sábado, 31 de diciembre de 2022

Recuerdo...

Tengo doce años. Estoy sentado con mi madre en la sala de espera del alergólogo, extraña palabra que acabo de conocer. La consulta está fuera del barrio, así que hemos tenido que ir en autobús. Debería estar nervioso, tener miedo como cuando me extirparon las anginas a los cinco años, pero desde que salimos de casa estoy embebido en una de esas novelillas de "a duro" de ciencia ficción. Así que en realidad no estoy allí, sino en la enmarañada jungla de un planeta perdido en una nebulosa lejana, siendo testigo del ataque de unas sanguijuelas gigantes. En mi recuerdo, la novela está escrita por Curtis Garland y se titula Los dioses lloran sangre, aunque pudiera ser otra. Cuando nos invitan a pasar, la doctora dibuja en mi brazo varias celdas con un rotulador y raspa con una lanceta el interior de cada una. No me inmuto entonces, ni tampoco cuando las gotas que ha vertido en las marcas enrojecen la piel. A pesar de lo sorprendente e inusual que pueda ser esa prueba para un chaval de mi edad, mi mente no está allí, sino en un extraño e ignoto planeta.
Es la víspera de Navidad. Tengo trece años y he estado explorando con mis amigos la vaguada que hay al sur del barrio, esa que después se convertiría en el pionero "centro comercial más grande de Europa". En 1979 es aún un conjunto de terraplenes, plantas e insectos regados por un riachuelo sucio, un hilo de agua que proviene de La Paz, el gran hospital que se ve mas allá del puente roto. Como me he quedado solo, entro en Simeón a husmear. Es un edificio bajo con dos plantas unidas por una escalera mecánica, la tienda de compras más grande de todo el barrio, pero la sección de libros ocupa un lugar pequeño al lado de una puerta lateral. Plantado allí, husmeando, una portada llama mi atención. Es un dibujo sencillo, nada espectacular, una figura geométrica con varias puntas. Leo la sinopsis y empleo el dinero que he ahorrado en las últimas pagas semanales para comprar el libro, mi primero como tal de ciencia ficción. Serán las vacaciones en las que menos tiempo pase en la calle. Cambiaré el frío y los amigos por la posibilidad de asistir a la caída y el intento de reconstrucción de un imperio que abarca toda la galaxia. El recuerdo de esa novela y de sus continuaciones quedará asociado para siempre en mi cabeza al sabor de los polvorones y el turrón, y también a la música del disco en el que se me ha ido la otra parte de los ahorros: Supertramp Paris.
Es el mes de julio de 1980. Muchos de mis amigos se han ido ya de veraneo con sus padres y no hay con quien jugar después de ver el Tour. En vez de dejarme las manos haciendo carreteras en la arena bajo mi casa, me dedico a visitar las de otro planeta. Mientras la ciudad duerme la siesta, yo, sentado en el salón, visito Marte. La lectura me secuestra hasta la noche. Astronautas terrestres recorren ciudades abandonadas, veleros solares navegan los solitarios mares de polvo marciano mientras en el radiocasete Mark Knopfler y su banda se declaran sultanes del swing. La extraña asociación entre Bradbury y los dos primeros discos de Dire Straits durará siempre y sonará en mi cabeza también diez y veinte años después, en los reencuentros posteriores con ese libro. De hecho, las principales lecturas de aquellos años iniciáticos irán siempre acompañadas de su correspondiente fondo musical. Meses más tarde, cuando llegue el desagradable frío del invierno, oiré el viento exterior desde la cálida protección del interior de un cuerpo humano, sumergido en la corriente sanguínea de un científico, aprendiendo términos desconocidos como "fístula arteriovenosa" mientras oigo el Abraxas de Santana.
Es la noche de un viernes de principios de verano. Mis padres han salido, seguramente al Bingo, el pasatiempo favorito de los adultos en aquellos años. Yo me he quedado viendo la tele. Esa noche de la semana ponen las mejores series en la segunda cadena, todas con ese aire inglés que me tiene enganchado. "Los amores de Lidia", "Retorno a Brideshead" e incluso "El callejón del arco iris", que en realidad no es británica, sino del otro extremo del mundo. Pero ese mediodía de 1983 me he pasado por el Bibliobús, así que no pongo el televisor. De los tres libros que he cogido he empezado uno que seguiré leyendo cuando ellos vuelvan. E incluso después de que se acuesten. De fondo suena la voz de Jon Anderson sobre extrañas melodías de Vangelis. Mi recuerdo, muy intenso, va ligado a la brisa que mueve la cortina y al silencio que lo ocupa todo, más allá de la luz del flexo y de la música, en el momento que alzo la cabeza maravillado. El colosal artefacto que están explorando los astronautas humanos se ha iluminado de repente; amanece en Rama y la sensación es abrumadora. Esa noche, o día, no dejaré el libro hasta concluirlo, me acostaré de amanecida. 
Es una lluviosa mañana de enero de 1985 y estoy trabajando en el bar. Las horas que van del desayuno al aperitivo son las peores para el negocio, pero no para mí. El bar está vacío y por fin puedo meter un taburete dentro de la barra, sentarme en él y leer. En el enorme estéreo se suceden un montón de bandas y cantantes del momento. Más allá del escaparate, la lluvia forma torrenteras en el barro de la terraza. Nadie ha caído aún en el uso de estufas, quedan décadas para eso, así que en los meses fríos permanece vacía, sin sillas ni mesas. Entre canciones de Nik Kershaw, The Cars, Black, A-Ha y Talk Talk mi mente acompaña a dos pequeños valientes y a un ser deforme y atormentado en su viaje por los páramos que conducen a Mordor, la tierra donde mora el señor oscuro. A veces me quedo mirando al exterior como si pudiera verlos entre el lodo. La lectura de este libro, que son tres, me dejará tal marca que, oh paradoja, me alejará para siempre del género literario al que pertenece. En comparación con sus formidables imágenes y su tratamiento del fantasy, todo lo que venga después me parecerán copias baratas. 
He recordado esos pasajes, aquellos momentos mágicos, durante toda mi vida. Han permanecido inalterados en mi memoria hasta hoy, cuarenta años más tarde. Recuerdo las atmósferas e incluso los nombres de los personajes. Cada vez que vuelvo a oír aquellas músicas ahí están de nuevo: Hari Seldon, Salvor Hardin, Hober Mallow, Bel Riose y el Mulo; Frodo Bolsón, Samsagaz Gamyi, Merry, Pippin, Galadriel, Trancos y Gandalf. Y también Paul Atreides, Dama Jessica, Duncan Idaho, Alia, Stilgar, el doctor Yueh, Feyd-Raudha y el barón Harkonnen, e incluso otros menos conocidos como Gilbert Gosseyn, Robinette Broadhead o Susan Calvin. Las películas y series de años recientes que han popularizado a los primeros no han tenido que ver con su permanencia en mi cabeza, no han refrescado nada, no ha hecho falta. Antes de verlas, recordaba los nombres de todos, no había olvidado a ninguno. De hecho, no he querido mirar si están mal escritos, los recuerdo así. Como recuerdo también aquella bengala que iluminaba el interior de un artefacto cilíndrico de decenas de kilómetros de longitud, y el desconcierto en la cara de los asistentes ante la aparición holográfica del por una vez ignorante psicohistoriador, o el encuentro entre un humano y un marciano del pasado en la quietud nocturna de un Marte de ensueño. Tengo esas viejas imágenes grabadas a fuego en mi mente. Y sin embargo, no conservo ninguna de algunos libros que he leído en los últimos veinticinco años. Incluso de novelas cuya lectura he concluido hace menos de un lustro. ¿Por qué?
Se me ocurren varias posibilidades. ¿Puede ser que tenga que ver con los propios libros, con la evolución y la posible calidad decreciente de ese tipo de literatura? ¿Se han dejado de crear historias que tengan ese poder para sugerir y permanecer en la memoria? Si no recuerdo mal, la última lectura que dejó esa impronta en mí fue Hyperion. "Los Cantos de Hyperion", para ser más exactos. Recuerdo a Paul Duré, a Lenar Hoyt, a Brawne Lamia, a Fehdman Kassad, a Meina Gladstone, al consul y a Martin Silenus. Y al Alcaudón, por supuesto. Recuerdo su primera aparición, en una iglesia natural escondida en el fondo de una garganta desde la que apenas se veía el cielo lapislázuli. Lo recuerdo entre cráneos y huesos, todo hojas afiladas, apareciéndose en las galerías subterráneas que recorrían el subsuelo de otro planeta. Eso debió de ocurrir en los 90, cuando yo aún no había cumplido los 30 años. Desde entonces, ninguna lectura volvió a raptar mi imaginación como lo habían hecho las anteriores. He leído muchas tramas absorbentes, muchas situaciones fascinantes, me ha impactado a menudo el sentido de la maravilla, pero no con aquel efecto, no del mismo modo. ¿No se ha escrito nada con ese poder de seducción desde entonces? Obviamente sí, no es eso. Muchos lectores treintañeros recordarán perfectamente los nombres de Katniss y Peeta y de todos los personajes importantes de esa serie, o de los compañeros y enemigos de Harry Potter. Sin duda, muchos lectores actuales deben de tener anclados en sus cabezas los paisajes del Cosmere, y más de una imagen procedente de los libros de N. K. Jemisin, Cixin Liu y otros cuantos escritores en la brecha. Así que no. 
Otra posibilidad más fría, ajena al propio medio, es que sea el síntoma de un síndrome que Nicholas G. Carr denunció en un artículo escrito en 2008 titulado "Is Google Making Us Stupid?". La verdad es que mi sensación se parece tanto a la que él refiere que no me sorprendería que un día la ciencia demostrara que esto está ocurriendo. Seguro que a muchos de ustedes les habrá sucedido lo mismo, que él describía así:

