Hace ya tiempo que debería de haber colgado en este espacio alguna de las piezas escritas por Jorge Camacho, consumado poeta y gran amigo mío desde la adolescencia. En la sección donde guardo los borradores duerme, casi desde los inicios, una entrada que pensaba dedicar a la reseña de Eklipsas y Saturno, las dos antologías bilingües en las que se recogen sus principales trabajos. Me temo que pasará aún más tiempo hasta que la despierte, así que ahí tienen, como adelanto, uno de sus poemas. Podría haber elegido cualquier otro, todos ellos brillantes, pero éste en concreto ilustra de modo magistral una vivencia mía reciente.
En ocasiones, la aflicción interna que genera el paso del tiempo no proviene del envejecimiento personal, sino del contraste. Del frío y ajeno contraste. Porque uno ya es otro, y sin embargo el río, revisitado tras muchos años, sigue siendo el mismo.
En ocasiones, la aflicción interna que genera el paso del tiempo no proviene del envejecimiento personal, sino del contraste. Del frío y ajeno contraste. Porque uno ya es otro, y sin embargo el río, revisitado tras muchos años, sigue siendo el mismo.
Al margen de pensamientos sobre la demolición de casas
(Me recuerdo, o lo recuerdo a él, con diez años
el día de la mudanza
a la nueva vivienda en la ciudad extraña,
esperando a que desembalen el sofá
para sentarse a leer de un tirón el libro escogido
de la caja recién llegada y recién abierta.
Con vaguedad
recuerdo al muchacho de diez años
que, absorto, lee “Cómo murieron Hitler y los suyos”
mientras muebles y enseres
ocupaban los espacios vacíos, vírgenes.
Y recuerdo también que, casi 30 años más tarde,
otro yo algo más curtido por la vida,
ambihuérfano y quizás más maduro,
volvió por última vez al mismo piso,
al de los padres, ya vendido,
sin enseres ni muebles,
frío y luminoso.
Como escribió Miguel Espinosa,
las historias principian realmente
por el final.
Es decir, sólo el segundo paréntesis
permite apreciar la sutil curvatura del primero.)
(Me recuerdo, o lo recuerdo a él, con diez años
el día de la mudanza
a la nueva vivienda en la ciudad extraña,
esperando a que desembalen el sofá
para sentarse a leer de un tirón el libro escogido
de la caja recién llegada y recién abierta.
Con vaguedad
recuerdo al muchacho de diez años
que, absorto, lee “Cómo murieron Hitler y los suyos”
mientras muebles y enseres
ocupaban los espacios vacíos, vírgenes.
Y recuerdo también que, casi 30 años más tarde,
otro yo algo más curtido por la vida,
ambihuérfano y quizás más maduro,
volvió por última vez al mismo piso,
al de los padres, ya vendido,
sin enseres ni muebles,
frío y luminoso.
Como escribió Miguel Espinosa,
las historias principian realmente
por el final.
Es decir, sólo el segundo paréntesis
permite apreciar la sutil curvatura del primero.)
Poema incluido en la antología Eklipsas.
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