viernes, 31 de octubre de 2014

Brian Aldiss. Drácula desencadenado

Era evidente que aunque la fiesta de Halloween triunfara en España, su éxito no iba a dejar de ofender a ciertas personas. Cuando se acerca esta fecha, las redes sociales se llenan de cartelitos y comentarios chistosos que denuncian, en clave de solfa, la imposición de una cosa extranjera en nuestro país. A muchos de los responsables, sin embargo, no les importa estar escribiendo sus pullas con una hamburguesa del McDonald's o una pizza de franquicia en la otra mano, porque, bueno, aquí nos llevamos muy bien con nuestras contradicciones. A algunos les da igual que les demuestren con argumentos lo equivocados que están (en realidad, Halloween procede del Samhain celta, algo más nuestro que la celebración cristiana), ya que lo de rectificar no se inventó para ellos.
Los lectores de este blog saben que yo, por motivos nostálgicos y literarios, soy más partidario de celebrar la Noche de Todos los Santos que Halloween, que me motivan más la Santa Compaña y el miserere que Jack O'Lantern. Es un motivo conceptual, estético..., llámenlo como quieran. Sin embargo, jamás me leerán aducir razones nacionalistas, tribales o, en suma, identitarias. Puede sonarles extremista, pero yo creo que las tradiciones están hechas para romperlas. El caso de Halloween es la demostración palmaria. De repente, una noche que era de recogimiento y caras solemnes, en espera de visitar durante el día siguiente a los difuntos, se convierte en una fiesta en la que los niños pierden el miedo a los monstruos arrebatándoles la apariencia, y se lo pasan de muerte con sus amigos, y algunos hasta peregrinan por el vecindario en busca de chucherías y risas.
Risas frente a duelo. El respeto al pasado, por mucho que pueda pesar, no es rival ante las risas de los críos. Hoy, a lo largo del día, el whatsapp de mi teléfono móvil me ha estado mostrando fotos de niños terroríficos, felices, y he oído durante gran parte de la tarde la algarabía de los chiquillos. Nada que ofrezca una vieja tradición podrá igualar eso. Tampoco es necesario, pues ambas formas de celebración no son excluyentes, pueden convivir sin conflictos, como los disfraces y este texto. A continuación, por hacer honor a la fecha, les dejo la reseña de un libro de ciencia ficción terrorífica. No da mucho miedo, pero entretiene.




En 1973, Brian Aldiss escribió Frankenstein desencadenado, una novela que nació a la vez como homenaje y reivindicación del clásico Frankenstein o el moderno Prometeo. El escritor británico pretendía dirigir el foco sobre la obra de Mary Shelley, negándole en parte la consideración de novela gótica para situarla en el género de ciencia ficción, otorgando así a la escritora la maternidad del género. Años más tarde, en 1991, Aldiss decidió repetir la experiencia y volvió a emparejar al protagonista de aquella novela, Joe Bodenland, con el otro monstruo más famoso de la literatura universal, el conde Drácula, y este fue el resultado.
Drácula desencadenado es una novela escrita a la antigua usanza -tanto en intenciones como en número de páginas- que en ningún momento llega a tomarse en serio a sí misma. Sin falsas pretensiones, con la única intención de homenajear la mítica obra de Bram Stoker, Aldiss somete a sus protagonistas a una acción ininterrumpida en la que la ciencia ficción y el terror suman fuerzas con el único objetivo de lograr el entretenimiento del lector. Bodenland y el mismísimo Stoker han de viajar por el tiempo para combatir al sanguinario conde y a toda su hueste de vampiros sedientos de sangre, recorriendo la época victoriana, el lejano siglo XXV y el aún más lejano periodo Cretácico.
Quizá lo más atractivo de este libro se encuentre en la caracterización del escritor irlandés, que se nos muestra como un libertino entregado a los placeres más terrenales, y en la descripción de su época originaria, de la que se da una corta pero atractiva imagen. El resto de personajes, pura decoración, aceptan sin muestra de sorpresa los increibles acontecimientos y descubrimientos que se van produciendo a lo largo de la narración. El alcohólico hijo, la devota (en el sentido más terrible de la palabra) esposa de éste, la propia mujer de Stoker o el sufrido amigo bien podrían no haber aparecido: la novela no se resentiría un ápice.
Los vampiros, con su señor a la cabeza, responden a la particular versión de Aldiss sobre el mito. Sin halo sobrenatural, su origen se cuenta entre las versiones menos sofisticadas que de ellos se hayan dado. El británico explica su existencia desde el punto de vista científico, proponiendolos como parte del juego de la evolución. Auténticos monstruos, el escritor  no sólo les arrebata su misterio, sino que además los convierte en unos seres estériles y sin inteligencia real. Podría asegurarse que quizás sea esta la primera vez en la que el miedo a convertirse en vampiro esté justificado.
El final, acorde con el resto de la narración, es un compendio de incongruencias temporales al uso, sin pies ni cabeza, que subrayan el carácter lúdico de la novela. La honestidad de esta obra en cuanto a objetivos no ayuda sin embargo a sumar puntos, pues son pocas las virtudes con las que cuenta. Quizás la procacidad imaginativa de Aldiss, presente en todas sus novelas. Ciencia ficción, pues, de otros tiempos. En cuanto a simpleza, que no a calidad.


