jueves, 18 de octubre de 2007

Bret Easton Ellis. Lunar Park

Un error más común de lo deseable entre los lectores de novelas, sean veteranos o noveles, consiste en confundir al narrador, a la voz que cuenta la historia, con el escritor. Ese error puede llevar a quienes lo sufren a colocar la tilde de fascista, perturbado, misógino y demás suerte de improperios sobre determinados autores [1] cuyas historias se posicionan en el lado incorrecto de la moralidad al uso; la mayor parte de las veces, por no decir siempre, de forma injusta. No hay que olvidar jamás que el narrador, la entidad que con voz propia nos acerca a la historia, es un artificio más de la narración, un elemento ilusorio que procede, al igual que el resto, de la imaginación del escritor. Como tal, no tiene por qué coincidir en pensamiento o intención con el hombre tras la pluma, que además, sobra decirlo, no tiene la obligación de ser fiel a la realidad.
En el campo de la ficción, el escritor ha de firmar un compromiso inquebrantable, no con la realidad, sino con esa misma ficción. Sin embargo, al otro lado del espectro narrativo, en el campo de la denominada “no ficción”, sucede todo lo contrario. En el género autobiográfico, por ejemplo, narrador y escritor encarnan una sola entidad para relatar, de forma fiel (o así debería ser), la realidad. ¿Pero qué sucede cuando autobiografía y ficción se unen, cuando el escritor recrea desde la imaginación, con más mentiras que verdades, su propia historia y la somete a las leyes de lo ficticio?
Los franceses, siempre atentos al nacimiento de nuevos conceptos culturales, bautizaron tal circunstancia como autofiction [2]. Fue concretamente el crítico Serge Doubrovsky quien acuñara el neologismo en 1977. La lista de autores que, anterior y posteriormente a esa fecha, han paseado su nombre literal o anagramático como protagonista por alguna de sus novelas es extensa (de Michel Houellebecq a Philip Roth, de Marcel Proust a Henry Miller). Bret Easton Ellis se ha incorporado a tan selecto club con su última novela, Lunar Park, para añadir una nueva vuelta de tuerca al concepto.
Como norma, la obra de autofiction vulnera, según Philippe Lejeune, los dos pactos fundamentales que esas dos categorías narrativas acuerdan de principio con el lector. El pacto autobiográfico asegura que lo que se va a contar es cierto, mientras que el pacto novelesco enuncia que lo que se cuenta es ficción pero debe ser admitido como real. Al mezclar ambos géneros, la autofiction aporta un carácter de ambigüedad a la narración. El lector, por el primero de los pactos, ha de confiar en la veracidad de la historia, y, debido al segundo, tomar como reales hechos que sabe ficticios.
Es decir, que la autofiction -ésta es la paradoja- se configura como una ficción que exige confundir al narrador con el escritor. Lo que Ellis logra crear en Lunar Park es la perfecta conjunción de ambos extremos, pues su ficción se sostiene sobre un falso presupuesto aceptado como veraz por el lector: la leyenda urbana del escritor Bret Easton Ellis, fomentada desde el principio de su carrera por el amarillismo y aceptada sin tapujos por el aficionado, el cual, conocedor del contenido escandaloso de sus ficciones, ya era preso del equívoco narrador-escritor antes de llegar a este libro. Así pues, a Ellis no le hace falta convocar pacto alguno, pues su ficción procede del imaginario del lector, que ya ha admitido previamente la veracidad de los hechos que se narran.
Durante la primera parte del libro, el norteamericano revisita en detalle su trayectoria como escritor de éxito, desde la publicación de su fulgurante primera obra, Menos que cero, escrita con apenas 20 años, hasta su novela más reciente, la ya lejana Glamourama. A la vez que se publican sus libros, el escritor ficticio va subiendo los escalones de la fama, en ocasiones acompañado por algún compañero de profesión como el olvidado Jay McInerney [3], sin dejar de lado fiestas, drogas, alcohol o sexo de ambos signos, todo aquello que el dinero y la popularidad pueden facilitarle a un escritor lo suficientemente degenerado. El sarcasmo y la ironía de cosecha propia corren como el champán caro por esos primeros capítulos. Ejemplo máximo de ello son los párrafos dedicados a una futura producción en la que el protagonista está trabajando titulada “Conejito adolescente", que llegan a provocar carcajadas y hacen abrigar la esperanza de que tal libro exista realmente, de que no sea más que otra de las falsas mentiras contenidas en la novela.
Tras la puesta al día de su pasado, todo cambia para dar paso a una novela distinta, de género en apariencia y de contenido alegórico. Bret intenta reconducir su vida formando una familia junto a una glamurosa actriz hollywoodiense [4], y se instala con ella y sus dos críos en una casa de lujo en las afueras. Organiza una fiesta en la que, en su habitual estado alucinatorio, químicamente inducido, cree ver a su personaje más popular, el psicópata Patrick Bateman (luciendo el rostro del actor Christian Bale, protagonista del "American Psycho" cinematográfico), el cual, a partir de entonces, comienza a acosarle. Este, podríamos llamarlo así, "síndrome de Conan Doyle", el del autor que no logra liberarse del personaje que le dio fama, es sólo una muestra del contenido alegórico de la narración.
