"Los que se marchan de Omelas" es uno de los mejores cuentos de Ursula K. Le Guin. Escrito en 1973, fue inspirado a partes iguales por la obra de Fedor Dostoievski y las teorías pragmatistas de William James. La ciudad de Omelas, radiante urbe donde el esplendor y la maravilla armonizan con la alegría de sus gentes, es poco menos que la ciudad soñada. Sólo cuenta con una imperfección: un niño encerrado en el pequeño y hediondo cuarto de un oscuro sótano es el precio a pagar por la felicidad del resto de la población. Si es liberado, el bienestar general desaparece, de modo que los acomodados ciudadanos han aprendido a acallar sus conciencias.
La popularidad alcanzada por esta parábola proviene sin duda de su potente carga alegórica. Cualquiera puede encontrar una correspondencia directa con la realidad general y con pequeñas situaciones propias. Medir el sufrimiento del niño y el bienestar del resto, y someter ambos valores a la objetividad de la balanza es quizás el ejercicio más difícil, especialmente en este presente nuestro en el que la capacidad de comprender al otro, de entrar en su mente para obtener un punto de vista libre de prejuicios, cotiza a la baja. Kazuo Ishiguro (1954) logra acercarnos un sufrimiento semejante al reencarnado en ese niño en su novela Nunca me abandones, historia cuya premisa principal procede del género de ciencia ficción.
Por si se lo están preguntando, la correspondencia de fondo con el relato de Le Guin procede del carácter sacrificial de los protagonistas, en este caso clones mantenidos en la ignorancia cuyo destino es servir como repuestos de órganos para los individuos originales y asegurar el bienestar de la sociedad. La novela muestra el despertar a la vida sentimental de sus personajes, su crecimiento como personas, la toma de conciencia de su condición y su intento desesperado de escapar del ineludible final. No por medio de la rebelión, sino a través de los posibles resquicios de la realidad diseñada en la que fueron educados. Y es que si algo sobresale en la novela es el concepto de resignación. Kathy, Ruth, Tommy y todos sus congéneres están dirigidos desde su infancia hacia la aceptación, y no cabe en ellos el recurso a la violencia ni la rebeldía.
Ishiguro conduce la narración de una forma tan certera, elegante y sensible que al lector no le deja otra opción que la de seguir, en silencio, el triste sino de unos personajes que alcanzan las últimas páginas dotados de una gran carga emotiva. Hay momentos realmente grandes en ese recorrido desesperado hacia la salvación, como el que describe la terrible visita a Madame y la señorita Emily, donde todo se revela. Hay metáforas desoladoras, como aquella que muestra un barco encallado en la marisma, solitario, fuera de lugar, sin un mar que lo meza. O, especialmente, la que cierra el libro, que se lee con los ojos anegados en lágrimas, pues en ella se hace sólida una sensación que crece en los últimos capítulos y que es a su vez evidencia de que en algún punto, de alguna forma, el autor ha logrado realizar el milagro de la transposición narrativa, tan perseguida por los buenos literatos. Y es que las lágrimas finales que derrama el lector no son producidas por el destino de los personajes, sino por el suyo propio. La lucha sin esperanza que se representa en las páginas de la novela es en realidad la nuestra ante la ineludibilidad de la muerte. Nunca me abandones nos habla de la imposibilidad de salvación, tanto para los explotados como para todos nosotros.
La popularidad alcanzada por esta parábola proviene sin duda de su potente carga alegórica. Cualquiera puede encontrar una correspondencia directa con la realidad general y con pequeñas situaciones propias. Medir el sufrimiento del niño y el bienestar del resto, y someter ambos valores a la objetividad de la balanza es quizás el ejercicio más difícil, especialmente en este presente nuestro en el que la capacidad de comprender al otro, de entrar en su mente para obtener un punto de vista libre de prejuicios, cotiza a la baja. Kazuo Ishiguro (1954) logra acercarnos un sufrimiento semejante al reencarnado en ese niño en su novela Nunca me abandones, historia cuya premisa principal procede del género de ciencia ficción.
A primera vista, los jovencitos que estudian en el internado de Hailsham son como cualquier otro grupo de adolescentes. Practican deportes, o tienen clases de arte donde sus profesoras se dedican a estimular su creatividad. Es un mundo hermético, donde los pupilos no tienen otro contacto con el mundo exterior que Madame, como llaman a la mujer que viene a llevarse las obras más interesantes de los adolescentes, quizá para una galería de arte, o un museo. Kathy, Ruth y Tommy fueron pupilos en Hailsham y también fueron un triángulo amoroso. Y ahora, Kathy K. se permite recordar cómo ella y sus amigos, sus amantes, descubrieron poco a poco la verdad. En Hailsham todo es una representación donde los jóvenes actores no saben que lo son, y tampoco saben que no son más que el secreto terrible de la buena salud de una sociedad.
Por si se lo están preguntando, la correspondencia de fondo con el relato de Le Guin procede del carácter sacrificial de los protagonistas, en este caso clones mantenidos en la ignorancia cuyo destino es servir como repuestos de órganos para los individuos originales y asegurar el bienestar de la sociedad. La novela muestra el despertar a la vida sentimental de sus personajes, su crecimiento como personas, la toma de conciencia de su condición y su intento desesperado de escapar del ineludible final. No por medio de la rebelión, sino a través de los posibles resquicios de la realidad diseñada en la que fueron educados. Y es que si algo sobresale en la novela es el concepto de resignación. Kathy, Ruth, Tommy y todos sus congéneres están dirigidos desde su infancia hacia la aceptación, y no cabe en ellos el recurso a la violencia ni la rebeldía.
Ishiguro conduce la narración de una forma tan certera, elegante y sensible que al lector no le deja otra opción que la de seguir, en silencio, el triste sino de unos personajes que alcanzan las últimas páginas dotados de una gran carga emotiva. Hay momentos realmente grandes en ese recorrido desesperado hacia la salvación, como el que describe la terrible visita a Madame y la señorita Emily, donde todo se revela. Hay metáforas desoladoras, como aquella que muestra un barco encallado en la marisma, solitario, fuera de lugar, sin un mar que lo meza. O, especialmente, la que cierra el libro, que se lee con los ojos anegados en lágrimas, pues en ella se hace sólida una sensación que crece en los últimos capítulos y que es a su vez evidencia de que en algún punto, de alguna forma, el autor ha logrado realizar el milagro de la transposición narrativa, tan perseguida por los buenos literatos. Y es que las lágrimas finales que derrama el lector no son producidas por el destino de los personajes, sino por el suyo propio. La lucha sin esperanza que se representa en las páginas de la novela es en realidad la nuestra ante la ineludibilidad de la muerte. Nunca me abandones nos habla de la imposibilidad de salvación, tanto para los explotados como para todos nosotros.
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