La actualidad del género
A comienzos de los años 90, en medio de una de esas sequías cíclicas que solían acuciar al género en España, el ánimo general se avivó con el debate más interesante que se haya vivido por estos pagos. Por una parte, el entorno de la revista Gigamesh se mostraba partidario de una ciencia ficción más literaria, que fuera cuidadosa con el aspecto formal de la narrativa; por otra, los responsables de la revista Bem y de la colección de libros Nova defendían la cf como literatura de ideas, en la cual lo importante era el fondo de lo narrado, que permitía, apoyado en el “sentido de la maravilla”, la exploración de ciertos temas desde perspectivas que sólo concede este género. Por supuesto, ninguno se declaraba excluyente. Más cuidado formal no quiere decir vacuidad, así como preponderancia de la idea no significa descuido estilístico. En realidad, la diferencia no se basaba exclusivamente en una cuestión forma versus fondo, no se enfrentaban cultismo y conceptismo, sino algo más común a la idiosincrasia del género. El mayor cuidado estilístico, tras la herencia dejada por la New Wave, es más propio de la cf soft, mientras que la idea recibe un tratamiento más contundente en la cf hard. Así pues, unos defendían al escritor J. G. Ballard como paradigma de sus reivindicaciones, no sólo por su prosa, sino también por el contenido literario y universal de sus historias. En el otro bando, se prefería a escritores más apegados a los parámetros clásicos del género, como el triunvirato conocido con el sobrenombre de “Killer B’s” (Gregory Benford, Greg Bear y David Brin), más imaginativo en sus creaciones en cuanto a las implicaciones científicas, bastante menos en las existenciales.
La encendida discusión, aparecida con el consabido retraso propio de este país, no era nueva. En los años 50, las tres principales revistas norteamericanas de aquella época representaban en origen, de forma incluso más dividida, a nuestras dos facciones del conflicto. John W. Campbell Jr., en Astounding, continuaba su labor de construir buenas historias de trasfondo científico con la idea como eje principal; Horace L. Gold, en Galaxy, dirigía a sus autores hacia argumentos en los que el hecho humano fuera más importante, dando más relevancia a lo experimentado por los personajes que a la tecnología; Anthony Boucher, en The Magazine of Fantasy and Science Fiction, hacía hincapié en lo literario, premiando sobre todo lo demás la calidad en la escritura de las narraciones. Seguramente, esa suma de fracciones contribuyó decisivamente a edificar una época dorada tanto en nombres como en títulos, plagada de obras maestras. Años más tarde, la New Wave partiría definitivamente en dos un género que desde los 70 ha derivado entre la idea y el estilo, y rara vez se ha apoyado en ambos.
Volviendo a España, aquella divergencia fue la nota más destacable en una década de escasez salvada casi en exclusiva por los libros de Nova, las revistas de Gigamesh y la sempiterna Minotauro. Acabó la década, el siglo e incluso el milenio, y la realidad que muestra el año 2004, en comparativa con lo anticipado en aquellas discusiones, es muy distinta a lo esperado. Estamos, sin ninguna duda, ante el mejor momento de la cf en nuestro país. Al menos cuatro revistas importantes se dedican a ese cajón de sastre que es el género fantástico, cuyos libros -cf incluida- son reseñados en publicaciones profesionales de literatura general; numerosas editoriales, tanto antiguas como de nuevo cuño, presentan novedades en las librerías en cadencia y cantidad espectaculares; por otra parte, Internet une a cientos de aficionados en foros dedicados a la temática. Incluso la producción nacional ha despegado gracias a premios excelentemente remunerados como el Minotauro o el UPC, y también a que editoriales importantes se aventuran con nuestros autores. El momento es tan bueno que incluso plagas propias de la prosperidad han aparecido en el otrora famélico género, como la piratería, la especulación o la estafa.
