptarse a su fuente de origen. El resultado final mantiene, en mi opinión, la melodía inicial. La poesía queda, aunque morfológicamente el texto haya cambiado. ¿Sería mejor aplicar una traducción más apegada al significante? Yo creo que no. De hecho, creo que, debido a su imposibilidad, tal intento se vería repetidamente frustrado. Para demostrárselo, atomicemos el texto. Déjenme aplicar la lupa y resaltar una frase en concreto.
¿Les parece una traducción correcta? Si su respuesta ha sido afirmativa e inmediata, quizás se hayan precipitado. No digo que estén equivocados, pero no es una cuestión tan simple como pudiera parecer a primera vista. Al contrario, es tan compleja como fascinante. Lo primero que hemos de hacer para comprobar el posible acierto o error es buscar el significado de la palabra salitter en inglés. Primer problema, porque no la recoge ningun diccionario, ni siquiera los importantes, ni el Oxford, ni el Collins, ni el Webster. Lo siguiente, pues, es hacer una búsqueda inversa. Veamos:
Concise Oxford Spanish Dictionary © 2009 Oxford University Press:
salitre sustantivo masculino
a. ( Min, Quím ) saltpeter(conj.⇒) , niter(conj.⇒)
b. (del agua de mar) salt residue
Nada. Es evidente que la palabra salitter no se corresponde con salitre. En primera instancia, podría deducirse que la similitud ha propiciado un faux-ami, pero cuando buscamos el significado real del término, vemos que este ni siquiera parece existir. ¿Una errata quizás, un lapsus del escritor? No. Una genialidad literaria en la que nadie con una erudición por debajo del nivel Super Nova habría sido capaz de reparar. Lo cierto es que McCarthy rescata esa palabra de otros tiempos, para ser exactos, de hace cuatro siglos. El término salitter aparece en los escritos de Jakob Böhme, un teósofo alemán de la época, que acuña el término para referirse a una cualidad intangible de las cosas, divina en manos de Dios cuando este marca su impronta en la materia que conforma el mundo.
Es decir, que lo que Cormac McCarthy narra en ese párrafo es una desangelización del mundo, el efecto de un apocalipsis que no sólo ha dejado un paisaje desolado y sin vida, sino que ha privado a la misma tierra de toda gracia mística. Por supuesto, no es que este genio de la literatura se haya puesto a remover cielo y tierra hasta encontrar la palabra justa escondida en el lejano siglo XVII. Seguramente leyó la obra de Böhme o algún estudio bibliográfico sobre el luterano en algún momento del pasado y anotó la palabra en su libreta o en su cabeza, lista para cuando la necesitara. Eso es la escritura, un modo de vida. Trabajo y dedicación continuos. No se trabaja de escritor, se es escritor, las 24 horas del día.
Pero, volviendo al asunto de la traducción, ¿qué palabra utilizaríamos en la conversión de esa frase al castellano ahora que sabemos lo que define salitter? Pues, curiosamente, esa misma o una cercana. Porque Böhme sitúa el origen de esa palabra, precisamente, en salt. En estos versos de su obra Aurora, desde el salitre original, verso a verso, Böhme acaba destilando la palabra salitter, como una suerte de salinidad mística connatural de todas las cosas, de modo que si hiciéramos un estudio etimológico, la palabra sal sería su raíz. Nótese también que se acompaña la palabra salitter del verbo to dry, al igual que en la frase de McCarthy.
A falta de una palabra exacta, creo que la mejor solución es la adoptada por el traductor, nunca sabremos si con pleno conocimiento o sin él. Las otras soluciones se me antojan peores. Dejar el término como está desentonaría a primera vista, más con una nota aclaratoria a pie de página con la que ninguna de las otras páginas cuentan. Inventar un neologismo sería innecesario. Traducirlo como "esencia mística o divina" se integraría peor en el contexto y la sonoridad que salitre, y perdería su doble significado (la sal de la tierra), como lo harían las más específicas salinidad o sal. Creo, en definitiva, que utilizar la palabra salitre era la mejor forma de salvaguardar la melodía.
