Hace unos días, en plena ola de calor, buscando alivio en el aire acondicionado de un centro comercial, me di una vuelta por la librería de una de esas grandes cadenas en las que prima la novedad y el márqueting. Echando un vistazo a la sección de literatura fantástica, en la que desde hace tiempo escasea la ciencia ficción, me puse a ojear Lo encontrado y lo perdido, la antología de Ursula K. LeGuin que ha editado recientemente Minotauro. Al recorrer el índice, me llamaron la atención dos asuntos. Del primero hablaré después, el segundo pertenece a la catalogación del contenido. Y es que el libro se anuncia en el texto de contraportada y desde el material promocional como la colección de novelas cortas de la escritora. Sin embargo, la extensión de la mayoría de los textos, con sólo un par de excepciones, oscila entre las cuarenta y las sesenta páginas principalmente. El debate de las definiciones según la longitud de los relatos se dio bastante en el pasado y, si uno busca información en google (saltándose la IA, que induce al error como es habitual), encuentra que es en el campo de la ciencia ficción donde más preocupación ha habido por este asunto, debido, principalmente, al etiquetaje que promueven sus grandes premios.
No voy a volver a investigarlo de nuevo, pero tirando del recuerdo les daré, grosso modo, mis propias conclusiones. Aunque creo que se acercan a la realidad, tengan presente que no tienen por qué ser las correctas, pues esto acaba siendo, gran parte de las veces, un tema subjetivo. Aunque la longitud suele darse en número de palabras, yo, y creo que todos, la preferimos en cantidad de páginas. Considero relato corto a todo aquel que no pasa de las 20 ó 25 páginas, relato largo al que puede llegar a 60 ó 70, novela corta a lo que va desde ahí a unas 120 páginas y novela a todo texto de ficción que sobrepasa ese límite. Estas etiquetas no son las Tablas de Moises y, generalmente, la nomenclatura la marcan las normas del concurso de turno, del antólogo o de la editorial. Luego, además, está el asunto de los distintos idiomas y países, que de ahí procede gran parte del lío final. Por ponerles un ejemplo, los premios Hugo cuantifican de mayor a menor tal que así: novels, novellas, novelettes y short stories. Al mirar el índice del libro de LeGuin, la sensación que se tiene es de que la inmensa mayoría de relatos son novelettes (relatos largos) y no novellas (novelas cortas). Aunque puede que yo esté equivocado. La verdad es que hace años que perdí pie, ya no entiendo muy bien ni al mercado ni a los lectores de la ciencia ficción modernos y, además, la terminología va siendo cambiada progresivamente al gusto de las editoriales y de los nuevos aficionados. Tanto, que mucha de la que manejábamos hace un par de décadas ya no es considerada válida. En todo caso, da igual, pues lo que a mí me importa del libro es, en realidad, el primero de los asuntos que referí antes.
Me llevé una agradable sorpresa al mirar el índice y ver el relato que inicia el libro. Le Guin publicó "Más vasto que los imperios y más lento" en el año 1971, dentro de la antología New Dimensions (publicada en España por Adiax en 1982 como Nuevas dimensiones 1) dirigida por Robert Silverberg. Me parece curioso lo que menciona la autora en la presentación del cuento, el deseo del antólogo de cambiar el título, que proviene de un poema de Andrew Marvell, porque, para mi gusto, es uno de los más evocadores de toda la ciencia ficción. Sonreí al verlo por nostalgia, porque me trajo recuerdos de un tiempo en el que el propio mundo me parecía no sólo más joven, sino también mucho más bello. La primera vez que leí ese título fue en el libro Encuentro con Medusa (1978), una antología publicada por Caralt que recortaba uno de los populares The Best recopilados por Terry Carr, un volumen gastado de portada llamativa que me acabé llevando del bibliobús. La lectura del cuento de Le Guin me atrapó tanto como el extraordinario relato que daba título al libro. El de Clarke era puro sentido de la maravilla, con aquel descenso de la Kon-Tiki a la atmósfera de Jupiter y aquellas criaturas jovianas que luego representó Carl Sagan en la serie de televisión Cosmos, pero el de Le Guin era igualmente fascinante. Aunque entonces no me fijaba tanto en esas cosas, estaba muy bien escrito, con una claridad que raras veces había visto en la cf, pero sobre todo, me sorprendió el tratamiento de personajes, tanto el peso de la relación entre ellos como el conflicto humano implícito en sus acciones y diálogos. Y por supuesto, me impactó la idea central de la historia.
