Jonathan Carroll es uno de esos escritores que han hecho de lo raro un hábito. Autor de culto elogiado por sus argumentos surrealistas, no gozó de una presencia continua en España hasta que La Factoría de Ideas decidió en 2004 sumarlo a su catálogo. Dos años despúes de su presentación con El mar de madera, La Factoría ha publicado El museo del perro, considerada una de sus mejores novelas. Una vez leída, he de confesar que para mí ha supuesto una pequeña decepción.
Harry Radcliffe es un brillante arquitecto premiado por sus trabajos, un hombre singular de agudo ingenio. Es al mismo tiempo un oportunista dispuesto a sacar partido de cualquier situación y de cualquier fémina que se cruce en su camino. A fin de cuentas, a los «genios» se les perdona todo. Ahora Harry se ve cortejado y perseguido por el acaudalado Sultán de Saru para que diseñe un edificio muy especial. Y es que el sultán tiene una pasión que se sitúa por encima de todo: los perros. De modo que, ante el temor de caer asesinado, desea erigir el monumento definitivo, un Museo del Perro de presupuesto astronómico.
La trama gira en torno a dos ejes principales: las relaciones del protagonista con sus dos amantes y el asunto concerniente a la construcción de ese Museo del Perro que da título al libro. Ambas se alternan y tratan de imponerse a un ruido de fondo continuo formado por recuerdos, anécdotas y personajes secundarios cuya presencia les roba algunas veces el protagonismo. Ese es el gran problema del estilo de Jonathan Carroll. Si los libros de David Mitchell se pueden comparar con mosaicos fotográficos, los de Carroll se parecen más a un collage desordenado y caótico, en el que el avance narrativo se ve interrumpido continuamente por digresiones de todo tipo, que pueden ser geniales (el cuento de infancia de Carol, por ejemplo) o simplemente aburridas (el inicio de la locura de Harry).
Carroll escribe un tipo de literatura que no es para todos los gustos. Su naturaleza exigente le resta alcance. Para tener la posibilidad de disfrutarla, la primera condición es entrar en su juego. Si se asume el reto, la recompensa es dada en forma de imaginación desbordante y fresca originalidad. El problema que presenta este tipo de narración reside en el frágil equilibrio en el que se encuentran sus numerosas partes, y sobre todo, en saber imbricar éstas en la trama para que el resultado global tenga una cierta uniformidad dentro del caos, un sentido de conjunto. Un ejemplo perfecto de cómo hacerlo lo representa el japonés Haruki Murakami, cuyos libros, conformados por pequeñas historias individuales, acaban, sin embargo, construyendo un puzle cerrado.
Este no es el caso. En El museo del perro, a Carroll no le encajan todas las piezas. En sus páginas conviven la tragedia y el humor, la magia y la razón, el amor y la muerte. Todos esos conceptos se amanceban en caótico desorden y se imponen a veces al argumento central. Su presencia es tan imperativa que, llegado el ecuador de El museo del perro, no se atesoran más datos sobre la construcción del edificio que los conocidos al principio, debido a que el estrambótico pasado de Harry ha impedido cualquier otro desarrollo. Ni siquiera la correcta resolución definitiva de los asuntos personales y bíblicos del protagonista consigue finalmente cohesionar el conjunto, y eso hace que la sensación global sea insatisfactoria.
Alguien podría argumentar desde un cierto radicalismo que en una obra surrealista hasta el objeto en sí (y en este caso la construcción misma) ha de tener tal condición. Si acordamos semejante premisa y decidimos que en este caso el viaje es más valioso que el punto de destino (principio válido en mucha de la gran literatura) habrá que valorar si los múltiples desvíos del itinerario acuñan grandeza o si por el contrario no tienen entidad suficiente para calificar el todo como extraordinario. Un ejemplo a favor podría ser el personalísimo cine de David Lynch, cuyas fascinantes imágenes hacen que los extraños episodios de sus películas valgan más que el conjunto. Es un ejemplo aproximativo pero sensiblemente diferente, porque en realidad Lynch nunca pretende darle un desarrollo conclusivo a lo narrado, intención que sí demuestra tener Jonathan Carroll en este libro.
Carroll escribe un tipo de literatura que no es para todos los gustos. Su naturaleza exigente le resta alcance. Para tener la posibilidad de disfrutarla, la primera condición es entrar en su juego. Si se asume el reto, la recompensa es dada en forma de imaginación desbordante y fresca originalidad. El problema que presenta este tipo de narración reside en el frágil equilibrio en el que se encuentran sus numerosas partes, y sobre todo, en saber imbricar éstas en la trama para que el resultado global tenga una cierta uniformidad dentro del caos, un sentido de conjunto. Un ejemplo perfecto de cómo hacerlo lo representa el japonés Haruki Murakami, cuyos libros, conformados por pequeñas historias individuales, acaban, sin embargo, construyendo un puzle cerrado.
Este no es el caso. En El museo del perro, a Carroll no le encajan todas las piezas. En sus páginas conviven la tragedia y el humor, la magia y la razón, el amor y la muerte. Todos esos conceptos se amanceban en caótico desorden y se imponen a veces al argumento central. Su presencia es tan imperativa que, llegado el ecuador de El museo del perro, no se atesoran más datos sobre la construcción del edificio que los conocidos al principio, debido a que el estrambótico pasado de Harry ha impedido cualquier otro desarrollo. Ni siquiera la correcta resolución definitiva de los asuntos personales y bíblicos del protagonista consigue finalmente cohesionar el conjunto, y eso hace que la sensación global sea insatisfactoria.
Alguien podría argumentar desde un cierto radicalismo que en una obra surrealista hasta el objeto en sí (y en este caso la construcción misma) ha de tener tal condición. Si acordamos semejante premisa y decidimos que en este caso el viaje es más valioso que el punto de destino (principio válido en mucha de la gran literatura) habrá que valorar si los múltiples desvíos del itinerario acuñan grandeza o si por el contrario no tienen entidad suficiente para calificar el todo como extraordinario. Un ejemplo a favor podría ser el personalísimo cine de David Lynch, cuyas fascinantes imágenes hacen que los extraños episodios de sus películas valgan más que el conjunto. Es un ejemplo aproximativo pero sensiblemente diferente, porque en realidad Lynch nunca pretende darle un desarrollo conclusivo a lo narrado, intención que sí demuestra tener Jonathan Carroll en este libro.
Por tanto, ¿es la calidad de las digresiones y, por extensión, de la obra en sí, sobresaliente? Depende de la sensibilidad propia de cada lector, de si, por ejemplo, las divagaciones del místico Venasque, las proezas de un perro gurú de nombre Big Top o el detalle de llamar a un personaje secundario Cthulu le parecen muestra de una gran inventiva o anécdotas simplemente graciosas (o ni siquiera eso). A mí todo ello me parece irregular, insuficiente para sostener un libro que divaga profusamente y que, debido a ello, distrae la atención del lector con severa asiduidad. He de concluir, por tanto, que El museo del perro es un libro que sólo disfrutarán los aficionados al surrealismo informal.
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