miércoles, 2 de abril de 2014

Prometheus

Esta semana hemos sabido que, como era de suponer, habrá secuela de "Prometheus". La dirigirá de nuevo Ridley Scott y estará interpretada también por Michael Fassbender y, probablemente, Noomi Rapace. El presupuesto volverá a ser gargantuesco y, por lo tanto, volveremos a disfrutar de una apoteosis de efectos especiales y espaciales. Como aficionado a la ciencia ficción debería alegrarme, pero hay un detalle que no me deja hacerlo del todo: Damon Lindelof no participará en el proyecto. El guión queda en las manos de Michael Green, quien viene de escribir la futura continuación de "Blade Runner".
La importancia de Lindelof es, para mí, total. "Prometheus" fue crucificada por el noventa por ciento de los críticos, y con razón. Los motivos se harán muy evidentes para quien se siente a visionar la película, pues pertenecen al plano de la coherencia argumental y al sentido común. Sin embargo, la lectura en profundidad de la historia descubría una serie de puntos de interés que, en mi opinión, la revalorizaban e invitaban a aguardar con esperanza la continuación. Tales puntos tienen que ver, precisamente, con las cuestiones de fondo que arroja la película, religiosas, existenciales e incluso metafísicas, pero sobre todo con la forma lostie de desarrollar la historia, con enigmas no resueltos, entrecruzados, y con la presencia de misterios cuya solución exige la participación mental del espectador. Damon Lindelof, responsable de la mayor parte de esto, no estará en la secuela. La estrategia narrativa será más clásica y la resolución de los misterios (que no sería explícita pero que, al igual que ocurrió en Lost, estaría, sin duda, sugerida) se perderá, me temo, en el limbo.
A continuación tienen la crítica que hice en su momento de la película, en la que abordo ambos aspectos, los lamentables agujeros del argumento y el calado de su propuesta interna.



I
El verano cinematográfico ha sufrido los efectos de dos noticias marcadas por un mismo apellido. El suicidio de Tony, además de suponer un desconsuelo para el fan del buen cine de acción, ha resucitado el viejo comentario con el que los aficionados gustan de fustigar a Ridley, aquello de que el hermano pequeño era “el bueno de los Scott”. Por otro lado, la segunda cuestión, el estreno de "Prometheus", tampoco parece haber ayudado mucho a restarle certeza al chascarrillo. Más bien lo contrario.
"Alien, el octavo pasajero" y "Blade Runner" fueron algo más que obras maestras del séptimo arte. Demostraron con elocuencia que existía otra ciencia ficción distinta a la que presentaba en aquellos momentos la exitosa franquicia inciada con "Star Wars", que la ciencia ficción no era sólo un disfrute para fanáticos de las naves gigantescas, las fuerzas de origen místico y los disfraces molones. Las dos maravillosas películas dirigidas por Ridley Scott recordaron a quien ya hubiera olvidado "2001, una odisea del espacio" que había una rama más seria dentro del género, que este podía ofrecer cosas importantes además del mero escapismo. Aquellas dos obras convirtieron al director en un gigante a ojos del aficionado.
Ocurre que, desde el rodaje de aquellos dos hitos, Scott ha tenido tiempo para ir demoliendo su antigua reputación, hasta el punto de hacernos dudar a muchos de si la grandeza de aquellas obras se debió más a otra serie de causas (y brillantes colaboradores) que al talento del realizador británico. Aunque Scott no había vuelto al género en tres décadas, sus continuos recortes a "Blade Runner", sus  montajes del director y demás mandangas, reivindicación del producto "real" que él quería haber dirigido, no hicieron mas que restar calidad a la primera versión cinematográfica de la novela escrita por Philip K. Dick, circunstancia que ha venido cargando de razón a los escépticos.
Del mismo modo que "Star Wars" originó una cascada de secuelas e indisimulados plagios, la idea de "Alien, el octavo pasajero" fue imitada hasta la saciedad. Algunas de las continuaciones oficiales fueron productos de gran calidad (Cameron hizo un "Aliens" magnífico cuando aún no se lo tenía creído), pero lo más llamativo fue el entusiasmo con el que la serie B, e incluso Z, acogieron la idea del terrorífico e invasivo ente alienígena. Sin duda, más de un viejo aficionado recordará aquellas sesiones de vídeo en la oscuridad de sus respectivas casas con auténtico cariño. Cómo olvidar aquella violación de la babosa, o aquel escabroso parto, o… Si no teméis recordar aquellos despiporres cinematográficos, los títulos os saldrán solos: "La galaxia del terror", "Inseminoids", "Xtroo"...


Tras más de 30 años, vividos entre continuaciones oficiales y plagiarios, era lógico que el anuncio de la precuela de "Alien, el octavo pasajero", dirigida además por el propio Scott, provocara una expectación enorme. Ignoro qué esperaba el espectador medio, pero el hecho es que la perplejidad ha desbordado las salas de cine. Para pasmo del personal, "Prometheus" se acerca más a aquellas traumáticas imitaciones de bajo presupuesto que a su propia franquicia. Cierto que se adivina una innegable ambición, y que hay unos cuantos guiños a las películas previas de la serie, pero el tono general guarda una mayor relación con aquellas desquiciadas y misérrimas imitaciones de baratillo, aunque su diseño de producción demuestre su enorme presupuesto.
No falta de nada. Un robot diabólico, inseminación alienígena, aberraciones genéticas, partos gore, cabezas que estallan, chicas corriendo en bragas por oscuros pasillos… Y por supuesto, tentáculos. Tampoco faltan los detalles de cutrez narrativa que tanta diversión y simpatía provocaban. En "Prometheus" hay errores inauditos y saltos de guión que sólo se explican por la presumible existencia de una futura versión extendida. En uno de ellos, la protagonista (a la que su 1,60 deja en mal lugar ante el recuerdo de la bigarda Ripley), además de dar saltos y correr a lo Bolt con el vientre rajado de un costado al otro, tiene el conocimiento de algo que por coherencia argumental no debería saber.
Hay alguna línea de diálogo sonrojante y sujetos que se lanzan al suicidio con una despreocupación hilarante. De todos los personajes, es el cartógrafo el que se pierde, y el biólogo quien se salta todas las precauciones de su campo. Hay una muerte ridícula, de teleserie mala, por no saber correr hacia los lados. Hay bastantes más cosas, pero huelga escribirlas. Rememorando aquella escena de "Alien 3" en la que Ripley se arrojaba a la muerte sujetando cariñosamente a la criatura, esta película se muestra como el abrazo íntimo y blasfemo de la franquicia con sus excrecencias.
Es decir, que en resumen, mal. Y sin embargo…, sin embargo la película es defendible por otros valores. Los agujeros de guión, los sucesos absurdos, las líneas de diálogo cutres y las actitudes simplonas por parte de unos personajes (para colmo, científicos) más tontos que Abundio animan a salir corriendo del cine, pero si uno logra soslayar esos cráteres en su superficie y acceder a una lectura más profunda de la película se va a ver parcialmente recompensado. Déjenme explicarles por qué.

II


“Ridley hace películas para la posteridad. Las mías son más rock and roll”, decía el malogrado Tony Scott. Aunque con resultados dispares, el hermano mayor de los Scott siempre ha tratado de dotar a sus productos de una cierta enjundia intelectual. Mientras que el principal objetivo de Tony era el entretenimiento, Ridley se ha venido decantando usualmente por la creación de producciones de cierta relevancia (aunque en ocasiones el resultado haya dado en una inversión de papeles, cosas que pasan). Retomar el universo de "Alien, el octavo pasajero", el clásico, la película que le dio a conocer, suponía un reto ideal para su afan de trascendencia. Era presumible, por tanto, que la película contaría con una importante carga intelectual. Atendiendo a una serie de elementos, es evidente que así ha sido.
En cuanto a los aspectos técnicos y al trasfondo argumental, "Prometheus" se presenta, ya desde el primer plano, como un producto ambicioso. El diseño de producción y los efectos visuales son impecables, de primera magnitud, lo esperado en una superproducción de 130 millones de dólares. Si el espectador no cae en el timo del 3D y su eterna oscuridad, podrá asistir a un despliegue visual impactante y disfrutar con la influencia de fondo (en este caso como asesor) de H. R. Giger y sus siempre fascinantes diseños. Con ellos, la película gana en atmósfera y en refinamiento. La banda sonora, otro de los elementos a tener siempre en cuenta, es sobre todo funcional, pero da comienzo a la película con una pieza maravillosa titulada Life. Y luego está Michael Fassbender, claro, cuya interpretación del risueño androide David sobresale entre la desidia con la que los nada sensatos personajes obligan a actuar al resto.
La película cuenta con pequeños planos que homenajean a la propia saga, como por ejemplo la canasta de tres puntos que se marca David sin mirar, el mensaje con el que Shaw finaliza la película (una copia del que deja escrito Ripley en "Alien, el octavo pasajero"), o incluso guiños más sofisticados, como que su salvación proceda de abrir una puerta para dejar entrar al monstruo, justo lo contrario de lo que hacía el personaje interpretado por Sigourney Weaver en la película original. Hay también numerosos detalles que retrotraen a "2001, una odisea del espacio", la gran obra maestra de la ciencia ficción. Es un hecho indiscutible que David, el androide, se comporta más como Hal 9000 que como Roy Batty. Y por terminar con los pequeños aciertos, hay escenas en las que se hace un buen manejo de la doble lectura, por ejemplo aquella en la que el crucifijo de la protagonista es introducido con un cuidado aséptico, científico, por el androide en un frasco de muestras, por si estuviera infectado.
Pero el mayor punto de interés de "Prometheus" no está en los detalles, sino en la propuesta de fondo, y sobre todo, en el mecanismo utilizado por su guionista Damon Lindelof para desarrollarla. Los dos asuntos principales, el debate de la creación y el origen del xenomorfo, se conjugan a lo largo de la película, entrelazándose y ofreciendo un motivo de enganche continuo al espectador. Scott pretende ahondar en el concepto de la creación e indagar en las características propias del creador. Y lo hace enfrentando dos niveles distintos, el de los Ingenieros, especie heredera de las fantasías de Erich von Däniken, y el del todopoderoso Weyland, creador de la vida artificial. El encuentro entre ellos, creadores y creaciones, constituye una de las escenas memorables de la película. En el lado opuesto de la balanza, el intento de crear un efecto dramático introduciendo la creencia religiosa en medio del conflicto no está implementado de la mejor forma.