(* Si desean visitar el blog de Jorge, en el que encontrarán diseminadas algunas de sus poesías, he aquí la dirección de esta entrada: arte poética.)
(** En la Revista de traductología TRANS pueden leer una interesantísima entrevista a Luis Murillo Fort en la que explica cuál es su método para la traducción, y en la que encontrarán algún otro ejemplo de los problemas que la terminología empleada por McCarthy provoca incluso en su idioma original.)
(*** Para saber más sobre el asunto que me animó a componer esta entrada, no duden en echarle un vistazo a la fuente del dato, el blog The First Morning.)
Dénle al play, que yo les espero. Sean todo oídos durante dos minutos y, por favor, fíjense especialmente en la interpretación.
Maravilloso, ¿verdad? Se trata del Preludio de la Suite nº 1 en sol mayor para violonchelo, compuesto por Johann Sebastian Bach a principios del siglo XVIII. La interpreta el maestro Rostropovich, uno de los mejores violonchelistas de la historia. Supongo que les habrá gustado. Bien, escuchen ahora esta misma composición en las manos de otro virtuoso del chelo, nuestro inolvidable Pau Casals. Aíslense por un momento del alboroto mundano y concédanle otro par de minutos a la excelencia. Y aunque no posean un oído entrenado, intenten fijarse de nuevo en las particularidades de la interpretación.
Sublime, ¿verdad?
Las Suites para violonchelo escritas por Bach jugaron un papel fundamental en el pulso que el chelo mantenía con la viola da gamba, instrumento dominante desde el siglo XV gracias a su presencia en el entorno privado de la aristocracia. El violonchelo, con apenas 50 años de historia, era más común en los conciertos mayoritarios y recibió un impulso decisivo gracias a las Suites de Bach. Sin embargo, a pesar de su importancia histórica y de su calidad singular, estas fueron consideradas como meros estudios o piezas de carácter didáctico durante casi dos siglos. Es precisamente Pau Casals quien las rescata y consigue para ellas el reconocimiento como obra total del que gozan en la actualidad. La cantidad de veces que este fenómeno ha ocurrido en cualquier campo de la expresión artística es apabullante. Por volver a la literatura, Shakespeare es, seguramente, el paradigma del relativismo valorativo, ejemplo máximo de la transformación que el paso de las épocas, con su cambio de criterios, ejerce en el enjuiciamiento global sobre una obra de arte.
Pero sigo divagando. Permítanme que encauce el tema de una vez.
Hace unos meses colgué una entrada en la sección Pellizcos, una serie en la que suelo incluir alguna frase que en alguna lectura del día me haya llamado la atención, no porque esté de acuerdo o no con lo que enuncia, sino por la relevancia de su contenido. En la ocasión mencionada, el aforismo que cité pertenecía al poeta norteamericano Robert Frost, quien afirmaba lo siguiente: "La poesía es lo que se pierde en la traducción". Como reacción, mi amigo Jorge Camacho, poeta e intérprete profesional, mostró su total desacuerdo con Frost escribiendo en su blog (cuya dirección encontrarán abajo del todo) el siguiente poema:
arte poética
pese al dicho ingenioso pero vano de robert frost
la poesía no es lo que se pierde en la traducción
sino lo que queda.
la rima
el ritmo
el paisaje de una palabra:
cosmética.
imágenes
conceptos
comparaciones y contrastes:
la esencia.
de lo contrario, nadie leería el poema de gilgamesh
la odisea
poemas de la dinastía tang
jaicus y tancas japoneses
las cuartetas de omar jayam.
la poesía es
lo que queda.
