martes, 25 de junio de 2013

Mi relación con Richard Matheson


Hay escritores por los que no sentimos una especial predilección, autores a los que recordamos por alguna novela puntera o por aquel par de cuentos que nos tocaron la fibra sensible, pero que tampoco nos vuelven locos. En contadas ocasiones sucede que, al repasar su obra, te acaba sorprendiendo cuán presentes han estado en tu vida. Ayer murió Richard Matheson, a quien siempre he respetado principalmente por ser el autor de esa obra maestra titulada Soy leyenda, pero hoy, al hacer memoria, he podido constatar con cierta perplejidad el gran número de veces que me he cruzado con él, o él conmigo, a lo largo de los años.
No tengo muy claro cuándo se dio nuestro primer encuentro, dudo entre dos recuerdos. Uno pertenece a aquellas mitificadas noches de la primera adolescencia en las que, sentado en la oscuridad del comedor, no me perdía ni una sola de las películas que programaban en La clave, el magnífico programa que presentaba José Luis Balbín en el UHF y que tan afín era al género fantástico. La película, en este caso, era El increíble hombre menguante, y muchas de sus escenas quedaron grabadas en mi memoria: la lucha con el gato, la araña monstruosa, aquel discurso final del protagonista tan cercano a los tebeos de trasfondo cósmico que leía entonces...
Aquella pudo ser la primera ocasión en la que me topé con Matheson, a oscuras, sentado en el sofá del salón. O tal vez no. Nuestro primer encuentro pudo también ocurrir en una butaca, en una de las sesiones dobles de El Pilar a las que acudía siempre que lograba estirar la paga semanal (35 pesetas) que por entonces me daban mis padres. El Pilar era uno de aquellos cines de barrio en los que reponían películas bajo el dudoso calificativo de reestrenos a precios que no tenían nada que ver con los actuales. Allí fue donde vi, junto a uno de los muchos productos de la Hammer que tenían al conde Drácula como protagonista, La leyenda de la casa del infierno, a la que yo siempre he llamado "La casa Belasco", por abreviar y por su relación con los tebeos que la editorial Vértice publicaba del Hombre Lobo de la Marvel (Werewolf By Night), que a mí me pirraban y que en la última época de Doug Moench no fueron otra cosa que una indisimulada adaptación de La casa infernal.



Tras aquellos primeros encuentros casuales, yo aún no relacionaba sus obras con el apellido Matheson. Mi verdadera toma de contacto consciente con el escritor fue aquel libro de páginas gastadas que, a mediados de los ochenta, cogí prestado del Bibliobús, una biblioteca móvil cuya llegada yo esperaba con cierta ansiedad tras las sobremesas de los jueves. Soy leyenda me gustó mucho, especialmente porque, a pesar de la apariencia interna de novela vampírica, de terror, era ciencia ficción. Sólo en la relectura de años posteriores me di cuenta de que además era ciencia ficción con mensaje, y de la relevancia de su extraordinario final. Cuando se habla de la mentalidad distinta del lector de ciencia ficción, de su mente abierta, se está hablando en realidad de la influencia de novelas como ésta. Soy leyenda es, sin duda alguna, una de las novelas del siglo XX que mejor han sabido denunciar lo relativo que es el concepto de normalidad.
Siguió pasando el tiempo. Cuando el fenómeno Spielberg barrió el mundillo cinematográfico de los 80, obligando a sacar a la luz sus primeras películas, reconocí, ahora sí, el apellido del escritor a la primera. El diablo sobre ruedas, primer trabajo largo del director norteamericano, estaba basado en un cuento de Richard Matheson, lo cual para mí empezaba a ser ya un signo inconfundible de calidad. La presencia del escritor en los guiones fue, de hecho, lo que despertó mi interés en conseguir capítulos de la serie The Twilight Zone. Desgraciadamente, aún no habíamos entrado en la era de internet, y por muchas gestiones que hice la cosa fue imposible. No volví a leer nada suyo en bastante tiempo, y su nombre fue bajando puestos en mi memoria.
Pero Matheson era pertinaz. Algunos años después, escuchando recopilatorios de las bandas sonoras de cine compuestas por John Barry, quedé fascinado por el tema central de En algún lugar del tiempo, una película desconocida para mí y de la cual comencé a buscar datos (ahora sí, estábamos en la era de internet, gracias sean dadas). Por supuesto, descubrí que estaba basada en una novela de Richard Matheson. Vi la película, me gustó, y decidí prestar más atención en adelante a aquel viejo escritor cuyo principal haber, según decían todos, eran sus cuentos. Afortunadamente, pude comprobar esa afirmación de primera mano, fácilmente. De la noche a la mañana, su nombre comenzó a aparecer con periodicidad por todas partes.



