El año pasado decidí felicitarles la Navidad con un cuento de cosecha propia, un cuento inapropiado para la fecha, todo hay que decirlo. Confieso que la experiencia me gustó, así que he decidido repetir la jugada. Aquí les dejo este regalo, con mi deseo más sincero de que el resto del año que se aproxima sea tan feliz como, con toda seguridad, lo va a ser esta Nochebuena.
Felices lecturas.
La máscara
Cristina jamás se preguntó por qué Ramón la había elegido a ella. Simplemente dio las gracias al cielo y aceptó el regalo en forma de amor que éste le entregaba. Siempre había creído en la bondad humana y en los valores positivos que podían encontrarse en las personas. Su fe fue puesta a prueba tras el accidente que le desfiguró el rostro, pero si bien pasó un periodo de profunda desesperación, su visión positiva de la vida acabó imponiéndose al rencor y el pesimismo en los que habría incurrido cualquier persona con un talante menos optimista. Tras el incendio, las quemaduras en su piel le dejaron la cara totalmente desfigurada. Cuando el tiempo y los tratamientos hospitalarios lograron asentar sus nuevas facciones y pudo por fin quitarse el vendaje, la imagen reflejada en el espejo no presentaba más relieves que un desierto. Le pareció una máscara de látex en color crema; basta, mal hecha, salpicada allí donde debía aparecer la sombra de un músculo por unos desagradables verdugones rojizos. Decidió ocultarse siempre bajo una holgada capucha, escondiendo la fealdad de su rostro a los demás, y se dispuso a pasar en soledad el resto de sus días. Le llevó varios meses adaptarse a la que había de ser su nueva vida sin salir de casa, enganchada a la televisión hasta caer dormida.
Felices lecturas.
La máscara
Cristina jamás se preguntó por qué Ramón la había elegido a ella. Simplemente dio las gracias al cielo y aceptó el regalo en forma de amor que éste le entregaba. Siempre había creído en la bondad humana y en los valores positivos que podían encontrarse en las personas. Su fe fue puesta a prueba tras el accidente que le desfiguró el rostro, pero si bien pasó un periodo de profunda desesperación, su visión positiva de la vida acabó imponiéndose al rencor y el pesimismo en los que habría incurrido cualquier persona con un talante menos optimista. Tras el incendio, las quemaduras en su piel le dejaron la cara totalmente desfigurada. Cuando el tiempo y los tratamientos hospitalarios lograron asentar sus nuevas facciones y pudo por fin quitarse el vendaje, la imagen reflejada en el espejo no presentaba más relieves que un desierto. Le pareció una máscara de látex en color crema; basta, mal hecha, salpicada allí donde debía aparecer la sombra de un músculo por unos desagradables verdugones rojizos. Decidió ocultarse siempre bajo una holgada capucha, escondiendo la fealdad de su rostro a los demás, y se dispuso a pasar en soledad el resto de sus días. Le llevó varios meses adaptarse a la que había de ser su nueva vida sin salir de casa, enganchada a la televisión hasta caer dormida.
Una noche cualquiera, sin causa aparente, sucumbió a la ira que, sin saberlo, había ido acumulando interiormente. Cansada de su soledad presente y futura, se preguntó por qué le había tocado a ella y qué sería de su vida a partir de aquel momento. Se preguntó si tendría vida. En un acceso de rabia incontrolada decidió romper todo y con todo. Tumbó armarios, destrozó mesas e hizo estallar en mil pedazos todos los objetos pequeños que fue encontrando en su vengativa carrera por el piso. Finalmente, exhausta, antes de que la policía atendiera el reclamo de los vecinos, intentó llorar sin lacrimales ante las fotos del pasado, instituidas ahora en denuncia y recordatorio de su irrecuperable normalidad. Quemó todas. Y no fue por ira, ahora ya calmada, sino como símbolo del nacimiento de una nueva Cristina. Borrón (así veía su rostro ahora) y cuenta nueva.
Quiso la casualidad que fuera al día siguiente cuando conoció a Ramón. Este, sin más, llamó a su puerta. Ella, con los rescoldos del huracán desatado la noche anterior aún vivos, abrió sin cubrirse la cara. Se quedó mirando a aquel hombre y a su enorme bigote desafiante, esperando una reacción que en los últimos meses había aprendido a odiar, pero se llevó una sorpresa. No solo no captó la habitual mezcla de repugnancia y lástima en su mirada, sino que hubo de esforzarse por seguir una conversación que el hombre había iniciado como si tal cosa. Cuando se quiso dar cuenta, aquel vendedor estaba sentado con ella en el sofá, enseñándole un catálogo de vajillas. Se convirtió en su mejor cliente, entablaron una amistad que se elevó a algo más, y un día, de forma inesperada, él intentó un acercamiento más íntimo. Acabaron viviendo juntos.