Los negocios van bien, pero ¿y la literatura? Asentados en la nueva realidad del género, en este momento de bonanza, ¿en qué quedó aquel intenso debate? ¿Podemos ver, a la luz del momento, quién ha ganado el partido? En realidad, los hechos demuestran que ambas partes se equivocaban; o, al menos, que no tenían la razón absoluta. La facción defensora de la literatura de ideas echaba mano del refranero y proclamaba que prefería ser cabeza de ratón que cola de león. Hay algo romántico en la apología del gueto, ese canto a la marginalidad de tintes autoconmiserativos. Se puede entender el aprecio por la vida tribal, en el terruño. Sin embargo, no es entendible la pretensión ulterior de que eso es mejor que una vida llena de lujo y comodidades. Los placeres solitarios pueden ser más satisfactorios, pero eso no los hace mejores. No, eso habla de nuestras querencias como individuos y de nuestras limitaciones, del gusto propio, no de la calidad objetiva. Es cierto que hay obras de cf que cuentan con una calidad literaria innegable desde el punto de vista más exigente, pero precisamente, y no por casualidad, son las obras que muestran un mayor cuidado formal, estilístico y temático. Las que defiende el sector pro literario. Sin embargo, éste también yerra. Exige calidad, pero se obsesiona con la aceptación exterior. Quiere, anhela que desde el mainstream se reconozca la valía literaria de la cf cuando la tiene, y eso convierte al género en un pedigüeño, en el adolescente que busca la aquiescencia de su padre, sea como sea. Esa actitud encuentra su máxima expresión en una premisa falsa y enormemente peligrosa, aquella que dice que el baremo de calidad de una obra de género se mide por su grado de exportabilidad. Es decir, que una obra de género se convierte en respetable sólo si consigue el nihil obstat de un lector que no es afín a la lectura de género.
Ambas propuestas aciertan y a la vez se equivocan. Los puntos débiles en sus estrategias conducen a serios desequilibrios. El solipsismo produce una merma en la calidad que deviene ineludiblemente en deterioro. El lector que adquiere mundo fuera de las imaginarias fronteras del gueto y atesora por ello un cierto acervo literario, abandona al poco el género decepcionado por la baja calidad literaria que encuentra. Por otra parte, el anhelo por agradar a la crítica general, por obtener el reconocimiento exterior, empuja al escritor a buscar las zonas de menor conflicto, de mayor plausibilidad literaria. Así, las novelas ganan en calidad, pero a costa de alejarse de la naturaleza inherente a la cf al instalarse en escenarios menos abruptos para el lector generalista. Una catalogación de las escasas novelas del género aceptadas por la crítica general arroja un resultado clarificador. Un mundo feliz, 1984 o Farenheit 451 son, esencialmente, obras político sociales. No hay carnet de pertenencia a la ciencia ficción, es cierto, pero es innegable que sí existe una escala gradual según la temática y los argumentos esgrimidos. Por herencia de Gernsback y Campbell, el hard o la space opera son más identificables como cf que, por ejemplo, la ucronía.
Las dos maneras de ver el género, por tanto, adolecen de una cierta falta de miras. El noventa y nueve por ciento del género es basura, es cierto, pero también lo es que su núcleo no es exportable. Ni una gestalt internacional magnífica, cuyos componentes fueran Proust, Shakespeare y Cervantes, lograría, en su obra de mayor calidad, llegar al gran público con un argumento construido en torno a las vicisitudes de una especie no humanoide en las lindes de una estrella de neutrones. La ciencia ficción es el género más extremo, el que se expresa con una radicalidad imaginativa más exagerada. Eso exige una complicidad que la mayoría de lectores no están dispuestos a conceder. Sus fronteras son exportables, su núcleo no.
