La inclusión en el blog de esta reseña, que escribí hace más de un año, se me antoja oportuna por varios motivos. Uno es la publicación en español, por parte de Ediciones B, de Rainbow's End, traducida como Al final del arco iris; otro es la concesión del premio Ignotus 2008 a la novela corta que da nombre al volumen; el último es la materialización de un deseo que expreso en la misma crítica, la publicación en un solo tomo, por parte de Icaro Ediciones, de la Serie de las Burbujas. Un hecho, este último, que ha destapado una situación de podredumbre editorial que ya les mencioné hace unos días, y que, desgraciadamente, no es nueva para la ciencia ficción española.
La ficción de Vernor Vinge, matemático y amante de las denominadas ciencias duras, delata su formación académica. Desde sus primeros relatos el norteamericano ha orientado su obra hacia dos direcciones sin relación aparente, en las que, sin embargo, cobran gran importancia el hecho científico y la tecnología. El reconocimiento en el mundo de la ciencia ficción le llegó principalmente gracias a sus aportaciones en el terreno de la space opera, subgénero que siempre ha enfocado desde una perspectiva hard. La Serie de las Burbujas, compuesta por La guerra de la paz (1984) y Naufragio en el tiempo real (1986) (cuya reedición, aprovecho para decir, sería una agradable noticia para los aficionados españoles), y especialmente dos de sus novelas galardonadas con el otrora prestigioso premio Hugo, Un fuego sobre el abismo (1992) y Un abismo en el cielo (1999), primeras entregas de una trilogía aún sin cerrar, le alzaron hasta el panteón de los principales escritores del género en EE UU, país en el que la cf dura todavía goza de un elevado prestigio.
Sin embargo, al margen de sus novelas más populares, Vinge cuenta también con otra faceta narrativa menos conocida, que si bien no ha obtenido el mismo predicamento que la anterior, es sin duda igual de interesante. En ella explora los posibles futuros próximos que las nuevas tecnologías podrían propiciar, ejercicio imaginativo que conlleva una carga especulativa “útil” de la que su otra obra de ficción carece. Reivindicado por muchos lectores como uno de los escritores clave en el nacimiento del ciberpunk tras la publicación de la novela corta titulada “True Names” (y no “True Times”, como refiere el prologuista de este volumen), Vinge ha obtenido también importantes premios de la cf norteamericana merced, precisamente, a un puñado de narraciones cortas que indagan tanto en los nuevos conceptos surgidos de la revolución informática como en las consecuencias de los avances tecnológicos que ésta ha traído.
El monstruo de las galletas, recientemente publicado por AJEC, es un ómnibus literario que contiene dos novelas cortas situadas precisamente en esa misma línea: una de título homónimo, ganadora de los premios Hugo y Locus en 2004, y “Acelerados en el instituto Fairmont”, vencedora también en el Hugo de 2002 y origen de Rainbows End, recientemente galardonada con el premio Hugo en su máxima categoría. La primera de las narraciones se apoya en parte en uno de los efectos de la Teoría de la Singularidad Tecnológica, por la que es conocido Vinge fuera del entorno literario. El mundo virtual cíclico en el que transcurre la historia avanza en progresión exponencial, lo que termina por provocar algunos efectos imprevistos. Los personajes, avatares de individuos reales, ignorantes en principio de su propia naturaleza artificial, buscan, una vez descubierto el engaño, el modo de avisar a sus siguientes iteraciones. Como no tienen superpoderes, han de idear un método para que el mensaje no desaparezca en el “reseteo” del sistema.
Si les suena el argumento no es por casualidad. La novela “El monstruo de las galletas” pertenece a ese tipo de ciencia ficción actual tendente al tradicionalismo que, algo cansada y exenta de originalidad, se empeña en repetir esquemas e ideas clásicas (o recientes) desde las colecciones de género. Empieza a ser evidente que vender la cf como literatura de ideas quizás no haya sido tan buena ídem, ya que cuando éstas se acaban, el género sufre una negación de la mayor. Si la realidad alcanza a la ficción, si el paso del tiempo crea un efecto acumulativo (un siglo da para muchas historias) en el que la saturación impide encontrar nuevos conceptos, hay que buscar soluciones. Desde el género se ha apostado por dos: la extremosidad en las ideas, que en muchos casos torna incomprensibles las tramas y las aleja del lector, y la autorreferencialidad, tanto en modos como en argumentos, en muchos casos para añadir sólo una pequeña vuelta de tuerca a una historia ya conocida, como en este caso.