El otro gran pilar de la historia es, naturalmente, la criatura, el alien. Quien esperara ver el origen del bichejo se habrá llevado un buen chasco. "Prometheus" no retrocede hasta su principio, sino que es un capítulo más en su desarrollo. Sólo aparece físicamente al cierre de la película, aunque su presencia sobrevuela el resto del metraje, ya sea como amenaza no mostrada o como reproducción artística en un friso. Es el elemento central de la historia, pues todas las preguntas que esta provoca conducen hacia él. Esa siembra de incógnitas, de pistas en parte sugeridas y en parte averiguadas, construye un conjunto de pequeños puntos de apoyo que van configurando una historia. Para que tome forma es necesaria la intervención del espectador, que ha de unir los cabos dispersos a lo largo del filme para poder arrojar algo de luz sobre el misterio.
Es sin duda el mejor aporte de esta película, un ejercicio que fascina y engancha por igual. El mismo con el que Damon Lindelof, responsable de la reescritura y versión final del guión, originó la locura colectiva que supuso Lost, la serie de televisión más adictiva de la historia. Aquí ha vuelto a utilizar el mismo método, culpable absoluto de que uno se pueda tirar toda una noche y más cervezas de lo que es saludable discutiendo con los amigos, intercambiando pistas para cerrar el círculo y completar el arco argumental de "Prometheus", una película polifacética. 


El texto original de esta crítica fue publicado en Frikimalismo.

jueves, 27 de marzo de 2014

Rafael Pinedo. Subte

Los lectores de esta bitácora tendrán constancia de la enorme presencia del subgénero postapocalíptico en sus páginas. He dedicado muchas entradas a esta temática, principalmente para reseñar algunas de las novelas que recurren a ella como elemento central en sus tramas. Si bien es cierto que se trata de uno de mis escenarios favoritos, no es sólo el gusto personal la causa de su gran trascendencia en Literatura en los talones. Creé el blog en 2006, y han sido la circunstancia social y las novedades literarias las que han ido marcando esta tendencia.
El postapocalíptico lleva unos años en primer plano, sea en películas o en libros. Como ya he comentado en recientes ocasiones, el 90% de las nuevas novelas catalogadas como distopías no pertenecen, de hecho, al subgénero que sublimaron Zamiatin, Orwell y Huxley, sino a este. Los motivos por los que, al igual que ocurrió en la Guerra Fría, el postapocalíptico se ha puesto de moda una vez más, son fáciles de imaginar. El 11-S, la disputa subsiguiente entre civilizaciones, los malos augurios ecologistas y, finalmente, la terrible crisis económica, han resucitado los peores presagios para nuestra civilización, lo cual ha traído de vuelta la ficción del fin del mundo en sus múltiples variantes, instalándola de nuevo en el imaginario colectivo.
El caso es que no hay día en el que uno no se tope con algún texto relacionado con ella. Hoy mismo, fíjense, me ha asaltado por todas partes. A primera hora, me han invitado desde facebook a leer un artículo de El Confidencial sobre el venidero colapso de nuestra civilización. Camino del trabajo, he comenzado la lectura de "Paisajes del Apocalipsis", un libro no muy cómodo para ser consumido en el metro debido a sus dimensiones (Valdemar Gótica), y que a pesar de ello me está absorbiendo bastante. Por último, he sabido por el agregador de noticias que Nacho Illarregui ha publicado en C, la web de crítica literaria, un texto en el que analiza con gran pericia Un minuto antes de la oscuridad, la última novela postapocalíptica de Ismael Martínez Biurrun que ya comenté yo aquí hace unos días.
Desde hace unos años, esto ocurre continuamente. Convivimos con la idea del fin de los tiempos, y nos fascina y aterroriza a partes iguales. Por eso se estrena tanta película y se publica tanto texto sobre ello. La demanda, lejos de disminuir, sigue aumentando, y yo, lo confieso, no puedo estar más contento. Si sienten la misma fascinación por la narrativa del desastre que yo, y aún no lo han hecho, les sugiero que lean la mejor literatura postapocalíptica que se ha escrito en castellano en los últimos años, la Trilogía de la devastación de Rafael Pinedo. Tras la excelencia de Plop y Frío, Subte constituye, precisamente, un cierre de lujo para esta maravillosa serie.