"Over the past few years I've had an uncomfortable sense that someone, or something, has been tinkering with my brain, remapping the neural circuitry, reprogramming the memory. My mind isn't going--so far as I can tell--but it's changing. I'm not thinking the way I used to think. I can feel it most strongly when I'm reading. Immersing myself in a book or a lengthy article used to be easy. My mind would get caught up in the narrative or the turns of the argument, and I'd spend hours strolling through long stretches of prose. That's rarely the case anymore."

Esa sensación de tener menos capacidad nemotécnica, de sentir como una falta de sueño continua que nos hace perder retentiva. Delegamos nuestra memoria en google y ya no recordamos cosas o imágenes que antes no teníamos problema en convocar. Sí, por qué no, podría ser esto, un cambio en el patrón mental, en la configuración receptiva que nos esquilma incluso la capacidad de suscitar imágenes, de instalarlas en nuestro cerebro a perpetuidad para ser evocadas en el futuro. Podría ser, pero no, tampoco lo creo.
No, no creo en la causa externa. Más bien soy yo. He de aceptarlo, tiene que ver conmigo. De algún modo, he perdido esa capacidad de fascinación, y creo que mucha parte de la culpa la tiene el modo de lectura. Llevo décadas leyendo de otra forma. Consciente e inconscientemente, la metodología que aplico ha cambiado. Creo que en gran parte es debido al conocimiento adquirido con los años, es por tanta lectura y por tanto escribir sobre lo leído: por tanto analizarlo. Creo que es una especie de síndrome de la cortina, algo que se da en cualquier rama a la que uno aplique algo de estudio. Al haber adquirido conocimientos y aparato crítico mi abordaje es distinto. Ya no leo para sorprenderme, sino para analizar, y veo las costuras, veo los hilos que maneja el tramoyista que ha diseñado el texto. 
Por triste que parezca, esto es algo común. Lo he comentado con amigos muy leídos y todos coincidimos en ese punto. Y no solo en ese. La ciencia ficción tiene ya más de un siglo y cada vez es más difícil encontrar ideas originales, puntos de abordaje distintos. A veces tiene uno la sensación de que sí, es cierto, todo está dicho. Hace poco leí Así se pierde la guerra del tiempo, una novela muy alabada, ganadora de casi todos los grandes premios. La premisa está confeccionada con temas que reconozco extraídos de novelas de Asimov, Leiber, Sterling y Simmons. Leo la sinopsis de Aves extintas, otra obra que me llega con muy buenas opiniones, y despierta en mí ecos de las novelas más señeras de Haldeman y Bester. Esto es continuo. Es difícil encontrar algo que te sorprenda, sobre todo porque, además, ya no dejas que nada lo haga. Has cambiado la inocencia por el conocimiento, el disfrute puro por el intelectual. Y no estoy seguro de que eso sea bueno.
En realidad, todo esto lo expuse ya en una entrada del blog titulada Lo que perdimos, de la cual esta otra toma el relevo casi diez años después. Otra vez Curtis Garland, de cuyas novelillas me acaba de llegar un grueso pedido; otra vez una mudanza, la séptima ya, y en fin de año, lo cual la dota de una carga emocional mayor. Y otra vez esa angustia nostálgica, la añoranza de algo perdido hace mucho tiempo e imposible de recuperar. Desde que subí al blog aquello, he sufrido unas cuantas dolencias físicas y otras tantas podría decirse que espirituales, y a cambio sólo sé un poco más. No recuerdo cuándo dejé de leer con música de fondo, sólo sé que no puedo concentrarme con ella. Mis lecturas ya no tienen banda sonora, lo cual es una lástima, porque creo que la música enriquecía las imágenes mentales e influía en su perdurabilidad. Casi todo lo que leo ahora deja una impresión deleble en mi cabeza, poco permanece. Me preocuparía si no fuera porque sé que esta sensación, esta dolencia anímica, no la tengo sólo yo. Leo y escucho a más gente compartirla. La edad, qué putada: contra ella sólo se puede oponer el recuerdo. Decía Rilke que la patria del hombre es su infancia, y yo no puedo estar mas de acuerdo. La mía es la ciencia ficción, y en mi cabeza ambas cosas significan, desde que tengo memoria, lo mismo. Mis primeros años y este género narrativo se mezclan hasta hacerse indistinguibles. 