La versión original de esta reseña apareció en la web Bibliópolis, crítica en la Red.

jueves, 23 de octubre de 2014

Textos mellizos

Uno de los consejos que se suelen dar en los cursos de escritura creativa es el de intentar repetir aquellas técnicas que uno ve aplicadas en las narraciones que más admira. No se trata de plagiar (César Mallorquí titula uno de los 10 consejos a un joven escritor que da en su blog, en tono claramente humorístico, Copia con descaro), sino de asimilar lo que funciona y por qué funciona, y aplicarlo a la narrativa propia. En el aspecto técnico de la escritura pocas cosas quedan ya por descubrir (por no decir nada), así que, para aprender el oficio, no hay mas que poner en marcha la misma estrategia que en cualquier otro gremio: ver cómo se hace, analizar, comprender y aplicar los conocimientos adquiridos añadiendo tus propias dosis de creatividad. La escritura es, en realidad, más trabajo y experiencia que talento, y se alimenta más de la artesanía que del genio. 
A los más fieles a este blog les sonará este asunto, pues ya me referí a él en una entrada que escribí hace un porrón de tiempo titulada Ideas concurrentes. Allí trataba el tema de los contenidos semejantes, de aquellas ideas que, aun siendo desarrolladas de distinta forma, tenían en realidad el mismo origen. Ahora traigo aquí el caso contrario, un mismo soporte externo que produce resultados distintos. En las imágenes siguientes tienen ustedes cuatro páginas escritas por Philip Roth y otras cuatro obra de Cormac McCarthy, mis dos escritores favoritos. El primer texto pertenece a la obra Elegía, y el segundo a Hijo de Dios. Aunque el contenido varía tanto en la situación como en la profesión de los personajes, ambos pasajes son el producto de la misma herramienta narrativa, los dos están constituidos por la descripción fría y aséptica que un trabajador hace a una segunda persona de los secretos de su profesión, de su proceso de trabajo. Los autores comparten estrategia, pues el objetivo es el mismo (y de eso hablaremos luego), pero el aporte a sus correspondientes obras es distinto, 
Procedamos por orden. Lean, por favor, las cuatro páginas (142 a 145) que muestran estas imágenes. Pertenecen, como dije, a Elegía, quizás la mejor de las últimas (y breves) novelas escritas por Philip Roth.




El protagonista le ruega al empleado del cementerio que le explique los pormenores de su oficio. Quiere conocer todos los detalles del enterramiento, cuál es el proceso a seguir, sin que el elemento humano juegue ningún papel. En primera instancia, la petición parece responder a una curiosidad estrictamente profesional, tanto por el tono de las preguntas como por su carga, carente de implicaciones emocionales. El sepulturero no escatima en detalles y hace una disección del proceso fría, exhaustiva, como el experto que es. Sólo las preguntas del protagonista y alguna referencia a su hijo interrumpen la explicación.
Vamos ahora con el texto perteneciente a Hijo de Dios (páginas 78 a 81), la tercera novela de Cormac McCarthy. Comprobarán en seguida que el tono y el desarrollo son parecidos.