La finalización de la lectura de Subte trae consigo una inmensa tristeza. Por el contenido de la lectura en sí, pero principalmente por la evidencia de que ya no habrá más obras de Rafael Pinedo que llevarse a los ojos. Para bien o para mal, si Pinedo pasa a la posteridad será como escritor de culto, esa etiqueta con la que se designa a aquellos autores que poseen algo especial, que para unos pocos rozan la genialidad y aún así nunca llegarán a gozar de una fama global. Subte supone un más difícil todavía en la escasa obra del escritor nacido en Buenos Aires. Consta de apenas 90 páginas, pero en ellas pervive el ánima y el estilo que tanta fascinación provocaban en sus dos novelas anteriores.
La trama de esta novela es, debido a su breve extensión, apenas episódica, y sin embargo, una vez concluída su lectura, se tiene la sensación de haber presenciado (y vivido, ese es el gran haber del autor) una jornada larga y terriblemente intensa. Proc, la protagonista absoluta de la historia, es una adolescente en avanzado estado de gestación. Perseguida por perros salvajes a través de los túneles del metro, se ve obligada a bajar por un hueco a oscuras a un nivel inferior. Allí se encuentra con la tribu de “los ciegos”, así denominados por vivir en una completa oscuridad. Tras hacer amistad con Ish, una de sus miembros, intenta escapar de vuelta a la superficie, pero los dolores del inminente parto dificultan la huida.
Aunque las herramientas narrativas empleadas por Pinedo son las mismas que en las anteriores novelas (oraciones cortas, puntos y aparte continuos, escasez de adjetivos, concisión absoluta) y el contenido reincide en la misma temática, se puede decir que, a pesar de su menor extensión, quizás sea ésta la novela más intensa del argentino y en la que la peripecia presenta una mayor ortodoxia. La aventura de Proc guarda puntos en común con otras grandes obras de la ciencia ficción. Su estancia entre los ciegos del submundo, especialmente en aquellos pasajes en los que se propone el contacto físico como medio especial de comunicación, retrotrae a los momentos más significativos de La persistencia de la visión, uno de los mejores relatos escritos por John Varley. En su conjunto, la historia coincide en la propuesta del escenario y en su tono aventurero con La nave estelar, uno de los clásicos indiscutibles de Brian Aldiss.
De hecho, si en un ejercicio de imaginación sustituyéramos los subterráneos por un entorno más tecnificado, Subte podría pasar perfectamente por un relato de nave generacional, un subgénero clásico de la ciencia ficción en el que los protagonistas a menudo han involucionado hasta su condición más básica. La diferencia con esas obras la marca, además de la localización, el estilo con el que Pinedo elabora su historia. La voz narrativa es semejante a la que sostienen las dos novelas anteriores. Llana, honesta, desprovista de enjuciamientos, se mantiene fiel a la obligación que el bonaerense se marcó desde el primer libro, la de mostrar más que contar. Sólo en una ocasión se rompe esa neutralidad, un único párrafo en el capítulo VI en el que la voz se vuelve introspectiva y asume la primera persona, creando un escalofriante contraste entre el cruel mundo exterior y la inocencia que se adivina en ese espacio interior.
Más allá de sus propias bondades como obra independiente, Subte ofrece otros focos de interés, principalmente en su condición de “una de las partes”. Es el punto final a la trilogía en la que Pinedo convierte lo que él llamaba el “fin de la cultura” en herramienta de estudio. “La cultura se desmigaja y las migas se pudren por el suelo”, decía el escritor, y aseguraba que una profundización en nuestro ritos y normas sociales ponía al descubierto un mundo ridículo, conformado sobre estructuras absurdas. Todos los nexos comunes a las tres novelas conducen a la misma idea, aunque si se pone la suficiente atención en sus respectivas peripecias resulta evidente una cierta evolución de signo positivo, una mínima pero perceptible deriva hacia el optimismo.
En una ficticia disposición cronológica de la serie, Subte ocuparía el segundo lugar. La civilización se muestra ausente en las tres novelas, pero la barbarie no se ha adueñado de la especie humana con igual intensidad. Frío muestra la caída en ella de un solo individuo, mientras se adivina el fin de la civilización tras los muros; Plop supone la más descarnada conclusión, un futuro desnudo en el que de la sociedad sólo quedan las normas de superviviencia y la superstición; en Subte se ha perdido el eco de la civilización, pero aún hay vestigios de humanidad en algunos de sus individuos. Si los protagonistas de las dos anteriores novelas perdían la vida por y para el rito, Proc, sin embargo, evita el cumplimiento estricto de sus leyes recurriendo a una artimaña.
Es cierto que en los tres libros el dogma es quebrado por el instinto, pero en las dos primeras obras es algo que ocurre involuntariamente y que no trae más cambio al individuo que la muerte. Plop se apoya en la ambición y el ansia de poder para llegar a lo más alto, pero su ruptura con la norma social es castigada con el enterramiento; la protagonista de Frío subvierte el rito religioso desde su sexualidad, pero no es un acto deliberado, sino procedente de su ignorancia. Proc, sin embargo, decide desde la pura volición plegar el dogma para salirse con la suya. En esta novela, la naturaleza, representada además por el instinto maternal, un valor que posee una mejor imagen que la ambición y la sexualidad, consigue una pequeña victoria sobre la necesidad humana de crear y obedecer ritos sociales. Quizás el final de Proc le parezca aberrante al lector, pero es, al fin y al cabo, el que ella desea tener, y marca un posible cambio futuro en el devenir de su tribu.
Subte marca un cambio quizás pequeño pero perceptible en una trilogía ya mítica. Tras la conclusión de las dos novelas anteriores, en sus respectivos universos sólo cabe ir a peor, pues el rito se convalida con la muerte de ambos protagonistas. Sin embargo, al final de esta nouvelle, tanto la decisión de Proc como la posterior aceptación de los miembros de su tribu sugieren que el mundo de “los sordos”, como es conocida por los otros la tribu de la superficie, está preparado para aceptar el cambio. El mensaje sigue siendo fiel a la idea con la que Pinedo escribió su serie. Tras la cultura humana no hay nada; nada salvo los instintos más primarios. Pero al menos la capacidad para el cambio, algo que en las anteriores novelas no existía, aquí sí está presente.
En tan pocas páginas no se puede lograr más rendimiento. A pesar de su escasa longitud, Subte mantiene la exigencia de ésta extraordinaria “Trilogía de la devastación”. Los merecimientos alcanzados por Rafael Pinedo en una obra tan escasa constituyen para mí una suerte de misterio, una demostración poderosa de lo grande y enigmática que es la creación literaria. He aquí un autor con un estilo diferente a lo que la literatura latinoamericana estipula. ¿Y qué hay de su propia circunstancia? El caos, la desgracia de todo un país murmurando en sus oídos al comienzo de su obra y la tragedia personal golpeándole en su ultimación. Tres novelas y tres cuentos, no hay más. Unas obras completas que caben en un volumen de apenas 400 páginas, pero que son historia de la ciencia ficción escrita en castellano. Sería bueno que alguien hiciera justicia.



La versión original de esta crítica fue publicada en C.

miércoles, 26 de marzo de 2014

Pellizcos

El hábito de la lectura se ha esfumado; el problema es nuestra flamante ineptitud para concentrarnos. En 20 años la lectura de libros será un culto.

-Sergio Vilela-

miércoles, 19 de marzo de 2014

Daños colaterales

He vuelto a recuperar el ritmo de lectura. Y es un notición, créanme, porque llevaba mucho, demasiado tiempo preso de la más absoluta pereza. ¿Cómo lo he logrado? Lo primero que he hecho es marcarme un objetivo modesto: 30 libros antes de que acabe el 2014. Lo segundo, crucial, desengancharme del ordenador. Lo tercero ha venido dado por las circunstancias. Me he visto obligado a cambiar el coche por el metro como método de transporte, y los viajes al lugar de trabajo son largos. Por último, las prestaciones de Goodreads como archivador me han permitido sistematizar mi actividad lectora, algo que para un tipo tan amante del orden como yo es fundamental. Así pues, un reto, un método para llevarlo a cabo y la disposición necesaria, medidas perentorias tomadas para solucionar un mal preocupante e insólito: la falta de apetito por la lectura.
De momento, la cosa va bien, aunque el cumplimiento de la disciplina que me he marcado está teniendo efectos colaterales. Ya les conté hace unos años, en la entrada titulada Lecturas abandonadas, cómo había logrado superar una vieja y perniciosa costumbre, la de acabar todo libro que comenzaba, así como la causa que había motivado el cambio. Desde entonces ha caído algún que otro libro inconcluso, pero no tantos como para tener que contarlos usando más de una mano. Desde que empecé mi reto, sin embargo, he renunciado en un breve espacio de tiempo a la lectura de dos novelas. Y lo peor de todo es que, debido al ritmo que semejante actitud me proporciona, estoy comenzando a cogerle gusto. Llegar al número de lecturas establecido y la visión de la gran cantidad de libros aún no leídos que abarrotan mi biblioteca personal son motivos complementarios que se suman para acicatear mi disposición. Debido a ello, mi mano está más suelta que nunca en este aspecto.
El primer libro que dejé tirado fue Historia cero, de William Gibson. Es el último volumen de una trilogía escrita por uno de mis escritores favoritos. Por supuesto, ya había leído los dos anteriores, Mundo espejo y País de espías, el primero magnífico, el segundo peor. Esta podría ser una de las causas de mi abandono. No comencé la lectura muy animado debido a que se mueve en el mismo universo que la novela anterior, y para colmo cuenta con la misma protagonista, la ex-cantante Hollis Henry. Nada más comenzar, tuve la misma sensación que había sufrido con el segundo libro: Gibson parecía escribir de forma distinta, el dislocado estilo de sus obras de ciencia ficción ya no estaba. Sí su puntillismo en las descripciones, pero no la musicalidad de antaño. Desconozco si es debido a ello, y tampoco lo quiero investigar, pero el traductor de aquellos libros no es el mismo que el de estos dos. Para colmo, el mcguffin que dispara la trama en esta historia, el diseño textil y sus conexiones con la ropa de combate, me pareció, además, harto aburrido.
Había leído todos los libros publicados en nuestro país escritos por William Gibson (lo que viene a ser toda su obra), y como ya mencioné, es el tercer libro de una trilogía (trilogía a la Gibson, sin más continuidad que la temática), y, calibren el grado de mi sufrimiento, lo dejé pasadas las cien páginas. Exactamente en el mismo punto que acabo de dejar la lectura de Iris, la novela de ciencia ficción escrita por Edmundo Paz Soldán y publicada por Alfaguara con una cubierta más propia de una colección del género. En este caso se trataba de la primera novela que intentaba leer del autor boliviano. La historia es desarrollada por medio de distintos narradores, y, al menos los dos que me dio tiempo a conocer, utilizan un lenguaje que hace uso constante de neologismos procedentes de la fusión entre la lengua castellana y el inglés. Como en otros casos de inmersión directa, no hay explicaciones, el lector ha de aprender sobre la marcha. Este tipo de estrategia narrativa no supone ninguna novedad en la ciencia ficción, pero es bastante exigente con el lector. Mundos en el abismo, una de las mejores novelas de la cf española, ha sido criticada por ello más de una vez.
No es ese, sin embargo, el motivo de mi desánimo. Se hace evidente desde las primeras páginas (y esto no es malo sino todo lo contrario) que el libro trata de convertirse, como ocurre en casi toda la cf, en una alegoría, una herramienta que haciendo uso de la metáfora trata temas como el colonialismo, la ocupación territorial y el terrorismo en su función distorsionadora. La ambientación sudamericana es muy clara y quizás el elemento más interesante de la parte que he leído. El mayor problema es que en más de cien páginas no ocurre apenas nada, todo es descripción de la situación que viven los irisinos, el equilibrio entre los habitantes naturales y los ocupantes. Apenas hay información del entorno (la antítesis, curiosamente, de Gibson), porque la situación personal y vivencial de los protagonistas, sus problemas personales, ocupan todo el espacio. Quién soy y qué hago aquí y cómo es esto. Cuando al fin llega el segundo capítulo, el narrador cambia, y vuelve a incidirse en los mismos asuntos, qué llevó allí al personaje y la descripción (sin apenas progreso) de la problemática social y religiosa en Iris.
Cuando en una novela no ocurren cosas, cuando no hay grandes acontecimientos y todo es interior, hay que dirigir la mirada hacia la prosa, hacia el estilo. Desgraciadamente, en esta novela estos no alivian, sino más bien lo contrario, añaden peso a las alforjas del lector. El evolucionado spanglish que hablan continuamente los personajes actúa como un martillo. Cuando el lenguaje es en parte un invento, poco y mal puedes calibrar su calidad, así que todo se confabula para alejarme de esas páginas. Veo el esfuerzo, intuyo el objetivo, me imagino hacia dónde va, pero tarda tanto en desplegarlo, y sobre todo, tarda tanto en arrancar, que mi interés decae inevitablemente. La recompensa en este libro llega, imagino, a largo plazo, y me temo que ahora mismo no tengo tanta paciencia.
La pregunta es: ¿convierte esto a Iris en un mal libro? No lo sé. ¿Y aquello a Historia cero? Lo ignoro. Es imposible valorar toda una obra sin conocerla en su plenitud. Particularmente, me parece una falta de respeto hacerlo. Se pueden extractar páginas o párrafos y hacer, a la vieja usanza, un comentario de texto como nos enseñó a muchos el maestro Lázaro Carreter, pero utilizar la lógica inductiva y enjuiciar una obra compleja por una de sus partes es un error, tremendo e injusto. Me reconozco un lector más de finales que de principios. Mis valoraciones pueden subir con un buen final que dé un sentido más completo o incluso distinto a la historia, y pueden bajar si no se concluye con la misma excelencia que el resto, así que imagínense cuán injusto sería por mi parte emitir un juicio de estos libros habiendo leído de ellos poco más de cien páginas. No, no les diré si son buenos o malos, pero sí que en su primer tercio me aburrieron de tal modo que tuve que abandonarlos.