Publico esto un 31 de diciembre, entre cajas, mientras escucho una vieja canción que versa sobre el hogar, los recuerdos y aquello que queda por descubrir. Para el año que se abrirá tras el portal de esta medianoche les deseo a todos felicidad. Personalmente, sólo espero que el paso de los días me traiga belleza, y que yo sea capaz de aprehenderla y mantenerla en mi memoria para siempre.   
 



jueves, 17 de noviembre de 2022

Breves: Houellebecq, Piñol, Williams

La posibilidad de una isla, de Michel Houellebecq

Ciencia ficción al otro extremo del canon. Aquí no hay literatura de ideas, no hay sentido de la maravilla, excepto en ese paseo final por una España postapocalíptica, pero sí hay anhelo prospectivo. El futuro aquí representado es producto de la natural progresión y desarrollo de las actitudes humanas en este siglo marcado por la tecnología. Estamos ante el Houellebecq de siempre, certero en su lectura, desinhibido en su exposición. En una sola de sus páginas hay más verdades que en libros enteros de autores más complacientes. No es la trama la que tira del lector, sino las evidencias que Houellebecq va mostrando sobre las actitudes y la condición humana en sus versiones menos admitidas.  
A pesar de la incorrección política y la irreverencia habituales del autor, el fondo de esta novela es quizás el más triste y pesimista de toda su obra, lo cual es decir mucho. El mensaje final es tan claro como contundente. No hay remedio contra la muerte, solo el amor, y este no es mas que una creencia y una obsesión humanas. Un maravilloso libro de ciencia ficción para lectores que busquen especulación, crítica y la triste belleza de lo ineludible: 

Y el amor, en el que todo es fácil, 
donde todo se da al instante: 
existe en mitad del tiempo 
la posibilidad de una isla.



Pandora en el Congo, de Albert Sánchez Piñol

La novela que Piñol publicó tras esa obra maestra que es La piel fría supone una tremenda decepción. El libro no interesa hasta pasados dos tercios, a partir de la descripción del viaje bajo tierra y el encuentro con una civilización escondida. Hasta entonces, parece el plagio del anterior, escrito por alguien con menos talento. Ni siquiera la reiterada recurrencia en Conrad, aquí más literal, salva a esta novela. Sobra un sentido del humor mal traído y hay incluso sentencias mal integradas en la  voz del narrador. 
Sólo merece la pena la parte final. Ahí sí aparece el gran narrador que demostró ser Piñol. El viaje por las galerias y el encuentro final con la cuna de una civilizacion perdida tiene ese aroma de las grandes novelas de aventuras. Este tramo se disfrutaría más de haber aparecido antes, pero el peso de lo leído hasta entonces le resta oxígeno. 



Butcher's Crossing, de John Williams

Un chaval procedente del ambiente universitario quiere experimentar la autentica naturaleza en tierras salvajes. Para ello, viaja hasta una pequeña localidad de Kansas con la idea de organizar una partida en busca de búfalos, animales que, debido a la caza indiscriminada, se encuentran al borde de la desaparición. Un hombre llamado Miller le convence para que financie el viaje a un lugar secreto donde dice haberlos visto pasar el invierno. El libro es la crónica de la travesía y supervivencia en un valle en el que les atraparan las nieves y del que no podrán escapar hasta la primavera. 
He aquí la demostración de que un buen narrador no necesita de tramas enrevesadas ni artificios estilísticos. El autor de Butcher's Crossing no se pierde en florituras, desarrolla una historia de corte clásico con un estilo tradicional, de toda la vida, como lo hacía Jack London en sus historias de aventuras en territorios inhóspitos. El resultado es un novelón inovidable. Un lugar geográfico del que al lector le será imposible escapar, un invierno gélido en las montañas de Colorado entre nieve, búfalos y sangre. 

sábado, 12 de noviembre de 2022

Christina Rossetti. Tierra de sueños

Hace dos años que, a estas mismas horas, cercana la medianoche, recibí la llamada del hospital informándome de que mi madre había fallecido. Luchó contra la neumonía que le había provocado el SARS-CoV-2 durante once días, pero finalmente perdió la batalla. O, más certeramente, la guerra. Las condiciones de aquellas jornadas terribles, que, por no sepultar el recuerdo y hacer justicia, espero que el futuro desvele con toda su crudeza, nos arrebataron muchas cosas y aún lo siguen haciendo. En todo este tiempo, he intentado escribir un texto sobre mis padres y sobre aquellos días, un retrato veraz que estuviera a la altura, pero aún no he podido. Es sorprendente lo difícil que es, a veces, volcar al papel cosas que se tienen muy claras, marcadas a fuego en la cabeza. Cuesta calibrar toda la magnitud y las derivaciones de los hechos. 

Decía que, por ejemplo, aquella especie de borrado de los muertos, de entierro en el anonimato, de no poder asistir o siquiera ver a los seres queridos en sus ataudes, ha alargado sus efectos a los años posteriores. Uno no pudo despedirse, no pudo verlos, así que el recuerdo tampoco es el mismo. Y así ocurre que una fecha que en condiciones normales se tiene muy presente, con aquellos muertos se desvanezca. Familiares a los que les bailan los días y no la tienen clara; o uno mismo, que no se siente culpable porque sabe que la culpa está en otra parte. En los hechos, sin ir más lejos. Así que, para que nunca se me olvide, por si eso ocurre, dejo aquí, en este blog en el que he depositado tantos asuntos personales, un recordatorio que, si bien no será eterno, permanecerá en el rincón de los textos olvidados hasta que Blogger se extinga. Unos versos por y para mi madre.       

  



Como hice en su día con el poema Will Come Soft Rains, de Sara Teasdale, reproduzco ahora el titulado Dreamland, de la escritora inglesa Christina Rossetti. Al igual que la norteamericana, Rossetti no ha tenido en España mucho predicamento. Se cita siempre su parentesco con dos escritores notables que yo me niego a mencionar, pues me parece una escritora que se defiende por sí sola. A caballo entre el romanticismo y la época victoriana, se la suele incluir siempre en la Hermandad Prerrafaelita. Dreamland está incluido en su libro de poemas Goblin Market and Others. Me ha sido tremendamente complicado encontrarlo en castellano. Ignoro si la edición española de Pre-Textos, El mercado de los duendes, contiene sólo el largo poema del título o incluye también el resto. He copiado la excelente traducción de El espejo gótico, una página web temática hecha con gusto que pueden visitar haciendo click en el enlace del propio nombre. Sin más:


Tierra de sueños


Donde los ríos sin sol lloran,
Derramando en el abismo sus olas,
Ella duerme un sueño encantado
Del que no despertará.
Guiada por una estrella errante,
Ella llegó de lejanos lugares,
Buscando sus placeres
Donde las sombras yacen.

Ella dejó la rosada mañana,
Ella dejó los campos de maíz
Por el frío crepúsculo
Y los lánguidos manantiales.
A través del sueño, como un velo,
Ella observa el pálido cielo,
Escuchando el canto aéreo
Del triste ruiseñor.

Descanso, descanso, un perfecto descanso
Cubre su frente y sus senos,
Su rostro se vuelve al oeste,
Hacia la Tierra Púrpura.
Ella no puede ver el grano,
Madurando en la colina y el llano,
Ella no puede sentir a la lluvia
Caer sobre su frágil mano.