Lester Ballard, el protagonista de la novela, acude a la herrería para que le afilen la cabeza de un hacha que ha encontrado en sus vagabundeos. El herrero, mientras realiza su tarea con diligencia, le va explicando a Ballard el proceso, y lo hace con la misma asepsia emocional y profesionalidad que muestra el sepulturero en el libro de Roth. El parecido de ambos textos es innegable, se trata de una misma técnica. Un profesional explica friamente y con exhaustividad cómo es el ejercicio de su labor al protagonista. Y sin embargo, la contribución que estos dos pasajes, similares en cuanto a su presentación, aportan a sus respectivas obras es muy distinta. Pero sólo en primera instancia, porque, particularidades argumentales aparte, su función es la misma.
Se pueden reconocer diferencias superficiales. La más notoria es que los estilos de escritura, por supuesto, son distintos. Ambos utilizan espléndidamente el vocabulario específico de los procesos que se describen, pero Roth hace un mayor uso de frases cortas y establece una estructura formal clásica, separando a narrador y personajes mediante el uso del guión; McCarthy, como siempre, hace lo que quiere y prescinde de signaturas, dejando en la lectura esa sensación de baile deslizante entre el narrador y la voz de los personajes. Esta diferencia viene dada también por la propia situación, pues el primer texto es puro diálogo, una conversación directa en la que el conocedor explica al otro sujeto, frente a frente, los detalles de su trabajo, mientras que el segundo es una descripción de la labor que en ese mismo momento se está realizando. Naturalmente, ese hecho exige una mayor presencia del narrador.
Más allá de la construcción formal, profundizando en los contenidos, se puede apreciar que la carga emocional está invertida, y que apunta a direcciones opuestas en los dos textos. Aunque para comprenderlo del todo hay que empezar a aportar información contextual. El protagonista de Roth es un hombre que ha lidiado durante todo el libro con la muerte ajena, viendo como morían sus allegados y cómo la edad lo iba acercando al final. Este pasaje, punto álgido del libro, provoca un seísmo interior en el lector porque es la culminación de un proceso emocional que estalla aquí, precisamente en una conversación que significa la rendición final, la resignación del protagonista ante lo inevitable. Quiere saber, conocer un proceso en el que estará incluido y del que, de hecho, será el protagonista único, pero que no podrá ver por estar muerto. La absoluta frialdad del sepulturero, que aporta la información por requerimiento, como si fuera un parte de trabajo, y que además añade la idea de continuidad al hablar de su hijo, provoca un efecto emocional devastador en el lector.
El protagonista de McCarthy por su parte, un hombre oscuro que en ningún momento da a conocer sus emociones, es casi forzado a escuchar la descripción del proceso de afilado que hace el herrero. No hay motivación aquí, sino vacuidad. La emoción está en el otro lado, en el profesional que se concentra en su trabajo y se lo cuenta a su cliente (y al lector de paso) con tal detalle que usurpa al propio narrador, y que por su implicación con el proceso descrito se instituye en elemento de contraste cuyo efecto es aumentar la sensación de falta de interés por todo (falta de humanidad al fin y al cabo) del protagonista. Mientras que la necesidad de saber del personaje de Roth dispara la empatía y la identificación del lector, la falta de curiosidad absoluta que muestra Lester Ballard le ahuyenta y separa del personaje.
Estamos, pues, ante dos textos que haciendo uso de la misma técnica producen, sin embargo, efectos contrarios en la relación del lector con los personajes. De hecho, si queremos profundizar más y llegar hasta el último nivel, aquel en el que se esconde el demiurgo que mueve los hilos, el autor, y escrutamos la finalidad última en los textos seleccionados, comprobamos que ambos están creados con la misma intención primaria. Si se lo propusieran, no dudo de que Philip Roth y Cormac McCarthy podrían convertir con su prosa un manual de electrodomésticos en algo fascinante. Las profesiones de sepulturero y herrero dan juego literario, y los dos procesos que aquí se narran no dejan de ser interesantes, pero aderezar la trama (casi interrumpirla) con una descripción fría de sus labores durante cuatro páginas, hay que reconocerlo, es arriesgado. Entonces, ¿para qué hacerlo? Pues, precisamente, para enriquecer y dar mayor verosimilitud a los personajes. Porque la función real de estas ocho páginas es la caracterización de los dos protagonistas.
En resumen, esos textos no están ahí gratuitamente, o porque a los dos escritores les haya parecido que ya era tiempo de incluir una saludable digresión, sino para dar vida a sus personajes. El lector toma conciencia absoluta de la anormalidad de Lester Ballard de forma perenne con la última frase, mucho más de lo que lo habría hecho leyendo una ristra de adjetivos y explicaciones directas sobre su disfunción interior. En el caso del protagonista de Elegía el efecto es aún mayor, pues el dato que aporta sobre el personaje, su resignación, es en realidad la gran conclusión del libro. En literatura, una descripción a través de los hechos suele obtener una mayor recompensa que otra hecha de forma directa.
Como sugería al principio, copien. Pero eso sí, háganlo de los maestros.