viernes, 14 de marzo de 2014

Breves: Auster, Katayama

El libro de las ilusiones, de Paul Auster

"Por muy bellas e hipnóticas que fueran a veces las imágenes, nunca me daban tanta satisfacción como las palabras." No deja de ser paradójica esta frase dentro de un libro en el que tanta importancia tienen las películas, pero se trata de Paul Auster, y con él lo azaroso, incluido lo contradictorio, siempre está presente. La literatura y el cine aparecen aquí representados con gran delicadeza y cariño, y no sorprende la presencia de gran parte de los elementos habituales en el universo austeriano. Está claro que el de Newark no cree en la idea de destino. El hilo argumental avanza por mor de una serie de casualidades y accidentes. Son ese tipo de imponderables los que ponen en contacto a las personas y desencadenan los múltiples acontecimientos.
El núcleo de la historia, la búsqueda y el misterio de Hector Mann, el viejo actor del cine mudo, llega incluso a desaparecer en algunos tramos del libro, soterrado por la serie de ramificaciones que la realidad, siempre circunstancial, nunca delineada, va imponiendo al protagonista. El carácter trágico del argumento sitúa a la novela en ocasiones al borde del culebrón dramático, pero no en los términos de la sobremesa televisiva, sino en los del más absoluto enganche literario. Auster demuestra que es, ante todo, un magnífico contador de historias, y que su buen hacer corre más en la línea de la construcción de relatos interesantes y complejos que en la de las complicaciones emocionales.
La carga metaliteraria viene dada por la identificación entre el pequeño apocalipsis personal vivido por David Zimmer, el protagonista, y lo que éste encuentra dentro de las películas a las que va teniendo acceso, "Viajes por el Scriptorium" y "La vida interior de Martin Frost". Son obras que traspasan las páginas de El libro de las ilusiones para infectar al lector con el deseo de verlas y que, cómo no, el propio Auster convertiría más tarde en novela y film respectivamente.



Un grito de amor desde el centro del mundo, de Kyoichi Katayama

Dicen que no todo en la literatura actual japonesa es Murakami pero a veces lo parece. Y yo estoy de acuerdo en que es sólo una impresión. Ocurre con Banana Yoshimoto, y ocurre con esta novela de Kyoichi Katayama. A primera vista, tanto las historias como el tratamiento inicial remiten al autor japonés más famoso del momento, pero una vez que el lector se aventura en las regiones interiores del libro se da cuenta de que se trata más de un prejucio occidental que de una realidad. Aplicamos a los libros orientales el mismo rasero que a los rostros, pero poco tarda el observador avezado en descubrir las notables diferencias entre uno y otro.
Esta novela podría confundirse de partida con Tokyo Blues, pero el tratamiento y el trasfondo del asunto amoroso son distintos. En ella se narra una historia romántica entre adolescentes, de un amor puro y sin atenuantes, como sólo lo es a esas edades, y que acaba trastocada en tragedia por la enfermedad de uno de los jóvenes. Aki y Sakutarô mantienen una relación inocente pero intensa. El abuelo del muchacho, desde sus propios recuerdos, alimenta sin saberlo ese amor con su propia historia. El estilo de Katayama es limpio, tanto como lo es el idilio entre sus dos protagonistas, y debido a su sencillez logra que las descripciones le lleguen al lector nítidas, con un efecto directo. Por ello, los momentos de belleza repartidos por el libro, principalmente los que se dan en la isla abandonada, poseen, desprovistos de innecesarios detalles, el hálito benévolo del recuerdo.
La emoción es transmitida con intensidad principalmente en los momentos trágicos de la narración, en la lucha contra el fin del tiempo y en el peso de la ausencia, pero se siente también a lo largo de gran parte del libro. Un grito de amor desde el centro del mundo  es una novela modesta, se lee en apenas nada, pero deja un grato aroma en la memoria.



miércoles, 5 de marzo de 2014

Ismael Martínez Biurrun. Un minuto antes de la oscuridad

Un minuto antes de la oscuridad, de Ismael Martínez Biurrun, es la representante más reciente de ese grupo de novelas catalogadas de forma inapropiada e ignorante como distopías, el calificativo de moda con el que las colecciones procedentes del mercado generalista y los escritores adscritos a ellas intentan eludir, de forma risible, su incontestable pertenencia al género de ciencia ficción. Sí, el término ciencia ficción ahuyenta a los compradores, eso es sabido desde hace años, pero sorprende la falta de rigor con la que las grandes editoriales, haciendo uso de estrategias más propias de un mercachifle, están procurando salvar ese escollo. Sorprende también el silencio del fandom, protagonista en el pasado de reacciones tan furibundas como la mostrada contra el término "prospectiva" (una nueva denominación para ciertas temáticas del género basada en un profuso aparato teórico pero, ay, propuesta desde el mundillo) y que ahora calla e incluso apoya el ninguneo exterior de su propio nomenclátor.
La novela de Biurrun no es una "falsa utopía" (no otra cosa es la distopía), no hay elemento político en ella. Pertenece al subgenero de catástrofes, más propiamente al near future de tintes apocalípticos, aunque, paradójicamente, no facilita información de ningún tipo sobre las causas de la situación límite, del desastre que ha conducido a ese Madrid de pasado mañana hasta el punto de derrumbe en el que se encuentra. Una circunstancia que, por otra parte, no es obligatoria en la cf cuando la trama y el escenario son verosímiles. En esta novela, he aquí uno de sus puntos flojos, no llegan a serlo del todo.

Tras una serie de colapsos y revueltas, Madrid se ha replegado sobre sí misma y ha dejado de ser una ciudad segura más allá de la M-30. Las autoridades han cortado todos los suministros a los barrios del exterior, donde la policía ya hace tiempo que no patrulla. Cada día, familias como la de Ciro, Sole y su hijo se encierran en casa y cuentan los minutos hasta el anochecer, cuando una extraña multitud silenciosa toma las calles.
En medio de esta atmósfera irrespirable, Ciro deberá elegir entre huir con los suyos o luchar contra el avance de la barbarie: un dilema que partirá por la mitad el corazón de esta familia y que les llevará a cuestionarse quiénes son en realidad.

