En esta página de Prospectiva, el portal dedicado a la ciencia ficción, pueden encontrar el último texto escrito por mi más afamado álter ego. Se trata de una modesta crítica de Fin, la magnífica novela de David Monteagudo. Como celebración de un hecho tan relevante, les ofrezco a continuación otro texto que el ínclito reseñador aportó anteriormente a Prospectiva.
William Gibson ha pasado en pocos años de predecir con acierto nuestro futuro a anticipar nuestro presente. No ha sido un cambio muy brusco, pues en su visionaria prosa ambos presentan un rostro semejante. El norteamericano es el mejor descriptor actual de las nuevas inquietudes culturales nacidas de la revolución informática, un lector certero del espíritu de estos tiempos impredecibles a los que Internet, la versión primigenia de su ciberespacio, nos ha conducido. En realidad, su narrativa sigue enfocada al futuro cercano, en la actualidad indistinguible del presente, de modo que su escritura parece adquirir en ocasiones apariencia de cálculo diferencial.
Gibson está “al loro”, sabe lo que se cuece, sabe cómo extraerle usos imaginativos a nuestra cotidianeidad y a sus nuevas tecnologías. Si en su día fue capaz de prever el futuro de la Red, antes incluso de que ésta existiera, ahora, de forma más modesta, sigue imaginando usos nuevos pero posibles de la tecnología aplicada al arte. Y es en esa dirección en la que ha volcado sus esfuerzos creativos en esta última trilogía, formato usual en su narrativa, dedicada al tiempo presente. El “metraje” de Mundo espejo y el “arte locativo” que aparece en País de espías son conceptos artísticos realizables con las actuales tecnologías. Sus usos también. Gibson, además, sabe aplicar su original mirada a otros niveles, remodelando, por ejemplo, los géneros literarios que visita. Si en sus anteriores tercetos, las trilogías del Ensanche y del Puente, supo dar un carácter prospectivo al noir, en esta ocasión aplica el mismo principio al thriller de espías. Su visión acertada y anticipativa sustituye el núcleo que alimentó a ese género en las pasadas décadas de los 80 y 90, el fantasma de la vieja Unión Soviética y sus corrompidos restos, por el nuevo orden mundial abierto tras el 11-S. En la anterior novela ya lo apuntaba, pero es en ésta donde se hace patente la reinvención de lugares comunes recientes, como por ejemplo la figura del viejo espía jubilado.
Los caducos y a priori inservibles ex-agentes del KGB que trufaban, bajo una perspectiva crepuscular, las novelas de la pasada década son relevados aquí por agentes jubilados comprometidos con el mundo post 11-S, con la guerra antiterrorista y sus secuelas, con el nuevo e inestable mapa político y económico del nuevo siglo. No extraña la consideración que se ha dado a esta novela como precursora del post-post 11-S, puesto que apunta directamente hacia la situación creada por la actitud neoconservadora de la administración Bush ante el terrible atentado terrorista. Mucho de lo que pasa en la trama, la cuestión de fondo incluso, está relacionado directamente con el desmadre del capitalismo usurero y corrupto destapado por la reciente crisis financiera mundial, un efecto no colateral, sino directo, del antiterrorismo.
En esta novela el talento visionario de Gibson sigue brillando en todo su esplendor. El literario, sin embargo, parece dar muestras de cansancio. La decisión de dividir el desarrollo de la acción en tres tramas, alejadas inicialmente, pero encauzadas hacia una confluencia en los capítulos finales, no parece muy acertada. Hay una notable diferencia de velocidad, de ritmo e interés entre ellas. La historia que protagoniza Hollis Henry y su reportaje sobre el arte locativo es, de largo, la más atrayente y la que mejores momentos gibsonianos contiene. La trama del cubano Tito y sus orishas, sobrante en varios aspectos, y la del yanqui Milgrim y su captor, en una suerte de tournée por los hoteles de América (para conocer la obsesión de Gibson con el tema échenle un vistazo a su blog), adolecen de una morosidad que perjudica en parte el ritmo de lectura. Las descripciones siguen siendo el plato fuerte de la narración, siempre bajo el registro inimitable y personal de Gibson, aunque esta vez se presentan en un estilo menos dislocado de lo habitual. Las construcciones gramaticales, más ordenadas que en sus obras canónicas de ciencia ficción, podrían provenir de una depuración estilística voluntaria o ser producto, sencillamente, de la mano de los nuevos traductores. Me temo que este humilde reseñador es al cabo incapaz de clarificarlo.
La impresión final, para quien haya leído casi toda la narrativa gibsoniana, es de cierta decepción por una novela floja, que cuenta además con un final algo tontorrón, un anti clímax que deja más sensación de episodio piloto televisivo que de novela cerrada. Nada inesperado, en todo caso, pues con Gibson siempre fue más importante el viaje que el destino final, las letras de sus textos como genial crooner de nuestro tiempo que el desenlace de sus historias. Esperemos, pues, que la próxima novela, que debe cerrar esta trilogía, sea mejor que País de espías, probablemente la peor de su currículum.