Descansa, descansa por siempre
En las exuberantes orillas
Descansa hasta que el corazón calle,
Hasta que el núcleo del tiempo muera.
Duerme un sueño que el dolor
No puede perturbar,
La noche no será quebrada por la mañana,
Hasta que la alegría se apodere
De su perfecta paz.



jueves, 15 de septiembre de 2022

Omelas en C

El mayor éxito de este blog tiene más de diez años. Se trata de la traducción más o menos libre que hice del poema 
There Will Come Soft Rains, escrito por la poetisa norteamericana Sara Teasdale. Le dediqué una entrada entonces por cuánto me gustaba (sigue estando entre mis preferidos), porque dio título a uno de los mejores cuentos incluidos en las Crónicas marcianas de Ray Bradbury (el conocidísimo Vendrán lluvias suaves) y porque me pareció un buen homenaje al escritor de Waukegan en el día posterior a su fallecimiento. Si no recuerdan el texto o, simplemente, tienen curiosidad, pueden ustedes aumentar el fenómeno pulsando en este enlace.
Bien, la inusual cantidad de visitas que recibe esa entrada, que en el histórico del blog casi doblan a las de la segunda (la reseña de Meridiano de sangreuno de los dos mejores libros que he leído en mi vida), no se debe al interés despertado por Teasdale o Bradbury. El 90% de las personas que han llegado ahí lo han hecho por motivos relacionados con el poema, pero por causas distintas. A saber: buscando una canción de igual título de la banda mexicana Austin TV; debido a una película argentina homónima de cf; a causa de otro filme norteamericano de terror, “El bosque de los suicidios”, en el que se citan los últimos versos del poema, y también, por supuesto, gracias a esa secuencia del videojuego Fallout 3 en la que un robot lo recita entero. Todas esas personas han acudido a esa entrada por motivos muy diferentes al que yo pretendía, pero lo que cuenta es el resultado. El poema escrito por Sara Teasdale, cuya inspiración nace de la destrucción y mortandad producidas en un mismo año por la Primera Guerra Mundial y la Gripe Española, mantiene de este modo su presencia en unas pocas personas más un siglo después de su escritura.
Esta suerte de efecto presumiblemente aleatorio se da continuamente en nuestro tiempo, y creo que no va a parar de crecer. He utilizado otro ejemplo significativo de esta concatenación de sucesos sin aparente relación, un proceso que me fascina, como introducción de un artículo publicado en C, la web de crítica literaria, en el que abordo "The Ones Who Walk Away From Omelas", el magnífico relato pergeñado por Ursula K. Le Guin, de cuya creacion se celebrará, el año que viene, el cincuentenario. La idea de escribir algo sobre él me vino, más que por el aniversario, al ver la edición ilustrada que Nordica Libros había sacado recientemente. Es un tipo de libros que cada vez se ven más y que reciben críticas desde algunos sectores por la inusual relación que presentan entre cantidad y precio. La creciente publicación de cuentos ilustrados en los últimos años ha concitado pequeños debates sobre el equilibrio entre la poca extensión del material ofrecido y su precio de venta. A mí me sorprende que, siendo algo que lleva décadas haciéndose con normalidad en el mercado infantil, no sea juzgado de la misma manera en el de adultos. 
Respetando todas las opiniones, si muchas veces compramos libros en formato de lujo solo por cuestiones estéticas, que acabamos releyendo en la edición viejuna de la que no nos deshicimos en su día (sinceramente, ¿alguien ha releído a Lovecraft en los mamotretos de Valdemar Gótica o los ha dejado embelleciendo la estantería mientras tiraba de sus viejos Alianza de bolsillo?), no veo diferencia en tener una edición de lujo de un cuento adorado que, además, debido a su brevedad, se puede leer sin necesidad de ir antes a un gimnasio. Muchos años después, exótica cuestión personal que ya expresé en la entrada Una cuestión de peso, me sigue llamando la atención que la literatura y otros productos culturales se cobren en términos de tonelaje y longitud y no por su calidad. Que esta posibilidad alternativa no sea siquiera motivo de consideración depende, únicamente, de lo flexible que es el concepto de “calidad”. Y del gusto de cada uno, obviamente. Prefiero pensar de este modo que no aceptar la obviedad de que la literatura se busca y se paga al peso.
Retomando el hilo, pueden ustedes leer el artículo en el que exploro algunas interpretaciones del cuento de Le Guin y su indudable vigencia si hacen click en este enlace: En torno a Omelas.




sábado, 16 de julio de 2022

Criminal Blurbs



No es un blurb en realidad, pero ese "No apto para menores de 21 años", más reclamo que advertencia, nos recuerda aquellos dos rombos de TVE o los avisos similares que lucían algunos bolsilibros de ciencia ficción, especialmente los escritos por el verderón de Joseh Berna. Porque lo realmente peligroso para la mente de un adolescente es el sexo no normativo. Un chaval puede leer a Clive Barker, Jack Ketchum o American Psycho sin advertencias, sin que la violencia y el gore malformen su mente y su personalidad. El sexo, sin embargo, es venenoso para la formación de un espíritu sano y una mentalidad correcta.





