Se acaban de conceder los premios Hugo de 2017. La lista de ganadores ha llamado la atención debido al número de mujeres que contiene. La presencia femenina en la categoría reina, la de novela, solo ha sido usual en las últimas décadas: en los últimos 30 años, 18 premios han recaído en hombres y 14 en mujeres, lo cual no llega a ser absolutamente igualitario, es cierto, aunque tampoco tenga por qué serlo, digámoslo, un premio basado presuntamente (subráyese) en la calidad. Aunque esto no es una competición entre sexos, lo más reseñable de este año ha sido el dominio femenino casi absoluto, extendido a prácticamente todas las categorías; por la alternancia que supone, se trata, sin duda, de una buena noticia para el progreso de la ciencia ficción.
En cuanto al premio Hugo en sí, saben los lectores de este blog que hace bastantes años que dejé de tenerlo en cuenta. Me interesa únicamente por su utilidad, por su valor como aproximación al estado de popularidad de ciertos autores y temas. Y es que, debido al sistema de votación, los Hugo, al igual que nuestros entrañables premios Ignotus, son vulnerables a circunstancias y movimientos como los que en años recientes provocaron el lamentable affair de los Puppies. Sea como sea, en unos premios en los que la calidad hace tiempo que dejó de ser determinante, que gane el lado correcto, moralmente hablando, no deja de ser buena noticia.
Un vistazo al historial de premios en la categoría grande, la de novela, da una idea exacta de cómo ha ido degradándose el premio Hugo con los años. Con alguna contada excepción, un porrón de libros en su mayoría incontestables (excelentes, obras maestras, clásicos...) recorre la línea temporal hasta los ochenta, década en la que comienza a colarse alguna novela, digamos, más floja, un signo de debilidad que poco a poco va aumentando hasta la pérdida de identidad del premio en la década de 2000. No estoy diciendo que no haya buenas obras en estos últimos años, me estoy refiriendo a la decreciente densidad de ellas, a concesiones a la popularidad exterior y a la inclusión de textos de un subgénero que en origen no estaba en el corazón del premio.
La desconfianza se paga, y en mi caso me ha llevado a no leer un solo premio Hugo en los últimos años. No se preocupen, soy un tipo de mente abierta y confío aún en las recomendaciones de algunos (contados) compañeros, así que me dispongo a hacerlo en cuanto tenga tiempo. Aunque cada vez me apetezca más volver la vista atrás y adentrarme de nuevo en aguas ya navegadas, novelas como este viejo premio Hugo que reseñé hace ya unos cuantos años.
En el último año hemos asistido en nuestro país a la reivindicación de Roger Zelazny. Tras la reedición en formato de bolsillo por parte de Minotauro de El señor de la luz y la publicación de obras tan brillantes como La edad de oro, de John C. Wright, e Ilión, de Dan Simmons, deudoras en distinta forma del tratamiento mitológico zelazniano, cabía esperar la reaparición de su segunda obra más reseñable.
Tú el inmortal, ganadora del premio Hugo en 1966 (compartido nada menos que con el Dune de Herbert), fue la primera novela publicada por el autor, que ya había ofrecido muestras de su originalidad e ingenio en un gran número de cuentos, tales como “Una rosa para el Eclesiastés”, “Las puertas de su cara, las lámparas de su boca” e incluso “...Y llámame Conrad”, embrión del interesante clásico que se reseña en este texto. Precursor de la new wave en su rama norteamericana, Zelazny fue un escritor de rápida eclosión que inmediatamente ganó prestigio y alcanzó su máximo potencial al orientar su estilo narrativo, brillante en lo descriptivo, fresco en los directos y desnudos diálogos, hacia una suerte de fantasía científica en la que la ciencia toma aspecto de magia en el más estricto sentido clarkiano.
En ésta, su ópera prima, Zelazny presenta los mimbres de una visión temática que perfeccionaría y culminaría sólo un año más tarde en su mejor obra, El señor de la luz, donde la ciencia acaba siendo algo tangencial, que conforma la excusa de una trama de aspecto puramente fantástico, una epopeya divina basada en el panteón de dioses hinduista. Por Tú el inmortal desfilan héroes y monstruos trasuntados de una mitología distinta, la griega, aunque en un escenario más afín a la ciencia ficción.