Ramón no guardaba ningún secreto. Era un tipo normal; como hombre no suponía ningún misterio. Cuando Cristina le abordó una noche para hablar de su desfiguramiento y de cuánto le extrañaba que a él no pareciera importarle, él respondió con naturalidad, argumentando que le gustaba la forma de ser de ella, que aunque se consideraba una persona exigente con la belleza, no le desagradaba el estado de su rostro. A ella le pareció tan convincente que no tuvo más remedio que creerle. La honestidad era la mayor cualidad de Ramón, un hombre sincero hasta la inconveniencia. Lo cierto es que, de haberle sospechado falso, tampoco habría cambiado nada. Se sentía sola y necesitaba a alguien. El cielo o el destino se lo enviaban, así que calló y aceptó el regalo.
Compartieron amor y cama durante más de cuatro años, felices hasta donde la vida lo permitía. A él lo ascendieron. Era una persona metódica y persistente en su trabajo, y amable y educada en su vida privada. Se empleaba con la misma dedicación en ambos entornos, y Cristina descubrió pronto que se regía por una disciplina personal sencilla pero muy exigente. Su instinto era su brújula. Si creía en algo, se lanzaba en esa dirección, y nada podía hacerle abandonar el camino. Eso lo convertía en un triunfador y en una persona recta, o como le gustaba pensar a Cristina, bondadosa. Esa determinación tenía también su lado malo. Ramón a veces se obcecaba con algo, y entonces no había manera de hacerle rectificar. A pesar de que ella quiso comprar un televisor nuevo para disfrutar de la alta definición, tuvo que conformarse con el antiguo, pues él pensaba que no había que tirar las cosas mientras siguieran funcionando. Aunque pasó a ganar mucho más dinero, siguió con su coche utilitario por la misma causa. Él decía que no era racanería, sino puro sentido común.
A Cristina estas actitudes le parecían anecdóticas, pues en realidad eran muy felices. La normalidad con la que la trataba había conseguido negar la imagen que todas las mañanas le devolvía el espejo, y eso superaba con creces lo que para ella no era mas que un pequeño defecto de carácter. Ramón era testarudo, pero también la mejor persona del mundo y el amor de su vida. Ni siquiera tenían peleas como el resto de parejas. Al contrario, era un hombre detallista que no olvidaba hacerle regalos en las fechas señaladas, que se desvivía por que ella estuviera cómoda y que la trataba con una gran ternura en la intimidad. A veces inspeccionaba su rostro mientras le decía que cartografiaba una región hermosa, o la miraba a los ojos durante varios minutos, y entonces ella no veía en los suyos mas que cariño y devoción. No había duda de que ambos eran felices, y con esa certeza habían vivido esos cuatro años, sin querer cambiar nada por no estropearlo.
Un día de septiembre, Cristina recibió un paquete por mensajería. Lo enviaba su antigua oficina de trabajo. Se habían trasladado de edificio, y entre los enseres almacenados habían encontrado sus pertenencias. El accidente y sus secuelas habían cortado su vida en dos, de modo que ni siquiera había podido despedirse de su yo anterior y sus circunstancias. Jamás volvió por la oficina, ni quiso recibir a nadie, no quería que sus compañeros la vieran así. Sus cosas acabaron olvidadas en el almacén de la empresa. Ahora, el traslado había obligado a limpiarlo, y alguien enviaba aquella caja a su dirección.
Cristina pasó la tarde repasando carpetas y viejos documentos, recordando su labor de archivadora, y también viendo las fotos que la empresa había hecho en el viaje que realizaron a Lisboa. Tras la quema de aquella noche de ira, creía que ya no quedaba prueba alguna de su rostro, pero se equivocaba. Su imagen la asaltó desde el papel y le trajo recuerdos del pasado. Se dio cuenta en ese instante de que, por mucho que Ramón hubiera hecho por ella, la herida seguiría ahí toda la vida. Jamás podría mirar su rostro quemado desde la normalidad. Tocó su imagen con las yemas de los dedos, imaginando que podía sentirla, maldijo su incapacidad de llorar y a Dios, y luego, arrepentida, selló la caja con cinta aislante y la escondió en el fondo de su armario. Esa no era ella; ella era esta, una mujer nueva, la Cristina de Ramón.
