En espera de que la siempre eficaz Lourdes Porta acabe de traducir 1Q84, la gargantuesca novela orwelliana en cuya creación Haruki Murakami ha invertido estos últimos cinco años, los numerosos seguidores del escritor japonés podemos deleitarnos leyendo sus dos últimas obras publicadas en España. Una de ellas es Sauce ciego, mujer dormida, una suculenta colección de relatos que se cuenta entre los finalistas del premio Xatafi-Cyberdark; la otra, After Dark, una deliciosa novela corta en la que abundan esos peculiares planteamientos narrativos, marca de la casa, que tan atractivos les resultan a los lectores del escritor nipón. Como habrá una ocasión más pertinente para reseñar la antología (quizás cuando gane, si gana, el citado premio en la categoría de novela (?)), me limitaré en esta ocasión a escribir una sucinta crítica de After Dark, una breve y rara perla que deja, durante su lectura, un notable regusto cinematográfico.
La presencia del cine en esta novela no resulta, por supuesto, inesperada. Murakami ya ha demostrado en sus anteriores narraciones la admiración que profesa al séptimo arte, tanta como a la música pop o el jazz, que en esta ocasión aporta incluso el título. Si en Al sur de la frontera, al oeste del sol, fascinante reinvención por momentos de la magistral Vértigo, se podía vislumbrar la presencia de Alfred Hitchcock en numerosos episodios de la trama, en After Dark se nos aparece el espíritu inasible de David Lynch, quizás la imagen especular desde el punto creativo de lo que constituye Murakami en el mundo de la narrativa. Desde el plano secuencia cenital con el que se inicia la novela hasta los extraños episodios oníricos, cuyas descripciones vienen dadas por travellings circulares, casi más filmadas que escritas, o incluso la presencia gráfica de relojes en la cabecera de cada uno de los capítulos, todo transcurre con un lenguaje que se antoja más fílmico que literario.
Murakami divide su novela en dos líneas argumentales complementarias; ambas, tal como apuntaba antes, inspiradas por el medio cinematográfico. Mientras que los sueños de Eri parecen diseñados por Lynch, la línea argumental anclada en la realidad despierta reminiscencias muy evidentes (no sólo nominales) de After Hours, la película de Martin Scorsese cuyo título fue insuperablemente destrozado en la adaptación española (por si lo han olvidado, ¡Jo, qué noche!). Esa dualidad no sólo afecta al argumento, sino que se apodera de la novela en otros aspectos y dibuja a veces fascinantes pareados.
Existe una simetría oculta entre personajes, entre sus actitudes, incluso en el espacio narrativo, imágenes dobles que conforman reflejos borrosos, cruces entreverados que funcionan como motor anónimo de la intriga. Ejemplos de ello: el espejo que sostiene la imagen de Mari y después del maltratador, o el escenario compartido por la hermana y este último, quienes coinciden, además, en algún aspecto interno, pues ambos se ven obligados a ser fieles a su destino, a lo que se espera de ellos, a lo que los define: su belleza en un caso, su habilidad laboral en el otro. La propuesta de inmersión, a múltiples niveles, es metanarrativa. Uno de los personajes se pregunta qué hacen los objetos cuando ya no los vemos, y la narración, en primera persona del plural, comparte sólo con el lector la respuesta, pues nadie observa desde dentro, desde el espacio diegético, el extraño comportamiento del televisor, del espejo. Al igual que solamente el lector ve, desde la habitación, lo que ocurre dentro del televisor.
Al valor de su propia trama, de su universo individual, la novela añade las rutinas narrativas del japonés, esos puntos de encuentro que cualquiera de sus seguidores identifica a la primera. Hay gatos, hay discos de vinilo, hay locales y grupos y música de jazz, la cual se encarga de poner, una vez más, banda sonora a la historia. Hay, también, romanticismo adolescente y referencias a un padre violento. Y son evidentes las influencias literarias de siempre, aunque en este caso se imponga más Capote que Salinger, en los diálogos entre los jovenes, en los paseos por el parque, en la figura de Eri, la glamurosa hermana, y su fatalidad inherente.
La corta extensión de la novela y el estilo siempre sencillo del escritor japones propician una lectura rápida, de apenas un par de sentadas. Murakami sabe cómo procurar una lectura nada trabajosa, una experiencia atractiva y estimulante. Vuelve a construir un universo en el que lo adolescente y lo onírico se unen en igualdad para conducir al lector a un callejón que parece no tener salida, pero que quizás la tenga si se busca con la intensidad suficiente. Como en novelas anteriores, de After Dark no se sale al cerrar el libro, sino tras un periodo de reflexión que es parte decisiva en su disfrute. Como Eri, dormida en ese metafórico limbo del que no puede escapar, el lector ha de depurar una narración que subsiste en el mundo de las sensaciones, en el de la intuición más que en el de la certeza. Y eso a mí, devoto del autor desde hace años, me sigue pareciendo fascinante.