La novela presenta una doble vertiente genérica, se nutre a la par de la ciencia ficción y el terror, aunque con resultado desigual. Hay un problema de fondo con el carácter apocalíptico de esta historia, es difícil no hacerse preguntas constantemente sobre la extraña situación de la ciudad. Como señalé antes, no es necesario conocer el origen del derrumbe de la civilización, pero, en aras de la verosimilitud, sí algunas de las extrañas características que presenta el escenario. Madrid ha reducido el número de sus habitantes en un 90%, pero no hay señal de una amenaza lo suficientemente grave como para dar sentido a ese éxodo. A veces, Ciro, el protagonista, no encuentra a nadie por las calles, pero hay pasajes en un Barrio de la Prosperidad repleto de gente y una M-30 con bastante tráfico; la Universidad, la policía y el servicio de recogida de basuras, aunque bajo mínimos, aún existen, luego la administración aún funciona; algunas de las familias que abandonan sus hogares les prenden fuego, sin que la causa resulte evidente, y sin embargo otras no; el alcalde intenta levantar un muro que cerque la ciudad para protegerla de la amenaza de un grupo de solo 500 personas violentas acampado al este y a nadie parece extrañarle; el muro, en una ciudad depauperada, sin medios y con escasa mano de obra, va a una velocidad de construcción que nada tiene que ver con los cuatro años que empleó el faráon Gallardón en realizar las obras del sur de la M-30, mucho más modestas que lo que se propone en el libro.
Todos estos detalles perjudican, como decía, la verosimilitud e impiden sumergirse en la historia. Hay un hálito de falsedad continuo, una molesta sensación de que el autor ha construido un escenario ad hoc en el que encaje bien su historia, sin preocuparse mucho por la lógica o el sentido de ciertas situaciones. El otro elemento propio de la ciencia ficción, la clonación, está mejor tratado. El punto de partida es poco original, el género ha abordado esta temática bastantes veces, incluso en el asunto particular, el que concierne a las ventajas de una versión más joven (aunque en este caso sólo mentalmente) del amante. Sin embargo, Biurrun exprime muy bien las posibilidades que ofrece la historia, y llega incluso a enlazarlo (diría que en estos tiempos ya inevitablemente) con Blade Runner, escena de homenaje incluida. La dualidad androide/clon instituida en el personaje de Yonan es brillante.
Mejor trabajado está el componente terrorífico, en el que la ajenidad y el carácter ambiguo del clon, salvador y suplantador a la vez, juega un papel importante. Los "hawaianos", una horda violenta que recorre las calles asesinando adultos y raptando niños sin motivo aparente, son, sin duda, el mayor acierto de la novela. Una amenaza sin sentido, el fin de la civilización, el reverso de todo aquello en lo que Ciro cree y que le mantiene en pie. Junto al tratamiento de los personajes protagonistas, el punto fuerte de la novela. Ciro representa la lucha por conservar lo establecido, por mantener la llama de la civilización encendida. Su causa no es heróica, su día a día es más bien una cuestión de supervivencia, la defensa de su familia y de su estabilidad. La única forma de sobrevivir que tiene es mantener su rutina. En un mundo que se hunde, sigue acudiendo al trabajo como quien en nuestra España actual continúa pagando su hipoteca, pura inercia desesperada. A su lado, su hijo de dos años y Soledad, ex alcohólica, adicta a las píldoras, una persona tan débil interiormente como estúpida, ahora inmersa en una situación que hace honor a su nombre. El derrumbe de todo ha podido con ella, así que se entrega a la autoconmiseración y a hacerle la vida imposible a Ciro, su pareja. El mayor acierto de la novela proviene del respeto mostrado por el autor a este personaje, fiel a sí mismo hasta el final. Su último acto de estupidez suprema desencadena un desenlace esperado y otro magnífico, que explica sin hacerlo explícito la existencia de los hawaianos.
Pero, tratándose de Ismael Martínez Biurrun, un aspecto que se debe mencionar siempre es el estilo. No estamos ante un escritor conformista, y eso hay que valorarlo, pero la ambición mostrada en esta novela arroja tantos elementos para el elogio como para la detracción. El cambio continuado de tiempos verbales e incluso de persona en la voz narrativa confiere agilidad al texto. Se lee rápido, tiene un gran ritmo, excepto en aquellas ocasiones en las que el retoricismo no es acertado. Biurrun siente debilidad por los tropos, y el texto está, en ocasiones, repleto de metáforas, metonimias, símiles y comparaciones; el problema es que no siempre hace un uso acertado de ellos. Hay bellas imágenes en el texto, pero también contados desaciertos. Así, la joven Li Yun tiene para el protagonista "un cuerpo alto y estrecho como un tallo, apenas hembrado, aunque deseable de un modo febril"; hay "un portal varado en una travesía desprovista de toda épica,aunque dotada de contenedores para la basura"; un pasillo interior cuenta con una "atmósfera goteante" y una radio emite información a través de una "voz demacrada". Y es que el lirismo no lo es todo en las figuras retóricas, estas han de tener una cierta correlación conceptual y, sobre todo, sentido.
Si unimos a estos detalles estilísticos algún efectismo aislado tan gratuito como la decapitación y separación de las dos primeras víctimas (posteriormente no se menciona el motivo de ese modus operandi), se tiene la sensación de que algunos tramos de la novela han sido elaborados con la intención de epatar al lector más que para servir a la narración. Haciendo balance, un escenario mal apuntalado y una prosa en ocasiones poco certera son, en definitiva, los puntos oscuros de Un minuto antes de la oscuridad. Los claros, una escritura ambiciosa, un buen manejo del suspense, unos personajes coherentes y bien definidos, alejados del estereotipo, y alguna que otra imagen poderosa en el ámbito de lo terrorífico. No es una novela maravillosa, tiene bondades y desaciertos, errores de pulso, pero se huele el talento tras el teclado. Me anima a leer trabajos futuros del autor. Con suerte, quién sabe, lo próximo que escriba Biurrun podría ser una auténtica distopía.

 

lunes, 27 de enero de 2014

Imágenes de cf. XX




"Y entonces vi de nuevo, y para siempre, lo que siempre había temido ver, y que siempre había evitado ver: que él era una mujer tanto como un hombre. Toda necesidad de explicarse los orígenes de ese miedo desapareció con el miedo mismo; y al fin no quedó en mí otra cosa que haber aceptado a Estraven tal como era. Hasta entonces yo lo había rechazado, había rehusado reconocerlo. Estraven había tenido mucha razón cuando dijo que él, la única persona de Gueden que había confiado en mí, era el único guedeniano de quien yo desconfiaba. Pues él era el único que me había aceptado del todo como ser humano; a quien yo le había agradado como persona y me había sido leal, y que por lo mismo había esperado de mi un grado semejante de reconocimiento, de aceptación. Yo me había resistido, y había tenido miedo. Yo no quería dar mi confianza y mi amistad a un hombre que era una mujer, a una mujer que era un hombre.
Estraven me explicó, tiesa y sencillamente, que estaba en kémmer, y que había estado tratando de evitarme aunque era difícil.
—No he de tocarte —dijo con mucho esfuerzo, y en seguida apartó los ojos.
Yo dije: —Entiendo. Estoy en todo de acuerdo.
Pues me parecía, y creo que a él también, que de esa tensión sexual que había entre nosotros, admitida y entendida ahora, aunque no por eso aliviada, de esa tensión nacía la notable y repentina seguridad de que éramos amigos; una amistad que los dos necesitábamos tanto en nuestro exilio, y ya tan probada en los días y noches de aquel duro viaje, y que también, tanto ahora como después, podía llamarse amor. Pero ese amor venia de la diferencia entre nosotros, no de las afinidades y semejanzas, y esto era un puente en verdad, el único puente tendido sobre lo que tanto nos separaba. Para nosotros el contacto sexual hubiese sido encontrarnos de nuevo como extraños. Nos habíamos tocado del único modo posible. No fuimos más allá. No sé si teníamos razón."


viernes, 24 de enero de 2014

Mario Benedetti. No te salves

"No lo hagas."
¿Cómo?
"No vayas."
Pero debo hacerlo. Alguien ha de estar con ella.
"Ya encontrará a alguien."
Está aterrada. Me voy.
"Piensa en ello. Piénsalo. Porque si vas, estás acabado."

