Hace un par de semanas cumplí una vez más con el saludable hábito de asistir a la cena que todos los años organiza la Tertulia de Santander. Como siempre, la belleza de las tierras cántabras y de sus gentes, y el reencuentro con muchos de los asistentes, algunos de ellos buenos amigos, me dejó con ganas de repetir el año próximo. Además de la cena, en la que se regalan libros por sorteo, es tradición que durante la tarde previa al acto gastronómico tenga lugar un evento literario. Se suele celebrar en la librería Gil, y consiste, por lo general, en la presentación de algún libro publicado a lo largo del último año. El autor contesta a las preguntas de los oyentes y luego se suma a la cena. Este año le ha tocado el turno a Putas de Babilonia, del escritor británico Ian Watson.
Watson es, desde hace tiempo, un habitual de nuestro país (hay algo en España que le seduce), así que no tuvo problemas para integrarse rápidamente en la celebración. Tuve la suerte de compartir con él una cerveza y escuchar atentamente sus respuestas a las preguntas que Nacho Illarregui, máximo responsable de Prospectiva, le iba haciendo. Me pareció una de esas personas cuyo aspecto engaña a primera vista. Pequeño de lejos, siempre risueño y dueño de un gran sentido del humor, puede dar la impresión desde el auditorio de que se está ante un venerable bonachón. En la distancia corta, sin embargo, toda la afabilidad se torna inteligencia, especialmente en su mirada. Hace gala, además, de esa impecable dicción inglesa-inglesa que tanto nos fascina a los que seguimos la versión original en las pantallas. El caso es que quedé gratamente sorprendido en el trato directo con el escritor, aunque me temo que no sucedió lo mismo a la inversa.
Mi forofismo futbolístico me llevó a preguntarle si le gustaba el noble deporte (al fin y al cabo, esa misma noche se jugaba el clásico). Para que se hagan una idea de cuánto no es así, me expuso un caso de la selección inglesa, uno de los dos únicos partidos completos que ha visto en su vida, en términos muy negativos. Teniendo en cuenta lo que representa la selección nacional para un inglés, casi una cuestión de Estado, y lo poco que a él le importaba aquello, el asunto quedó zanjado allí mismo. Desgraciadamente, mis posteriores alaridos en los tres goles que el Barcelona le endosó al Real Madrid durante la cena, ante los cuales expresó cierto desagrado, tampoco debieron de ayudar mucho. Qué le vamos a hacer, me apasiona tanto el fútbol como la literatura, una dualidad que, en todo caso, no resulta nada extraña. Si a ustedes les parece que sí, indaguen un poco en internet. Se llevarán una tremenda sorpresa.
Como posible desagravio, y aunque él no lo sabrá jamás, aquí les dejo la reseña del último libro de Ian Watson que he leído. Como revela la última frase, han pasado algunos años desde que lo hice, así que quizás vaya siendo hora ya de rescatar alguno de los que reposan en aquel lado de la estantería, ese que guarda mis intereses pasados.
Como escritor, Ian Watson siempre se ha decantado por la variedad y el cambio. Enemigo de la repetición, gusta de encadenar proyectos con escasa o ninguna relación entre ellos. Tras publicar la trilogía de la Corriente Negra, serie enmarcada en el género de ciencia ficción a pesar de su aspecto fantástico, el escritor británico se embarcó en otra de sus originales apuestas: Magia de reina, magia de rey, un extraño ejercicio de porte similar que se dirige en su conclusión hacia el -inevitable tratándose de Watson- elemento trascendente.
La novela se publicó en 1986, y la primera de sus tres partes, “Magia de reina, magia de peón”, se incluyó de forma casi simultánea en el número de septiembre de The Magazine of Fantasy & Science Fiction. En ese mismo número, Orson Scott Card realizaba una breve reseña y aludía a la figura de Pirandello en alabanza a la novela de Watson. Seguramente haya que ir bastante más lejos buscando comparaciones, por ejemplo al relato satírico propio de la literatura europea del siglo XIV. Las dos primeras partes del libro retrotraen al lector hasta los ambientes y personajes que proliferaban en las obras de Bocaccio o Chaucer.
Watson traslada las reglas del juego del ajedrez a un entorno renacentista, y lo hace de manera brillante. La forma en que los movimientos de ajedrez forman parte de la acción es realmente ingeniosa, “mágica”. Saltos de caballo, cambios de peón por dama o comidas al paso se alternan con la historia del aprendiz de peón, Pedino, quien impulsado por el amor intentará buscar otra salida a la eterna lucha cíclica que mantienen Bellogard y Chorny, reinos cuya clase dirigente representa respectivamente a las piezas blancas y negras en un mundo que se constituye en extraño tablero de ajedrez.
La guerra continua que Watson coloca como eje central del libro, inexplicable y eterna, recuerda a otros magnos enfrentamiento librados en el campo de la ciencia ficción, como por ejemplo la inextinguible lucha entre arañas y serpientes que narrara el maestro Leiber en sus Crónicas del gran tiempo. Pero cualquyier similitud desaparece al final, en el último tercio del libro. Allí, el protagonista se ve inmerso en un metajuego, un recorrido por universos paralelos al suyo regidos por las normas del Monopoly, el Serpientes y Escaleras y otros juegos que Pedino recorrerá, en claro contraste con la despreocupación de sus compañeros de viaje, en busca de lo que todo ser humano desea: respuestas a su existencia.