El protagonista es Conrad Nomikós, humano inmortal debido (quizás) a los efectos de la radiación que cubrió amplias zonas de la Tierra tras la Guerra de los Tres Días, un apocalipsis atómico que dio como resultado una alta población de mutantes. Antiguo héroe revolucionario, ahora en el anonimato por voluntad propia, ostenta un pequeño cargo en el ministerio terrestre que le otorga una posición privilegiada entre congéneres humanos y extraterrestres veganos, salvadores y por ello nuevos arrendadores del planeta. Conrad recibe el encargo de servir de guía en la expedición que conducirá al vegano Cort Myshtigo desde Egipto hasta una oscura Grecia plagada de peligrosos monstruos. Un viaje que, de alguna manera, se adivina crucial para el destino de la humanidad.
Los dos mayores atractivos de la novela se encuentran tanto en su desarrollo aventurero, que convierte la lectura en un auténtico disfrute, como en el carisma de su personaje principal. Es cierto que se puede distinguir un importante poso ideológico en las obras de Zelazny, pero éste se asienta más en la esencia del protagonista que en los ejercicios de alta política que se repiten de fondo en sus novelas. Suele ser siempre un francotirador revolucionario que, a pesar de su aparente desgana, coloca su anhelo de justicia social por delante de lo demás, incluso a veces de sus mismos compañeros; un solitario antihéroe dado a la filantropía. Tras los grandes poderes, los terribles enfrentamientos y las maniobras de alto nivel, siempre destaca el anhelo individual del personaje destinado a la lucha desinteresada.
El Zelazny de esta obra aún no ha radicalizado su visión literaria y busca agradar al lector. Quizá por eso es menos trascendente, pero también más fácil de digerir. La editorial Bibliópolis ha decidido, motivada seguramente por la corta extensión de la novela, añadir un ensayo, obra de Iván Fernández Balbuena, dedicado al autor y a la obra, así como ofrecer una nueva traducción de Joaquín Revuelta. Mientras las ya numerosas editoriales de cf de nuestro país sigan reflotando clásicos como éste, no habrá año sin buenos libros.
La versión original de esta reseña fue publicada en Bibliópolis, crítica en la Red.
En cuanto al premio Hugo en sí, saben los lectores de este blog que hace bastantes años que dejé de tenerlo en cuenta. Me interesa únicamente por su utilidad, por su valor como aproximación al estado de popularidad de ciertos autores y temas. Y es que, debido al sistema de votación, los Hugo, al igual que nuestros entrañables premios Ignotus, son vulnerables a circunstancias y movimientos como los que en años recientes provocaron el lamentable affair de los Puppies. Sea como sea, en unos premios en los que la calidad hace tiempo que dejó de ser determinante, que gane el lado correcto, moralmente hablando, no deja de ser buena noticia.
Un vistazo al historial de premios en la categoría grande, la de novela, da una idea exacta de cómo ha ido degradándose el premio Hugo con los años. Con alguna contada excepción, un porrón de libros en su mayoría incontestables (excelentes, obras maestras, clásicos...) recorre la línea temporal hasta los ochenta, década en la que comienza a colarse alguna novela, digamos, más floja, un signo de debilidad que poco a poco va aumentando hasta la pérdida de identidad del premio en la década de 2000. No estoy diciendo que no haya buenas obras en estos últimos años, me estoy refiriendo a la decreciente densidad de ellas, a concesiones a la popularidad exterior y a la inclusión de textos de un subgénero que en origen no estaba en el corazón del premio.
La desconfianza se paga, y en mi caso me ha llevado a no leer un solo premio Hugo en los últimos años. No se preocupen, soy un tipo de mente abierta y confío aún en las recomendaciones de algunos (contados) compañeros, así que me dispongo a hacerlo en cuanto tenga tiempo. Aunque cada vez me apetezca más volver la vista atrás y adentrarme de nuevo en aguas ya navegadas, novelas como este viejo premio Hugo que reseñé hace ya unos cuantos años.