En la construcción de la trama, Ellis recurre tanto a Stephen King como a J. G. Ballard a partes iguales y añade su toque personal para ofrecer al lector un cóctel inquietante y grotesco en el que el patetismo mostrado por el protagonista, Bret Easton Ellis, roza en algunos puntos la Jayne y Bretautoflagelación. Como novela de terror, Lunar Park goza de episodios sumamente inquietantes. El avistamiento desde la lejanía de un demoníaco intruso rondando el piso superior de su propio hogar, la persecución del monstruo escaleras arriba o la imagen final de la casa, quizás los tres ejemplos más llamativos, producen pavor y desasosiego a partes iguales. Pero si estos deudos de King provocan inquietud, no la provoca menos la parte ballardiana de la historia.
Al igual que el británico en la seminal Furia feroz, Ellis conduce al lector, en notable paralelismo con aquella historia, hacia el misterio de unas desapariciones infantiles en medio del ambiente dominical, oscuro y frío, de las alienantes ciudades residenciales, cuyos propietarios, gente bien situada, son incapaces de salvar el escalón que les separa de sus hijos, a los que encuentran tan extraños como a los albinos niños de Midwich. Naturalmente, ese desajuste familiar es terreno abonado para el proceso de ridiculización con el que Ellis sabe poner en evidencia los tics más prosaicos de la clase pudiente. La imagen que ofrece de los niños y adolescentes norteamericanos es vitriólica. Medicados con toda suerte de ansiolíticos y antidepresivos, se prefiguran como el futuro espejo de sus progenitores. “¿Sabían que el ocho y medio por ciento de los niños menores de diez años intentó suicidarse el año pasado?”, llega a rematar el autor en un hilarante comentario aderezado con cicuta.
La desaparición de los jóvenes, uno a uno, quién sabe si de forma voluntaria, no adquiere el fondo social terrible que le dio Ballard, sino que se constituye en un elemento más de la tela de araña que hila la alegoría central del libro, el núcleo hasta el que el escritor quiere profundizar. El peón principal de Ellis para lograr esa inmersión es, sin duda, el apocalipsis personal de Bret, un hombre desubicado, cuyo pasado aún no se ha cerrado, inseguro ante el paso definitivo que ha de dar hacia la madurez. No sólo le acosa Bateman, personaje que el autor basó inconscientemente en su padre, sino que el fantasma de este último también le persigue. Es decir, su creación y su creador; el hijo y el padre. El entorno familiar, de pronto, sufre una transformación. Los elementos inocentes que lo rodean, iconos familiares como el perro o el juguete de la niña, se tornan malignos. Su hijo es un extraño. La familia, finalidad asociada comúnmente a la madurez, es el infierno. Lo que más aterroriza a Bret es la obligación de convertirse en padre, en esa figura que teme desde su más tierna infancia.
Y he ahí el pathos de la novela. Quien no se quede en la superficie, en las drogas y el sexo, en el gamberro Ellis en suma, descubrirá con el transcurrir de las páginas, y especialmente tras leer el capítulo final, que Lunar Park es, en esencia, un exorcismo personal, una carta de despedida dirigida al recuerdo de un padre violento que, tal como el escritor ha declarado alguna vez, "pegaba hasta al perro"; un padre que, sirva como detalle complementario, fue capaz de interponer una demanda contra su abuelo. Un Ellis renovado, adulto, se despide aquí de su más íntimo fantasma, el espectro de su padre, mediante una alegoría de pesadilla, situándose con honestidad a ambos lados de la vida para comunicarle, desde el punto de vista del hijo y del futuro padre, que no le guarda rencor, que ya nunca temerá convertirse en el reflejo del monstruo. Ese mensaje de despedida se encuentra escrito en un mapa lunar, en las cenizas paternas, en la desembocadura de esta monumental autofiction, cuyo cierre, sublime, ha calificado Rodrigo Fresán con gran acierto como “lo mejor que ha escrito Ellis en toda su carrera, lo mejor que ha escrito cualquiera en mucho tiempo”.
En definitiva, si el Bret que inicia Lunar Park es una figura paródica, producto más de la ficción que de la realidad, el Bret que cierra el libro es inconfundiblemente auténtico, real. Al colocarse a sí mismo en el centro de la narración e instituirse en objeto de estudio personal, Ellis busca en el resultado final una suerte de catarsis liberadora cuyo efecto, potenciado por el artefacto autoficcional, se extiende hasta el lector. Al dotar a la novela de las características de la autofiction, su contenido gana, por acuerdo de ambas partes, veracidad, y esa característica multiplica la capacidad de calado del texto. La emoción que transmite el proceso latente en el fondo de la alegoría, el pathos citado, se hace más cercana al lector porque éste cree estar asistiendo a una confesión, aunque simbólica, sincera. Para el lector, no es el protagonista de la novela quien rinde cuentas con el recuerdo de su padre, sino Bret Easton Ellis. No es un ilusorio personaje quien desnuda su alma llegado el final del libro, sino su autor. El artificio metaficcional permite así disfrutar de la narración desde dos puntos de vista complementarios, divertirse con la ficticia superficie de la alegoría (la magnífica novela de terror que es Lunar Park), pero también, de un modo especial, emocionarse con el ejercicio de honestidad que subyace bajo esa superficie.




