Si yo fuera uno de esos reseñadores de carácter agrio que gustan de machacar con saña todo aquello que les defrauda, escribiría a continuación que es bastante fácil adivinar de qué mecánica mental procede la idea de publicar Marcos Montes en el momento en que se hizo, así como imaginar qué proceso lógico llevó a su editor a dar a esta obrita la responsabilidad de continuar la presentación novelística de David Monteagudo, exponiendo con ello los primeros pasos, siempre arriesgados, de su nuevo autor estrella. No hay que darse a complicadas elucubraciones para obtener una respuesta, se trata de una simple cuestión de suma: la tragedia de los mineros chilenos encerrados, ese texto figuradamente ad hoc de Monteagudo, fresco en la memoria del editor, y ese archiconocido dicho de origen romano, recordatorio de que en ocasiones semejantes "la ocasión la pintan calva". (1)
Si atacara esta reseña desde la negatividad, me preguntaría por qué en Acantilado han querido darle la espalda de esta forma a la consabida importancia de la segunda novela. E incluso llegaría a sospechar de la responsabilidad que haya podido tener en todo esto el propio escritor. Pero no, no voy a ser tan injusto, porque esta novelita de Monteagudo merece que se hable de sus propias virtudes y defectos, y que nos olvidemos de los presuntos motivos y errores editoriales. El problema es que poco se puede decir, pues más que ante una novela corta nos encontramos ante un cuento largo, lo cual reduce el campo de estudio sobre el que profundizar. Marcos Montes no va más allá de las 128 páginas, a lo que se añade que -adelantemos también alguna alabanza- como ocurría en la exitosa Fin, goza de un ritmo tan atractivo que se lee en apenas un suspiro.
El argumento se puede resumir en apenas una frase. Tras un derrumbe en la mina de oro en la que trabaja, el minero Marcos Montes busca junto a sus compañeros una salida hacia el exterior. El desarrollo de la historia viene dado por los pensamientos del minero y por la descripción de la lucha por la supervivencia de su grupo. Montes medita sobre su pasado y circunstancias mientras es testigo del compañerismo y la asunción de jerarquías entre sus compañeros. Lo más reseñable es, sin duda, la capacidad de Monteagudo para hacer atractiva la historia, que renuncia al elemento claustrofóbico y apuesta por el componente humano. En un ambiente cerrado, que ofrece tan poco a la imaginación, el escritor sabe sin embargo encontrar situaciones siempre atractivas para el lector.
Marcos Montes es, ya lo supondrán, una novela de género fantástico, pero muy diferente a Fin. No se trata de ciencia ficción, sino de una fantasía sobrenatural que juega con el punto de vista. En la anterior obra de Monteagudo, lo inaudito conformaba el motor de la intriga durante todo un texto en el que la respuesta final a los misterios era eludida; en esta nouvelle, el enfoque fantástico no es el medio sino el fin. De hecho, la aparición de lo inesperado es, intencionalmente, una sorpresa que da conclusión al libro. Una presunta sorpresa que no puede ser más ilusoria, pues nadie que haya visto cine en los últimos años va a dejar de adivinar, ya desde el principio, cuál es el engañoso artificio, mil veces visto, que sustenta la trama. Y ese es quizás el mayor defecto de este relato, pues lo previsible de su a priori sorprendente final le resta interés a la historia. Es una auténtica lástima, pues la narración, cercana al fin, hace un alto en el camino para abrirse a lo inesperado, una parada en lo maravilloso, por sí y para sí mismo, saltándose las reglas de lo narrado hasta el momento. Es apenas un instante, el arribo inesperado de un misterio fascinante que nos recuerda al autor que ideó Fin. Se mantiene durante escasas páginas, pero uno no puede refrenar el deseo de que Monteagudo hubiera seguido ese hilo, y no el elegido, hasta el final, independientemente de que, al igual que sucedía en la anterior novela, éste no hubiera tenido conclusión.
De la lectura de esta novelita, pues, me quedo principalmente con el reconocible estilo ameno de David Monteagudo y con esa breve y postrera subtrama, que se me antoja una promesa de lo que el escritor puede dar de sí, y de lo que está por venir, si elige el sendero de lo maravilloso.
(1) En definitiva, una falacia. Para una mayor comprensión, lean la siguiente entrada.
Si atacara esta reseña desde la negatividad, me preguntaría por qué en Acantilado han querido darle la espalda de esta forma a la consabida importancia de la segunda novela. E incluso llegaría a sospechar de la responsabilidad que haya podido tener en todo esto el propio escritor. Pero no, no voy a ser tan injusto, porque esta novelita de Monteagudo merece que se hable de sus propias virtudes y defectos, y que nos olvidemos de los presuntos motivos y errores editoriales. El problema es que poco se puede decir, pues más que ante una novela corta nos encontramos ante un cuento largo, lo cual reduce el campo de estudio sobre el que profundizar. Marcos Montes no va más allá de las 128 páginas, a lo que se añade que -adelantemos también alguna alabanza- como ocurría en la exitosa Fin, goza de un ritmo tan atractivo que se lee en apenas un suspiro.
El argumento se puede resumir en apenas una frase. Tras un derrumbe en la mina de oro en la que trabaja, el minero Marcos Montes busca junto a sus compañeros una salida hacia el exterior. El desarrollo de la historia viene dado por los pensamientos del minero y por la descripción de la lucha por la supervivencia de su grupo. Montes medita sobre su pasado y circunstancias mientras es testigo del compañerismo y la asunción de jerarquías entre sus compañeros. Lo más reseñable es, sin duda, la capacidad de Monteagudo para hacer atractiva la historia, que renuncia al elemento claustrofóbico y apuesta por el componente humano. En un ambiente cerrado, que ofrece tan poco a la imaginación, el escritor sabe sin embargo encontrar situaciones siempre atractivas para el lector.
Marcos Montes es, ya lo supondrán, una novela de género fantástico, pero muy diferente a Fin. No se trata de ciencia ficción, sino de una fantasía sobrenatural que juega con el punto de vista. En la anterior obra de Monteagudo, lo inaudito conformaba el motor de la intriga durante todo un texto en el que la respuesta final a los misterios era eludida; en esta nouvelle, el enfoque fantástico no es el medio sino el fin. De hecho, la aparición de lo inesperado es, intencionalmente, una sorpresa que da conclusión al libro. Una presunta sorpresa que no puede ser más ilusoria, pues nadie que haya visto cine en los últimos años va a dejar de adivinar, ya desde el principio, cuál es el engañoso artificio, mil veces visto, que sustenta la trama. Y ese es quizás el mayor defecto de este relato, pues lo previsible de su a priori sorprendente final le resta interés a la historia. Es una auténtica lástima, pues la narración, cercana al fin, hace un alto en el camino para abrirse a lo inesperado, una parada en lo maravilloso, por sí y para sí mismo, saltándose las reglas de lo narrado hasta el momento. Es apenas un instante, el arribo inesperado de un misterio fascinante que nos recuerda al autor que ideó Fin. Se mantiene durante escasas páginas, pero uno no puede refrenar el deseo de que Monteagudo hubiera seguido ese hilo, y no el elegido, hasta el final, independientemente de que, al igual que sucedía en la anterior novela, éste no hubiera tenido conclusión.
De la lectura de esta novelita, pues, me quedo principalmente con el reconocible estilo ameno de David Monteagudo y con esa breve y postrera subtrama, que se me antoja una promesa de lo que el escritor puede dar de sí, y de lo que está por venir, si elige el sendero de lo maravilloso.
(1) En definitiva, una falacia. Para una mayor comprensión, lean la siguiente entrada.
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