La reiteración, en realidad, no es el problema. Se pueden repetir esas ideas siempre que la riqueza literaria (capacidad estilística, trama original y bien conjuntada, profundidad de personajes…) se instaure como principal objetivo. De hecho, la gran literatura repite continuamente temáticas y enfoques, pero eso no va en su detrimento, porque su objetivo no es la idea, sino todo lo que la rodea literariamente. En este caso, la ocurrencia de Vinge es buena, pero ya no sorprende a nadie, porque para colmo de males, el referente es cinematográfico y mundialmente conocido. ¿Qué le queda entonces? Todo aquello que conforma la literatura más allá de la idea, y ahí “El monstruo de las galletas” ha de solventar dos escollos insuperables. Cuanto más corto es el relato más se debe a lo que se cuenta que a cómo se cuenta, y recordemos que ésta es una novela corta. Por otra parte, en este caso el propio argumento auspicia la ausencia de una personalidad compleja en los personajes, pues éstos no son más que constructos efímeros que no han de tener necesariamente una identidad elaborada. Es algo que como excusa funciona, pero que no suma atractivo al relato.
“Acelerados en el instituto Fairmont”, considerado en su totalidad, es un relato aún más feble que el anterior, principalmente por la impresión de narración incompleta que deja. Podría pasar por un mero capítulo dentro de una novela, capítulo cuyo único aspecto interesante es el escenario de futuro cercano que presenta. Vinge alumbra en este caso una visión personal sobre las posibilidades que ofrecerá la tecnología a nuestros jóvenes y cómo moldeará ésta su manera de entender el mundo. Un insignificante detalle, suma de atrezo y bioingeniería, trata de aportar una cierta finalidad al relato sin conseguirlo. No niego que la galardonada novela posterior, originada en esta historia, pueda estar bien, pues tanto la ambientación como el mundo propuesto están bien trabajadas y despiertan un cierto interés que seguramente se acreciente con el paso a una longitud mayor, pero las posibles bondades de un hijo nunca han supuesto méritos con los que exonerar a un mal padre, ni en este caso, para salvar al presente relato de la inanidad argumental.
Sin duda, lo peor de todo el asunto es que no estamos ante dos muestras anodinas rescatadas del montón, sino ante dos novelas cortas galardonadas con alguno de los premios más ilustres de la ciencia ficción norteamericana, dos narraciones alabadas además por gran parte de la crítica de aquel país. La sensación de obsolescencia que arroja desde hace unos años la ciencia ficción en EE UU, desde los escritores a los críticos, pasando por los mismos lectores, es cada vez mayor. Y para colmo, la factura del libro, algo habitual en AJEC, está más cerca de la fanedición que del profesionalismo.
Sin embargo, al margen de sus novelas más populares, Vinge cuenta también con otra faceta narrativa menos conocida, que si bien no ha obtenido el mismo predicamento que la anterior, es sin duda igual de interesante. En ella explora los posibles futuros próximos que las nuevas tecnologías podrían propiciar, ejercicio imaginativo que conlleva una carga especulativa “útil” de la que su otra obra de ficción carece. Reivindicado por muchos lectores como uno de los escritores clave en el nacimiento del ciberpunk tras la publicación de la novela corta titulada “True Names” (y no “True Times”, como refiere el prologuista de este volumen), Vinge ha obtenido también importantes premios de la cf norteamericana merced, precisamente, a un puñado de narraciones cortas que indagan tanto en los nuevos conceptos surgidos de la revolución informática como en las consecuencias de los avances tecnológicos que ésta ha traído.
El monstruo de las galletas, recientemente publicado por AJEC, es un ómnibus literario que contiene dos novelas cortas situadas precisamente en esa misma línea: una de título homónimo, ganadora de los premios Hugo y Locus en 2004, y “Acelerados en el instituto Fairmont”, vencedora también en el Hugo de 2002 y origen de Rainbows End, recientemente galardonada con el premio Hugo en su máxima categoría. La primera de las narraciones se apoya en parte en uno de los efectos de la Teoría de la Singularidad Tecnológica, por la que es conocido Vinge fuera del entorno literario. El mundo virtual cíclico en el que transcurre la historia avanza en progresión exponencial, lo que termina por provocar algunos efectos imprevistos. Los personajes, avatares de individuos reales, ignorantes en principio de su propia naturaleza artificial, buscan, una vez descubierto el engaño, el modo de avisar a sus siguientes iteraciones. Como no tienen superpoderes, han de idear un método para que el mensaje no desaparezca en el “reseteo” del sistema.