Así concluye El animal moribundo, la enésima gran novela de Philip Roth. Puede que la hayan leído, o puede que hayan visto la versión cinematográfica que dirigió Isabel Coixet, una película a la que tuvieron la mala idea de bautizar con el mismo título que ya le habían puesto a otra novela de Roth en España. Recordé este final debido al cartel promocional de otro film que tuve la oportunidad de ver hace unos días. "El idioma imposible" traslada a imágenes la novela homónima de Francisco Casavella, última de la trilogía El día del Watusi. Un joven traficante y una niña pija adicta a lo que él vende en la Barcelona de los 80. No estaba mal. La frase que disparó el recuerdo, impresa en la parte superior del cartel, fue esta: "si te salvas te traicionas, si te salvas estás muerto". La leí y me acordé de Roth, de esa novela, de sus últimas líneas.
La mente del lector está continuamente expuesta a este tipo de asaltos. Nuestra memoria hurga en dos campos distintos, el de lo vivido y el de lo leído. La mayor parte de lo que uno ha leído se olvida, pero aquello que nos deja huella, esos pequeños momentos de las grandes obras, perdura. Más si, de alguna manera, nos toca personalmente. David Kepesh, protagonista de El animal moribundo, ha eludido durante toda su vida las responsabilidades emocionales. Seductor de jovencitas impenitente, jamás ha puesto su corazón en compromiso, pero la reaparición de Consuelo representa una amenaza. No voy a contarles nada importante, no se preocupen. El diálogo final que abre esta entrada lo mantiene con un amigo innominado que desde el principio de la novela ha permanecido en la sombra y que, el lector habrá de decidirlo, quizás no sea alguien, sino su propia conciencia.
La última frase ofrece varias lecturas. En primera instancia, parece un mero aviso de peligro por lo que podría ser el fin de sus aventuras. En otro nivel más superficial, podría ser una mofa dirigida hacia quien ha caído en aquello de lo que se rió siempre. Pero en realidad, el aviso tiene un significado más profundo y una relevancia literaria que da sentido y objeto al resto de la obra. Kepesh lleva toda la vida a salvo, a pesar de su abultado historial de relaciones, parapetado en su interior. Lo que está a punto de hacer romperá la seguridad emocional que le ha mantenido indemne a lo largo de su vida, así como su propia libertad. "No lo hagas, sálvate, porque si la salvas estás perdido", le dice en realidad la misteriosa voz. Está ante el viejo dilema, la dicotomía entre seguridad y felicidad. Arriesgarse a ganarlo o perderlo todo; o no hacerlo y conformarse con las sobras. Dos filosofías de vida radicalmente opuestas.
Mario Benedetti lo expresó a la perfección en uno de sus poemas más populares. Pueden leerlo a continuación. El escritor uruguayo tomó partido en el mismo texto, pero dio al lector libertad de elección. Es un poema muy utilizado en internet, en las redes sociales, casi como herramienta de autoayuda, para motivar, para ensalzar el riesgo, la apuesta por la vida y la valentía; para animar a salir del cascarón y abrirse al mundo. Seguramente les encenderá el ánimo. Es, de hecho, lo que a David Kepesh le gustaría escuchar en esos últimos momentos de la historia: no te salves. Léanlo, sintonizarán con el mensaje. Pero si no es así, si sorprendentemente se ven más en el papel del interlocutor, recuerden que, llegado el momento, habrán de ser fuertes para hacer caso tanto al poeta, a su último verso, como a la disfrazada voz de sus propias conciencias.

       
No te salves

No te quedes inmóvil
al borde del camino
no congeles el júbilo
no quieras con desgana
no te salves ahora
ni nunca
no te salves

no te llenes de calma
no reserves del mundo
sólo un rincón tranquilo
no dejes caer los párpados
pesados como juicios
no te quedes sin labios
no te duermas sin sueño
no te pienses sin sangre
no te juzgues sin tiempo

pero si
pese a todo

no puedes evitarlo
y congelas el júbilo
y quieres con desgana
y te salvas ahora
y te llenas de calma
y reservas del mundo
sólo un rincón tranquilo
y dejas caer los párpados
pesados como juicios
y te secas sin labios
y te duermes sin sueño
y te piensas sin sangre
y te juzgas sin tiempo
y te quedas inmóvil
al borde del camino
y te salvas
entonces

no te quedes conmigo.



martes, 14 de enero de 2014

Breves: Monteagudo, Pérez Navarro


El edificio, de David Monteagudo

David Monteagudo, autor también de Marcos Montes y Brañaganda, vio cómo, en apenas una semana, llegaba a los cines la versión cinematográfica de su novela Fin y a las librerías su última obra, El edificio. Es esta una antología nada extensa, circunstancia debida a la brevedad de sus relatos. El gallego demuestra que tiene un estilo definido, ágil y brillante en lo descriptivo. La cotidianeidad y el elemento fantástico sin desenlace son su sello de marca. El problema es que la suma de ambos valores, en longitudes tan breves, desemboca a menudo en la intrascendencia.
La antología se abre con "Informe sobre Aridia", un cuento de ciencia ficción magnífico (aunque explote una idea que ya imaginó el británico Christopher Priest en su novela El mundo invertido) al que acompañan relatos interesantes como "La carrera", "La fiesta de la escalera" y "El escritor en ciernes", pero también otros tantos absolutamente anecdóticos. La escritura de Monteagudo ejerce un cierto magnetismo, se hace fácil y cercana, pero en ocasiones es vacua, y eso, en distancias tan cortas como las que exige este libro, en las que el protagonismo de la idea aumenta, penaliza notablemente el concepto literario.
Hay, además, una particularidad que cabe mencionar en este blog: si el lector está bregado en el género fantástico algunos cuentos le van a parecer algo ingenuos.



14 maneras de describir la lluvia, de Daniel Pérez Navarro

A pesar de ser este su quinto libro, aún no había leído nada del autor de Mobymelville, y confieso que le tenía ganas. Me habían anticipado que su narrativa no era la usual dentro del fantástico, que se trataba de un escritor peculiar, característica suficiente como para despertar mi interés. Una vez concluida esta novela tengo que estar de acuerdo con tal consideración. Se pueden decir cosas buenas y peores de este libro, pero no hay duda de que su autor pretende algo distinto de lo que suele manejarse en la literatura fantástica española.
14 maneras de describir la lluvia es un libro ascendente, que comienza con titubeos y acaba convenciendo por la propuesta tremendamente ambiciosa que lo impulsa. Estilísticamente, a Pérez Navarro aún le queda camino por recorrer, sin embargo muestra un gran dominio del tiempo y de las estructuras internas de la narración. En la primera parte de las dos en las que se divide el libro, los personajes y hechos son presentados en tiempos distintos, días arriba o abajo, siempre fluctuando alrededor del suceso principal (el atroz asesinato de un joven en la playa) como si de una espiral se tratase. La segunda parte es, podría decirse, un desenlace con alma de epílogo en el que, sin embargo, pocas cosas se explican.
Se trata de una obra posmoderna, no sólo por su falta de linealidad, sino también por su contenido genérico. En ella se mezcla el género negro con los tres derivados del fantástico: el terror, la fantasía y la ciencia ficción. Lo macabro está muy presente, y aparte de la dislocación temporal, cabe señalar una notoria ausencia de respuestas. Los referentes de Pérez Navarro, si atendemos a esto, parecen ser bastante actuales. Hay, además, pasajes escritos en cursiva dentro del primer capítulo que suponen pequeños puntos y aparte y que remiten a una mitología arcana, tal como sucede en algunas de las obras de Cormac McCarthy. La narración no explicativa y alternante remite a autores como Haruki Murakami o M. John Harrison, expertos en presentar historias cuyos misterios han de ser cerrados por la imaginación del lector. Pérez Navarro parece haber tomado buena nota de todos, pues en su obra es fácil distinguir sus respectivas huellas.
A estas alturas de la película, reconforta ver que hay gente en el fantástico español con genuinas inquietudes literarias.


martes, 24 de diciembre de 2013

Un cuento

24 de diciembre, Navidad ad portas. Ahí va algo diferente. Ya había colgado algunos relatos antes, pero de menor longitud. La idea es que esto sea una especie de regalo navideño, aunque sospecho que la calidad del cuento igual lo convierte en lo contrario. Bueno, dicen que la intención es lo que cuenta, así que no sean muy duros.
El relato no tiene que ver con la Navidad, aunque el trasfondo toque temas afines. Surgió de un pequeño reto con una gran amiga, y ella sabe que es tan suyo como mío. La idea era coger un cliché y convertirlo en algo diferente, darle un giro que sólo el género fantástico puede aportar. Extrañamente, no se me ocurrió cómo hacerlo desde la ciencia ficción, así que empleé otro registro distinto. El resultado lo tienen a continuación. Doy las gracias a aquellos amigos que, mediante sus consejos y correcciones, me ayudaron a mejorarlo.
Feliz Navidad.