[1] Un caso muy publicitado en España lo protagonizó Hernán Migoya, quien en su libro Todas putas otorgaba la responsabilidad narrativa de uno de sus cuentos a un violador que hacía apología de su crimen. Migoya fue acusado por ciertos sectores de sostener la tesis de su personaje.

[2] Declara Antonio Tabucchi que la autofiction se define mejor por lo que no es que por lo que es: “Sustancialmente, la autofiction no es cuatro cosas, o mejor dicho, cuatro categorías literarias canónicas hasta hoy: no es autobiografía, ni novela, ni autobiografía novelada ni novela autobiográfica.”

[3] Autor de Noches de neón, entre otras obras, es quizás el único escritor al que podría incluirse en una ficticia generación que incluyera a Bret Easton Ellis.

[4] Un detalle de apoyo a la autofiction propio de nuestro tiempo: la actriz Jayne Dennis, mujer de Bret en la ficción, tiene página web propia en la siguiente dirección: http://www.jaynedennis.com/




La versión original de esta reseña fue publicada en el número 4 de la revista de literatura fantástica Hélice.

7 comentarios:

  1. Lo que dices al comienzo del artículo es totalmente cierto, pero me temo que no hay remedio para ello. Si a mí se me ocurriera escribir una novela en primera persona protagonizada por un individuo cuya recreación principal fuera violar y estrangular a niñas menores de diez años, no me cabe duda de que me estaría buscando problemas personales de todo tipo. Puede que me llamaran la atención hasta en el trabajo y todo, y tampoco me extrañaría recibir visitas de la policía.

    A mí me da que esto se debe a que el público en general no cree en la imaginación. Si no has tomado drogas para crear tu historia, en el fondo debe de ser real o parecida a la realidad.