En el último año hemos asistido en nuestro país a la reivindicación de Roger Zelazny. Tras la reedición en formato de bolsillo por parte de Minotauro de El señor de la luz y la publicación de obras tan brillantes como La edad de oro, de John C. Wright, e Ilión, de Dan Simmons, deudoras en distinta forma del tratamiento mitológico zelazniano, cabía esperar la reaparición de su segunda obra más reseñable.
Tú el inmortal, ganadora del premio Hugo en 1966 (compartido nada menos que con el Dune de Herbert), fue la primera novela publicada por el autor, que ya había ofrecido muestras de su originalidad e ingenio en un gran número de cuentos, tales como “Una rosa para el Eclesiastés”, “Las puertas de su cara, las lámparas de su boca” e incluso “...Y llámame Conrad”, embrión del interesante clásico que se reseña en este texto. Precursor de la new wave en su rama norteamericana, Zelazny fue un escritor de rápida eclosión que inmediatamente ganó prestigio y alcanzó su máximo potencial al orientar su estilo narrativo, brillante en lo descriptivo, fresco en los directos y desnudos diálogos, hacia una suerte de fantasía científica en la que la ciencia toma aspecto de magia en el más estricto sentido clarkiano.
En ésta, su ópera prima, Zelazny presenta los mimbres de una visión temática que perfeccionaría y culminaría sólo un año más tarde en su mejor obra, El señor de la luz, donde la ciencia acaba siendo algo tangencial, que conforma la excusa de una trama de aspecto puramente fantástico, una epopeya divina basada en el panteón de dioses hinduista. Por Tú el inmortal desfilan héroes y monstruos trasuntados de una mitología distinta, la griega, aunque en un escenario más afín a la ciencia ficción.
El protagonista es Conrad Nomikós, humano inmortal debido (quizás) a los efectos de la radiación que cubrió amplias zonas de la Tierra tras la Guerra de los Tres Días, un apocalipsis atómico que dio como resultado una alta población de mutantes. Antiguo héroe revolucionario, ahora en el anonimato por voluntad propia, ostenta un pequeño cargo en el ministerio terrestre que le otorga una posición privilegiada entre congéneres humanos y extraterrestres veganos, salvadores y por ello nuevos arrendadores del planeta. Conrad recibe el encargo de servir de guía en la expedición que conducirá al vegano Cort Myshtigo desde Egipto hasta una oscura Grecia plagada de peligrosos monstruos. Un viaje que, de alguna manera, se adivina crucial para el destino de la humanidad.
Los dos mayores atractivos de la novela se encuentran tanto en su desarrollo aventurero, que convierte la lectura en un auténtico disfrute, como en el carisma de su personaje principal. Es cierto que se puede distinguir un importante poso ideológico en las obras de Zelazny, pero éste se asienta más en la esencia del protagonista que en los ejercicios de alta política que se repiten de fondo en sus novelas. Suele ser siempre un francotirador revolucionario que, a pesar de su aparente desgana, coloca su anhelo de justicia social por delante de lo demás, incluso a veces de sus mismos compañeros; un solitario antihéroe dado a la filantropía. Tras los grandes poderes, los terribles enfrentamientos y las maniobras de alto nivel, siempre destaca el anhelo individual del personaje destinado a la lucha desinteresada.
El Zelazny de esta obra aún no ha radicalizado su visión literaria y busca agradar al lector. Quizá por eso es menos trascendente, pero también más fácil de digerir. La editorial Bibliópolis ha decidido, motivada seguramente por la corta extensión de la novela, añadir un ensayo, obra de Iván Fernández Balbuena, dedicado al autor y a la obra, así como ofrecer una nueva traducción de Joaquín Revuelta. Mientras las ya numerosas editoriales de cf de nuestro país sigan reflotando clásicos como éste, no habrá año sin buenos libros.
La versión original de esta reseña fue publicada en Bibliópolis, crítica en la Red.
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