Magia de reina, magia de rey es una fantasía con espíritu de ciencia ficción, un juego que se sirve de otros juegos para disertar sobre los distintos planos de existencia, sobre lo ficticio y lo real, el destino y la libertad. Escrito con gran agilidad, su lectura es un breve y raro disfrute que deja bien claros sus objetivos, no se extiende más de lo necesario y libra al lector del habitual abuso de páginas. Un arriesgado acierto de Watson cuya publicación en nuestro país refrenda el buen arranque de la joven colección Bibliópolis Fantástica.
El texto original de esta reseña fue publicado en Bibliópolis, crítica en la Red.
Watson es, desde hace tiempo, un habitual de nuestro país (hay algo en España que le seduce), así que no tuvo problemas para integrarse rápidamente en la celebración. Tuve la suerte de compartir con él una cerveza y escuchar atentamente sus respuestas a las preguntas que Nacho Illarregui, máximo responsable de Prospectiva, le iba haciendo. Me pareció una de esas personas cuyo aspecto engaña a primera vista. Pequeño de lejos, siempre risueño y dueño de un gran sentido del humor, puede dar la impresión desde el auditorio de que se está ante un venerable bonachón. En la distancia corta, sin embargo, toda la afabilidad se torna inteligencia, especialmente en su mirada. Hace gala, además, de esa impecable dicción inglesa-inglesa que tanto nos fascina a los que seguimos la versión original en las pantallas. El caso es que quedé gratamente sorprendido en el trato directo con el escritor, aunque me temo que no sucedió lo mismo a la inversa.
Mi forofismo futbolístico me llevó a preguntarle si le gustaba el noble deporte (al fin y al cabo, esa misma noche se jugaba el clásico). Para que se hagan una idea de cuánto no es así, me expuso un caso de la selección inglesa, uno de los dos únicos partidos completos que ha visto en su vida, en términos muy negativos. Teniendo en cuenta lo que representa la selección nacional para un inglés, casi una cuestión de Estado, y lo poco que a él le importaba aquello, el asunto quedó zanjado allí mismo. Desgraciadamente, mis posteriores alaridos en los tres goles que el Barcelona le endosó al Real Madrid durante la cena, ante los cuales expresó cierto desagrado, tampoco debieron de ayudar mucho. Qué le vamos a hacer, me apasiona tanto el fútbol como la literatura, una dualidad que, en todo caso, no resulta nada extraña. Si a ustedes les parece que sí, indaguen un poco en internet. Se llevarán una tremenda sorpresa.
Como posible desagravio, y aunque él no lo sabrá jamás, aquí les dejo la reseña del último libro de Ian Watson que he leído. Como revela la última frase, han pasado algunos años desde que lo hice, así que quizás vaya siendo hora ya de rescatar alguno de los que reposan en aquel lado de la estantería, ese que guarda mis intereses pasados.
Como escritor, Ian Watson siempre se ha decantado por la variedad y el cambio. Enemigo de la repetición, gusta de encadenar proyectos con escasa o ninguna relación entre ellos. Tras publicar la trilogía de la Corriente Negra, serie enmarcada en el género de ciencia ficción a pesar de su aspecto fantástico, el escritor británico se embarcó en otra de sus originales apuestas: Magia de reina, magia de rey, un extraño ejercicio de porte similar que se dirige en su conclusión hacia el -inevitable tratándose de Watson- elemento trascendente.
La novela se publicó en 1986, y la primera de sus tres partes, “Magia de reina, magia de peón”, se incluyó de forma casi simultánea en el número de septiembre de The Magazine of Fantasy & Science Fiction. En ese mismo número, Orson Scott Card realizaba una breve reseña y aludía a la figura de Pirandello en alabanza a la novela de Watson. Seguramente haya que ir bastante más lejos buscando comparaciones, por ejemplo al relato satírico propio de la literatura europea del siglo XIV. Las dos primeras partes del libro retrotraen al lector hasta los ambientes y personajes que proliferaban en las obras de Bocaccio o Chaucer.
Watson traslada las reglas del juego del ajedrez a un entorno renacentista, y lo hace de manera brillante. La forma en que los movimientos de ajedrez forman parte de la acción es realmente ingeniosa, “mágica”. Saltos de caballo, cambios de peón por dama o comidas al paso se alternan con la historia del aprendiz de peón, Pedino, quien impulsado por el amor intentará buscar otra salida a la eterna lucha cíclica que mantienen Bellogard y Chorny, reinos cuya clase dirigente representa respectivamente a las piezas blancas y negras en un mundo que se constituye en extraño tablero de ajedrez.
La guerra continua que Watson coloca como eje central del libro, inexplicable y eterna, recuerda a otros magnos enfrentamiento librados en el campo de la ciencia ficción, como por ejemplo la inextinguible lucha entre arañas y serpientes que narrara el maestro Leiber en sus Crónicas del gran tiempo. Pero cualquyier similitud desaparece al final, en el último tercio del libro. Allí, el protagonista se ve inmerso en un metajuego, un recorrido por universos paralelos al suyo regidos por las normas del Monopoly, el Serpientes y Escaleras y otros juegos que Pedino recorrerá, en claro contraste con la despreocupación de sus compañeros de viaje, en busca de lo que todo ser humano desea: respuestas a su existencia.
Magia de reina, magia de rey es una fantasía con espíritu de ciencia ficción, un juego que se sirve de otros juegos para disertar sobre los distintos planos de existencia, sobre lo ficticio y lo real, el destino y la libertad. Escrito con gran agilidad, su lectura es un breve y raro disfrute que deja bien claros sus objetivos, no se extiende más de lo necesario y libra al lector del habitual abuso de páginas. Un arriesgado acierto de Watson cuya publicación en nuestro país refrenda el buen arranque de la joven colección Bibliópolis Fantástica.
El texto original de esta reseña fue publicado en Bibliópolis, crítica en la Red.
No hay comentarios:
Publicar un comentario