Gloria

Se llamaba Gloria y solía cantar en aquel club, un tugurio perdido en las afueras. Tenía el aspecto de un ángel y la voz más triste de la ciudad. Siempre aparecía de noche, sin previo aviso. Cruzaba la puerta, separaba las cortinas con ambos brazos y a continuación, con las miradas de los clientes prendidas en su cuerpo, se deslizaba escaleras abajo como un bello espectro. Mientras el salón enmudecía, ella avanzaba con lentitud hacia el camerino, donde se preparaba durante media hora. En ese intervalo, se corría la voz y el local se llenaba de gente procedente de todas partes. Cuando Gloria volvía a aparecer, un silencio absoluto se apoderaba de la sala. Con parsimonia, casi flotando, subía al pequeño escenario y cantaba hasta el amanecer.
Así me lo contó el viejo Pete, un escritor alcohólico que sentía debilidad por los garitos más oscuros de los suburbios. Yo le había preguntado por aquel club, y él, como quien guarda un secreto que le atormenta, me había largado lo de Gloria. Había algo raro en ella, decía, algo que le removía las entrañas, por eso nunca se quedaba hasta el final de la actuación. La descripción que hacía de aquella mujer, de su poder de seducción, había despertado mi interés. Más aún tras comprobar lo difícil que era dar con aquel sitio. No había anuncios en la carretera, y el cartel luminoso colgado sobre la puerta apenas se distinguía en la distancia. Cuatro bombillas viejas lo adornaban, pero emitían una luz pobre, escasa, como si estuvieran cansadas de vivir, tanto como las almas que pasaban bajo ellas.
Eché un vistazo desde el exterior. El aspecto de la fachada incrementaba el carácter furtivo del edificio. El amplio muro principal era uniforme, sin ventanas; su color grisáceo se veía oscurecido en algunos tramos por la presencia de grandes manchas de color negro que de cerca asemejaban costras frescas. Regueros carmesíes brotaban de ellas y recorrían la pared hasta el suelo. El edificio parecía sudar a través de su roñosa piel como un hombre más bajo aquel tórrido clima. Era una construcción fea, desagradable, aunque nada que no hubiera visto antes. La ciudad estaba llena de lugares como ese, incluso de peor aspecto.
El viejo Pete me había telefoneado dos horas antes, algo nervioso, para informarme de que Gloria estaba actuando allí aquella noche. Yo había tardado más de la cuenta en encontrar el club y no me lo pensé mucho antes de entrar, lo justo para apurar el cigarrillo y asegurarme de que, efectivamente, se trataba del Blue Demon. Dejé el eterno calor de las calles y me aventuré en su interior. Percibí de inmediato un fuerte contraste; una corriente de aire frío saludaba al recién llegado. Bajé las escaleras sintiendo un progresivo helor. Era una sensación que ya había experimentado antes en locales como ése, faltos de calidez humana. Alcé la vista y no encontré nada fuera de lugar. Aquel agujero hedía a derrota, rebosaba de almas perdidas, de fracasados y maleantes, de una fealdad que resaltaba la presencia de aquella belleza singular sobre el escenario.
El alcohol parecía producir un efecto de consuelo alrededor de las mesas, saciaba vicios y quemaba penas, pero era sólo un complemento. Nadie estaba allí por la bebida, sino para verla a ella. Gloria te atrapaba al primer vistazo. Sonreía y deslizaba su voz por encima de las aturdidas cabezas, melosa y sugerente, e iluminaba aquel pozo de miseria con una efímera promesa de salvación, con el ilusorio aroma de la esperanza. Me bastaron unos segundos para comprender qué arrastraba hasta allí a aquella gente. Era como tocar un pedazo de cielo en el lugar menos indicado.
De pie, al final de la escalera, tuve que hacer un notable esfuerzo para girar la cabeza y ponerme en marcha. Fui hacia la barra. El camarero, un tipo bajito al que le faltaba la oreja izquierda, parecía atender más a la actuación que a la clientela. Le llamé, la segunda vez más fuerte, pedí un vaso de bourbon y me acomodé en un taburete. Mientras me servía con cara de fastidio eché un vistazo general a la sala. Entre el humo del tabaco y la escasa iluminación apenas lograba ver nada que no fuera el pozo de luz del escenario, pero aun así, pude calibrar las dimensiones del local. Ni era más grande que los de la ciudad ni estaba mejor decorado.
Me giré y tomé otro trago. La pared situada tras la barra se veía tan pálida bajo los roñosos apliques como la piel de un cadáver. Estaba salpicada de manchas parduzcas que en la penumbra parecían estirarse como rostros suplicantes, separados por desconchones de pintura. Supuse que el resto del local tendría el mismo aspecto. Una cosa era indudable: la única belleza que podías encontrar allí estaba de pie sobre el escenario.
Los ojos de los hombres y mujeres sentados alrededor de las mesas brillaban en la negrura como luciérnagas alrededor de una vela. Parecían animales sedientos ante un manantial de agua fresca. Gloria, delante de ellos, apenas se movía, pero bastaba el sinuoso balanceo de sus caderas para conducirlos a lugares remotos. Su cuerpo parecía susurrar, mezclando a la par promesas de salvación y de condena. La insinuación implícita en sus labios húmedos actuaba como un imán, pero una luz inocente brotaba de sus ojos, azules como el cielo, negando todo aquello que su voz y su cuerpo sugerían.
Mientras apuraba mi vaso dejé volar la imaginación. Me bastaron unos segundos para alimentar la ilusión creciente de que la conocía, de que había compartido con ella muchos años. A ojos de cualquiera, Gloria debía de ser ambas cosas, soledad y deseo, perversión e inocencia, todo en el mismo paquete. Al menos, así la imaginé en ese momento. Escudado en la distancia, contemplé sus movimientos durante un par de canciones. Su mirada, sin embargo, cruzó la oscuridad y llegó hasta mí, forzándome a girar la cabeza. Me concentré en mi vaso. El whisky era fuerte, pero más soportable que el anhelo escondido en el fondo de aquellos ojos. Lo que allí se adivinaba removía algo en mi interior, algo de otro tiempo.
El arma bajo la gabardina se interponía entre la barra y mis costillas, pero casi agradecí aquel dolor. Sólo cuando agoté la bebida volví a mirar al escenario. Gloria estaba acabando su actuación. El ambiente se había ido cargando con una mezcla de deseo y desesperación, un hálito más espeso que el humo de los cigarros que yacían muertos en los ceniceros, consumidos igual que la esperanza en el corazón de sus dueños. Todas aquellas almas anhelaban a Gloria, esperaban un gesto de ella, una sola mirada, incluso un pequeño desprecio. Eso los habría hecho felices. Por un momento me sentí un privilegiado. Yo no la conocía, sólo iba a interrogarla, a intentar disipar mis sospechas, pero supe al ver la actuación que cualquiera de esos desgraciados habría dado media vida por estar en mi pellejo, por el solo hecho de hablar con ella, de tenerla cerca, de poder olerla.
Sentí una inesperada urgencia por estar a su lado. Debía comprobar su inocencia, certificar que no estaba involucrada en las desapariciones que me habían llevado hasta allí. La canción que ahora interpretaba comenzaba a morir en sus labios. A su conclusión, me había dicho el camarero sin oreja, volvería a su camerino.
Decidí adelantarme. Abandoné la sala y me dirigí hacia él. No encontré nada especial, sólo algunas velas encendidas. El mobiliario estaba compuesto por un par de sillas viejas llenas de lamparones, un espejo de cuerpo entero mellado y un biombo de color beis con un estampado chillón. Me acerqué para observar el dibujo. Mostraba una bandada de cuervos hundiendo sus picos en los restos de un cervatillo. La desagradable escena parecía moverse a la luz de las velas.
No había nada extraño a la vista en aquel cuarto, pero sí al olfato. Un intenso olor impregnaba el aire, un aroma a lavanda e incienso que producía una sensación ambigua, a medio camino entre la inocencia y la seducción. Localicé el origen a mi espalda. Había un manojo de tallos consumiéndose dentro de un pequeño jarrón, sobre una pequeña mesa circular en penumbra, al lado de la puerta. Era el único espacio que las velas no llegaban a iluminar.
El ruido amortiguado de los aplausos, acompañados de varias voces e incluso algún llanto, me puso en guardia. A los pocos segundos, Gloria abría la puerta y me miraba sin sorpresa. Sentí de nuevo aquella inexplicable sensación de reconocimiento.

-Hola, inspector -dijo tras cerrar lentamente.

Intenté no exteriorizar mi sorpresa, pero no tuve éxito. Una pequeña carcajada me hizo notar cuánto le divertía mi envaramiento. Para mi sorpresa, estaba nervioso, no sólo por lo rápido que ella había descubierto mi ocupación, sino también por el efecto que su presencia, ahora mucho más cercana, producía en mí. Su risa parecía sólida pero ingrávida, una corriente cristalina que serpenteaba por el aire recorriendo el cuarto, rozando paredes y techos antes de sumergirse directamente en mi cerebro. Me di cuenta de que Gloria no usaba perfume. No le hacía falta, el aroma que desprendía se elevaba por encima del persistente olor a lavanda y tiraba de mí, obligándome a realizar un esfuerzo para permanecer firme. No se me ocurrió mejor comienzo que preguntarle innecesariamente su nombre.

-Gloria, llámame Gloria -contestó.

