En 1961, el International Theatre Institute, ONG vinculada a la UNESCO, creó el Día Mundial del Teatro, evento que desde entonces se celebra todos los años el 27 de Marzo. No pude en su día, pero hoy he querido sumarme al festejo dedicándole esta entrada a una obra reciente (tratándose de teatro, 50 años no es nada) de fama universal. Quería elegir algo actual, algo que estuviera en consonancia con los momentos que hemos vivido en la política española últimamente, así que recurrir al Teatro del Absurdo era casi obligado, si no por fondo, sí por denominación.
El nombre de este estilo dramático constituye una perfecta definición de su contenido. La vacuidad, la reiteración de diálogos sin profundidad y las situaciones carentes de lógica conforman la materia que da aliento a sus obras. Se trata de la derivación escénica del existencialismo, cuyo objetivo ideológico se centra en la ausencia de sentido de la vida y el proceder humanos. Junto a Eugène Ionesco, el irlandés Samuel Beckett fue uno de sus máximos representantes y Esperando a Godot una de sus principales aportaciones.
En el escenario, a lo largo de dos únicos actos, sólo cinco personajes. Dos principales, Vladimir y Estragon, presentes en toda la función; otros dos en repetida visita, Pozzo y Lucky; y un quinto, el muchacho, de presencia fugaz. Los protagonistas conversan futilmente, la mayor parte de las veces sin sentido, repiten frases, matan el tiempo tontamente y se limitan a simplemente estar mientras esperan a un tal Godot. Su hastío e inanidad sólo es interrumpido por la visita de un tiránico personaje que lleva a su sirviente atado a una larga cuerda. Tras repetidos intentos nada fructíferos, sólo logran sacar de su abulia al servidor cuando le ordenan pensar y éste lo hace en voz alta, en un discurso falto de lógica o intención alguna, un sinsentido de términos que no conduce a ninguna parte. El acto acaba con la marcha de los dos visitantes y la aparición de un muchacho que informa de que Godot ya no vendrá hoy, pero sí mañana. Acto seguido, llega la noche. En el segundo acto se da una repetición sustancial del primero, con escasas diferencias en el transcurso de los acontecimientos.
El tedio existencial y la imposibilidad de cambiar las cosas constituyen el mensaje dominante en toda la obra. En apoyo de tales principios, algunos detalles aislados van sumando significados más pequeños a la gran idea central. La relación de los dos protagonistas, por ejemplo, bordea la conyugalidad, hecho que sugiere el desgaste de las relaciones maritales y su trayectoria descendente. Uno de los dos es adaptable a las novedades, mientras que el otro siempre responde igual. Por otra parte, tanto el explotador Pozzo como el explotado y abúlico Lucky se prestan a una identificación de roles sociales harto conocidos.
El absurdo continuo y la repetición de diálogos provoca de forma inevitable una cierta comicidad, como en la escena del intercambio de sombreros o en el continuo toma y daca dialéctico. O en la verborrea inesperada de Lucky. Seguramente el lector, y sobre todo el espectador, tendrán tiempo de aprehender pequeños, efímeros significados ocultos en algunas ocasiones, aunque la realidad del conjunto se impone finalmente, un todo en el que hasta la estructura, simple repetición de la nada, juega al servicio de lo exangüe.
En el anecdotario cabe resaltar que Beckett llevó su triunfo más allá de lo esperado. Puede, sin duda, dar fe como pocos de que, una vez lanzada al mundo, la obra cobra vida propia y crece hasta independizarse del padre, adquiriendo en el proceso significados ajenos a los que aquél quiso darle. La crítica ha querido a lo largo de los años reconocer a Dios en el misterioso Godot, una explicación metafórica para ese personaje divino al que todos esperamos y que nunca aparece. El irlandés se hartó en vida de negar semejante interpretación, sin lograr resultado alguno.