El otoño vino frío, pero ellos hicieron lo posible por ignorarlo. Ramón llegaba tarde del trabajo, pasadas las nueve. Tras una cena caliente se apretaban en el sofá, bajo una gruesa manta, viendo películas en blanco y negro hasta pasadas las doce, y luego se acostaban. Habían ido aprendiendo a compartir cada vez más cosas, y eran casi como un ente único. Ramón era un hombre más cariñoso que apasionado, pero Cristina le guardaba tanta devoción que incluso eso le parecía una virtud. En su mente, eran Adán y Eva en el edén, no podía ser más feliz. Hasta que, un día como otro cualquiera, ocurrió algo.
Un fin de semana, a las puertas de la Navidad, Ramón comenzó a mostrarse taciturno, casi huraño. Se le veía desganado, e incluso evasivo. Era una actitud poco normal en él, así que Cristina se alarmó enseguida. En todos esos años, ni las pequeñas mezquindades del trabajo habían logrado hacerle mella. Al principio intentó sonsacarle el problema con cuidado, cariñosamente, pero lejos de lograr una explicación, aquello fue empeorándole el genio día a día. Finalmente, la tarde de Nochebuena, cuando ella estaba preparando la cena y rogando para que aquella noche se llevara esa pequeña crisis, todo estalló.
- Cristina, por favor, ¿puedes venir al salón?
Se asustó nada más verle. Ramón estaba sentado a la mesa, con una mano sobre la cabeza y los ojos húmedos. Le rogó que se sentara.
- Hace unos días... encontré esto en tu armario. Fue sin querer, no quería rebuscar en tus cosas, sólo buscaba un contrato antiguo.
Su mano aferraba un lote de fotografías, tan fuerte que tenía los dedos blancos. Cristina identificó inmediatamente las imágenes de Lisboa.
- Son fotos mías, del trabajo; me las enviaron hace unos meses ¿Te has enfadado por no enseñártelas?
- No, no es eso.
- Yo... no quería que me vieras, no quería que compararas, que tuvieras una imagen sobre la que evaluar los daños, el destrozo...
Ramón levantó la cabeza y la miró a los ojos.
- No lo entiendes. Te lo he dicho mil veces y no lo has creído. No me importa el aspecto de tus heridas. Gracias a ellas sólo te veía a ti. ¡A ti! Pero ahora... -Se levantó de la silla dejando las fotografías desperdigadas sobre la mesa-. Verás, la belleza, el atractivo físico, son cosas subjetivas, pero muy ligadas a las personas. Valoramos a alguien primero por lo que vemos, su cara, y aunque luego profundicemos y conozcamos a esa persona, siempre estará asociada al escaparate que es su rostro. Primero va la imagen y luego el resto. En ventas conocemos muy bien este principio.
- Lo entiendo, pero no veo...
- Déjame, por favor. Hay gente que te atrae y gente que no, personas feas pero atractivas y personas bellas pero con un halo negativo. La atracción es un asunto tan complejo y delicado... El caso es que he visto tus fotos, te he conocido tal como eres por fin. En esas fotos sale una mujer llamada Cristina, y su rostro, la mujer que representa, no me atraen lo más mínimo. Si te soy sincero, incluso me desagrada.
Ramón detuvo su discurso esperando contestación, pero Cristina no lograba articular palabra, así que decidió finalizar aquello.
- Mira, las cosas son así. Hemos vivido unos años buenos, pero yo no te conocía, no sabía cómo eras. Lo cierto es que veo estas imágenes tuyas y tengo la certeza de que jamás me habría acercado a ti de no haberte accidentado. Lo siento, no me gustas.
Pasó a su lado y se dirigió al dormitorio, donde tenía la maleta que había estado preparando mientras ella cocinaba. Abrió la puerta y se despidió.
- Lo siento, de verdad. Enviaré a alguien a por las demás cosas. Adiós.
Un humo espeso comenzó a salir del horno y a invadir toda la casa, pero Cristina, plantada en medio del salón como una estatua, ni siquiera se apercibió de ello. Su rostro carecía de expresión, como si fuera una máscara.