No sé ustedes, pero yo este tema lo encuentro fascinante. Cuando uno es joven y está haciendo sus primeros pinitos, suele tender a la literalidad. Se aprende algo más tarde que lo que hay que capturar no es el cuerpo del texto, sino su espíritu. Lo perfecto, claro, el Santo Grial del traductor, sería lograr conjugar ambas cosas de manera que no se perdiera nada en la transformación, lograr teletransportar todas las moléculas semánticas de un idioma a otro sin que se perdiera ninguna. Pero eso, desgraciadamente, es imposible, así que la labor del traductor (o del intérprete), es tratar de ser lo más fiel posible a la intención original del texto a traducir. Y digo del texto, y no del autor, lo que lo hace aún más complicado, pues no todos vemos las mismas cosas en un texto.
Bien, para incidir en este punto, ha llegado la hora de preguntarles qué les han parecido las interpretaciones de los dos geniales violonchelistas. ¿Les han parecido diferentes? ¿Similares? ¿Han captado las sutiles diferencias? Este parece más lento, aquél más vital; uno más delicado, el otro más intenso; se distinguen distintas velocidades por momentos... La pieza es la misma, han tocado las mismas notas, y sin embargo cada uno ha hecho su propia interpretación de ellas. Para los que no tenemos educación musical, han podido parecer iguales, pero no lo han sido. Tenemos a dos grandes maestros intentando hacer una representación sonora que emule con fidelidad a la escrita. Han traducido el texto a música. Si lo hubieran hecho con perfección, los dos deberían haber sonado igual. Y sin embargo no ha sido así.
Tenemos por lo tanto dos interpretaciones distintas de una misma obra. He querido poner un ejemplo en el que los resultados fueran casi similares, sólo diferentes en algunos matices, en meros detalles, un caso en el que los dos intérpretes intentan llevar a cabo la reproducción fiel, exacta, de la obra a representar. Pero hay miles de casos en los que el resultado final arroja versiones muy distintas, la mayoría de veces por una cuestión intencional. Fuera del rigor de la música clásica, en el mundo de las versiones, del volcado a géneros distintos, lo normal, de hecho, es trastocar la obra original, darle un sello personal para que parezca diferente y se adapte a la salsa, al pop, a la rumba... o dentro de un mismo tipo de música, al estilo personal del nuevo intérprete. En la mayoría de casos, es ese punto propio y no la obra lo que el consumidor busca. Al final de ese camino, en el lado opuesto de la clásica, es obligado mencionar el jazz. Permítanme ofrecerles otro ejemplo musical. Escuchen cuán diferente resulta este Blue in Green cuando a las manos de Bill Evans, presente en estas dos versiones, le restamos los labios de Miles Davis.
Este tema apareció por primera vez en 1959, en el álbum "Kind of Blue" de Miles Davis, uno de los discos de jazz más vendidos del siglo pasado, y también tiene su pequeña historia. En el primer vídeo tienen esta primera versión, en la que participan Davis y Evans. Pocos meses después de esa colaboración aparecía "Portrait in Jazz", firmnado por Bill Evans Trio, que incluía la misma composición, la que tienen en el segundo vídeo, esta vez sin la participación de Davis. Ambos genios del jazz reivindicaron la autoría de Blue in Green, sin que aún hoy en día sepamos quién fue el auténtico creador de la pieza. Mi opinión es que debió de ser una de esas colaboraciones estrechas en las que al final es imposible recordar quién ha puesto qué, y que por tanto debería, tal como reivindica el segundo disco, pertenecer a los dos.
Pero discúlpenme de nuevo y volvamos al asunto que nos ocupa. En el caso de los violonchelistas, ¿qué interpretación de las dos creen que es más fiel a la obra original? ¿Cuál es la "verdadera"? Para un lego son casi idénticas, y las diferencias no parecen ni siquiera errores o adulteraciones, sino más bien diferencias de criterio. Bueno, si somos sinceros, podemos dejarlo pasar, porque la verdad es que no parece que importe mucho. Las dos realizaciones de la pieza deben de ser bastante fieles. Nos fiamos del nombre de los intérpretes, y pocos se atreverían a decir que una es peor que la otra. De hecho, las dos nos parecen maravillosas, puesto que lo que valoramos aquí no parece ser la literalidad de la obra, sino la música sumada a la pericia y el sentimiento con los que se expresa. Al fin y al cabo, la mayoría no sabemos leer música, y en muchos casos ni siquiera escucharla, ¿cómo evaluar entonces su fidelidad a la obra original?