viernes, 13 de mayo de 2022

Dulces dieciséis



Un día como hoy de hace 16 años escribí la primera entrada de este blog. Como no sufro esa famosa superstición, me pareció gracioso iniciarlo un día 13. En mi recuerdo, fue algo que no le dije a nadie, pero los comentarios que ahora veo incluidos tras aquel texto, escritos por Jorge Camacho, el único amigo que conservo de la adolescencia, en parte lo desmienten. Salvo él, ninguna persona del círculo que frecuentaba entonces lo supo. Fue una iniciativa que decidí llevar a cabo en secreto por un motivo determinado. Yo me había mostrado bastante crítico con el fenómeno de los blogs, muy pujante entonces. Tal como los utilizaban algunos, no me parecían más que una moda pasajera cuyo único fin era el de darle a su responsable una cierta notoriedad, ese postureo que se ha convertido en algo pandémico en el presente. Sin embargo, la calidad y el interés de los textos contenidos en algunos de ellos me hicieron mirarlos de otro modo. 
Lo que me acabó de convencer de esta especie de diario público fue su utilidad. Vi la posibilidad de usarlo para algo que llevaba un tiempo queriendo hacer. En aquellos años, yo era asiduo lector de revistas de literatura general como LeerQué leer y había empezado a variar más que nunca mis lecturas. La ciencia ficción es y será siempre mi patria, pero, como la gran mayoría de los aficionados, no me he entregado a ella en exclusiva. Tras llevar años escribiendo en revistas y webs del género, empezaba a tener otro tipo de inquietudes, quería escribir sobre otros tipos de libros que siempre he leído aunque en menor medida, literatura general y otro tipo de géneros. El blog me pareció el instrumento ideal. Era perfecto. Podía convertirlo en una herramienta de crecimiento personal, de exploración de otros territorios allende la ciencia ficción. Pero no quería caer en lo que había criticado, e incluso me parecía perjudicial que se me diera pábulo por motivos equivocados. Conseguir lectores no me preocupaba; la idea era escribir, mejorar, ampliar fronteras, crecer. Y pretendía hacerlo desde el anonimato, fuera del territorio en el que hasta ahora me había movido. 
Pero hubo un problema, o más bien la suma de dos. Lo cierto es que, expresándolo con humor, "elegí un mal momento para dejar de fumar". Aunque ya habían surgido obras que lo hacían previsible, la explosión del género fuera de las fronteras, esa que dio aire a sus temáticas desde perspectivas distintas y una mejor calidad literaria, sucedió exactamente en ese mismo momento. Si suman eso a que, como asegura el refrán, la cabra siempre tira al monte, tendrán la ecuación completa. Un blog que iba a ir de mis encuentros con la literatura general vio desviada su orientación inicial. Comenzar a escribir sobre el torrente que se desencadenó de libros de cf escritos fuera del gueto me sacó a la luz. A pesar de que intenté camuflar los textos dedicados al género bajo un heterónimo, no tardó en saberse quién estaba detrás de Literatura en los talones. Que, por supuesto, no era George Kaplan, sino yo. 
Esto del nombre, para quien tenga curiosidad, lo expliqué en un pequeño cuestionario en el que participé hace unos años: "Precisamente, porque no quería utilizar el blog como plataforma de promoción personal, decidí utilizar un seudónimo. Me pareció que George Kaplan, la persona inexistente con quien confunden al protagonista de Con la muerte en los talones, era un nombre que me servía y que expresaba bien mi idea de no ser nadie tras los textos. El título del blog vino dado por el de la película. Ya que trataría de literatura, solo tuve que hacer un cambio". Curiosamente, el nombre de Literatura en los talones, en principio caprichoso, acabaría desvelándose como un título totalmente adecuado, demostrando que mi subconsciente estaba presente en su concepción. No solo por el significado evidente que tiene de recorrido vital literario, absolutamente indicado para el contenido, sino porque, con el paso del tiempo, entroncaría con un creciente gusto personal, arrastrado desde hacía años, por el senderismo y la geografía rural. 
Como puede verse en el calendario de la barra lateral, hasta el año 2015 fui subiendo textos de todo tipo, rescatando reseñas y escribiendo cosas nuevas, proponiendo pequeños juegos, alguna humorada e incluso simples imágenes. Y luego lo dejé. Tengo mis teorías, que igual cuento otro día, pero incluso durante este tiempo de abandono he tratado de que hubiera, al menos, una entrada por año, algo testimonial que diera a entender que este espacio no había muerto, que cualquier día podría volver a encenderse. Algunas noches me he releído a mí mismo diez años atrás y he sentido cierta comezón añadida al peso del tiempo. Hoy escribo estos párrafos como sencilla celebración del cumpleaños de este blog que tantas satisfacciones me dio, que abandoné durante años y que, sorprendentemente, mi ánimo me ha exigido recuperar hace bien poco. No sé cuánto durará esta nueva etapa, podría ser un año, un mes o unos días, pero reconforta saber que este espacio personal siempre estará aquí, esperándome, sin exigencias de ningún tipo. La satisfacción suele ser difícil de conseguir, pero hay ocasiones en las que uno la encuentra en las cosas más simples. A veces se da con ella sin buscarla. Por ejemplo, escribiendo para uno mismo. 










martes, 10 de mayo de 2022

Walter Mosley. Futureland

Leo la palabra "adanismo" en la contraportada de Prospectiva, el libro en el que Julián Díez ha incluido algunos de sus ensayos más representativos, y me doy cuenta de que la he visto escrita mucho últimamente. Se refiere al ejercicio de partir de cero, de hacer tabula rasa ignorando lo anterior como si no hubiera existido. Describe un fenómeno que se lleva dando dentro de la ciencia ficción desde hace más de una década. Las últimas generaciones de aficionados comparten dos características que parecen estar relacionadas directamente. Una de ellas es la preocupación por la biología y cultura de los autores, su sexo, raza o procedencia, motivada por una mayor concienciación social. La otra es la despreocupación rayana en el desprecio por la "antigua" ciencia ficción (especialmente española). Y reconozco que ignoro si esto se deba a que se la considere sospechosa para la exigencia moral actual (tal vez la vean misógina, racista, homófoba, ni idea) o porque no interesa mas que lo que se escribe o publicita en el presente y su entorno, en la mesa de novedades. Quizás sean ambas cosas a la vez, pero el producto de todo ello es que se puede leer a reseñadores y opinadores de las últimas hornadas reivindicar la revolucionaria originalidad de ideas, tratamientos y temáticas que ya eran viejas en la ciencia ficción cuando acabó el siglo pasado.
Obviamente, la edad siempre juega malas pasadas a quienes llevamos décadas en la carretera, porque uno se hace gruñón y resabiado, pero es difícil no sorprenderse con los descubrimientos y reivindicaciones por parte de los nuevos aficionados de obras que, antes de esta explosión de lo fantástico, ya llevaban décadas siendo incontestables y dándose por sentadas. Llama especialmente la atención que los clasicos que se recuperan vienen dados por el éxito de la adaptación audiovisual de turno más que por la inmersión en el acervo del género y por el interés hacia la historia que lo ha configurado. Lo cierto es que muchos de los que se sumergen en el pasado de la ciencia ficción lo hacen muchas veces con la intención de encontrar escritores que se adapten a las características ideológicas que llevan años reivindicando. Afortunadamente, también hay una serie de lectores interesados en las raíces y la historia de ese género literario sin más razón que las satisfacciones que les concede, que ponen el foco en la obra y no en el autor. Para ambos rescato esta reseña de un libro escrito por Walter Mosley, escritor de novela negra afroamericano que en esta coleccción de cuentos de ciencia ficción demuestra, por enesima vez, que no hace falta haberse criado en el mundillo de la ciencia ficción para dominar sus claves.
Sorprendentemente, a pesar del nombre que Mosley se había hecho gracias a la serie del detective Easy Rawlins y de la calidad que tiene este libro, la única edición fue esta que pueden apreciar en la fotografía, en edición de bolsillo de Suma de Letras. Está descatalogada. A pesar de que las novelas de Mosley se han ido publicando regularmente en varias editoriales y de que se trata de una magnífica muestra de fix-up moderno, es un libro que no se ha reeditado. La otra obra de ciencia ficción que nombro en la reseña, Luz azul, fue publicada posteriormente en la colección Malabares de la editorial Bibliópolis. No llega a la excelencia de esta antología, pero es una novela interesante, a la que en su día le vi semejanzas notables con, agárrense, la miniserie New Universe que guionizó para Marvel Comics el magnífico Warren Ellis. Finalmente, no dio lugar a la anunciada trilogía, aunque Mosley sí haya escrito otras dos obras de cf. Perdónenle al texto, por favor, los detalles llamativos producidos por el desfase temporal (ese Oryx y Crake ya publicado). La reseña tiene sus años.



