martes, 11 de febrero de 2020

Brian Aldiss. Barbagrís

Acabo de sufrir un ataque de nostalgia viendo el documental "La Terma, semblanza de una época". Sí, yo también estuve allí, aunque, me parece ahora, en menos ocasiones de las que me hubiera gustado. No hay exageraciones ni falsedades en este vídeo, todo es cierto, que diría Han Solo. Viendo, veinte años después, cómo gran parte de los nombres que conformaron aquella tertulia literaria cuentan con un gran número de libros en su haber, algunos incluso con cierto prestigio más allá de los muros del género, y reconociendo cómo aquellas revistas han conformado en parte el pasado y el presente de nuestra literatura fantástica, no se puede negar la enorme importancia que tuvo la Terma. No voy a citar nada; gran parte está en el documental, referido por ellos mismos y por las imágenes.
Como decía, me ha provocado una cierta nostalgia y me ha llamado a la reflexión. Sobre el pasado de la cf en España, sobre cómo era y cómo es y hacia dónde se dirige. Me ha recordado lo desplazados y desinteresados por ella que nos encontramos muchos. Cómo cambian los tiempos. Mi estado de ánimo al respecto se corresponde con el que invade al lector durante la lectura del libro cuya reseña pueden leer a continuación. La publiqué en C, el hijo de cyberdark, uno de los pocos blogs que se ha preocupado por el pasado del género en estos últimos años. Ignoro si la situación, dos años después, sigue siendo la misma. Espero que no. Sospecho que sí.