La editorial Valdemar publicó Pesadilla a 20.000 pies, una colección de relatos de terror en la que se incluían algunos de los cuentos de la serie televisiva que en su día no pude localizar. Se llevaron al cine nuevas adaptaciones de su obra, como Más allá de los sueños y Acero puro, se publicaron más antologías e incluso cierta editorial, desgraciadamente no muy de fiar, anunció la publicación de sus cuentos completos. Finalmente, su opus magnum, Soy leyenda, fue llevada de nuevo al cine, con Will Smith en el papel que en su día interpretaran Vincent Price, Charlton Heston e incluso Mark Dacascos. La película era bastante digna, siempre que en el blu-ray le cambiaras el final oficial por el alternativo, claro.
Hace apenas un par de meses, un amigo me dijo que debido a una promoción tenía varios libros repetidos. Me dio a elegir entre la famosa saga de fantasía medieval que parte el bacalao o una selección breve de cuentos de Richard Matheson. No tuve que pensarlo mucho; Martin nunca tuvo posibilidades. Matheson ha estado ahí, insistentemente, a lo largo de todos estos años, dándome toquecitos en los hombros, aumentando en prestigio y presencia continuamente hasta ocupar más espacio en mi vida que algunos de los escritores situados por encima de él en mis preferencias. Ahora dicen que ha muerto, y no logro sacudirme de encima la sensación de que voy a echar mucho de menos esa presencia casual pero continua en los próximos años.

martes, 11 de junio de 2013

Una cuestión de tiempo

A lo largo de estas dos semanas he mantenido con varios amigos un cruce de mensajes electrónicos y algún que otro encuentro cervecero en los que hemos intercambiado opiniones sobre un tema algo complicado: la paradoja temporal en Looper. Uno de ellos defiende la posibilidad de un tiempo independiente, ajeno a nuestra percepción lógica, basándose para ello en la física cuántica; el otro apuesta por la paradoja como herramienta y fin de la propia narración, como parte del discurso; yo, el más clásico de todos, sigo anclado en la vieja dualidad de causa y efecto, es decir, en el tiempo lineal de toda la vida.


Desde esta última perspectiva, la película no se sostiene. Los cambios temporales que se dan en ella parecen sufrir una dilación bien argumentada, pero sólo en las acciones y los pensamientos de los protagonistas. En el plano físico, sin embargo, las heridas que se infligen los sujetos del pasado tienen un efecto inmediato en su yo futuro. Eso, opino, es pura trampa. El guiónista considera ese elemento de demora sólo cuando le conviene; cuando le supone un problema contra el efectismo que otorga la inmediatez, fundamental en las dos mejores escenas de la película, lo hace desaparecer.
El resto de películas suele ofrecer una posible salida al espectador entendido. La realidad paralela es una treta que convalida un gran número de posibles paradojas, sirve tanto para un roto como para un descosido. Si la línea temporal queda coja, decimos que el elemento de cambio procede de otra realidad o dimensión y listo. En este caso, sin embargo, la sucesión de hechos que se dan en el filme niegan esa posible solución. Como ocurría con la mano de Marty en Regreso al futuro, lo que acontece en el presente que vemos en Looper afecta a la versión futura del protagonista, y eso es garantía de que estamos ante el mismo individuo.
Al charlar de estas cosas he recordado que hace unos meses escribí un artículo sobre el tema para la gente de Frikimalismo, una web realmente divertida. Si les place, pueden leerlo a continuación.