La presencia del cine en esta novela no resulta, por supuesto, inesperada. Murakami ya ha demostrado en sus anteriores narraciones la admiración que profesa al séptimo arte, tanta como a la música pop o el jazz, que en esta ocasión aporta incluso el título. Si en Al sur de la frontera, al oeste del sol, fascinante reinvención por momentos de la magistral Vértigo, se podía vislumbrar la presencia de Alfred Hitchcock en numerosos episodios de la trama, en After Dark se nos aparece el espíritu inasible de David Lynch, quizás la imagen especular desde el punto creativo de lo que constituye Murakami en el mundo de la narrativa. Desde el plano secuencia cenital con el que se inicia la novela hasta los extraños episodios oníricos, cuyas descripciones vienen dadas por travellings circulares, casi más filmadas que escritas, o incluso la presencia gráfica de relojes en la cabecera de cada uno de los capítulos, todo transcurre con un lenguaje que se antoja más fílmico que literario.
Cerca ya de medianoche, Mari, sentada sola a la mesa de un restaurante, se toma un café, fuma y lee. Un joven la interrumpe: es Takahashi, un músico al que ha visto una única vez, en una cita de su hermana Eri, modelo profesional. Ésta, mientras tanto, duerme en su habitación, sumida en un sueño profundo, «demasiado perfecto, demasiado puro». Mari ha perdido el último tren de vuelta a casa y piensa pasarse la noche leyendo en el restaurante; Takahashi se va a ensayar con su grupo, pero promete regresar antes del alba. Mari sufre una segunda interrupción: Kaoru, la encargada de un «hotel por horas», solicita su ayuda. Mari habla chino y una prostituta de esa nacionalidad ha sido brutalmente agredida por un cliente. Dan las doce. En la habitación donde Eri sigue sumida en una dulce inconsciencia, el televisor cobra vida y poco a poco empieza a distinguirse en la pantalla una imagen turbadora: una amplia sala amueblada con una única silla en la que está sentado un hombre vestido de negro.
Lo más inquietante es que el televisor no está enchufado...
Murakami divide su novela en dos líneas argumentales complementarias; ambas, tal como apuntaba antes, inspiradas por el medio cinematográfico. Mientras que los sueños de Eri parecen diseñados por Lynch, la línea argumental anclada en la realidad despierta reminiscencias muy evidentes (no sólo nominales) de After Hours, la película de Martin Scorsese cuyo título fue insuperablemente destrozado en la adaptación española (por si lo han olvidado, ¡Jo, qué noche!). Esa dualidad no sólo afecta al argumento, sino que se apodera de la novela en otros aspectos y dibuja a veces fascinantes pareados.
Existe una simetría oculta entre personajes, entre sus actitudes, incluso en el espacio narrativo, imágenes dobles que conforman reflejos borrosos, cruces entreverados que funcionan como motor anónimo de la intriga. Ejemplos de ello: el espejo que sostiene la imagen de Mari y después del maltratador, o el escenario compartido por la hermana y este último, quienes coinciden, además, en algún aspecto interno, pues ambos se ven obligados a ser fieles a su destino, a lo que se espera de ellos, a lo que los define: su belleza en un caso, su habilidad laboral en el otro. La propuesta de inmersión, a múltiples niveles, es metanarrativa. Uno de los personajes se pregunta qué hacen los objetos cuando ya no los vemos, y la narración, en primera persona del plural, comparte sólo con el lector la respuesta, pues nadie observa desde dentro, desde el espacio diegético, el extraño comportamiento del televisor, del espejo. Al igual que solamente el lector ve, desde la habitación, lo que ocurre dentro del televisor.
Al valor de su propia trama, de su universo individual, la novela añade las rutinas narrativas del japonés, esos puntos de encuentro que cualquiera de sus seguidores identifica a la primera. Hay gatos, hay discos de vinilo, hay locales y grupos y música de jazz, la cual se encarga de poner, una vez más, banda sonora a la historia. Hay, también, romanticismo adolescente y referencias a un padre violento. Y son evidentes las influencias literarias de siempre, aunque en este caso se imponga más Capote que Salinger, en los diálogos entre los jovenes, en los paseos por el parque, en la figura de Eri, la glamurosa hermana, y su fatalidad inherente.
La corta extensión de la novela y el estilo siempre sencillo del escritor japones propician una lectura rápida, de apenas un par de sentadas. Murakami sabe cómo procurar una lectura nada trabajosa, una experiencia atractiva y estimulante. Vuelve a construir un universo en el que lo adolescente y lo onírico se unen en igualdad para conducir al lector a un callejón que parece no tener salida, pero que quizás la tenga si se busca con la intensidad suficiente. Como en novelas anteriores, de After Dark no se sale al cerrar el libro, sino tras un periodo de reflexión que es parte decisiva en su disfrute. Como Eri, dormida en ese metafórico limbo del que no puede escapar, el lector ha de depurar una narración que subsiste en el mundo de las sensaciones, en el de la intuición más que en el de la certeza. Y eso a mí, devoto del autor desde hace años, me sigue pareciendo fascinante.
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