 
Cada vez con mayor frecuencia, la lista de escritores de todo tipo que deciden acercarse a la ciencia ficción va sumando asientos. A ella se adscriben autores de formación dispar, como por ejemplo Michel Faber, Jonathan Lethem, José Carlos Somoza o Margaret Atwood, vieja conocida del género y finalista este año del prestigioso premio Booker con Oryx and Crake, una novela, precisamente, de ciencia ficción. Todos ellos aportan una visión externa y nuevas maneras de afrontar las ideas provenientes del género. Walter Mosley podría incluirse entre ellos, aunque su forma de inmersión en este tipo de literatura le coloca en un punto sorprendentemente cercano a la ortodoxia del género. Alcanzó la popularidad y el reconocimiento de la crítica con sus novelas detectivescas, principalmente con la serie dedicada al detective negro Easy Rawlins, hasta llegar a ser considerado uno de los puntales de la novela negra americana en los 90. Fue toda una sorpresa que en la cresta de la ola cambiara de registro bruscamente con Blue Light, una novela enmarcada en el género de ciencia ficción, y también que la presentara como prólogo de una futura trilogía. La prueba definitiva de que la cf había ganado para sí a un nuevo escritor llegó tres años después, con la publicación de Futureland, Nine Stories of an Inminent World, una obra que sorprende por su clasicismo tanto en la construcción como en el contenido. 
Mosley estructura su novela a modo de fix-up, ese formato que sumara, a mitad del siglo pasado, obras inolvidables al acervo de la ciencia-ficción. De ese modo, Futureland está constituida por nueve cuentos repletos de referencias cruzadas, pinceladas que van configurando la imagen global de un near future lindante con la distopía. A este escenario futurista, el autor le añade tratamientos clásicos del cine y la novela negra de los años 50, e incorpora con maestría temas sociales como la discriminación racial y la lucha por la supervivencia de las clases bajas, y anexos como el boxeo o el drama carcelario, revistiéndolos a la vez de un aspecto ciberpunk y distópico. La novela presenta en formato de ficción algunas de las inquietudes con las que el escritor suele alimentar sus ensayos, por ejemplo Workin' on the Chain Gang o el reciente What Next, y se constituye en crítica social de nuestros días, intención que la emparenta con obras de máximo porte como 1984, Un mundo feliz y, especialmente, Todos sobre Zanzíbar. Por otra parte, Mosley, escritor de raza negra y confeso admirador de autores como Delany y Butler, nunca ha ocultado su interés por la problemática racial. En Futureland esta preocupación se evidencia notablemente, de tal forma que las disquisiciones especulativas que dan vida a la historia derivan en numerosas ocasiones -y especialmente en su conclusión- hacia los problemas discriminatorios relacionados con el grado de oscuridad en la piel. 
Sorprende también la estética de la novela, un ciberpunk soft, casi elegante, en el que el pesimismo y los clichés del subgénero están presentes, aunque sin la oscuridad escénica y el misticismo high-tech tan abundantes en la obra de Gibson y continuadores. Incluye parafernalia ciberpunk, pero carece del elemento llamativo y barroco. Hay drogas de diseño como el Pulso; fisonomías urbanas sofocantes, cuyo máximo representate es un Nueva York dividido en tres niveles económicos excluyentes; implantes cibernéticos, como el ojo artificial del detective Folio Johnson; corporaciones gigantescas gobernadas por el megalómano de turno, el todopoderoso doctor Kesmet; marginalidad urbana y redes informáticas presididas por extrañas inteligencias. Todo ello al servicio de un argumento de alto nivel especulativo, que presenta un mundo en el que la problemática social es determinante, en el que estar parado significa tener que pagar un impuesto para poder vivir en la superficie y en el que ser reo revierte en la pérdida automática de los derechos constitucionales. 
La prosa de Mosley goza de su habitual limpieza, carente de descripciones baldías. Va al grano, caracteriza a sus personajes por medio de lo que dicen, de cómo se comunican entre ellos; su narrativa está dominada por los diálogos, de los que se basta para describir acción y escenarios de forma veloz y suave. Al igual que en su serie de Easy Rawlins, la lectura de este libro exige disponer de una buena capacidad de retentiva, pues la batería de personajes y referencias es notable. Pero no sólo el conjunto es importante, ya que los cuentos tienen, además, una interesantísima lectura individual. Entre los excelentes cabe destacar “El detective eléctrico”, relato detectivesco en el que Mosley se mueve como pez en el agua; “En masa”, estudio del hombre como anónimo número englobado en el sistema, que guarda semejanzas con la película Brazil, de Terry Gilliam (o incluso con El apartamento, de Billy Wilder); y “Voces”, seguramente el mejor cuento de todos por sus implicaciones terroríficas, por su fuerte carga especulativa y metafísica. Constituyen sólo tres ejemplos individuales de lo que es Futureland, una obra global que en mi opinión forma parte ya de la lista de libros importantes, facilmente exportables fuera del género. Una obra sensacional que, extrañamente, ha visto su primera publicación en nuestro país en edición de bolsillo.




Esta reseña fue publicada originalmente en Bibliópolis, crítica en la red.

miércoles, 4 de mayo de 2022

Pellizcos

Dicen que el tiempo todo lo cura. Es una mentira. El tiempo no cura, solo acostumbra.

-Miguel Delibes-

lunes, 2 de mayo de 2022

Lo que queda fuera



Cada uno tenemos nuestras manías, incluso en el ámbito de la lectura. Yo, por ejemplo, jamás me he llevado bien con las notas a pie de página. Leo despacio, me cuesta concentrarme, y esos númeritos que remiten a otra parte, fuera del camino que estoy siguiendo, me sacan totalmente de la actividad. Completista como soy, además, me es imposible saltármelas. Tengo que leerlas. Generalmente, sirven para aportar información sobre algo que se está tratando en ese punto de la frase o, en el polo opuesto, para incluir algo tangencial que a veces no es más que una digresión alejada de lo que centra la lectura, pero aun así, relacionada o incluso complementaria. La cosa es que se suelen sacar del cauce del discurso porque le restan fluidez o no se centran en él, para que no estorben, pero el efecto es, diría, aún peor, al menos para un tipo que tiene una concentración tan fina como la mía, porque me hacen ir y venir, abducen mi atención del punto que centra la lectura.
En ocasiones he renunciado a un libro por ellas, como hice con Jonathan Strange y el señor Norrell, una novela que me recomendaron bastantes personas pero que desarrolla parte de su trama en las numerosas notas a pie de página. Aunque ese libro es una anomalía. Esas notas, en lo que a ficción se refiere, se circunscriben en gran parte a la literatura antigua, y su utilidad es la de informar al lector de significados e información que se ha perdido desde el año de su concepción. El lugar más usual para esos recursos literarios está en la no ficción, en los ensayos, en los que se da un servicio de información complementaria, para aludir a la fuente o el texto original del que se ha sacado una cita, o para mencionar jugosas curiosidades y anécdotas que aportan contexto de algún tipo a lo expuesto en la palabra o frase de origen. 
Yo, las de este último tipo, llegué a utilizarlas alguna vez, pero ya hace muchos años que dejé de hacerlo. Prefiero darle vueltas al texto para que no haya que abandonarlo y regresar a él de nuevo, y cuando no puede ser porque no encajan o están muy alejadas de lo que centra la crítica o el ensayo, se quedan sin aparecer y las guardo. Nunca se sabe si vendrá bien en otro texto o si, simplemente, servirá como información que recordar personalmente algún día. Como resultado, tengo cientos (y esto es literal) de papelitos de distinto origen (hojas de bloc, de agenda, reversos de folletos publicitarios, envoltorios, servilletas) en los que en tiempos escribía las ideas que me surgían de lo que estaba escribiendo en ese momento, que a veces me venían en la cafetería o cualquier otro sitio. Hablo en pasado porque, desde que el teléfono móvil llegó a mis manos, todo eso lo escribo en el bloc de notas interno del dispositivo.
Pero déjenme ponerles un ejemplo de lo que hablo, de estas cosas que quedan fuera. Hace poco, escribí un breve texto sobre una de las últimas novelas que he leído, Los ingratos, de Pedro Simón. Me causó una impresión extraordinaria. Como explicaba en esa mínima reseña, jamás un libro me había afectado físicamente de tal modo (sí, soy de esos tipos moñas que lloran con la lectura). Expliqué varias cosas que había apuntado y una serie de impresiones personales que tenía muy presentes, y al final dejé algo sin mencionar. Porque no tenía cabida en mi texto y porque me parecía una irrelevancia que no quería que manchara en forma alguna el comentario de cuánto me había gustado y cuán grande me parecía la novela. En ella es importante el recuerdo de los años 70, de los chavales  de ciudad que en la España de aquella década, de alguna manera, vivimos más o menos intensamente la infancia en los pueblos, en mi caso tan sólo los veranos. No pude evitar darme cuenta de un pequeño error que me sacó durante breves momentos de la historia. 
El libro está escrito en primera persona, el narrador es un chaval con el que uno se identifica, porque, además de las situaciones que ve y vive, menciona marcas y productos que uno recuerda. Pero hay un dato que no cuadra. Así lo apunté en una nota privada que no me pareció pertinente señalar:

En las páginas 26, 116 y 261 el narrador hace mención a sus cómics de Daredevil. Error. Debería haber escrito Dan Defensor, que es como se publicaba en Vértice en aquella época. Porque de eso se trata, de recordar las cosas como fueron. Mala documentación (o falso recuerdo) que traba la inmersión.

Bien, como les conté en la anterior entrada, he estado unos meses escribiendo el ensayo sobre Conan que abre La hora del dragón, la única novela que Robert E. Howard escribió sobre el personaje. En la foto que tienen arriba, al comienzo de esta entrada, está el material con cuya lectura engrosé mis conocimientos para escribir "El peso de la corona". Un texto que, como pueden imaginar, salvo por los párrafos originales de los que se han traducido las citas que incluyo, carece de notas a pie de página. Así que, conforme a lo ya explicado, hay alguna cosa interesante que se ha quedado fuera del ensayo, hecho nada extraño que sucede en todos los textos de este tipo. Y del otro, del de ficción. Aunque en ese otro género literario, lo que queda fuera no son simples notas, sino a veces páginas y páginas sacrificadas en pro de una reelaboración parcial o casi total. En ese orden de cosas, recuerdo el caso de El fondo del cielo, novela de menos de 300 páginas a la que Fresán le recortó casi 500. En los ensayos no se llega a tanto. Supongo que en mi caso, las supresiones, que han sido pocas y pequeñas, aparecerán vaya usted a saber cuándo en algún texto sobre vaya usted a saber qué. Hay una que he decidido no meter en el saco de los futuribles, sino airearla ya mismo, en esta entrada. Cuando la descubrí, mi cabeza enlazó dos hechos sin presumible relación de una manera sorprendente y fascinante. 
A principios de 1932, Robert E. Howard viajó hasta una de las zonas del sur de Texas, cerca de Río Grande. Fue en ese viaje donde, presumiblemente, concibió a su personaje más famoso. Si bien es cierto que el primer relato de Conan parte de la transformación de otro anterior del rey Kull titulado ¡Con esta hacha yo gobierno!, la génesis del nuevo bárbaro (tan diferente al rey de Valusia) y su entorno se encuentran en ese viaje. El poema Cimmeria, principio de todo, fue, en palabras del propio Howard: 
"Written in Mission, Texas, February, 1932; suggested by the memory of the hill-country above Fredericksburg seen in a mist of winter rain." 
A Howard, la visión de las colinas sobre Fredricksburg, entrevistas en un brumoso día de lluvia invernal, le sugieren imágenes de una tierra de bosques oscuros y sombras, de cielos grises perpétuos que huyen del sol; una región de tristeza. Tras este poema llegarían los relatos de Conan y el ensayo La era Hyborea, en la que se recrea una época ficticia del pasado ya desaparecida, perdida en el tiempo. Al leer esto, mi cabeza conectó dos puntos sin aparente relación. Lo hizo por mor del hecho en sí, la inspiración para crear un mundo de ficción literaria de cielos plomizos con la visión de unas colinas de por medio, y por la localización, aunque separada por muchos kilómetros, expresada de forma similar: el sur de Texas, la frontera con México.
Este es Cormac McCarthy explicándole a Oprah Winfrey, en su programa de televisión, de dónde partió la idea de su libro La carretera:
"Four or five years ago, my son (John, then aged three or four) and I went to El Paso, (in Texas) and we checked into the old hotel there. And one night, John was asleep, it was probably about two in the morning, and I went over and just stood and looked out the window at this town. There was nothing moving but I could hear the trains going through, a very lonesome sound. I just had this image of what this town might look like in 50 or 100 years… fires up on the hill and everything being laid to waste, and I thought a lot about my little boy. So I wrote two pages. And then about four years later I realised that it wasn't two pages of a book, it was a book, and it was about that man, and that boy."
McCarthy, desde la ventana de su habitación en un hotel de El Paso, ve la quietud de la ciudad en la noche. La soledad, el silencio y, de repente, el ruido de trenes en la lejanía. Con su hijo durmiendo a pocos pasos, le sobreviene la imagen de colinas en llamas y un futuro en el que nada de todo aquello permanecerá. Eso le hace escribir dos páginas que serán el germen de La carretera cinco años más tarde. Hay una diferencia de 70 años entre estas dos noches de inspiración al sur de Texas unidas por el Río Grande. A Howard, las húmedas colinas envueltas en niebla le trasladan a las oscuras y grises tierras de un pasado ficticio; a McCarthy, la quietud y el silencio de la ciudad le sumerge en un futuro de colinas abrasadas y cielos cenicientos. Ambos momentos y sus diferentes calados acabarán por regalarle a la fantasía uno de sus subgéneros más populares, la Espada y brujería, y a la ciencia ficción su postapocalíptico de mayor peso. Los fascinantes encuentros de la literatura. 