Si la cuestión de la exactitud sigue siendo fundamental en ese tipo de música, lo cierto es que hay otros géneros en los que la fidelidad absoluta a la composición escrita no representa ninguna obligación. En el jazz, de hecho, es el eje del cambio. Lo que caracteriza al jazz es la improvisación. Basándose en la armonía, el intérprete puede elaborar nuevos sonidos melódicos hasta cerrar correctamente el nuevo afluente abierto. El citado "Kind of Blue" es, precisamente, el álbum que abre el camino al jazz modal, una nueva manera de afrontar la improvisación tratando de eludir el encorsetamiento del hasta entonces dominante bebop. Cuando escuchamos el tema Blue in Green, lo apreciamos por motivos totalmente ajenos a la fidelidad que pueda guardar a la partitura. Personalmente, me emociona más la versión conjunta que la interpretada posteriormente por Evans. Pero los motivos no tienen nada que ver con lo fielmente que reproduzca la obra original. Aun siendo el piano mi instrumento preferido, me gana la atmósfera melancólica y triste que le imprime al tema la trompeta de Miles Davis.
Si exceptuamos el campo de la clásica, vemos que lo único que se le exige a las distintas interpretaciones de una composición es que mantenga una melodía reconocible. Incluso en el jazz, que tanto juega con ella, tiene que haber puntos de concordancia que nos recuerden de vez en cuando que es ese tema musical el que estamos escuchando y no otro. Ni siquiera tienen que sonar parecido, sólo han de conservar unas notas, las que hacen a la canción identificable. Porque en el arte musical, lo verdaderamente importante es la interpretación, la forma como el texto es convertido en música: la versión del intérprete, para que nos entendamos. Con la literatura, y concretamente con el oficio de la traducción, no ocurre esto. La literatura es más como la música clásica, ha de ser interpretada con la mayor fidelidad posible. Y sin embargo, como ocurre en lo musical, cada vez que una obra es traducida por diferentes profesionales, arroja una versión distinta.
No necesito decirles que estamos hablando en todo momento de un nivel de calidad mínimamente aceptable. Por debajo de él, no se puede hablar ni de interpretaciones musicales ni de traducciones literarias, sino de chapuzas. Aclarado esto, ¿cuál es el baremo a seguir para evaluar qué traducción es la mejor, o cuál es mala y cuál es buena? Pues creo que Robert Frost y Jorge Camacho, autores respectivamente del aforismo y el poema que cité hace unos párrafos, tienen la clave, porque creo que en su desencuentro se revela la verdad. Creo que Frost apuesta por la imposibilidad de la traducción perfecta, y para evidenciarlo, generaliza; Camacho, en su desacuerdo con esa generalización, se va al otro extremo y particulariza. En mi opinión, una traducción será mala cuando pierda la poesía implícita en el texto original, y será buena cuando, tras leer el texto, no sólo quede la poesía. Porque esa poesía metafórica, el alma del texto, no es lo único que lo conforma. Hay también datos que han de ser vertidos correctamente, juegos gramaticales, significaciones léxicas y propiedades del significante que no forman parte de esa poesía. Pero, y aquí me posee el pesimismo frostiano, conociendo las diferecnias intrínsecas entre los distintos idiomas, ¿es posible lograr tal cosa?