martes, 21 de octubre de 2014

Pellizcos

Escribir reportajes me parece algo mucho más interesante que andar inventándose historias.

-Gay Talese-

lunes, 13 de octubre de 2014

Greg Egan. El instante Aleph

Como antiguo colaborador de la revista Gigamesh, he sido obsequiado con un ejemplar de Exégesis, el librito en el que Alejo Cuervo, amo y señor de la editorial y de la tienda que comparten el mismo nombre, reúne algunos de los textos que ha ido publicando a lo largo de su vida. Es una herramienta propagandística, tanto de la empresa como del propietario, y para el lector poco más que un entretenimiento resultón, pero incluye datos e información de cierto interés.
Supongo que para los nuevos seguidores de la fantasía y especialmente del mundo de los Siete Reinos creado por George R. R. Martin, auténtico maná de Gigamesh, lo más jugoso serán las canciones y poemas traducidos en un capítulo del libro, precisamente lo que este bloguero encuentra insufrible. Para los aficionados antiguos que vivimos en la distancia ignorante del lector pre-internet aquellos periodos del pasado que Cuervo rememora, resultan mucho más interesantes las cuitas del protagonista en aquellas colecciones que leíamos entonces, y también sus impresiones sobre el mundo editorial actual y las estrategias de venta. Tanto que uno desearía que esos capítulos se hubieran extendido más.
Además del pasado editorial, y más allá del somero repaso al crecimiento y consolidación final de "la malla del millón de millones" (Miquel Barceló ®), son reseñables el cuento Ostras con salsa picante, que ya alabé en su día, y la lista de obras de cf, que, aun gravada con algún peaje nostálgico del propio elaborador, contiene obras en su mayoría indiscutibles, y configura, por tanto, una buena guía de acercamiento al género. Cuervo habla también de la génesis de la colección de libros, que a la postre le ha proporcionado su mayor éxito editorial. Aunque por mis fobias personales hacia el fantasy, y debido también a la displicencia del editor con ciertos libros de mi interés, no haya sido una colección por la que suspirar, hay que reconocer que ha publicado libros de gran importancia, y que en cf ha incluido apellidos ilustres como Bester, Dick, Matheson o Brown, y voces contemporáneas del género imprescindibles como las de Richard Morgan y -a continuación tienen la reseña de una de sus obras- Greg Egan.