Imagínate que te encuentras con Hiro Nakamura o con el mismísimo Jacob. O que el duodécimo doctor aparca la TARDIS enfrente de tu casa y te propone hacer un viaje en el tiempo, ¿a qué época te gustaría ir? ¿Al futuro o al pasado? ¿Reciente o lejano? De todas las imposibilidades con las que nos gusta fantasear, quizás sea esta la más repetida. El mundo de la ficción, mezcla de imaginación y deseo, no se ha mantenido ajeno a este anhelo universal. La historia de la narrativa está trufada de relatos en los que sus protagonistas realizan un viaje temporal a otra época, algunas veces remota, otras dentro de la propia vida del personaje.
A pesar de tener todo el tiempo cósmico a su elección, no son pocos los que preferirían circunscribirse a algún momento de su propio futuro o de su pasado, especialmente a los años de instituto. Poder revivir como adulto aquellas clases y convertirte, merced a tus conocimientos actuales, en el rey del curso es una fantasía que todos hemos compartido. Creo que el autor que mejor ha tratado este tema ha sido Jiro Taniguchi en su imprescindible novela gráfica Barrio lejano, muy superior a la adaptación cinematográfica europea realizada posteriormente por Sam Garbarski, pero si nos ceñimos al cine, quizá el ejemplo más reseñable sea Peggy Sue se casó, película en la que una todavía apetitosa Kathleen Turner retrocedía hasta su época de estudiante y vivía una segunda oportunidad.


Más allá de lo individual, el tema de “la vuelta al cole” casi ha llegado a convertirse en un subgénero, alimentado por excusas fantásticas como el intercambio de mentes entre familiares o incluso la suplantación. En otra vertiente del "High School travel", a todos se nos viene un título a la cabeza: Regreso al futuro. La trilogía que recoge la odisea por el tiempo de Marty y Doc en su intento de arreglar las cuitas familiares de los McFly se ha convertido por justicia propia en un icono del género fantástico. Es tan popular que resulta ocioso hablar de ella, aunque la pondré de ejemplo más adelante para explicar algo de sustancial importancia.
Saliendo del entorno personal, la aventura con viajes temporales canónica se muestra mucho más ambiciosa al incluir itinerarios de larga distancia. La máquina del tiempo, novela con la que Wells asentó las bases del subgénero, cuenta con dos versiones cinematográficas bastante aceptables, El tiempo en sus manos (1960) y La máquina del tiempo (2002). Aunque el film dirigido por George Pal goza de mayor consideración, la modernización realizada por Simon Wells, bisnieto del mismísimo H. G. Wells, se adapta mejor al gusto del espectador actual, tiene (lógicamente) mejores efectos especiales y cuenta con una banda sonora, responsabilidad de Klaus Badelt, extraordinaria. En esta modalidad de viajes largos es imposible obviar esos dos repasos a la Historia que son Los héroes del tiempo y la muy friki Las alucinantes aventuras de Bill y Ted, con un Keanu desatado y mucho más molón de lo que llegaría a ser en el futuro.
Hay multitud de películas que incluyen grandes saltos temporales, y no en todas tienen estos un origen científico. Desde la astrofísica delirante en Star Trek, una franquicia que suele abusar del cronoviaje, al porrazo en la cabeza de Un yanqui en la corte del rey Arturo, cualquier evento vale para viajar por el tiempo. Dentro del subgénero hay, además, sitio para todo. Para películas románticas como En algún lugar del tiempo o Kate y Leopold; cómicas como Jacuzzi al pasado o El caballero negro; tangenciales, sin desplazamiento temporal de los protagonistas, como La casa del lago o Frequency; de viaje involuntario, como Más allá del tiempo; complejas, como El efecto mariposa; apocalípticas, como 12 monos; de acción, como Timecop y Freejack y hasta españolas como Los cronocrímenes. E incluso para alguna obra maestra como Atrapado en el tiempo.
En la mayoría de estas películas existe una preocupación expresa por evitar un evento que es, en realidad, la estrella del subgénero: me refiero a la paradoja temporal. Curiosamente, casi todas ellas salvan los muebles de forma involuntaria, al sumirse sin pretenderlo en una complicada teoría científica. Te lo habrán explicado muchas veces con el ejemplo del abuelo, así que yo voy a hacerlo tirando de una de las peores películas de la historia, El sonido del trueno. Si pisas una mariposa en la prehistoria y eso crea un futuro caótico, no existirá jamás la maquina del tiempo con la que puedas viajar a la prehistoria a pisar una mariposa. Eso es la paradoja, una incoherencia en la línea temporal. En muchas de estas películas, eludirla se convierte en un punto crucial de la trama. Lo cierto es que la inmensa mayoría de ellas fracasan incluso cuando creen haberla evitado. Siempre que el cambio en el pasado afecta al futuro de quien lo causa, se produce la paradoja, ya que impide el punto de partida.