Reconozco que el uso que hace Frost del término poesía me gusta. Aunque yo, permítanme volver a la música, prefiero hablar de melodía. La diferencia, como anoté antes, estriba en que en la interpretación literaria no vale con mantener una melodía reconocible, hay que ser fiel al origen. Se permite una cierta creatividad, pero teniendo siempre al texto como centro de todo. El traductor ha de batallar en varios frentes, significante y significado, y tratar de abarcarlos todos. Ocurre que a veces es imposible, los idiomas tienen sus particularidades y en algunas ocasiones no hay puntos de encuentro. Hay "notas" que no pueden ser reproducidas tal como son, y entonces hay que cambiarlas, adaptarlas. Ahí, el traductor ha de ser creativo, respetando, a mi entender, una única ley, la de mantener intacta, precisamente, la melodía. O, tal y como defiende Camacho, la poesía. Les expondré un caso, la última alusión a un genio en esta larga entrada.
Cuando me preguntan por mis escritores contemporáneos predilectos, suelo repetir siempre la misma lista: Philip Roth, Michel Houellebecq, Haruki Murakami, J. M. Coetzee. Y, por encima de todos ellos, Cormac McCarthy. Los otros son figuras enormes de la literatura actual, pero McCarthy es para mí EL escritor. Si los demás me ganan por lo que cuentan, McCarthy me acongoja por cómo lo cuenta. Si analizamos el fondo de sus obras, todos son magníficos, y en cuanto a la forma, al estilo literario, también, pero es en este último orden en el que McCarthy sobresale y se muestra inalcanzable. Su vocabulario pleno de atavismos, infinito, dota de matices bíblicos y connotaciones remotas a su lenguaje. El lirismo oscuro con el que logra arropar a las historias contenidas en los libros que escribe convierte sus textos en poemas escritos en prosa. No hay autor que me haya hecho apreciar tanto el trabajo de un traductor como Cormac McCarthy.
He leído seis novelas suyas, la mitad de las que ha escrito, y de ellas cinco han sido traducidas por Luis Murillo Fort. Si fuéramos estrictos, habría que decir que lo que en realidad he disfrutado ha sido la interpretación que él ha hecho de McCarthy, su versión del escritor. Murillo Fort confiesa en una entrevista que cuando recibió el primer encargo de traducir un libro del norteamericano (En la frontera, segundo de la trilogía del mismo nombre) no sabía dónde meterse, pero que decidió aceptar el reto. Su traducción trata siempre de ser fiel a la obra mccarthyana, pero en la prosa de este autor los puntos de desencuentro entre las diversas lenguas aparecen en mayor número que en la de otros. En los casos en los que la vasta terminología utilizada por el escritor no tiene reflejo en nuestro idioma, el traductor tira de instinto, intentando mantener, precisamente, la melodía. Veamos un ejemplo de su trabajo.
El párrafo que tienen a continuación pertenece a la última novela de Cormac McCarthy, una obra que en este blog no necesita presentación, pues ha sido citada bastantes veces. Se trata de la mejor novela de ciencia ficción del siglo XXI: The Road. Tras el texto original, tienen la versión en castellano.
He got up and walked out to the road. The black shape of it running from dark to dark. Then a distant low rumble. Not thunder. You could feel it under your feet. A sound without cognate and so without description. Something imponderable shifting out there in the dark. The earth itself contracting with the cold. It did not come again. What time of year? What age the child? He walked out into the road and stood. The silence. The salitter drying from the earth. The mudstained shapes of flooded cities burned to the waterline. At a crossroads a ground set with dolmen stones where the spoken bones of oracles lay moldering. No sound but the wind. What will you say? A living man spoke these lines? He sharpened a quill with his small pen knife to scribe these things in sloe or lampblack? At some reckonable and entabled moment? He is coming to steal my eyes. To seal my mouth with dirt.