Lo escribió Julio Numhauser y la cantó Mercedes Sosa, aunque ya lo sabíamos desde Heráclito. Panta rei, todo fluye, todo cambia; en la realidad y en la vida, en las costumbres y los hábitos. Y en los pequeños asuntos cotidianos. Si se compara el mercado del libro actual con el del pasado se percibe enseguida un claro contraste. Aquellas tendencias que hace treinta años apenas comenzaban a vislumbrarse, hoy son imperio. La necesidad de estar al día, de leerse lo último, esa novedad de la que todo el mundo habla, ha pasado de mero postureo a obligación. Las editoriales se encargan de que la dependencia sea intensa y esté bien cubierta. No puede ser de otra forma en nuestra amada sociedad capitalista. El negocio es el negocio. El caudal insostenible de novedades, así como la obligación autoinfligida de leer lo que hay que leer, acaba provocando un cierto estrés a ambos lados del libro. Como “ritmo demencial” lo denunciaba el escritor Guillem López, ganador de dos premios Ignotus en la categoría de novela española, en un tuit. “Un día de estos, alguien tendrá que plantear el debate, porque no es normal y no está bien”, acababa diciendo.
Lo cierto es que antes del cambio de siglo, aun existiendo el normal interés por la novedad, no se llegaba a estos extremos. Entonces pesaban más los nombres antiguos que los nuevos, uno quería leerse antes a los escritores consagrados que al autor del último hit, comentar las grandes obras antes que las novedades. Buscabas primero en la biblioteca y luego en la librería. Ahora sucede al revés, el orden se ha invertido y realiza más estar leyendo (e informar de que se está leyendo) lo ultimísimo que hayan puesto a la venta las editoriales o los autores mejor promocionados. Las novelas con más de diez años solo son rescatadas por sucesos ajenos: alguna iniciativa de club de lectura, una película o, como ha sucedido con El cuento de la criada, de Margaret Atwood, gracias al éxito de una serie de televisión. Y esta displicencia se da con los clásicos, a los que es difícil ignorar debido a su pervivencia en las listas o en lasa actualizaciones de los críticos viejunos; si vamos un paso más allá, encontraremos que las novelas con solera cuyo pecado fue el de ser “solamente buenas” están, a estas alturas, casi enterradas.
Llama la atención ese desafecto por lo anterior, el hecho de que atraiga más una novedad cuya calidad está por ver que un libro cuya bonanza literaria ha sido confirmada tanto por numerosas opiniones como por su perdurabilidad. Más cuando el descubrimiento de esos libros añejos por parte del devorador de novedades suele acabar con exclamaciones de sorpresa y satisfacción. Desentrañar las causas de semejante fenómeno no es labor de este texto, pero sí tratar de recuperar uno de esos libros a dos pasos de la excelencia. El fallecimiento de Brian W. Aldiss y algún comentario sorprendente sobre su irrelevancia no me han dejado opción a la hora de elegirlo.
Aldiss es el perfecto ejemplo de por qué se deberían compensar las lecturas o, directamente, obligarse a fijar la vista más allá de la mesa de novedades. Cuenta con un par de obras magníficas, extraordinarias. La nave estelar e Invernáculo suponen una auténtica delicia para el amante de la ciencia ficción evocadora, de potente imaginería y notable ambición. Su obra al completo es interesante y personal, muy reconocible, marcada por un estilo muy definido. Fue un autor dado a la experimentación, fundamental para conocer la mayor revolución que haya conocido el género de ciencia ficción, la denominada new wave. Se contaba, sin duda, entre esos escritores a los que el lector del pasado, iniciado con las novelas de apellidos más conocidos -los populares Asimov, Clarke y Heinlein- llegaba más tarde, tras cruzar la primera línea, solo para darse cuenta de que en muchos de aquellos libros se encontraba una ciencia ficción más compleja, más adulta. Dick, LeGuin, Silverberg..., somos muchos los que hemos madurado con sus lecturas. Y, en la misma medida, con las de Brian Aldiss.
En estas obras del pasado pueden identificarse los cimientos de gran parte de la cf posterior, esos lugares comunes que el lector poco dado a lo añejo, desconocedor por tanto del pasado, creería ahora mismo novedosos. Acabamos de verlo con la admiración que algunos lectores han declarado por la originalidad de Transcrepuscular, de Emilio Bueso, tan semejante en algunos aspectos a Invernáculo de Aldiss, pero es fácil encontrar más ejemplos, incluso de este mismo maestro. Años antes de que autores como George R. R. Martin o N. K. Jemisin desarrollaran sus narraciones en planetas sometidos a ciclos, Aldiss ya practicaba con esa ambientación en la serie de Heliconia. Antes de que P. D. James y Margaret Atwood indagaran en las consecuencias que la esterilidad traería al mundo, el maestro británico ya había desarrollado su propia visión en Barbagrís. No digo que Aldiss inventara estos modos y esas temáticas, pero es indudable que ya los utilizaba hace cuarenta años, y que quien las etiquete como nuevas u originales cometerá un error de bulto.
Christopher Priest, que escribió el obituario para The Guardian pocos días después del fallecimiento de su compatriota, se decanta precisamente por esta novela, Barbagrís (Greybeard, 1964), como la más grande de entre su narrativa larga. Personalmente, creo que tiene obras superiores, las mencionadas hace un par de párrafos, pero la calidad de esta novela es, también, incontestable. En sus páginas se entrecruzan dos subgéneros literarios que a veces parecen el mismo, apocalíptico y postapocalíptico, cuya diferencia suele estribar en una diminuta diferencia de tiempo. Aldiss da primacía al segundo, e intercala el primero, marcha atrás, en los episodios pares. Así, el lector conoce las causas y las consecuencias de un desastre denominado "El Accidente”, que, además de provocar muertes y mutaciones, esteriliza a la Humanidad, abocándola, por este orden, a guerras, enfermedades y, finalmente, un lento abandono. Mientras el hombre envejece, la Naturaleza retoma el mundo. La potente, evocadora imagen que esa inversión de desarrollos provoca es lo primero que llama la atención en el libro, la aventura de un grupo de ancianos a través de un entorno fecundo. Si, en palabras de David Pringle, es esa fecundidad, precisamente, la que configura el sello de identidad del escritor británico, esta novela se declara entonces determinante en su obra, pues al otro lado encuentra, como contrapartida, la esterilidad del ser humano.