Así pues, los autores capaces de crear novelas de primera magnitud literaria se encuentran más a gusto fabulando en la frontera del género, donde la permisividad ajena es menos rígida. James G. Ballard, quizás el mayor exponente de la cf de empaque, es paradigmático. Sus primeras novelas de desastres entran dentro de los cánones de la cf. Posteriormente, sus obsesiones han continuado siendo las mismas, pero, desde que escribiera Crash, su abandono del género en busca de horizontes personales inexplorados es evidente. Tal como dice Amis: “Con Crash, Ballard se liberaba de ese género; de hecho estaba en camino de volverse sui generis”. Hay más casos, como el de Ray Bradbury, poseedor del estilo más apreciado en la edad clásica de la ciencia ficción, que siempre bordeó el límite. La propuesta resultante de esto no apunta hacia el relajamiento de la calidad, sino todo lo contrario. Se necesita esa misma calidad, pero en el núcleo central de la ciencia ficción, para que sobreviva y se potencie. Moorcock, en los lejanos 60, llamaba la atención sobre “la necesidad de aumentar el nivel literario de la cf para evitar que los escritores de fuera, con técnicas superiores, puedan manipularla”. Proféticas palabras, si devolvemos la vista al presente.
En estos últimos años el género ha sido desbordado por los nuevos acontecimientos. El gran boom de la fantasía en otros medios ha convertido al género fantástico en una fábrica de mixturas. Muchos autores, tal como se reclamaba, han empezado a mirar hacia fuera, pero no en la dirección que se esperaba. Algunos lo han hecho hacia el thriller científico, que goza del favor del público (y del dinero), o hacia la fantasía tan en boga. Ambos fenómenos se han hecho patentes en las últimas ediciones de los premios anuales que tradicionalmente se otorgan en el mundillo de la cf. Los eminentes Hugo y Nebula se han convertido en un auténtico caos, un festín de apellidos ajenos a la cf como Rowlings o Gaiman, más propios de otros campos.
Lo más sorprendente, sin embargo, ha sido el ascenso de un proceso silencioso que no ha seguido el guión marcado por los teóricos. No han sido los autores de dentro los que han intentado exportar el género, sino los grandes escritores de fuera los que, en oleadas, han empezado a edificar sus narraciones sobre elementos fantásticos, cf incluida. Es decir, no ha habido exportación. Son ellos los que han venido y han cogido lo que necesitaban. Y sin pedir permiso, como era de esperar. De Michel Faber a Andrew Sean Greer, de Philip Roth a Michael Cunningham, una colección de autores ilustres apoyan sus nuevas historias en premisas fantásticas. El resultado final es que dentro del género no ha cambiado la calidad, aunque en muchos casos sí el registro; y, desde el otro lado, esos escritores foráneos han comenzado a subvertir las normas del género, a jugar en los límites externos, a hacer una cf de calidad literaria a la que insisten en denominar de otra forma, ya sea novela futurista, de especulación científica o ficción política. Incluso desde el mismo género se le ha colocado el epígrafe de slisptream. La conclusión delata una evidente crisis de identidad en el campo de la ciencia ficción. Fuera, se hace una cf con mayor calidad que nunca, pero que no es cf. Dentro, continúa la tradición de la literatura de ideas, pero el gueto se constriñe cada vez más por la nueva concepción posmoderna de los géneros.
¿Existe una solución? Si es así, desde luego pasa por la unión de los aciertos de ambas facciones y la erradicación de sus desaciertos. Una tercera vía. Ciencia ficción clásica con una importante concentración literaria, que cumpla unas exigencias objetivas de calidad estilística, estructural y temática, que apruebe con nota cualquier examen formal y de fondo aplicable a cualquier obra literaria común, pero que trate los temas habituales de la cf. No para buscar el reconocimiento exterior, ni para consumo exclusivo del gueto. Ciencia ficción clásica de alta calidad literaria para lectores que disfrutan con la literatura bien escrita y con las posibilidades imaginativas y especulativas que sólo la cf es capaz de ofrecer. Las palabras “gueto” y “reconocimiento” son ya presa de la obsolescencia, ignorémoslas. Esto es literatura. No más falacias ni muros inventados.
¿Pero es posible escribir una obra de ciencia ficción desde la ortodoxia y dotarla a la vez de una gran calidad literaria? Es difícil, pero no imposible. M. John Harrison lo ha demostrado. Luz, su increíble última novela, aúna mediante una excelente prosa el space opera y la cf hard, potenciados por un tratamiento de personajes exquisito, de marcado carácter universal, que indaga en los secretos del alma y la psique humanas. Una obra singular que no debería pasar desapercibida.
