martes, 5 de diciembre de 2006

La maravilla en Murakami

El sentido de la maravilla concierne especialmente a la imaginación sumada a lo insospechado. Puede ser una idea, una imagen o un concepto originales, pero también un punto de vista diferente. No es coto privado de la ciencia ficción. El vértigo por lo maravilloso no lo provocan sólo los constructos fastuosos o los procesos estelares, también puede ser despertado por algo con lo que convivimos pero que jamás se nos ocurrió mirar del modo como lo propone el autor. Me ha ocurrido recientemente con un párrafo de Kafka en la orilla. El joven Kafka Tamura está sentado comiendo en una udon-ya mientras observa por la ventana a la gente de la estación ir de un lado a otro:

(...)Todos visten a su aire, acarrean su equipaje, van de aquí para allá con pasos precipitados; todos deben de encaminarse a alguna parte con un propósito determinado. Me los quedo mirando fijamente. Y de repente se me ocurre pensar cómo serán dentro de cien años.
Dentro de cien años es muy posible que todos los que estamos aquí (incluido yo) hayamos desaparecido de la faz de la Tierra y nos hayamos convertido en polvo o ceniza. Al pensarlo me asalta una extraña sensación. Y todo lo que se encuentra ante mis ojos acaba pareciéndome una ilusión. Como si de un momento a otro un soplo de viento fuera a barrerlo todo. Extiendo los dedos de ambas manos y clavo la mirada en ellos. ¿Para qué diablos lucho de esta manera? ¿Por qué tengo que vivir dejándome en ello la piel tal como estoy haciendo?

¿Hacia el futuro?Cuando imaginamos el destino de la humanidad tendemos a viajar muy lejos, a pensar en grandes cifras, en futuros lejanos. ¿Quién habitará el planeta dentro de miles de años? ¿Habrá personas en él entonces? Al ceñirse a un espacio de tiempo tan corto, apenas un siglo, Murakami logra conectar la muerte personal con la generacional, y así abrirnos la mente a una realidad no pensada. Todos los habitantes actuales del planeta, todos los seres humanos que lo habitamos, los seis mil millones que lo llevamos adelante en estos momentos, ya no estaremos aquí dentro de cien años. Ni los ancianos, ni los que cruzamos el ecuador de la vida, ni los jóvenes; ni siquiera los recién nacidos.
Dentro de cien años, otros seres distintos habitarán el planeta, se moverán por sus calles y autopistas, se preocuparán en definitiva por los problemas humanos. Y para entonces, el mundo estará en manos de extraños. Nosotros, amigos míos, habremos muerto. Todos.
En apenas un siglo, lo que estamos haciendo en estos momentos, nuestra lucha cotidiana, ya no estará, ya no será. Si nuestras vidas no tienen futuro, ¿merece la pena esa lucha? ¿Es la idea de continuidad que tenemos algo ficticio? ¿Es la idea de continuidad generacional un placebo, un sustitutivo comunal de Dios?


* Vale, de acuerdo, hay recién nacidos que traspasarán la barrera de los 100 años. Tómese esa cantidad como algo aproximativo. Sustitúyanlo por 120 años si quieren, y luego cuéntenle al doctor ese problemilla obsesivo que tienen con los detalles.

4 comentarios:

  1. Cojonudo. Por cierto, hoy es el cumple de César Mallorquí.

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  2. Sí, y pide regalos. ¿Le has enviado alguno?

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  3. Uno cortito. Ahora, al loro. En "El camino", de Delibes (1950; p. 204 de la edición de Destinolibro que todos leímos en el instituto): "Vivir era ir muriendo día a día, poquito a poco, inexorablemente. A la larga, todos acabarían muriendo: él, y don José, y su padre, el quesero, y su madre, y las Guindillas, y Quino, y las cinco Lepóridas, y Antonio, el Buche, y la Mica, y la Mariuca-uca, y don Antonino, el marqués, y hasta Paco, el herrero. Todos eran efímeros y transitorios y a la vuelta de cien años no quedaría rastro de ellos sobre las piedras del pueblo. Como ahora no quedaba rastro de los que les habían precedido en una centena de años. Y la mutación se produciría de una manera lenta e imperceptible. Llegarían a desaparecer del mundo todos, absolutamente todos los que ahora poblaban su costra y el mundo no advirtiría el cambio. La muerte era lacónica, misteriosa y terrible."

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  4. Un escritor de Valladolid y otro de Kyoto ponen, con una diferencia de 52 años, la misma reflexión en la cabeza de dos chavales procedentes de culturas distintas. Y esa coincidencia sale a la luz en un escondido rincón de la Red, tres años más tarde de que se produzca.
    Pues eso, maravilla en estado puro.

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