La versión original de esta reseña fue publicada en Prospectiva.
William Gibson ha pasado en pocos años de predecir con acierto nuestro futuro a anticipar nuestro presente. No ha sido un cambio muy brusco, pues en su visionaria prosa ambos presentan un rostro semejante. El norteamericano es el mejor descriptor actual de las nuevas inquietudes culturales nacidas de la revolución informática, un lector certero del espíritu de estos tiempos impredecibles a los que Internet, la versión primigenia de su ciberespacio, nos ha conducido. En realidad, su narrativa sigue enfocada al futuro cercano, en la actualidad indistinguible del presente, de modo que su escritura parece adquirir en ocasiones apariencia de cálculo diferencial.
Gibson está “al loro”, sabe lo que se cuece, sabe cómo extraerle usos imaginativos a nuestra cotidianeidad y a sus nuevas tecnologías. Si en su día fue capaz de prever el futuro de la Red, antes incluso de que ésta existiera, ahora, de forma más modesta, sigue imaginando usos nuevos pero posibles de la tecnología aplicada al arte. Y es en esa dirección en la que ha volcado sus esfuerzos creativos en esta última trilogía, formato usual en su narrativa, dedicada al tiempo presente. El “metraje” de Mundo espejo y el “arte locativo” que aparece en País de espías son conceptos artísticos realizables con las actuales tecnologías. Sus usos también. Gibson, además, sabe aplicar su original mirada a otros niveles, remodelando, por ejemplo, los géneros literarios que visita. Si en sus anteriores tercetos, las trilogías del Ensanche y del Puente, supo dar un carácter prospectivo al noir, en esta ocasión aplica el mismo principio al thriller de espías. Su visión acertada y anticipativa sustituye el núcleo que alimentó a ese género en las pasadas décadas de los 80 y 90, el fantasma de la vieja Unión Soviética y sus corrompidos restos, por el nuevo orden mundial abierto tras el 11-S. En la anterior novela ya lo apuntaba, pero es en ésta donde se hace patente la reinvención de lugares comunes recientes, como por ejemplo la figura del viejo espía jubilado.
Los caducos y a priori inservibles ex-agentes del KGB que trufaban, bajo una perspectiva crepuscular, las novelas de la pasada década son relevados aquí por agentes jubilados comprometidos con el mundo post 11-S, con la guerra antiterrorista y sus secuelas, con el nuevo e inestable mapa político y económico del nuevo siglo. No extraña la consideración que se ha dado a esta novela como precursora del post-post 11-S, puesto que apunta directamente hacia la situación creada por la actitud neoconservadora de la administración Bush ante el terrible atentado terrorista. Mucho de lo que pasa en la trama, la cuestión de fondo incluso, está relacionado directamente con el desmadre del capitalismo usurero y corrupto destapado por la reciente crisis financiera mundial, un efecto no colateral, sino directo, del antiterrorismo.
En esta novela el talento visionario de Gibson sigue brillando en todo su esplendor. El literario, sin embargo, parece dar muestras de cansancio. La decisión de dividir el desarrollo de la acción en tres tramas, alejadas inicialmente, pero encauzadas hacia una confluencia en los capítulos finales, no parece muy acertada. Hay una notable diferencia de velocidad, de ritmo e interés entre ellas. La historia que protagoniza Hollis Henry y su reportaje sobre el arte locativo es, de largo, la más atrayente y la que mejores momentos gibsonianos contiene. La trama del cubano Tito y sus orishas, sobrante en varios aspectos, y la del yanqui Milgrim y su captor, en una suerte de tournée por los hoteles de América (para conocer la obsesión de Gibson con el tema échenle un vistazo a su blog), adolecen de una morosidad que perjudica en parte el ritmo de lectura. Las descripciones siguen siendo el plato fuerte de la narración, siempre bajo el registro inimitable y personal de Gibson, aunque esta vez se presentan en un estilo menos dislocado de lo habitual. Las construcciones gramaticales, más ordenadas que en sus obras canónicas de ciencia ficción, podrían provenir de una depuración estilística voluntaria o ser producto, sencillamente, de la mano de los nuevos traductores. Me temo que este humilde reseñador es al cabo incapaz de clarificarlo.
La impresión final, para quien haya leído casi toda la narrativa gibsoniana, es de cierta decepción por una novela floja, que cuenta además con un final algo tontorrón, un anti clímax que deja más sensación de episodio piloto televisivo que de novela cerrada. Nada inesperado, en todo caso, pues con Gibson siempre fue más importante el viaje que el destino final, las letras de sus textos como genial crooner de nuestro tiempo que el desenlace de sus historias. Esperemos, pues, que la próxima novela, que debe cerrar esta trilogía, sea mejor que País de espías, probablemente la peor de su currículum.
La versión original de esta reseña fue publicada en Prospectiva.
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