El relato pertenece al universo Hainish leguiniano, y en él se narra la expedición al Mundo 4470, un lejano planeta deshabitado pero repleto de vegetación. Entre los miembros de la tripulación se cuenta Osden, un émpata de pasado autista cuya relación con el resto es conflictiva y cuyos continuos desprecios hacia los demás, por los que se ha ganado la animadversión de sus compañeros, sabremos más tarde que parten de un acto de autodefensa. Una vez en tierra, Osden percibe una presencia empática que resulta ser la vegetación del planeta, un único ser consciente, pero, en sus propias palabras, "Nada comprensible para una mente animal. Una presencia sin mente. Una conciencia de ser, sin objeto ni sujeto". Se trata de una sola entidad que responde a su primer contacto con el concepto de otredad transmitiendo a los cerebros de los humanos, de forma intrusiva, lo primero que percibe de ellos: el miedo. Al final, tras varias peripecias, Osden elige quedarse y el resto regresa a los dominios humanos. Se trata de un relato espléndido, en el que sorprende la facilidad con la que la autora muestra la complejidad de las relaciones entre sujetos sometidos a presión, primero en el pequeño entorno de la nave, lejos de casa, y finalmente debido a un medio desconocido y hostil. Le Guin expone a la perfección conceptos humanos como el miedo, la incomprensión y el amor, mueve a sus personajes y construye los diálogos con una gran capacidad expositiva, y presenta además un novum impactante dentro de los códigos de la ciencia ficción. Es un cuento que, releído hoy en día, me sigue fascinando por los mismos motivos que antaño, pero que también, con mucho más conocimiento y lecturas que
entonces, me invita a una cierta reflexión. Porque me doy cuenta de cierto asunto que salta a la vista y que cualquier lector bregado en el género habrá percibido leyendo el propio resumen que he hecho del argumento. Y es que hay elementos basales que suenan a cosas ya vistas, conceptos muy concretos, presentados poco antes de que fuera escrito este cuento.
Ya he divagado más veces sobre el tema de la originalidad. Suelo lamentar la falta de ella en muchos de los textos recientes que he leído. Es cierto que en parte se podría disculpar esa carencia debido a los más de cien años de historia que tiene un género literario en el que, por la cantidad de obras publicadas, es muy difícil introducir conceptos nuevos. Además, no es una circunstancia que se dé sólo en la ciencia ficción. Tal vez lo de apoyarse en otros textos pueda ser algo imposible de evitar, independientemente del tiempo en el que hurguemos. En la confección de una obra juega un papel importante el subconsciente del autor, e incluso su parte consciente en cuanto a que uno es producto de su experiencia (las obras leídas que han conformado su acervo literario) y del ámbito en el que se desarrolla (lo que prima en ese momento). Es muy fácil no darse cuenta de que tu idea ha salido de otro sitio. En este caso, la problemática en torno a las capacidades y el comportamiento de Osvald, el personaje principal del cuento, supone una inversión de términos de lo que ocurría con Richard Muller, el protagonista de El hombre en el laberinto. En esa novela, publicada por Robert Silverberg en 1968, el Muller no podía evitar la emisión de un aura empática que desagradaba profundamente a sus semejantes, aislándolo y convirtiéndolo en una persona de mal carácter. En el relato de Le Guin sucede lo contrario, es la emanación emocional de los demás lo que resulta insoportable para el protagonista, convirtiéndolo en una persona arisca. Por otra parte, es muy difícil no reconocer al océano sintiente de Solaris en la entidad vegetal que rodea al Mundo 4470. En la obra de Stanislaw Lem, publicada en 1961, los humanos eran incapaces de comprender a una entidad inteligente que rodeba como un océano el planeta Solaris. Le Guin propone lo mismo, transformando el medio líquido en vegetación.