Una fantasía solipsista


La ciencia ficción, como todos los géneros literarios, ha tenido siempre temas recurrentes, ideas, recursos e incluso gadgets que se han popularizado a tal nivel que pocos han sido los autores que no han acabado tirando de ellos. Ahora, por ejemplo, estamos en los tiempos de la nanotecnología y, sobre todo, de los misterios de la física cuántica. No hay autor relevante que haya publicado ciencia ficción de principio de los noventa a esta parte que no haya recurrido a la espuma cuántica en alguna de sus novelas, ya sea para apoyar, en la mayoría de los casos, una parte de la trama, ya sea para armar, en menos ocasiones, la base sobre la que gira todo el argumento. El más extremo de todos ellos se llama Greg Egan, y su escandalosa radicalidad imaginativa le lleva a horadar los límites de la realidad, empujándole a crear su propia cosmogonía, como ocurre en El Instante Aleph.
Mucho se ha alabado y apoyado al escritor australiano en los últimos años en nuestro país, sobre todo desde la intelectualidad del fandom, pero lo curioso es que la razón para ello, su riqueza en el estudio de la metafísica especulativa, ha logrado que se oscurezca cara al público el resto de sus bondades como autor, que son varias. Porque El Instante Aleph, además de un estilo narrativo desenvuelto, posee una riqueza de personajes y una variedad de ideas "menores", más ancladas en tierra, que constituyen un corpus de mayor peso que la TOE (siglas inglesas de la Teoría del Todo), tema central del libro.
La trama es bien sencilla. Un periodista decide tomarse un descanso y cambia su próximo trabajo, un estudio sobre la nueva enfermedad llamada Angustia, por otro cuyo destino está en Anarkia, un estado utópico del Pacífico Sur. Lo que parecía una labor fácil (entrevistar a una de las candidatas a conseguir la verdadera TOE) se convierte en una pesadilla en la que correrá peligro su vida y la del mismo Universo.
La imaginativa presentación de varios sexos y las partes que componen el reportaje ADN basura configuran una loa a la libertad individual, tanto mental como física, un alegato libertario a favor de la propia elección de cómo queremos ser en ambos aspectos. El dominio de personajes de Egan es ejemplar. Huyen del cliché en todo momento y aunque luchan por adaptarse a la cambiante situación, no lo logran del todo, cruzando diálogos alejados del cartón piedra y que destilan realidad e incomprensión. Andrew Worth, el protagonista, es un perdedor que lucha por adaptarse a una sociedad que emocionalmente se le escapa y en la que no encuentra su sitio, sitio que curiosamente acaba ganando -a mayor gloria de Norman Spinrad- en el más amplio ejercicio de onanismo mental que jamás se haya visto. Como aderezo, Egan deja bien claro cuál es su bando ideológico, dedicándose a ridiculizar conscientemente, en un marcado ejercicio de proselitismo racionalista, a todas aquellas organizaciones o maneras de pensar que se amparan en mitos y dioses para atacar a la ciencia.
Curiosamente, si la novela tiene algún punto oscuro hay que buscarlo, en mi opinión, allí donde todo el mundo alaba a Egan; en este caso, en lo referente a la TOE o Teoría del Todo. El problema de las especulaciones metafísicas del autor australiano es que en algunos tramos su narración se sofistica hasta extremos angustiosos debido a un marcado manierismo cientificista, y si bien estos tramos son necesarios, obligan a una lectura repetida para atisbar siquiera los conceptos que quiere hacer llegar al lector. Egan manipula los hallazgos más recientes de la ciencia y los utiliza con la persuasión de un vendedor de coches usados, hasta el punto de convencer al lector de que la magia quizás sí existe.
Acabando donde comencé, intranquiliza desde un punto de vista racionalista lo que una mente brillante -hablamos de escritores de ciencia-ficción- puede hacer con los misterios de la cuántica. Por ejemplo, hacer pasar como ciencia ficción algo con apariencia mágica, que huele a fantasía, sabe a fantasía y parece fantasía. ¿Será fantasía?



El texto original de esta reseña fue publicado en Bibliópolis, crítica en la red.

jueves, 9 de octubre de 2014

Michel Faber. Bajo la piel

He tenido la suerte de ver recientemente la miniserie con la que la BBC adaptó al medio televisivo Pétalo carmesí, flor blanca, la voluminosa novela de época escrita por Michel Faber. En ella se narra la historia de Sugar, una prostituta del oscuro Londres victoriano que intenta escapar del arroyo. La gran oportunidad se presenta cuando logra seducir al heredero de una fábrica de perfumes. Su plan de ascenso en el escalafón social se ve dificultado, sin embargo, por la simpatía que le despiertan la esposa del aristócrata, víctima de un trastorno mental, y su hija, una niña sometida a una rígida educación, ambas prisioneras en la gran casa de la familia a la que ella se muda como interina.
Como se presupone en un producto de la prestigiosa cadena británica, los cuatro capítulos que componen la serie están bien dirigidos, bien interpretados (especialmente en el papel de la protagonista, una maravillosa Romola Garai) y cuentan, además, con una magnífica banda sonora compuesta por Cristobal Tapia. La ambientación, por supuesto, es extraordinaria, y la historia, magnífica. Como en toda representación del pasado, uno no puede sustraerse a las continuas muestras de discriminación a las que se somete a las mujeres. En este caso, la carga es mayor, puesto que se trata de una obra eminentemente femenina, tanto por sus protagonistas, los dos pétalos a los que alude el título (primer verso de un poema de Alfred Tennyson, traducido de aquella manera al español), como por la carga de fondo de la propia trama. 