De cerca, su voz era aún más magnética que en el escenario, turbadora. Intenté mantenerme frío. Le informé del motivo de mi presencia allí, le hablé de las desapariciones que llevaba meses investigando. Tipos anónimos a los que nadie echaba en falta, que un día, simplemente, dejaban de aparecer por sus desastradas viviendas. Jamás dejaban una nota, desaparecían sin más. Lo que al principio fueron unos pocos casos se había convertido últimamente en una sangría. Gloria rió de nuevo antes de preguntarme qué tenía que ver ella con ese asunto.
Sólo estoy indagando, le dije, siguiendo una pista.
Le conté lo de la caja de cerillas, la que había encontrado en el bolsillo de una chaqueta, en uno de los pisos. Tenía dibujado un pequeño demonio azul y el nombre del Blue Demon escrito en letras rojas encima. Le hablé también de lo que me había contado el viejo Pete.
Seguí interrogándola, saqué las fotos de mi bolsillo y le pregunté si reconocía alguno de aquellos rostros, gastados y anónimos. Me dijo que no. Quise saber dónde vivía y quise saber con quién. Quise saber todo acerca de ella, pero no lograba centrar las preguntas. Me sentía extraño, deseaba tocarla, besarla, pero no a mi manera. Algo me atenazaba por dentro. Ella daba largas a mis preguntas mientras se acercaba a mí poco a poco, muy despacio. Carraspeé nervioso, intenté apartar mis ojos de su rostro perfecto y reconducir la conversación, pero Gloria me interrumpió para ofrecerme un trago. Lo acepté y agradecí interiormente el breve respiro que eso me proporcionaba.
Se dirigió a la parte trasera del biombo. Debía de tener un pequeño mueble bar allí, oculto de las visitas. Oí cómo el líquido golpeaba el vaso y eso me hizo chasquear la lengua. Tenía la boca seca.

-No le importará que me cambie mientras hablamos, ¿verdad, inspector?

-No -dije sin más. Sus palabras me producían una sensación agradable en los oídos, un cosquilleo extraño en la nuca. Su brazo apareció por encima de la mampara, desnudo, níveo, sin rastro de vello alguno, con un vaso de cristal azulado en la mano.

-Tome, inspector, sacie su sed.

-Gracias -contesté deleitándome una vez más con su voz, con el tacto de su piel.

Di un trago. No era un gran whisky, pero tenía un toque exótico, algo añadido que lo mejoraba. Mientras ella hablaba, sus prendas iban apareciendo encima del biombo. Me decía que no me preocupara por esos hombres, que sin duda estarían en un mundo mejor que éste. La voz proveniente del otro lado parecía ahora más seria. Ya no reía, su tono era relajado, casi maternal.
Paseé por el cuarto, vaso en mano, con la idea de completar mi inspección. Volví a posar la vista sobre las sillas y la pequeña mesa. Al lado del jarrón había un teléfono que antes no había visto. Me acerqué al espejo roto y busqué un ángulo abierto. Mi posición me permitía ver con mayor claridad, reflejados en él, los contornos de la mampara tras la que Gloria se vestía. Una pierna firme, de carne inmaculada, aparecía y desaparecía de mi visión cada pocos segundos. Se inclinó hacia adelante y logré ver el nacimiento de su espalda. Al enderezarse de nuevo pude contemplar el resto, y fue entonces cuando vi aquellas horribles marcas.
Sentí un escalofrío. Miré mi bebida y supe de repente qué era lo que le daba aquel sabor. Asqueado, tiré el vaso al suelo. Percibí un murmullo a mi espalda y giré la cabeza hacia la puerta. Permanecía cerrada. Se oían lamentos al otro lado, gemidos contritos que clamaban por el perdón. Mi intervención había retrasado la vuelta de Gloria al escenario, y los más débiles, incapaces de esperar, se habían arrastrado hasta su camerino. Pensé fugazmente en aquellos desgraciados, anhelantes, esperando en el pasillo a que yo terminara, ansiosos por rendirse a ella, futuras víctimas de aquel monstruo.
Tenía que ser rápido. Me di la vuelta dispuesto a pasar a la acción, pero Gloria ya estaba a medio metro de mí, sonriendo. Iba envuelta en un azul intenso. El vestido se pegaba a ella como un ser vivo. Sentí un ligero vahído. Estaba demasiado cerca y ahora podía verla claramente. A tan corta distancia no parecía tener veinte años, sino una edad inmemorial. Su rostro, de una perfección dañina, parecía haber sido cincelado en el amanecer de los tiempos. Sus ojos, sin embargo, eran claros como un día despejado, parecían nuevos, pura primavera. Sumergirse en ellos era hacerlo en un mar de agua fresca, sentir el viejo alivio de la inocencia. Hurgaban en mi interior de igual modo que aquellos cuervos en las entrañas del cervatillo muerto.
La sensación de debilidad creció hasta adueñarse de mí. Gloria estaba muy cerca, a sólo unos centímetros. No la recordaba tan alta, y sin embargo tenía mi misma estatura. Sin que yo pudiera evitarlo, agarró con ambas manos mi cabeza y la atrajo hacia sí, hasta juntarla con la suya. Pude oler su aliento, inconfundiblemente divino. Sus ojos absorbían la luz procedente de los míos y la transformaban.

-Déjame ayudarte. Has sufrido mucho, y ya has pagado por ello. Déjame ayudarte. Arrepiéntete. Arrepiéntete, tus pecados serán perdonados. Ven conmigo.

Como un río desbordado, todo lo que me constituía, mi esencia misma, escapaba de mí, dejando limpio mi interior. Todas y cada una de las cosas terribles que había hecho y por las que yo estaba allí eran lavadas una a una, perdonadas, borradas. Cada una de las violaciones, cada uno de los asesinatos, aquellas niñas..., todo se iba difuminando como si nunca hubiera ocurrido.

-Deja que el agua bendita limpie tu interior, ábrete a Dios.

Nuestros cuerpos estaban pegados el uno al otro, nuestras miradas eran sólo una. Mis ojos se habían convertido en un manantial de lágrimas. Jamás, ni en todo el futuro de mi inmortal existencia, habría podido imaginar tanta belleza, tanta inocencia. Gloria me traspasaba su bondad infinita, centrifugaba mi maldad en su interior convirtiéndome en otra persona, en un ser puro, sin mácula.
Eso fue, precisamente, lo que me salvó. Porque yo no quería ser otra persona, quería seguir siendo quien era, el asesino, el violador. A diferencia de esa chusma que lloraba tras la puerta, yo me sentía cómodo con mi naturaleza. No quería ser redimido.
Forcejeé, saqué como pude la daga del interior de mi gabardina, la elevé, y con todas mis fuerzas hundí la hoja en la frente de aquella cosa llamada Gloria. Ella me soltó y dio unos pasos hacia atrás entre horribles alaridos. Vi cómo los símbolos grabados en la empuñadura se iluminaban y se abrían, dejando salir de su interior diminutos zarcillos de aspecto alquitranado, filamentos purulentos que buscaron las cuencas de sus ojos. Cayó al suelo y comenzó a patalear. Su bello rostro se convirtió en una horrible máscara de dolor, deformado por los efectos de la daga. La agonía duró unos minutos. Las almas condenadas que hacían cola en el pasillo, las decenas de arrepentidos que esperaban ser absueltos y sacados de este mundo, debieron de sentirla: los sollozos se convirtieron en gritos que atravesaban la puerta.
Cuando todo acabó me quedé allí agachado, contemplando los estertores de aquella cosa, jadeando con los brazos apoyados en las rodillas. Estúpido, estúpido, me dije. Había estado a punto de ser abducido, de perder mi puesto, mi propio ser, todo. Tenía que haberlo sospechado, haberme preparado mejor.
Cuando aquello acabó de temblar esperé unos minutos y lo examiné con atención. Le arranqué el vestido lentamente y observé lo que había debajo. Allí tirado, sin vida de ningún tipo, seguía teniendo un cuerpo hermoso. Las dos marcas en la espalda, aquel pecho contranatural, la absoluta lisura que sustituía los genitales femeninos... Palpé aquella zona con curiosidad morbosa, pero fue tan insatisfactorio como tocar cualquier parte inocente del cuerpo. Me puse en pie y miré a aquel ser por última vez.
Así que era cierto, en el Cielo andaban desesperados.
Me felicité por mi intuición. En los últimos años, las ciudades del Infierno se habían ido llenando de gente a un ritmo que nada tenía que ver con otras épocas. Algo no debía de andar bien en el mundo terrenal. Que todos acabaran aquí abajo era la prueba de que nadie llegaba arriba. Imaginé el sufrimiento celestial, lo insoportable que debía de ser para ellos un Cielo sin nuevos habitantes, cada vez más envejecido. La desesperación les había obligado a esto, a bajar y raptar gente en los dominios de su enemigo, en nuestro mundo. La conversión, esa vieja y asquerosa arma, seguía siendo su mejor recurso.
Me dirigí a la mesita que había en la esquina, descolgué el teléfono y marqué el número de mi departamento.
-Hola, soy yo. Confirmado, están enviando ángeles... Sí, ángeles... No, no, ya me conoces, he acabado con él. Que manden a alguien a recogerlo. Informa al jefe y prepárate, vamos a tener mucho trabajo.