La carretera. Nº338 de Literatura Mondadori 2007 (p. 192) Traducción de Luis Murillo Fort:
Se levantó y fue andando hasta la carretera. Su mancha negra corriendo de lo oscuro a lo oscuro. Luego un retumbo en la distancia. No un trueno. Se notaba bajo los pies. Un sonido sin análogo y por tanto sin descripción posible. Algo imponderable que se movía allí en la oscuridad. La tierra misma contrayéndose de frío. No se repitió. ¿Qué época era del año? ¿Qué edad tenía el niño? Se quedó de pie en la carretera. Silencio. El salitre secándose de la tierra. Las formas lodosas de ciudades inundadas quemadas hasta la marca de nivel del agua. En una intersección unos dólmenes dispuestos en el suelo donde los huesos-oráculo iban convirtiéndose en polvo. El viento como único sonido. ¿Qué dirás? ¿Que un hombre, un hombre vivo, pronunció estas frases? ¿Que afiló una péñola con su navaja para garabatear estas cosas usando endrina o negro de humo? ¿En algún momento computable y tabulable? Viene a robarme los ojos. A sellarme la boca con tierra.
Pueden ver cómo el segundo texto rehuye la literalidad y se transforma en muchas de las frases. Es casi un ser vivo intentando adaptarse a su fuente de origen. El resultado final mantiene, en mi opinión, la melodía inicial. La poesía queda, aunque morfológicamente el texto haya cambiado. ¿Sería mejor aplicar una traducción más apegada al significante? Yo creo que no. De hecho, creo que, debido a su imposibilidad, tal intento se vería repetidamente frustrado. Para demostrárselo, atomicemos el texto. Déjenme aplicar la lupa y resaltar una frase en concreto.
The salitter drying from the earth.
El salitre secándose de la tierra.
¿Les parece una traducción correcta? Si su respuesta ha sido afirmativa e inmediata, quizás se hayan precipitado. No digo que estén equivocados, pero no es una cuestión tan simple como pudiera parecer a primera vista. Al contrario, es tan compleja como fascinante. Lo primero que hemos de hacer para comprobar el posible acierto o error es buscar el significado de la palabra salitter en inglés. Primer problema, porque no la recoge ningun diccionario, ni siquiera los importantes, ni el Oxford, ni el Collins, ni el Webster. Lo siguiente, pues, es hacer una búsqueda inversa. Veamos:
Concise Oxford Spanish Dictionary © 2009 Oxford University Press:
salitre sustantivo masculino
a. ( Min, Quím ) saltpeter(conj.⇒) , niter(conj.⇒)
b. (del agua de mar) salt residue
Nada. Es evidente que la palabra salitter no se corresponde con salitre. En primera instancia, podría deducirse que la similitud ha propiciado un faux-ami, pero cuando buscamos el significado real del término, vemos que este ni siquiera parece existir. ¿Una errata quizás, un lapsus del escritor? No. Una genialidad literaria en la que nadie con una erudición por debajo del nivel Super Nova habría sido capaz de reparar. Lo cierto es que McCarthy rescata esa palabra de otros tiempos, para ser exactos, de hace cuatro siglos. El término salitter aparece en los escritos de Jakob Böhme, un teósofo alemán de la época, que acuña el término para referirse a una cualidad intangible de las cosas, divina en manos de Dios cuando este marca su impronta en la materia que conforma el mundo.
What is in Paradise is made of the celestial Salitter..[it] is clear, resplendent..The forces of the celestial Salitter give rise to celestial fruits flowers, and vegetation.
Es decir, que lo que Cormac McCarthy narra en ese párrafo es una desangelización del mundo, el efecto de un apocalipsis que no sólo ha dejado un paisaje desolado y sin vida, sino que ha privado a la misma tierra de toda gracia mística. Por supuesto, no es que este genio de la literatura se haya puesto a remover cielo y tierra hasta encontrar la palabra justa escondida en el lejano siglo XVII. Seguramente leyó la obra de Böhme o algún estudio bibliográfico sobre el luterano en algún momento del pasado y anotó la palabra en su libreta o en su cabeza, lista para cuando la necesitara. Eso es la escritura, un modo de vida. Trabajo y dedicación continuos. No se trabaja de escritor, se es escritor, las 24 horas del día.