Quiso la casualidad que fuera al día siguiente cuando conoció a Ramón. Este, sin más, llamó a su puerta. Ella, con los rescoldos del huracán desatado la noche anterior aún vivos, abrió sin cubrirse la cara. Se quedó mirando a aquel hombre y a su enorme bigote desafiante, esperando una reacción que en los últimos meses había aprendido a odiar, pero se llevó una sorpresa. No solo no captó la habitual mezcla de repugnancia y lástima en su mirada, sino que hubo de esforzarse por seguir una conversación que el hombre había iniciado como si tal cosa. Cuando se quiso dar cuenta, aquel vendedor estaba sentado con ella en el sofá, enseñándole un catálogo de vajillas. Se convirtió en su mejor cliente, entablaron una amistad que se elevó a algo más, y un día, de forma inesperada, él intentó un acercamiento más íntimo. Acabaron viviendo juntos.
Ramón no guardaba ningún secreto. Era un tipo normal; como hombre no suponía ningún misterio. Cuando Cristina le abordó una noche para hablar de su desfiguramiento y de cuánto le extrañaba que a él no pareciera importarle, él respondió con naturalidad, argumentando que le gustaba la forma de ser de ella, que aunque se consideraba una persona exigente con la belleza, no le desagradaba el estado de su rostro. A ella le pareció tan convincente que no tuvo más remedio que creerle. La honestidad era la mayor cualidad de Ramón, un hombre sincero hasta la inconveniencia. Lo cierto es que, de haberle sospechado falso, tampoco habría cambiado nada. Se sentía sola y necesitaba a alguien. El cielo o el destino se lo enviaban, así que calló y aceptó el regalo.
Compartieron amor y cama durante más de cuatro años, felices hasta donde la vida lo permitía. A él lo ascendieron. Era una persona metódica y persistente en su trabajo, y amable y educada en su vida privada. Se empleaba con la misma dedicación en ambos entornos, y Cristina descubrió pronto que se regía por una disciplina personal sencilla pero muy exigente. Su instinto era su brújula. Si creía en algo, se lanzaba en esa dirección, y nada podía hacerle abandonar el camino. Eso lo convertía en un triunfador y en una persona recta, o como le gustaba pensar a Cristina, bondadosa. Esa determinación tenía también su lado malo. Ramón a veces se obcecaba con algo, y entonces no había manera de hacerle rectificar. A pesar de que ella quiso comprar un televisor nuevo para disfrutar de la alta definición, tuvo que conformarse con el antiguo, pues él pensaba que no había que tirar las cosas mientras siguieran funcionando. Aunque pasó a ganar mucho más dinero, siguió con su coche utilitario por la misma causa. Él decía que no era racanería, sino puro sentido común.
A Cristina estas actitudes le parecían anecdóticas, pues en realidad eran muy felices. La normalidad con la que la trataba había conseguido negar la imagen que todas las mañanas le devolvía el espejo, y eso superaba con creces lo que para ella no era mas que un pequeño defecto de carácter. Ramón era testarudo, pero también la mejor persona del mundo y el amor de su vida. Ni siquiera tenían peleas como el resto de parejas. Al contrario, era un hombre detallista que no olvidaba hacerle regalos en las fechas señaladas, que se desvivía por que ella estuviera cómoda y que la trataba con una gran ternura en la intimidad. A veces inspeccionaba su rostro mientras le decía que cartografiaba una región hermosa, o la miraba a los ojos durante varios minutos, y entonces ella no veía en los suyos mas que cariño y devoción. No había duda de que ambos eran felices, y con esa certeza habían vivido esos cuatro años, sin querer cambiar nada por no estropearlo.
Un día de septiembre, Cristina recibió un paquete por mensajería. Lo enviaba su antigua oficina de trabajo. Se habían trasladado de edificio, y entre los enseres almacenados habían encontrado sus pertenencias. El accidente y sus secuelas habían cortado su vida en dos, de modo que ni siquiera había podido despedirse de su yo anterior y sus circunstancias. Jamás volvió por la oficina, ni quiso recibir a nadie, no quería que sus compañeros la vieran así. Sus cosas acabaron olvidadas en el almacén de la empresa. Ahora, el traslado había obligado a limpiarlo, y alguien enviaba aquella caja a su dirección.
Cristina pasó la tarde repasando carpetas y viejos documentos, recordando su labor de archivadora, y también viendo las fotos que la empresa había hecho en el viaje que realizaron a Lisboa. Tras la quema de aquella noche de ira, creía que ya no quedaba prueba alguna de su rostro, pero se equivocaba. Su imagen la asaltó desde el papel y le trajo recuerdos del pasado. Se dio cuenta en ese instante de que, por mucho que Ramón hubiera hecho por ella, la herida seguiría ahí toda la vida. Jamás podría mirar su rostro quemado desde la normalidad. Tocó su imagen con las yemas de los dedos, imaginando que podía sentirla, maldijo su incapacidad de llorar y a Dios, y luego, arrepentida, selló la caja con cinta aislante y la escondió en el fondo de su armario. Esa no era ella; ella era esta, una mujer nueva, la Cristina de Ramón.