Ya he divagado más veces sobre el tema de la originalidad. Suelo lamentar la falta de ella en muchos de los textos recientes que he leído. Es cierto que en parte se podría disculpar esa carencia debido a los más de cien años de historia que tiene un género literario en el que, por la cantidad de obras publicadas, es muy difícil introducir conceptos nuevos. Además, no es una circunstancia que se dé sólo en la ciencia ficción. Tal vez lo de apoyarse en otros textos pueda ser algo imposible de evitar, independientemente del tiempo en el que hurguemos. En la confección de una obra juega un papel importante el subconsciente del autor, e incluso su parte consciente en cuanto a que uno es producto de su experiencia (las obras leídas que han conformado su acervo literario) y del ámbito en el que se desarrolla (lo que prima en ese momento). Es muy fácil no darse cuenta de que tu idea ha salido de otro sitio. En este caso, la problemática en torno a las capacidades y el comportamiento de Osvald, el personaje principal del cuento, supone una inversión de términos de lo que ocurría con Richard Muller, el protagonista de El hombre en el laberinto. En esa novela, publicada por Robert Silverberg en 1968, el Muller no podía evitar la emisión de un aura empática que desagradaba profundamente a sus semejantes, aislándolo y convirtiéndolo en una persona de mal carácter. En el relato de Le Guin sucede lo contrario, es la emanación emocional de los demás lo que resulta insoportable para el protagonista, convirtiéndolo en una persona arisca. Por otra parte, es muy difícil no reconocer al océano sintiente de Solaris en la entidad vegetal que rodea al Mundo 4470. En la obra de Stanislaw Lem, publicada en 1961, los humanos eran incapaces de comprender a una entidad inteligente que rodeba como un océano el planeta Solaris. Le Guin propone lo mismo, transformando el medio líquido en vegetación.
Hablamos de dos obras publicadas tres y diez años antes y nada desconocidas para Le Guin. La antología en la que se publicó este cuento, como ya mencioné, estaba dirigida por el propio Silverberg. En apoyo de Lem llegó incluso a renunciar a la concesión de un premio Nebula, por lo que tampoco es descartable el consabido homenaje, pero no he encontrado nada al respecto. Quizás no se pueda acusar a Le Guin de plagiaria, pero lo cierto es que las dos grandes bazas del cuento, la base humana del conflicto y el propio novum, ya aparecían en narraciones nada lejanas de otros escritores. El asunto es, ¿tiene esto importancia? Bueno, la lectura del cuento sigue pareciéndome impactante, su contenido magnífico. No es original, pero el tratamiento que Le Guin hace de ideas que ya tuvieron otros autores antes que ella es muy interesante. Y distinto, que es lo que deberíamos mirar. Silverberg dotaba a su personaje de un nihilismo y un descreimiento del sentido de humanidad al que la creación de Le Guin da completamente la vuelta. Paradójicamente, el uso final que hace Muller de la maldición que lo separa de la humanidad le hace retornar a ella, mientras que la toma de decisión definitiva de Osvald lo separa de sus semejantes y de su propia naturaleza. El océano de Solaris es incomprensible, como lo es la vegetación del Mundo 4470, y su conciencia como ser vivo se hace patente en los efectos que tienen ambos sobre los seres humanos, pero producen resultados contrarios. Mientras que en la novela de Lem agudizan la incapacidad de comunicación y comprensión, en el relato de Le Guin provocan una comunión. El mensaje es opuesto: la obra de Lem hace hincapie en lo diferente, la de Le Guin en lo similar. La indiferencia de un universo ajeno y frío en Lem es calidez ecologista en Le Guin. No hay originalidad en los cimientos de este cuento, pero el tratamiento parte de puntos de vista tan dispares que da a luz obras muy diferentes.
¿Entonces?
En realidad, sobre este asunto ya indagué hace casi 20 años en una entrada que titulé Ideas concurrentes. El tiempo ha pasado y, como suponía entonces, sigo sin obtener certezas. El mundo del arte, en el que la literatura ostenta un lugar distinguido, sigue siendo para mí un mar de complejidades y un completo misterio. En parte, eso es lo que me atrae de las letras, por eso escribo reflexiones como esta. ¿Puede una obra ser original no siéndolo de partida? ¿Puede una historia con los mismos elementos ser considerada original por presentar un tratamiento o abordaje o conclusión distintos? Puede que la originalidad sea fundamental, pero también puede ser que, como afirman en el mundo del diseño, esté sobrevalorada. Paul Rand, creador de famosas marcas corporativas, genio del logotipo, popularizó un consejo: "No intentes ser original, intenta ser bueno". Quizás ahí esté la clave.