En un capítulo de su excelente Manual de técnicas narrativas, Enrique Páez recomienda a los principiantes el uso de lo que él denomina "plagio creativo". No, no sugiere imitar lo que dio fama al negro literario de Ana Rosa Quintana o al mismísimo Jorge Bucay (eso son plagios a secas), sino un remedio para la crisis creativa que consiste en realizar una versión propia de ideas o argumentos previos de otros autores, tal como, por ejemplo, hizo Joyce al basar su Ulises en la Odisea de Homero. Aunque Páez lo propone como método contra la falta de inspiración, a mí me parece un ejercicio bastante arriesgado. Si anuncias el referente, ya puedes ir mejorando el original, porque si no, la crítica se lanzará a por ti sin piedad; si no lo haces, reza para que no lo descubran, porque por mucha calidad que tenga lo que has escrito, bastará el chivatazo de un opinador para desvirtuar toda tu obra.
Es curioso que la posmodernidad haya provocado un aluvión de "plagios creativos" (pastiches, intertextualidades y demás clonaciones de éxito) y que, paralelamente, haya promovido el rechazo cualitativo a ese concepto. Por poner un ejemplo paradigmático, el argumento recurrente —ya casi un chascarrillo— en cualquier foro en el que se opine sobre la estupenda novela de Carlos Ruíz Zafón, la archiconocida La sombra del viento, suele ser de este tipo: "Sí, está bien, pero no es nada original". Y tal idea se ha extendido como un meme en el que ya no importa el contenido (si les preguntas, el 90% no sabe decirte de dónde copia), sino el enunciado. La originalidad cotiza al alza, así que me voy a permitir llevarle la contraria a mi admirado Páez, exclusivamente en este punto.
Es curioso que la posmodernidad haya provocado un aluvión de "plagios creativos" (pastiches, intertextualidades y demás clonaciones de éxito) y que, paralelamente, haya promovido el rechazo cualitativo a ese concepto. Por poner un ejemplo paradigmático, el argumento recurrente —ya casi un chascarrillo— en cualquier foro en el que se opine sobre la estupenda novela de Carlos Ruíz Zafón, la archiconocida La sombra del viento, suele ser de este tipo: "Sí, está bien, pero no es nada original". Y tal idea se ha extendido como un meme en el que ya no importa el contenido (si les preguntas, el 90% no sabe decirte de dónde copia), sino el enunciado. La originalidad cotiza al alza, así que me voy a permitir llevarle la contraria a mi admirado Páez, exclusivamente en este punto.
Mi amigo Ben, de quien ya les hablé, ha vuelto a las andadas con la ciencia ficción (qué le vamos a hacer, renunciar a la patria es muy difícil), y charlando sobre este tema rememoraba ayer, ante una copita de un Cariñena excelente , uno de los casos más famosos de similitudes en ese género literario. Arthur C. Clarke, seguramente el escritor vivo más famoso de la ciencia ficción mundial, es todo un experto en esto de los plagios creativos (aunque él gusta más de llamarlos "coincidencias"). La más conocida, a la que se refiere precisamente mi amigo Ben, se inicia en 1978, fecha en la que sale al mercado su novela Fuentes del paraíso. El argumento pivota sobre la creación de un ingenio tecnológico denominado ascensor espacial, elemento muy utilizado posteriormente dentro de la ciencia ficción dura*. En 1979, el también británico Charles Sheffield publicaba La telaraña entre los mundos, libro que incluía un hermoso ascensor espacial en su argumento. Pero como suele suceder, las cosas no son siempre lo que parecen. El libro de Sheffield llevaba un año terminado en espera de publicación, y llegó a pasar por las manos de sir Arthur, que dijo sorprenderse mucho porque explotaba la misma idea que él estaba trabajando en esos mismos momentos para su propia novela. Casualidades de la vida, sin duda.
Muchos casos son sospechosos, y unos pocos hasta descarados, pero también es cierto que la mayoría de las veces las similitudes provienen de un contexto y una época compartidos por los autores, atentos observadores de su tiempo. El caso más reciente que recuerdo relaciona a tres magníficos libros: una antología de relatos, una novela y, podríamos decir, un híbrido de ambas categorías. La idea que se repite aborda la equivalencia entre las leyes físicas y los sentimientos humanos, entre la teoría científica que mueve al mundo y las acciones que realizamos diariamente.
El primero de ellos fue escrito por Ted Chiang. El norteamericano es una anomalía literaria, un escritor que se ha dedicado al cuento en exclusiva, sometiéndo su obra a un marcado espaciamiento temporal. Gracias a eso, los lectores tuvimos la suerte de disfrutar de todas sus narraciones** en un libro imprescindible titulado La historia de tu vida. Entre los ocho relatos que componen la antología se encuentra "Dividido entre cero", publicado en 1991. En sus páginas, una científico descubre un error en las matemáticas que las invalida. Mientras ella se encierra para pelearse con las ecuaciones y salvar las ciencias exactas, pilar inamovible de su existencia, su marido trata de cuadrar las ecuaciones de su vida marital, abocada al caos. El error torna la aritmética en inconsistente, tal como es nuestra vida: macro y microcosmos se entremezclan y alimentan uno del otro.
Michel Houellebecq trabaja ese concepto a través de la particular visión de la realidad que acaba adquiriendo Michel, también científico y coprotagonista de la magistral Las partículas elementales (1998). Mientras que su hermanastro Bruno consagra su vida a la búsqueda del placer sexual, Michel renuncia a todo tipo de hedonismo. Retirado como un monje y tras una vida de observación que contrasta fuertemente con la experimentada por Bruno, alcanza una epifanía que le permite abstraer del comportamiento humano unas leyes científicas totalitarias que a la postre producirán una nueva Humanidad. La novela del galo es famosa por su enconada crítica a los componentes del Mayo francés, a los descendientes del hippismo y a los herederos de todo movimiento contracultural posteriormente aburguesados, pero su carácter de género tampoco es despreciable.
Finalmente, Escritos fantasma (1999), obra del británico David Mitchell, incluye entre las muchas historias que lo conforman un último ejemplo de esa relación entre realidad científica y humana. En "Clear Island", un cuento con escenario fordiano (propio del director de cine, no del extraordinario cuentista), la protagonista es una doctora en física que, acosada por una agresiva multinacional, se refugia en su isla natal irlandesa. Durante la larga espera, la interpretación de lo que ve es una suma de paisajes (humanos y naturales) y ciencia; en su cabeza, las relaciones entre los familiares rostros parecen seguir las leyes de la física. Al igual que Michel en Las partículas elementales, al final todo repercutirá en un cambio para la Humanidad, aunque no del mismo signo. Relato venido al caso aparte, el libro de Mitchell es un maravilloso compendio de sutiles encuentros y dispares paisajes que serviría como guía del mundo actual globalizado para cualquier forastero que se acercara ignorante hasta nuestra extraña y pequeña tierra. Todos los cuentos están unidos por un fino hilo que los engarza y los convoca en el último de ellos, que también es el primero.
Volviendo a la propuesta de Páez, se puede apreciar gracias a este ejemplo tripartito que una misma idea, en manos experimentadas, puede dar frutos diversos, tan diferentes como las prodigiosas mentes de los autores de este trío de libros altamente recomendables. Tres lecturas que recomiendo encarecidamente para devorar bajo la sombra durante este caluroso verano.
* Aquella que especula, busca la verosimilitud y construye sus tramas basándose en las ciencias duras (física, química, matemáticas, astronomía...).
** Se puede leer un cuento hipercorto aparecido posteriormente en la revista Nature aquí.
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