Parte I
A comienzos de los años 90, en medio de una de esas sequías cíclicas que solían acuciar al género en España, el ánimo general se avivó con el debate más interesante que se haya vivido por estos pagos. Por una parte, el entorno de la revista Gigamesh se mostraba partidario de una ciencia ficción más literaria, que fuera cuidadosa con el aspecto formal de la narrativa; por otra, los responsables de la revista Bem y de la colección de libros Nova defendían la cf como literatura de ideas, en la cual lo importante era el fondo de lo narrado, que permitía, apoyado en el “sentido de la maravilla”, la exploración de ciertos temas desde perspectivas que sólo concede este género. Por supuesto, ninguno se declaraba excluyente. Más cuidado formal no quiere decir vacuidad, así como preponderancia de la idea no significa descuido estilístico. En realidad, la diferencia no se basaba exclusivamente en una cuestión forma versus fondo, no se enfrentaban cultismo y conceptismo, sino algo más común a la idiosincrasia del género. El mayor cuidado estilístico, tras la herencia dejada por la New Wave, es más propio de la cf soft, mientras que la idea recibe un tratamiento más contundente en la cf hard. Así pues, unos defendían al escritor J. G. Ballard como paradigma de sus reivindicaciones, no sólo por su prosa, sino también por el contenido literario y universal de sus historias. En el otro bando, se prefería a escritores más apegados a los parámetros clásicos del género, como el triunvirato conocido con el sobrenombre de “Killer B’s” (Gregory Benford, Greg Bear y David Brin), más imaginativo en sus creaciones en cuanto a las implicaciones científicas, bastante menos en las existenciales.
La encendida discusión, aparecida con el consabido retraso propio de este país, no era nueva. En los años 50, las tres principales revistas norteamericanas de aquella época representaban en origen, de forma incluso más dividida, a nuestras dos facciones del conflicto. John W. Campbell Jr., en Astounding, continuaba su labor de construir buenas historias de trasfondo científico con la idea como eje principal; Horace L. Gold, en Galaxy, dirigía a sus autores hacia argumentos en los que el hecho humano fuera más importante, dando más relevancia a lo experimentado por los personajes que a la tecnología; Anthony Boucher, en The Magazine of Fantasy and Science Fiction, hacía hincapié en lo literario, premiando sobre todo lo demás la calidad en la escritura de las narraciones. Seguramente, esa suma de fracciones contribuyó decisivamente a edificar una época dorada tanto en nombres como en títulos, plagada de obras maestras. Años más tarde, la New Wave partiría definitivamente en dos un género que desde los 70 ha derivado entre la idea y el estilo, y rara vez se ha apoyado en ambos.
Volviendo a España, aquella divergencia fue la nota más destacable en una década de escasez salvada casi en exclusiva por los libros de Nova, las revistas de Gigamesh y la sempiterna Minotauro. Acabó la década, el siglo e incluso el milenio, y la realidad que muestra el año 2004, en comparativa con lo anticipado en aquellas discusiones, es muy distinta a lo esperado. Estamos, sin ninguna duda, ante el mejor momento de la cf en nuestro país. Al menos cuatro revistas importantes se dedican a ese cajón de sastre que es el género fantástico, cuyos libros -cf incluida- son reseñados en publicaciones profesionales de literatura general; numerosas editoriales, tanto antiguas como de nuevo cuño, presentan novedades en las librerías en cadencia y cantidad espectaculares; por otra parte, Internet une a cientos de aficionados en foros dedicados a la temática. Incluso la producción nacional ha despegado gracias a premios excelentemente remunerados como el Minotauro o el UPC, y también a que editoriales importantes se aventuran con nuestros autores. El momento es tan bueno que incluso plagas propias de la prosperidad han aparecido en el otrora famélico género, como la piratería, la especulación o la estafa.