Si el T-1000, en su viaje al pasado, logra eliminar a John Connor, John Connor estará muerto en los tiempos de Skynet, no dirigirá la rebelión y por lo tanto las máquinas no tendrán la necesidad de enviar a un T-1000 al pasado para matar a quien ni siquiera existe, lo cual provocará que no sea asesinado y que en el futuro se convierta en el líder que hará retroceder a las máquinas, obligando a Skynet a repetir un bucle que se disparará hasta el infinito. El problema que supone la paradoja temporal en las películas de viajes en el tiempo se presenta como un escollo infranqueable en lo que respecta al cuidado de la coherencia argumental. Si aceptamos sólo una línea temporal, lo que se nos muestra en pantalla es, casi siempre, pura incongruencia.
Para no sentirse estafado, el espectador ha de apoyarse en la “Teoría de los Mundos Múltiples” propuesta por Hugh Everett en el campo de la física cuántica. Lo que el viajero del tiempo hace al cambiar el pasado es crear una nueva línea de realidad, semejante en todo a la anterior (todavía vigente) menos en aquello a lo que los cambios han afectado. Doc Brown se lo explica muy bien a Marty utilizando una tiza y una pizarra. En el 99,9 por ciento de las películas, el protagonista, aunque lo piense, no logra arreglar el problema por el cual ha sido enviado al pasado, se limita a crear con sus cambios una nueva línea temporal, una suerte de what if de la propia en el que el problema está solucionado. El resultado arroja dos realidades en curso, pero en aquella de la que el viajero proviene nada habrá cambiado.
La ciencia ficción literaria ha tratado esta cuestión muchas veces y de forma más seria que la cinematográfica. El escritor Gregory Benford lo explica a la perfección en Cronopaisaje, una novela imprescindible para todo aquel a quien le interese el asunto. Cuando se toquetea el pasado, el cambio abre universos nuevos, pero no cambia el propio. A veces, el embrollo es tan grande que llegan a originarse, no una, sino varias líneas temporales, como en Regreso al futuro. Un vistazo al timeline de la trilogía se convierte en un dolor de cabeza seguro. Lo cierto es que por muchas realidades que visite Marty, en la original, aquella a la que nunca volvió, el abusón de Biff Tannen sigue dándole capones al pringado de George McFly.
Basado en el punto de divergencia entre realidades alternativas existe todo un subgénero: la ucronía. En ella, la acción transcurre en mundos que se diferencian del nuestro por haber seguido una línea temporal distinta, la cual ha revertido en una progresión histórica contrafactual, diferente. El momento en el que ambas realidades se separan, marcado siempre por el hecho diferencial, es denominado Punto Jonbar (españolizado a Jumbar), y puede dar lugar a realidades muy parecidas o muy distintas. Mientras que la literatura de ciencia ficción ha ofrecido bastantes novelas ucrónicas, el subgénero no ha sido reflejado con la misma profusión en el cine.
Quizás la película de este subgénero más significativa sea Patria, cuya acción transcurre en una Europa en la que los nazis han ganado la Segunda Guerra Mundial, pero la casi totalidad de películas desarrolladas en una realidad alternativa son identificadas más con otros subgéneros, como el steampunk (Wild Wild West) o el de superhéroes (Watchmen), que con el de la ucronía en el que estos están incluidos. Sí existen, sin embargo, documentales de ficción en los que se ha jugado con el concepto, generalmente en plan de coña, eso que los norteamericanos llaman mockumentarys. En C.S.A.: Los Estados Confederados de América el Sur venció en la Guerra de Secesión, y en ¡Viva la República! la Guerra Civil española fue perdida por los insurgentes.


Pero historias contrafactuales al margen, la conclusión de todo este asunto es que el viaje temporal no es válido como solución a los problemas del presente, por mucho que películas como las recientes Men in Black III o Looper (potente a pesar de su incoherencia) así lo propongan. Si te pone crear universos paralelos, darte un rulo al pasado está bastante bien, pero no vas a lograr arreglar nada. Sí podrás quedarte en esa realidad ucrónica que has creado, aunque para ello, antes de usurpar su identidad, deberás eliminar a tu versión alternativa, es decir, asesinarte a ti mismo.



La versión original de este artículo fue publicada en la web Frikimalismo.

lunes, 10 de junio de 2013

Criminal Blurbs



"Las dos tramas paralelas atrapan al lector desde la primera frase. Estuve inmerso en la novela hasta la nota final del autor, haciendo realidad ese mundo, no tan ficticio, al que estaba enganchado. Felicidades, Bruno, eres un genio."

-David Bisbal