    Casos como el que sigue tampoco ayudan mucho:

    http://www.diariometro.es/es/article/efe/2007/10/16/331216/index.xml

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  2. E incluso como éste:
    http://www.elpais.com/articulo/internacional/Autor/novelista/crimen/perfecto/elpepuint/20070905elpepuint_15/Tes

    En general, es un mal que no sólo se circunscribe a la literatura. El fondo del asunto es la criminalización del libre pensamiento. Es decir, que la censura, según el sentir popular, debería llegar incluso al fondo de la cabeza.
    Dado que creo en la libertad total de pensamiento y expresión, te imaginarás cómo pienso al respecto. Los hechos son los que marcan la diferencia, no lo pensado o lo imaginado.
    El tema que hablamos significa la perversión definitiva de todo eso. Ni siquiera puedes fabular con cosas mal vistas, porque automáticamente consideran que vas de ese palo. La consecuencia directa es que aún sigue habiendo temas que no se pueden tratar ni en la literatura ni en otras actividades imaginativas. Díselo, con el tema del Islam a Rushdie, Amis o Houellebecq, por poner un ejemplo.
    No sé si llegaste a leer el cambio de impresiones en el número 5 de la revista Hélice. Una pregunta iba sobre si aún quedaban tabúes sin explorar. A montones, desde la pedofilia hasta el racismo no reconocido. O, al otro lado, los que ha traído la corrección política, como por ejemplo, las verdades cuestionadas porque supondrían una desigualdad.
    Recientemente, un premio Nobel ha dicho que está demostrado que genéticamente los negros son menos inteligentes que los blancos. No voy a entrar en lo que no parece mas que el desvarío de un viejo chocho, pero ¿te imaginas a alguien planteando en serio eso en una obra "de ficción"? ¡Ni siquiera se permite fantasear con cosas de ese tipo! Lo curioso es que una historia con lo contrario, los negros más inteligentes que los blancos, sí podría llevarse a cabo, y sería vista incluso como una atrevida y transgresora idea.

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  3. Acerca de la libertad de pensamiento recomiendo leer "Mi último suspiro", la autobiografía del genial Luis Buñuel.

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  4. Puede ser, pero, aparte de la hipótesis de la persecución al libre pensamiento, insisto en mi idea de que no se suele comprender lo que es la imaginación: parece existir una esquema mental según el cual las ideas no pueden surgir de la nada, deben forzosamente estar extraídas de un contexto real, ser una fotocopia de vivencias y pensamientos reales. A eso se le llama el realismo artístico, que, no lo olvidemos, sigue siendo el paradigma oficial desde hace un par de siglos.

    Siguiendo esas ideas, si yo construyo una crónica del devenir cotidiano de mi asesino pedófilo, con su ambiente laboral, lo que desayuna, sus fantasías eróticas con las niñas que ve en el supermercado o de camino al colegio, y yo revisto todo ello de un aura de verosimilitud, un 90% de los lectores concluiría que si yo sé tanto sobre la vida e ideas de un pervertido sexual, por algo será.

    Por otro lado, obras que se salen espectacularmente del tiesto de lo verosímil, tienen que salir por fuerza del consumo de sustancias psicotrópicas. David Lynch o Monty Python deben de ponerse hasta el culo de drogas, porque si no es inexplicable que alguien en su sano juicio pueda tener semejantes ideas. Todo eso, siguiendo el credo realista, debe surgir de la experiencia diaria de una persona, en este caso la experiencia diaria de un consumidor de opiáceos o de ácido lisérgico... o de un enfermo mental.

    En realidad no estamos tan lejos de las razones por las que a menudo se rechaza de plano la literatura imaginativa y fantástica. Es lo que le decía a un conocido mío su abuela: "Pero niño, ¿cómo puedes perder el tiempo con esas películas de las galaxias, con monstruitos, naves, robots y todo eso? ¡Si todo eso es mentira!" Es decir, que menuda tomadura de pelo es la CF, puesto que, si la buena escritura es la que se basa en realidades tamgibles que el autor conoce, sería del todo imposible para un autor acceder de primera mano a mundos futuros o lejanos, con lo cual su obra sería una monumental impostura.