Los negocios van bien, pero ¿y la literatura? Asentados en la nueva realidad del género, en este momento de bonanza, ¿en qué quedó aquel intenso debate? ¿Podemos ver, a la luz del momento, quién ha ganado el partido? En realidad, los hechos demuestran que ambas partes se equivocaban; o, al menos, que no tenían la razón absoluta. La facción defensora de la literatura de ideas echaba mano del refranero y proclamaba que prefería ser cabeza de ratón que cola de león. Hay algo romántico en la apología del gueto, ese canto a la marginalidad de tintes autoconmiserativos. Se puede entender el aprecio por la vida tribal, en el terruño. Sin embargo, no es entendible la pretensión ulterior de que eso es mejor que una vida llena de lujo y comodidades. Los placeres solitarios pueden ser más satisfactorios, pero eso no los hace mejores. No, eso habla de nuestras querencias como individuos y de nuestras limitaciones, del gusto propio, no de la calidad objetiva. Es cierto que hay obras de cf que cuentan con una calidad literaria innegable desde el punto de vista más exigente, pero precisamente, y no por casualidad, son las obras que muestran un mayor cuidado formal, estilístico y temático. Las que defiende el sector pro literario. Sin embargo, éste también yerra. Exige calidad, pero se obsesiona con la aceptación exterior. Quiere, anhela que desde el mainstream se reconozca la valía literaria de la cf cuando la tiene, y eso convierte al género en un pedigüeño, en el adolescente que busca la aquiescencia de su padre, sea como sea. Esa actitud encuentra su máxima expresión en una premisa falsa y enormemente peligrosa, aquella que dice que el baremo de calidad de una obra de género se mide por su grado de exportabilidad. Es decir, que una obra de género se convierte en respetable sólo si consigue el nihil obstat de un lector que no es afín a la lectura de género.
Ambas propuestas aciertan y a la vez se equivocan. Los puntos débiles en sus estrategias conducen a serios desequilibrios. El solipsismo produce una merma en la calidad que deviene ineludiblemente en deterioro. El lector que adquiere mundo fuera de las imaginarias fronteras del gueto y atesora por ello un cierto acervo literario, abandona al poco el género decepcionado por la baja calidad literaria que encuentra. Por otra parte, el anhelo por agradar a la crítica general, por obtener el reconocimiento exterior, empuja al escritor a buscar las zonas de menor conflicto, de mayor plausibilidad literaria. Así, las novelas ganan en calidad, pero a costa de alejarse de la naturaleza inherente a la cf al instalarse en escenarios menos abruptos para el lector generalista. Una catalogación de las escasas novelas del género aceptadas por la crítica general arroja un resultado clarificador. Un mundo feliz, 1984 o Farenheit 451 son, esencialmente, obras político sociales. No hay carnet de pertenencia a la ciencia ficción, es cierto, pero es innegable que sí existe una escala gradual según la temática y los argumentos esgrimidos. Por herencia de Gernsback y Campbell, el hard o la space opera son más identificables como cf que, por ejemplo, la ucronía.
Las dos maneras de ver el género, por tanto, adolecen de una cierta falta de miras. El noventa y nueve por ciento del género es basura, es cierto, pero también lo es que su núcleo no es exportable. Ni una gestalt internacional magnífica, cuyos componentes fueran Proust, Shakespeare y Cervantes, lograría, en su obra de mayor calidad, llegar al gran público con un argumento construido en torno a las vicisitudes de una especie no humanoide en las lindes de una estrella de neutrones. La ciencia ficción es el género más extremo, el que se expresa con una radicalidad imaginativa más exagerada. Eso exige una complicidad que la mayoría de lectores no están dispuestos a conceder. Sus fronteras son exportables, su núcleo no.