Si les suena el argumento no es por casualidad. La novela “El monstruo de las galletas” pertenece a ese tipo de ciencia ficción actual tendente al tradicionalismo que, algo cansada y exenta de originalidad, se empeña en repetir esquemas e ideas clásicas (o recientes) desde las colecciones de género. Empieza a ser evidente que vender la cf como literatura de ideas quizás no haya sido tan buena ídem, ya que cuando éstas se acaban, el género sufre una negación de la mayor. Si la realidad alcanza a la ficción, si el paso del tiempo crea un efecto acumulativo (un siglo da para muchas historias) en el que la saturación impide encontrar nuevos conceptos, hay que buscar soluciones. Desde el género se ha apostado por dos: la extremosidad en las ideas, que en muchos casos torna incomprensibles las tramas y las aleja del lector, y la autorreferencialidad, tanto en modos como en argumentos, en muchos casos para añadir sólo una pequeña vuelta de tuerca a una historia ya conocida, como en este caso.
La reiteración, en realidad, no es el problema. Se pueden repetir esas ideas siempre que la riqueza literaria (capacidad estilística, trama original y bien conjuntada, profundidad de personajes…) se instaure como principal objetivo. De hecho, la gran literatura repite continuamente temáticas y enfoques, pero eso no va en su detrimento, porque su objetivo no es la idea, sino todo lo que la rodea literariamente. En este caso, la ocurrencia de Vinge es buena, pero ya no sorprende a nadie, porque para colmo de males, el referente es cinematográfico y mundialmente conocido. ¿Qué le queda entonces? Todo aquello que conforma la literatura más allá de la idea, y ahí “El monstruo de las galletas” ha de solventar dos escollos insuperables. Cuanto más corto es el relato más se debe a lo que se cuenta que a cómo se cuenta, y recordemos que ésta es una novela corta. Por otra parte, en este caso el propio argumento auspicia la ausencia de una personalidad compleja en los personajes, pues éstos no son más que constructos efímeros que no han de tener necesariamente una identidad elaborada. Es algo que como excusa funciona, pero que no suma atractivo al relato.
“Acelerados en el instituto Fairmont”, considerado en su totalidad, es un relato aún más feble que el anterior, principalmente por la impresión de narración incompleta que deja. Podría pasar por un mero capítulo dentro de una novela, capítulo cuyo único aspecto interesante es el escenario de futuro cercano que presenta. Vinge alumbra en este caso una visión personal sobre las posibilidades que ofrecerá la tecnología a nuestros jóvenes y cómo moldeará ésta su manera de entender el mundo. Un insignificante detalle, suma de atrezo y bioingeniería, trata de aportar una cierta finalidad al relato sin conseguirlo. No niego que la galardonada novela posterior, originada en esta historia, pueda estar bien, pues tanto la ambientación como el mundo propuesto están bien trabajadas y despiertan un cierto interés que seguramente se acreciente con el paso a una longitud mayor, pero las posibles bondades de un hijo nunca han supuesto méritos con los que exonerar a un mal padre, ni en este caso, para salvar al presente relato de la inanidad argumental.
Sin duda, lo peor de todo el asunto es que no estamos ante dos muestras anodinas rescatadas del montón, sino ante dos novelas cortas galardonadas con alguno de los premios más ilustres de la ciencia ficción norteamericana, dos narraciones alabadas además por gran parte de la crítica de aquel país. La sensación de obsolescencia que arroja desde hace unos años la ciencia ficción en EE UU, desde los escritores a los críticos, pasando por los mismos lectores, es cada vez mayor. Y para colmo, la factura del libro, algo habitual en AJEC, está más cerca de la fanedición que del profesionalismo.
Esta reseña fue publicada originalmente en C, el hijo de Cyberdark.
Magnífico.
ResponderEliminarMe encatan Vinge y retratas muy bien la situación.
Poco puedo añadir a lo que comentas es un analisis perfecto.
Saludos.
Muchas gracias. Es una pena que el pobre Vinge, que para más inri no se prodiga en demasía, se haya visto así de maltratado, editorialmente hablando, en este país. Y mientras, "True Names" sigue, creo, sin ser traducido.
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