sábado, 11 de octubre de 2008

Manzana pocha

Los nombres peculiares raramente se olvidan. Esa es una de las razones por las que recuerdo a Orencio el tendero, aunque no la principal. Lo que quiero contarles ocurrió en mis años de E.G.B., durante los cursos correspondientes a 3º y 4º. Como cualquier niño de esa edad, siempre esperaba con impaciencia la hora del recreo, cuya duración era de sólo 30 minutos. Mi amigo David y yo siempre realizábamos la misma liturgia, a toda velocidad para que encajara en tan corto espacio de tiempo. El plan completo incluía fútbol o canicas, cambio de cromos, charla sobre acontecimientos televisivos y, antes que nada, el refrigerio matutino que todos conocíamos como "el bollo del recreo". Otros niños, para ganar tiempo o por costumbre, lo compraban en una bollería situada al lado del colegio, pero nosotros preferíamos correr un poco y gastar unos minutos de más en acercarnos a la tienda de ultramarinos de Orencio.
Aunque en la bollería de al lado también tenían Bonys y Tronkitos, el amable tendero nos ofrecía una ventaja difícil de rechazar, pues nos obsequiaba de vez en cuando con un par de manzanas, no sé si porque simplemente le caíamos bien o debido a que nos tenía esa simpatía natural que provocan los niños en muchos adultos. Dado el pequeño tamaño del bollo, la manzana era para nosotros como maná caído del cielo.
El día que había suerte, Orencio nos conducía entre estanterías metálicas repletas de frascos hasta un grupo de cajas llenas de manzanas. En cada una de las cajas figuraban precios distintos, y él, he aquí lo reseñable, siempre metía su mano en la de las más caras, las que más lustre tenían. "¿Qué preferís, éstas o las pochas?", nos preguntaba con su vozarrón, mientras reía y señalaba hacia una caja repleta de manzanas paupérrimas, llenas de manchas y mucho más baratas. A continuación, sin esperar respuesta, nos daba las dos mejores manzanas que tenía, nos cobraba sólo los dos bollos y se despedía con una sonrisa y un "hasta mañana". Orencio no conocía términos medios, y sabía que un regalo es algo que ha de hacerse plenamente, de corazón, pues si no, no es un regalo, sino más bien lo contrario.
Guardo un grato recuerdo de aquel tendero y de aquellas manzanas. Sería bonito decirles que sabían mejor que cualquier otra que yo haya probado después, pero lo cierto es que ya no lo recuerdo. Ni recuerdo su sabor ni recuerdo su color, pero sí el detalle. Eso es lo que cuenta. A las personas nos encantan los regalos, recibir cosas gratis, sin más. En un mundo en el que el dinero se ha convertido en medidor y balanza de nuestros esfuerzos, cualquier objeto conseguido sin intervención pecunial, pero honradamente, nos emociona. Por lo que significa, porque o bien es fruto de un regalo o bien de un reconocimiento a nuestros méritos. Son las razones tras el regalo lo que realmente importa, y la representación de ellas en que se transfigura el objeto.
Los bibliómanos, por ejemplo, le damos mucha importancia a los libros. Guardan, para nosotros, un valor reverencial. Al fin y al cabo, se trata de puñados de cultura empaquetados, así que hasta es lógico pensar así. Aunque, seamos sinceros, no es esa la principal causa por la que los adoramos. La causa es más bien algo indefinible, que guarda más relación a nivel mental con el carácter obsesivo del pobre y universal Gollum que con otros valores más dignos.
Cuando, ya hace años, comencé a escribir reseñas para revistas y webs de género fantástico lo hice por pura afición, así que comprendí y asumí enseguida que no iba a ser una labor bien remunerada. Y sin embargo, me equivoqué, pues de algún modo sí que lo era. Descubrí que algunas editoriales te enviaban, sin cargo alguno, los libros que ibas a reseñar, bajo la denominación de "servicio de prensa". Para un enamorado de los libros, eso era incluso mejor que el dinero, y te animaba a realizar de forma aún más comprometida tu labor. A pesar de que se trataba de un intercambio interesado, yo lo tomé como un regalo.
Con el rodar de los años, he tenido bastante suerte y he llegado a escribir las críticas de libros muy distintos para diferentes medios, y durante todo este tiempo me he encontrado a ambos lados de la balanza. He reseñado por gusto muchos libros y por obligación otros tantos; he tenido que costear bastantes, pero también he recibido muchos gratis; incluso he recibido otros de más, como gratificación o por críticas que por distintos motivos no acabé escribiendo. En contadas ocasiones, hasta me han dado ambas cosas, dinero y libro, a cambio del texto.
A lo largo de estos años, no he tenido problemas con la integridad del servicio de prensa recibido. Me refiero a que la fisonomía del libro era la normal, la misma que la de sus congéneres en venta. Sólo en un par de ocasiones encontré alguna mácula: una marca poco distinguible en el lomo, cierta asimetría en el corte de las hojas..., nada, en fin, que llamara la atención de alguien menos picajoso. Eran libros normales, indistinguibles de los demás una vez colocados en su estantería. Han pasado muchos libros en perfecto estado por mis manos, pero al fin me he topado con la desagradable excepción.
Esa excepción, que he recibido y leído recientemente, ha resultado ser poco menos que una desgracia en celulosa. No sólo contiene páginas rotas, sino que hasta tres veces cuenta con saltos de numeración imprevistos, páginas correlativas cuya diferencia numérica es de más de 20 cifras. Es un libro inservible, tanto que no puede tratarse de una casualidad. Es imposible que este pobre engendro haya formado parte alguna vez de un montón de libros sanos. El shock ha sido tan fuerte que, en plena fiebre imaginativa, casi he podido ver, de forma difusa, cómo una persona cogía el libro de un palé lleno de volúmenes defectuosos, un lote mal fabricado destinado a la eliminación pero recuperado con sevicia para su uso como servicio de prensa. Hasta he oído una voz irónica, proveniente del rostro sin facciones de quien asía el libro: "Bueno, al fin y al cabo le sale gratis, ¿no? ¿Qué más quiere?"
Es el primer libro que reseño para esa editorial, y eso alimenta más aún la alucinatoria imagen. Para alguien menos comprometido que quien esto escribe, tal actitud podría ser motivo suficiente para la venganza, para devolver la displicencia con que fue elegido el libro con una crítica de igual signo. Pero el autor no tiene la culpa, y a mí, más que rencor, lo que me provoca realmente son recuerdos, recuerdos de Orencio y su honestidad. Imagínense que aquel lejano primer día que entramos en su tienda nos hubiera regalado un par de manzanas, pero que, al contrario de cómo ocurrió en realidad, hubiera metido las manos, con toda intención, en la caja de "las pochas".
¿Creen ustedes que habríamos vuelto a la tienda?

2 comentarios:

  1. Tienes razón : tener libros es algo no sólo relacionado con la cultura, el conocimiento,... tiene que ver además con ese pequeño afán cuasi-roedor de acumular.

    Saludos.

    P.D. Es triste el destino del libro que no puede leerse.

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  2. Es que hay veces que aun sabiendo que probablemente no vas a leerlo jamás, te lo acabas comprando. Y sí da un poco de pena. Imaginarte al pobre allí, en su anónimo lugar de la estantería, o bajo un lote enorme, esperando que alguien lo coja un día y lo ojée al menos...

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