    Si yo trato de meterme en la mente de un pedófilo, lo hago en el mismo espíritu de quien describe una sociedad futura basada, yo qué sé, en el intercambio comercial de hijos y esposas. Se trata de una investigación imaginativa, no de una defensa del sexo con menores de edad o del comercio con seres humanos. Pero el literalismo, y ek realimo, nos matan.

    Tu punto de vista es complementario al mío: si no se comprende la imaginación, entonces no se tiene derecho a imaginar, pues la fantasía es un territorio desconocido y a nada se le tiene más miedo.

    Aunque quizá se trate de una manera más en la que seguimos siendo católicos. Acuérdate, porque seguro que estudiaste el catecismo igual que yo, de que se puede pecar no sólo de obra y omisión, sino también de pensamiento.

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  5. Vaya que si me acuerdo. De hecho, ese es el segundo gran valedor de la religión católica después del miedo a la muerte: el miedo a pecar (al infierno en suma) que te inculcan de pequeño y del que muchos no logran escapar durante el resto de su vida. Y es que Dios es el Gran hermano definitivo, porque puede ver dentro de tu cabeza.
    Volviendo al tema, estoy de acuerdo contigo. Por eso decía lo de llevar la censura hasta el mismísimo proceso mental. En mi opinión, toda ficción es autobiográfica. Pero no desde la literalidad, sino como base desde la que parte el autor. Desde esa base, se puede luego uno ceñir a los hechos mucho o poco, e incluso no ceñirse nada y usar la imaginación para pervertirlos totalmente. Es decir, que yo puedo usar mi relación de pareja, cosas que me han pasado, y voltear los hechos hasta reflejar incluso lo contrario. "¿Y si ella me estuviera engañando? ¿Y si ese gusto por tal vestido procede de un deseo oculto? ¿Y si en vez de ahorradora fuera derrochadora? Veamos cómo afectaría eso a su manera natural de comportarse."
    El origen es autobiográfico, pero el resultado es totalmente contrario a la realidad. Eso la gente no lo pilla, y así, quien escriba sobre gogós y puterío y sexo sucio será calificado por muchos lectores en base a sus creaciones, aunque en realidad las haya creado jugando a darle la vuelta a su anodina vida.
    "Esos sitios y cosas que salen en la novela los tiene que haber conocido en directo", dirán muchos, ignorando que la documentación es la parte más grande del pastel creativo. Que se lo digan a Patrick O'Brian si no.
    La novela de Ellis, basada en su propia leyenda, es un ejemplo claro. A fin de cuentas, todo depende del texto. Porque el equívoco no es crucial si los actos con los que el lector mal preparado se confunde no son mal vistos socialmente (puedes ser golfo, drogadicto, facha), pero si lo son... ay, amigo. Si escribes en primera persona (otro elemento importante. Y curioso, porque la primera persona es la más alejada del escritor, con la que éste menos se puede confundir personalmente debido a que está más alerta para que no sea así), la confusión de cierto tipo de lectores ya es total. Para ellos, no estás fabulando, estás "confesando" algo.
    Lo peor de todo esto, sin duda, es que todo esto coarta la libertad de creación. Pone fronteras a la imaginación.

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  6. Viva Ellis, que se atrevió a escribir lo que le salía por sí solo, y no sin miedo, que seguro que lo tenía publicó igualmente. Luego está el típico grupo de gente al que le sobra demasiado tiempo, y hacen reuniones dos veces por semana para tachar de misógino a un escritor e intentar robarle su ibertad de expresión.
    El personaje puede ser cómo quieras que sea, pero si ha conseguido reacciones de este tipo, todo el mundo ha de reconocer que ha calado hondo, y es American Psycho es una de las mejores novelas, para mí, de todas.
    De Brett he leído Menos que cero, Las leyes de la atracción, American Psycho y Lunar Park, ésta última, en mi opinión un poco más floja. pero evidentemente nada despreciable.
    Y es que la libertad de expresión siempre ha sido uno de los temas más controvertidos, si alguien exige libertad para hacer protestas estúpidas de este tipo, ¿cómo pretende robar la libertad de publicar obras maestras como ésta?Uno nunca debe de venderse, y debe de luchar por lo que piensa.

    Leer El diario del ron--Hunter S.Thompson

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