Aldiss se sirve de las intermitentes inmersiones en el pasado para, sobre todo, profundizar en la psique del personaje principal. Desde el presente hasta su infancia, la narración recorre los puntos significativos en la vida de Algy Timberlane, apodado Barbagrís por sus compañeros, líder del pequeño grupo de ancianos que navega Támesis abajo y, en apariencia, a sus 55 años, la persona más joven de la Tierra. Pero no es solo el protagonista principal quien goza de complejidad interior; los personajes que le rodean, tanto en el pasado como en el presente, así como los extraños con los que se van cruzando en su descenso por el río (mención aparte para el mesiánico estafador Bunny Jingadangelow, heredero del viejo mundo), declaran sus preocupaciones morales y existenciales en las numerosas conversaciones que constituyen la línea oculta de la aventura. En esos diálogos se tratan temas religiosos, éticos, políticos y algún otro tipo de consideraciones que, unidas a las reflexiones continuas de Barbagrís, dotan de contenido moral a la novela.
Sumando pequeños pasajes, el relato va dejando un poso de profundidad. Apenas dos páginas le bastan a Aldiss para resumir las andanzas y el origen del carácter de Charley, el segundo personaje más importante del libro. Hay un magnífico diálogo entre Algy y el militar Jack Pilbeam en el que se ataca al sistema capitalista: el ejército busca el nacimiento de niños por todo el planeta, pero no por la esperanza que eso supondría para la Humanidad, sino por la necesidad del Sistema de contar con nuevos consumidores para perpetuarse. En otro intercambio de pareceres, una crítica religiosa pretendidamente superficial deviene en un sucinto estudio sobre el gusto del ser humano por el simbolismo. Hay muchas conversaciones interesantes, pero el tema mayor del libro, presente en las reflexiones y las palabras de Barbagrís, viene dado, sin duda, por las consecuencias de la catástrofe mundial.
James y Atwood, mujeres ambas, cuyas historias parten del mismo punto que la de Aldiss, se sirvieron del problema de la esterilidad planetaria para construir sobre ella sendas distopías, interesantes fábulas políticas. El escritor inglés, siendo hombre, pone la mira en el elemento sentimental, en la ausencia de niños en el mundo y en la extinción de la Humanidad. En palabras de su protagonista, la falta de relevo generacional le robaría a la especie el sentido de la existencia, el cual depende de la ilusión de continuidad, de perpetuación. Sin ella, nos limitaríamos a repetir los días sin afán de progreso. Esta preocupación ha sido compartida, en sus respectivos estilos, por autores también masculinos tan dispares como Miguel Delibes o Haruki Murakami. La causa de este diferente enfoque (que supondrá una presunta inversión de términos para aquellos que mantengan un prejuicio de género sobre la diferente sensibilidad hacia los niños que tienen hombres y mujeres), se debe al momento personal del autor en la fecha de creación de Barbagrís. Ese año acababa de perder la custodia de sus hijos en la separación de su mujer y quiso imaginar un mundo sin niños, realizar con ello un ejercicio de catarsis. Donde ellas crearon distopías, él prefirió el postapocalíptico. A pesar de las diferencias, los tres autores coincidieron en incluir en el desarrollo de sus historias una misma preocupación: la búsqueda de un nuevo nacimiento como garante de la esperanza.
Por lo explicado, puede decirse que la novela tiene una interesante carga ideológica y un buen tratamiento de personajes. Pero no se queda solo ahí, porque la superficie, la parte que narra la aventura propiamente dicha, es también notable. A lo largo de los episodios impares, Algy y un reducido grupo de acompañantes abandonan la localidad en la que se habían refugiado durante años, huyendo de la amenaza de una invasión de armiños. Por iniciativa suya, navegarán Támesis abajo encontrándose con los últimos restos de la civilización. Ancianos solitarios, pequeños núcleos de población, la universidad de Oxford, una comunidad religiosa..., un mundo remoto convertido en una enorme residencia geriátrica. El trayecto que realiza el grupo de Barbagrís en su último viaje plasma un mundo parecido al que George R. Stewart presentaba en el clásico La tierra permanece, pero con una Naturaleza mucho más desbocada, siempre más fecunda. En el horizonte futuro se anuncia, a ojos de sus protagonistas, un escenario cercano al que Sara Teasdale previó en su maravilloso poema "Vendrán lluvias suaves", una Tierra en la que lo animal y lo vegetal vuelven a ser dueños, ausente ya el hombre.
Antes de que el suceso final empareje la última reflexión de Algy con la del Neville de Richard Matheson, sucede un pequeño milagro literario. La maestría de Aldiss, su toque particular en la descripción de la travesía de los ancianos por un mundo que marcha hacia lo remoto, crea una imagen que se potencia con la bien diseñada estructura de la novela, ejerciendo un efecto maravilloso en el lector. Aldiss hace confluir el viaje río abajo por un paisaje cada vez más salvaje, casi prehistórico, con el orden inverso de los recuerdos del protagonista. El lector es empujado por la narración y la estructura en la misma dirección, hacia el pasado, hacia la infancia del mundo y el hombre, hacia la culminación del viaje, cercano ya el mar, en una jornada difuminada por la niebla. Llegados a este punto, se hace imposible desdeñar un dato, la aparición dos años antes de El mundo sumergido, el clásico de J. G. Ballard, cuya proximidad de publicación apunta hacia una intención similar. Aldiss consigue el mismo efecto, la inmersión en el pasado, hacia lo primigenio, con armas distintas, sin aludir al surrealismo, con pura narrativa y un juego estructural. Hazaña solo al alcance de quien fue nombrado Gran Maestro de la Ciencia Ficción.
He aquí, resumo, una novela magnífica, digna de ser recuperada. Leerla es rescatar el pasado. En más de un sentido.


Esta reseña fue publicada por primera vez en C, el hijo de cyberdark.

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