Me satisface sobremanera la siguiente entrada, y no sólo por el libro del que trata, sino también porque este blog haya logrado, echando mano de la fraseología popular, comerse el turrón. Por razones personales, tenía el convencimiento de que no duraría hasta más allá del verano. Pero henos aquí, compartiendo la Navidad, ese bonito periodo en el que repartimos toda la alegría y la simpatía que nos negamos el resto del año. La cruda realidad es que estas fechas se han ido convirtiendo, cada vez más, en el festejo mercantilista por antonomasia. Salgan a la calle si no. Los siete días que preceden a la Nochebuena han adquirido más importancia que la semana de Navidad en sí y han usurpado el espíritu solidario en pro de la autosatisfacción consumista.
En casos como éste, la pervivencia de los clásicos pasa de ser una sencilla condición natural a convertirse en un bien necesario, una voz del pasado que nos recuerda valores olvidados y que nos marca un camino antiguo que el signo de los tiempos ha acabado por borrar. Quizás no volvamos a retomarlo, pero su mero recuerdo nos muestra quiénes fuimos, y nos hace ver, por comparación, cómo y quiénes somos en este momento de la historia.
CANCIÓN DE NAVIDAD (1843) narra la inquietante noche que en la víspera de esta festividad pasa Ebenezer Scrooge, anciano miserable y tacaño, de resultas de la visita del espectro de su antiguo socio, Jacob Marley. Éste hace desfilar ante él la visión de los espíritus de las Navidades pasadas, presentes y futuras, imprimiendo así en su existencia una feliz transformación.
Canción de Navidad es, como todos los grandes clásicos, un libro reconocido mundialmente, una novela que ha viajado a través del tiempo cobrando cada vez más popularidad, Navidad tras Navidad. Sin duda, el responsable principal de la gran consideración con que cuenta es Ebenezer Scrooge, antítesis de la Navidad y uno de los mayores logros de Charles Dickens, que dio en el clavo de una forma tan acertada que el personaje se fue convirtiendo con el paso de los años en arquetipo universal. La fama tiene también su lado negativo, y en este caso ha sido tanta que ha acabado por diluir a la fuente original entre sus numerosas copias y derivados. Es imposible eludir un primer y adulterado contacto con Canción de Navidad en la infancia, ya sea en tebeo, película o dibujos animados. La tacañería de Scrooge ha terminado por absorber el resto de la obra, un efecto colateral del que, seguramente, el principal culpable sea la pericia de Dickens.
En la Inglaterra victoriana era costumbre reunirse en grupos para leer las publicaciones por entregas y así poder abaratar costes. En un tiempo en el que la televisión aún no existía, esa actividad se daba especialmente en el entorno familiar, criados incluídos. El conocimiento de que en la lectura colectiva de sus escritos abundaban los niños empujó a los distintos escritores a utilizar un tono que interesara a los adultos y no perjudicara a oídos inocentes. Dickens fue tan diligente y hábil en esta misión que como resultado la historia del viejo tacaño Scrooge se ha acreditado en muchos casos como cuento infantil. Una simple lectura del texto original sirve para desmentirlo.
Tras la cicatería del ruín Scrooge pervive una historia que cabalga a medias entre el terror gótico y el realismo, un relato navideño de fantasmas casi costumbrista. No resulta difícil imaginar a muchos de los pequeños oyentes recreando más tarde, en sus pesadillas, las espectrales apariciones de Marley y los tres espíritus en la vieja mansión, a cada cual más terrorífica; o tal vez la escena del cementerio, en la que el acongojado rostro del avaro arrepentido parece traspasar las páginas del libro. Más valioso aún es el paseo que Dickens nos ofrece por las casas y las calles del bajo Londres, o la descripción de las costumbres y la apariencia de las gentes que se reúnen en la celebración que tiene lugar en el almacén del viejo Fezziwig. Definitivamente, Canción de Navidad es una delicia por muchos más motivos que el de la magna construcción de su protagonista principal. Por supuesto, otro de ellos es la bella exaltación del espíritu navideño.
Tras la cicatería del ruín Scrooge pervive una historia que cabalga a medias entre el terror gótico y el realismo, un relato navideño de fantasmas casi costumbrista. No resulta difícil imaginar a muchos de los pequeños oyentes recreando más tarde, en sus pesadillas, las espectrales apariciones de Marley y los tres espíritus en la vieja mansión, a cada cual más terrorífica; o tal vez la escena del cementerio, en la que el acongojado rostro del avaro arrepentido parece traspasar las páginas del libro. Más valioso aún es el paseo que Dickens nos ofrece por las casas y las calles del bajo Londres, o la descripción de las costumbres y la apariencia de las gentes que se reúnen en la celebración que tiene lugar en el almacén del viejo Fezziwig. Definitivamente, Canción de Navidad es una delicia por muchos más motivos que el de la magna construcción de su protagonista principal. Por supuesto, otro de ellos es la bella exaltación del espíritu navideño.
Como persona no creyente, jamás he encontrado una razón tan poderosa para vivir la Navidad como la que Fred, sobrino de Scrooge, le refiere a su descreído tío:
«Puede que haya muchas cosas buenas de las que no he sacado provecho», replicó el sobrino, «entre ellas la Navidad. Pero estoy seguro de que al llegar la Navidad ‑aparte de la veneración debida a su sagrado nombre y a su origen, si es que eso se puede apartar‑ siempre he pensado que son unas fechas deliciosas, un tiempo de perdón, de afecto, de caridad; el único momento que conozco en el largo calendario del año, en que hombres y mujeres parecen haberse puesto de acuerdo para abrir libremente sus cerrados corazones y para considerar a la gente de abajo como compañeros de viaje hacia la tumba y no como seres de otra especie embarcados con otro destino. Y por tanto, tío, aunque nunca ha puesto en mis bolsillos un gramo de oro ni de plata, creo que sí me ha aprovechado y me seguirá aprovechando; por eso digo: ¡bendita sea!»
Feliz Navidad.
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