Así pues, los autores capaces de crear novelas de primera magnitud literaria se encuentran más a gusto fabulando en la frontera del género, donde la permisividad ajena es menos rígida. James G. Ballard, quizás el mayor exponente de la cf de empaque, es paradigmático. Sus primeras novelas de desastres entran dentro de los cánones de la cf. Posteriormente, sus obsesiones han continuado siendo las mismas, pero, desde que escribiera Crash, su abandono del género en busca de horizontes personales inexplorados es evidente. Tal como dice Amis: “Con Crash, Ballard se liberaba de ese género; de hecho estaba en camino de volverse sui generis”. Hay más casos, como el de Ray Bradbury, poseedor del estilo más apreciado en la edad clásica de la ciencia ficción, que siempre bordeó el límite. La propuesta resultante de esto no apunta hacia el relajamiento de la calidad, sino todo lo contrario. Se necesita esa misma calidad, pero en el núcleo central de la ciencia ficción, para que sobreviva y se potencie. Moorcock, en los lejanos 60, llamaba la atención sobre “la necesidad de aumentar el nivel literario de la cf para evitar que los escritores de fuera, con técnicas superiores, puedan manipularla”. Proféticas palabras, si devolvemos la vista al presente.
En estos últimos años el género ha sido desbordado por los nuevos acontecimientos. El gran boom de la fantasía en otros medios ha convertido al género fantástico en una fábrica de mixturas. Muchos autores, tal como se reclamaba, han empezado a mirar hacia fuera, pero no en la dirección que se esperaba. Algunos lo han hecho hacia el thriller científico, que goza del favor del público (y del dinero), o hacia la fantasía tan en boga. Ambos fenómenos se han hecho patentes en las últimas ediciones de los premios anuales que tradicionalmente se otorgan en el mundillo de la cf. Los eminentes Hugo y Nebula se han convertido en un auténtico caos, un festín de apellidos ajenos a la cf como Rowlings o Gaiman, más propios de otros campos.
Lo más sorprendente, sin embargo, ha sido el ascenso de un proceso silencioso que no ha seguido el guión marcado por los teóricos. No han sido los autores de dentro los que han intentado exportar el género, sino los grandes escritores de fuera los que, en oleadas, han empezado a edificar sus narraciones sobre elementos fantásticos, cf incluida. Es decir, no ha habido exportación. Son ellos los que han venido y han cogido lo que necesitaban. Y sin pedir permiso, como era de esperar. De Michel Faber a Andrew Sean Greer, de Philip Roth a Michael Cunningham, una colección de autores ilustres apoyan sus nuevas historias en premisas fantásticas. El resultado final es que dentro del género no ha cambiado la calidad, aunque en muchos casos sí el registro; y, desde el otro lado, esos escritores foráneos han comenzado a subvertir las normas del género, a jugar en los límites externos, a hacer una cf de calidad literaria a la que insisten en denominar de otra forma, ya sea novela futurista, de especulación científica o ficción política. Incluso desde el mismo género se le ha colocado el epígrafe de slisptream. La conclusión delata una evidente crisis de identidad en el campo de la ciencia ficción. Fuera, se hace una cf con mayor calidad que nunca, pero que no es cf. Dentro, continúa la tradición de la literatura de ideas, pero el gueto se constriñe cada vez más por la nueva concepción posmoderna de los géneros.
¿Existe una solución? Si es así, desde luego pasa por la unión de los aciertos de ambas facciones y la erradicación de sus desaciertos. Una tercera vía. Ciencia ficción clásica con una importante concentración literaria, que cumpla unas exigencias objetivas de calidad estilística, estructural y temática, que apruebe con nota cualquier examen formal y de fondo aplicable a cualquier obra literaria común, pero que trate los temas habituales de la cf. No para buscar el reconocimiento exterior, ni para consumo exclusivo del gueto. Ciencia ficción clásica de alta calidad literaria para lectores que disfrutan con la literatura bien escrita y con las posibilidades imaginativas y especulativas que sólo la cf es capaz de ofrecer. Las palabras “gueto” y “reconocimiento” son ya presa de la obsolescencia, ignorémoslas. Esto es literatura. No más falacias ni muros inventados.
¿Pero es posible escribir una obra de ciencia ficción desde la ortodoxia y dotarla a la vez de una gran calidad literaria? Es difícil, pero no imposible. M. John Harrison lo ha demostrado. Luz, su increíble última novela, aúna mediante una excelente prosa el space opera y la cf hard, potenciados por un tratamiento de personajes exquisito, de marcado carácter universal, que indaga en los secretos del alma y la psique humanas. Una obra singular que no debería pasar desapercibida.
Parte I