El otoño vino frío, pero ellos hicieron lo posible por ignorarlo. Ramón llegaba tarde del trabajo, pasadas las nueve. Tras una cena caliente se apretaban en el sofá, bajo una gruesa manta, viendo películas en blanco y negro hasta pasadas las doce, y luego se acostaban. Habían ido aprendiendo a compartir cada vez más cosas, y eran casi como un ente único. Ramón era un hombre más cariñoso que apasionado, pero Cristina le guardaba tanta devoción que incluso eso le parecía una virtud. En su mente, eran Adán y Eva en el edén, no podía ser más feliz. Hasta que, un día como otro cualquiera, ocurrió algo.
Un fin de semana, a las puertas de la Navidad, Ramón comenzó a mostrarse taciturno, casi huraño. Se le veía desganado, e incluso evasivo. Era una actitud poco normal en él, así que Cristina se alarmó enseguida. En todos esos años, ni las pequeñas mezquindades del trabajo habían logrado hacerle mella. Al principio intentó sonsacarle el problema con cuidado, cariñosamente, pero lejos de lograr una explicación, aquello fue empeorándole el genio día a día. Finalmente, la tarde de Nochebuena, cuando ella estaba preparando la cena y rogando para que aquella noche se llevara esa pequeña crisis, todo estalló.
- Cristina, por favor, ¿puedes venir al salón?
Se asustó nada más verle. Ramón estaba sentado a la mesa, con una mano sobre la cabeza y los ojos húmedos. Le rogó que se sentara.
- Hace unos días... encontré esto en tu armario. Fue sin querer, no quería rebuscar en tus cosas, sólo buscaba un contrato antiguo.
Su mano aferraba un lote de fotografías, tan fuerte que tenía los dedos blancos. Cristina identificó inmediatamente las imágenes de Lisboa.
- Son fotos mías, del trabajo; me las enviaron hace unos meses ¿Te has enfadado por no enseñártelas?
- No, no es eso.
- Yo... no quería que me vieras, no quería que compararas, que tuvieras una imagen sobre la que evaluar los daños, el destrozo...
Ramón levantó la cabeza y la miró a los ojos.
- No lo entiendes. Te lo he dicho mil veces y no lo has creído. No me importa el aspecto de tus heridas. Gracias a ellas sólo te veía a ti. ¡A ti! Pero ahora... -Se levantó de la silla dejando las fotografías desperdigadas sobre la mesa-. Verás, la belleza, el atractivo físico, son cosas subjetivas, pero muy ligadas a las personas. Valoramos a alguien primero por lo que vemos, su cara, y aunque luego profundicemos y conozcamos a esa persona, siempre estará asociada al escaparate que es su rostro. Primero va la imagen y luego el resto. En ventas conocemos muy bien este principio.
- Lo entiendo, pero no veo...
- Déjame, por favor. Hay gente que te atrae y gente que no, personas feas pero atractivas y personas bellas pero con un halo negativo. La atracción es un asunto tan complejo y delicado... El caso es que he visto tus fotos, te he conocido tal como eres por fin. En esas fotos sale una mujer llamada Cristina, y su rostro, la mujer que representa, no me atraen lo más mínimo. Si te soy sincero, incluso me desagrada.
Ramón detuvo su discurso esperando contestación, pero Cristina no lograba articular palabra, así que decidió finalizar aquello.
- Mira, las cosas son así. Hemos vivido unos años buenos, pero yo no te conocía, no sabía cómo eras. Lo cierto es que veo estas imágenes tuyas y tengo la certeza de que jamás me habría acercado a ti de no haberte accidentado. Lo siento, no me gustas.
Pasó a su lado y se dirigió al dormitorio, donde tenía la maleta que había estado preparando mientras ella cocinaba. Abrió la puerta y se despidió.
- Lo siento, de verdad. Enviaré a alguien a por las demás cosas. Adiós.
Un humo espeso comenzó a salir del horno y a invadir toda la casa, pero Cristina, plantada en medio del salón como una estatua, ni siquiera se apercibió de ello. Su rostro carecía de expresión, como si fuera una máscara.
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