Comencé la lectura del libro en su día, pero la dejé intimidado por sus mil páginas. No era el momento, y ahora que conozco la historia, matado el suspense, creo que ya no lo será jamás. Y es una lástima, porque los comentarios que he podido leer al buscar información sobre la serie hablan de una gran adaptación, y casi todos concuerdan en que la novela es, como suele ocurrir, incluso mejor. Me quedo con ganas de saber más de Sugar, una protagonista fuerte, de esas que demuestran que la fortaleza en los personajes femeninos tiene su propia expresión, que es independiente y no tiene por qué ser una versión masculinizada, tanto en físico como en comportamiento, hecha con la idea errónea de equiparar lo que es innecesario emular.
Faber construye el grueso de la obra utilizando como ladrillos algunos dilemas morales sin hacerlos explícitos, método que ya utilizó en Bajo la piel, aunque en este caso haya que pasarlos antes por el tamiz temporal, juzgando según la época en la que está localizada la historia. Finalmente, Sugar se gana las simpatías del lector/espectador, logra su objetivo, pero si se revisan algunos de los actos con los que obtiene su triunfo (aborto, secuestro...), puede que la balanza moral no se incline hacia el lado correcto. No entro en detalles por no fastidiarles su disfrute. 
A continuación tienen una reseña breve de la primera novela de Michel Faber. Sin rozar la excelencia, se trata de un buen libro. Fue una de las pioneras en lo que vendría después, el aguacero de novelas de ciencia ficción escritas y publicadas por autores de literatura general, y le guardo, por ello, un especial cariño.






Como ya hiciera anteriormente con la publicación de novelas como El cromosoma Calcuta, del indio Amitav Gosh, la editorial Anagrama vuelve a desmentir la famosa definición de Norman Spinrad ("ciencia ficción es todo aquello que se publica como ciencia ficción") y presenta bajo el epígrafe de literatura general una novela que es, sin duda alguna, un claro exponente de ciencia ficción. Bajo la piel, del holandés afincado en Escocia Michel Faber, sigue las andanzas de Isserley, una extraña y pequeña mujer de grandes pechos (detalle recalcado con reiteración en la novela) cuyo único objetivo parece ser el de recoger autoestopistas masculinos, siempre de fuerte constitución, en la carretera para después hacerlos desaparecer. Pero bajo esa apariencia de serial killer con motivaciones sexuales se esconde algo muy distinto, un ser de extraña naturaleza.
La novela recupera, homenaje incluido, el tema central de la más que famosa El planeta de los simios (el cambio de papeles entre agresor y agredido) y le da la vuelta espectacularmente, imbuyéndolo, desde fuera del género, de una macabra modernidad. Faber logra dotar al mensaje de una contundencia que delata, por comparación, el carácter ingenuo que ha dejado desfasado el clásico de Pierre Boulle. El intercambio de zapatos, puesto en escena esta vez con una mala leche considerable, logra producir en el lector un efecto sobrecogedor, terrorífico. No es lo mismo verse como un mono encerrado que como lo que representan los humanos en esta novela.
La alternancia de los pensamientos de cada uno de los autoestopistas, compendio en clave satírica de los distintos arquetipos masculinos, con los de la protagonista, moderno Grendel de cuyo oscuro lugar de origen Faber sólo ofrece someras pero eficientes pinceladas, pone en jaque el sentido moral del lector. El punto culminante llega con una “imposible” violación en la que no está muy claro quien es el villano y quien el justiciero, y que complica hasta el extremo la decisión de por quién tomar partido. Bajo la piel no oculta sus pretensiones de fábula moral relativista, y conjuga con gran efectividad el moderno tratamiento crudista del horror con una sátira de tintes swiftianos, intentando profundizar, con bastante éxito, en el concepto individual y colectivo de lo diferente.


El texto original de esta reseña fue publicado en la revista 2001.