Aun siendo un apasionado de la lectura, siempre he reconocido que el teatro existe para ser contemplado y escuchado. Experimentarlo en directo aporta sensaciones que la lectura es incapaz de hacer llegar al lector. Sospecho (no he podido ver la obra) que Esperando a Godot, como aparato conceptual, aumenta considerablemente su impacto en vivo.
El nombre de este estilo dramático constituye una perfecta definición de su contenido. La vacuidad, la reiteración de diálogos sin profundidad y las situaciones carentes de lógica conforman la materia que da aliento a sus obras. Se trata de la derivación escénica del existencialismo, cuyo objetivo ideológico se centra en la ausencia de sentido de la vida y el proceder humanos. Junto a Eugène Ionesco, el irlandés Samuel Beckett fue uno de sus máximos representantes y Esperando a Godot una de sus principales aportaciones.
En el escenario, a lo largo de dos únicos actos, sólo cinco personajes. Dos principales, Vladimir y Estragon, presentes en toda la función; otros dos en repetida visita, Pozzo y Lucky; y un quinto, el muchacho, de presencia fugaz. Los protagonistas conversan futilmente, la mayor parte de las veces sin sentido, repiten frases, matan el tiempo tontamente y se limitan a simplemente estar mientras esperan a un tal Godot. Su hastío e inanidad sólo es interrumpido por la visita de un tiránico personaje que lleva a su sirviente atado a una larga cuerda. Tras repetidos intentos nada fructíferos, sólo logran sacar de su abulia al servidor cuando le ordenan pensar y éste lo hace en voz alta, en un discurso falto de lógica o intención alguna, un sinsentido de términos que no conduce a ninguna parte. El acto acaba con la marcha de los dos visitantes y la aparición de un muchacho que informa de que Godot ya no vendrá hoy, pero sí mañana. Acto seguido, llega la noche. En el segundo acto se da una repetición sustancial del primero, con escasas diferencias en el transcurso de los acontecimientos.
El tedio existencial y la imposibilidad de cambiar las cosas constituyen el mensaje dominante en toda la obra. En apoyo de tales principios, algunos detalles aislados van sumando significados más pequeños a la gran idea central. La relación de los dos protagonistas, por ejemplo, bordea la conyugalidad, hecho que sugiere el desgaste de las relaciones maritales y su trayectoria descendente. Uno de los dos es adaptable a las novedades, mientras que el otro siempre responde igual. Por otra parte, tanto el explotador Pozzo como el explotado y abúlico Lucky se prestan a una identificación de roles sociales harto conocidos.
El absurdo continuo y la repetición de diálogos provoca de forma inevitable una cierta comicidad, como en la escena del intercambio de sombreros o en el continuo toma y daca dialéctico. O en la verborrea inesperada de Lucky. Seguramente el lector, y sobre todo el espectador, tendrán tiempo de aprehender pequeños, efímeros significados ocultos en algunas ocasiones, aunque la realidad del conjunto se impone finalmente, un todo en el que hasta la estructura, simple repetición de la nada, juega al servicio de lo exangüe.
En el anecdotario cabe resaltar que Beckett llevó su triunfo más allá de lo esperado. Puede, sin duda, dar fe como pocos de que, una vez lanzada al mundo, la obra cobra vida propia y crece hasta independizarse del padre, adquiriendo en el proceso significados ajenos a los que aquél quiso darle. La crítica ha querido a lo largo de los años reconocer a Dios en el misterioso Godot, una explicación metafórica para ese personaje divino al que todos esperamos y que nunca aparece. El irlandés se hartó en vida de negar semejante interpretación, sin lograr resultado alguno.
Aun siendo un apasionado de la lectura, siempre he reconocido que el teatro existe para ser contemplado y escuchado. Experimentarlo en directo aporta sensaciones que la lectura es incapaz de hacer llegar al lector. Sospecho (no he podido ver la obra) que Esperando a Godot, como aparato conceptual, aumenta considerablemente su impacto en vivo.
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