Pero, volviendo al asunto de la traducción, ¿qué palabra utilizaríamos en la conversión de esa frase al castellano ahora que sabemos lo que define salitter? Pues, curiosamente, esa misma o una cercana. Porque Böhme sitúa el origen de esa palabra, precisamente, en salt. En estos versos de su obra Aurora, desde el salitre original, verso a verso, Böhme acaba destilando la palabra salitter, como una suerte de salinidad mística connatural de todas las cosas, de modo que si hiciéramos un estudio etimológico, la palabra sal sería su raíz. Nótese también que se acompaña la palabra salitter del verbo to dry, al igual que en la frase de McCarthy.
10. For the saltwater or salt [or saltpetre], which still to
this day is found in the earth, hath its original
and descent from the first kindling of the astringent
quality; and so the stones also have their
beginning and descent from thence, as also the
earth.
11. For the astringent quality now attracted
the Salitter very strongly together, and dried it,
whence the bitter earth is proceeded; but the
stones are from the Salitter which at that time
stood in the power of the tone or tune.
A falta de una palabra exacta, creo que la mejor solución es la adoptada por el traductor, nunca sabremos si con pleno conocimiento o sin él. Las otras soluciones se me antojan peores. Dejar el término como está desentonaría a primera vista, más con una nota aclaratoria a pie de página con la que ninguna de las otras páginas cuentan. Inventar un neologismo sería innecesario. Traducirlo como "esencia mística o divina" se integraría peor en el contexto y la sonoridad que salitre, y perdería su doble significado (la sal de la tierra), como lo harían las más específicas salinidad o sal. Creo, en definitiva, que utilizar la palabra salitre era la mejor forma de salvaguardar la melodía.
(* Si desean visitar el blog de Jorge, en el que encontrarán diseminadas algunas de sus poesías, he aquí la dirección de esta entrada: arte poética.)
(** En la Revista de traductología TRANS pueden leer una interesantísima entrevista a Luis Murillo Fort en la que explica cuál es su método para la traducción, y en la que encontrarán algún otro ejemplo de los problemas que la terminología empleada por McCarthy provoca incluso en su idioma original.)
(*** Para saber más sobre el asunto que me animó a componer esta entrada, no duden en echarle un vistazo a la fuente del dato, el blog The First Morning.)
PLAS PLAS PLAS!!!
ResponderEliminarFascinante.
ResponderEliminarMuy interesante, lo retwiteo en @traducinando
ResponderEliminar¡Tremendo!
ResponderEliminarL.M.F., un traductor agradecido
Gracias a ti, Luis, a ti.
ResponderEliminarQuerido senderista:
ResponderEliminarLástima que no incluyeras también el 'Blue In Green' de John McLaughlin. Permíteme que te recomiende su versión, si es que no la conoces ya.
L.M.F.
Sí, sí, claro que la conozco. Pero aun siendo fantástica (menudo guitarrista) esta pieza me gusta más al piano y a la trompeta. Creo que la tristeza de esos instrumentos le va mejor que el aporte de la guitarra, a la cual ese tono melancólico es más difícil pillárselo.
ResponderEliminarFascinante tu capacidad de analizar los detalles que a casi todos los demás se nos pasan por alto. De eso, y de hacérnoslo llegar en forma correcta y adecuada, ilustrándonos tus pensamientos de forma tan hermosa.
ResponderEliminarCierto, a mi me ha llevado más de 15 minutos leer ésta entrada, pero la próxima vez avisa, y yo me sirvo un buen vino para acompañarla. Esa ha sido la única pega.
Jorge Camacho no supo interpretar literalmente las palabras de Robert Frost, sin embargo, a pesar de ello, resulto otra interpretacion mas bien por el espiritu del contenido.
ResponderEliminarMe parece que, en líneas generales, los hombres somos más extremos que las mujeres, en el sentido de que somos más dados tanto a la genialidad como al desastre.
ResponderEliminarCurioso encontrar un punto de vista de sexos en el texto. No se me habría ocurrido.
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