Esto no es una nota a pie de página: Como fondo del artículo, mientras escribo esto, graniza en Madrid como si no hubiera ni pasado ni futuro. 


lunes, 25 de abril de 2022

La hora del dragón



Sportula acaba de sacar a la venta La hora del dragon, el cuarto volumen de Las Crónicas Nemedias, que es como la editorial ha titulado la serie con la obra completa de Conan escrita por Robert E. Howard. Pulsando el enlace del título de la novela obtendran toda la información, así que me limitaré a resumirla contándoles que los libros contienen los relatos originales tal como los concibió su autor, sin las adulteraciones posteriores perpetradas por L. Sprague de Camp y compañía. El ensayo que abre este volumen y que precede a la única novela que escribió Howard sobre su personaje está escrito por el responsable de este blog, quien, sobra decirlo, no es George Kaplan. Han sido unos cuantos meses de documentación y trabajo, y tengo que decir que, a pesar de cuánto me cuesta escribir, me lo he pasado como un mico. Volver a leer estos relatos ha sido una experiencia nostálgica y enriquecedora; siguen pareciéndome tan vibrantes como entonces.
Cuando me comprometí a escribir un prólogo sobre la máxima figura de la Espada y brujería, fantasía pura y dura al fin y al cabo, un amigo mío me dijo aquello de "Donny, no estás en tu elemento". Se equivocaba. Conan es un personaje que lleva conmigo desde la infancia, desde aquellos Relatos Salvajes publicados por la editorial Vértice, y antes del trabajo de documentación ya le conocía bastante bien. Muchas personas llegamos al cimerio gracias a los tebeos y una pequeña parte del texto que he escrito está dedicado a ellos. También he incluido alguna teoría de ciencia ficción, no lo he podido evitar. Para tranquilidad de los puristas, ambas cosas están supeditadas a la obra del escritor, un fenómeno tan sorprendente como determinante en la literatura popular y en la cultura de nuestros días. Si quieren saber por qué, lean esta novela. Créanme si les digo que en La hora del dragón están recogidas todas las virtudes de un autor inimitable.

viernes, 22 de abril de 2022

El lento atardecer

"Hoy cumplo 50 años. Parafraseando a Nick Cave, llevo 18.263 días sobre la Tierra, un planeta tan repleto de belleza como de gente. Es difícil encontrar la soledad en esta era de globalización, pero si uno pone empeño, aún puede conseguir aislarse lo suficiente como para hacer un alto y tomar aire antes de continuar la ruta. Mi respiro ha durado siete años. No pensaba dilatarlo tanto, pero me ha ocurrido como con la vida, que cuando me he querido dar cuenta, lo que no era más que un pequeño impasse, una sentada en el camino, ha resultado ser el camino mismo."

No soy yo quien escribió ese texto entrecomillado. Lo fui, probablemente, pero ya no. Leo esta entrada inconclusa, un borrador interrumpido hace seis años, y siento el peso del tiempo, un abismo que se abre entre un punto y otro de mi existencia, un periodo en el que se han ido vertiendo sucesos y transformaciones, momentos y emociones que convierten en dos personas distintas a estos individuos situados a ambos lados del tiempo. Si lo consideramos desde una visión global, lo cierto es que esa disociación es algo normal. Ni siquiera somos físicamente los mismos. Las propias células que nos conforman se regeneran cada cierto tiempo, a ritmos distintos, así que en cierto modo es lógico que tampoco perduremos a nivel cerebral. No somos los mismos, ni mental ni físicamente, pero seguimos manteniendo la fantasía de que sí, de que recorremos etapas y superamos puertos, de que solo añadimos peso a la mochila y que nuestra esencia sigue siendo la de aquel ser primero que inició el viaje. 
El yo de hoy cumple 56 años. Expresado en días, 20.454, todos ellos vividos bajo la misma estrella, una enana amarilla situada en un punto perdido de una galaxia cualquiera dentro de un universo inmenso. Me siento pequeño. Y cada vez más cansado. Hace más de un lustro, en ese texto entrecomillado iba implícita una mudanza, un traslado. Abandonaba la soledad de varios años para compartir mis días con dos personas que posteriormente me regalaron un periodo magnífico. Cuando nos referimos a que la vida se decide por nuestras elecciones estamos aludiendo a esto. Uno deja su estado anterior para mejorar, para ser más feliz (¿cuál, sino ese, es el sentido de la vida?) y yo tuve la suerte de acertar de pleno. Pero nada perdura, los senderos se bifurcan y hay que tomar otros nuevos. 
Los últimos años han sido duros, incluso más de lo esperable. Me he sentido viejo. Hubo momentos en los que ese largo atardecer con el que titulé aquella antigua entrada se me hizo noche. En gran parte debido a causas personales, pero también por un suceso que nos ha arrastrado a todos: la ciencia ficción saltó de los libros que tanto nos gustan a la realidad y se llevó consigo la engañosa sensación de seguridad y la tranquilidad con la que vivíamos. Hace apenas dos días que nos pudimos quitar la mascarilla protectora del virus y dejar para los libros de Historia un bienio trágico. Muchos hemos perdido a alguien en estos últimos años. Todos hemos perdido algo. Mis problemas y los del mundo me sumieron, como a otras personas con las que he compartido mis sensaciones, en un invierno adelantado, un sentimiento de finalización. El resumen perfecto lo encontré, como tantas veces, expresado con elocuencia en un libro:

Holsten se sintió distanciarse, alejándose de cualquier asidero emocional. Había llegado a un punto en el que podía mirar hacia el futuro y no ver nada que pudiera desear, ningún resultado esperanzador que fuera remotamente concebible. Sentía que había alcanzado el final del tiempo útil.

El tiempo útil, un concepto al que sólo se le presta atención a partir de cierto momento vital, habitualmente tardío, pero que a algunos se nos ha adelantado en estos últimos años. Adrian Tchaikovsky lo incluye en los pensamientos de su personaje protagonista y expresa de una forma concreta y certera lo que ha estado dando vueltas en mi cabeza durante los peores meses de una década cuyo parto ha sido el más difícil que recuerdo. Esta conexión entre obra y lector, esta universalidad, factor que entronca con el texto que dediqué hace poco a lo literario, expresa perfectamente un estado emocional generalizado. Todos hemos envejecido un poco en este tiempo, pero afortunadamente, en el tercer planeta a partir del Sol, este en el que vivimos, tras el invierno siempre llega la primavera. Y es sabido que cuanto más duro ha sido aquel, más enconadamente alegre suele ser esta. Nada retorna, pero todo renace. Mírenme a mí si no: 56 palos, la mochila ligera y unas ganas de escribir y leer que hace algunos años había dado por perdidas. 





miércoles, 30 de marzo de 2022

Criminal Blurbs



"El libro de ciencia fición favorito de Barack Obama de 2020."

El blurb de hoy no es ninguna novedad. Hace la friolera de 28 años ya se podía ver algo parecido. El demonio vestido de azul, de Walter Mosley, presentación de la serie de Easy Rawlins, se anunció presentando al personaje como el detective favorito de Bill Clinton. Desde entonces, los fajines promocionales han ido contando con la presencia de opinadores de toda índole, algunos en base a selecciones cada vez más peregrinas, de famosos sin ningún tipo de relación con el libro que recomendaban. 
En este caso se vuelve a proponer como opinador experto a un presidente de EE.UU. que, rizando el rizo, dejó de ser presidente hace varios años. Una novela de ciencia ficción recomendada por un expresidente de un país ajeno. Esto es lo que yo llamo un argumento de autoridad.
 

lunes, 28 de marzo de 2022

Lo literario, la traducción y el receptor

Me temo que esta es una de esas entradas de carácter anecdótico, escritas para satisfacción propia, en las que me dedico a desarrollar pequeños descubrimientos literarios personales que no suelen interesar a la mayoría de los lectores, pero que me gusta dejar por escrito con el fin de no olvidarlos. Aunque es improbable, puede que alguien recuerde aún aquella ocasión en la que pretendí explicar la grandeza de cierta palabra encontrada en un libro de Cormac McCarthy relacionándola con la labor del traductor y, a través de él, con la interpretación musical. Bien, en este caso volvemos al tema de la interpretación, tanto del significante como del significado, y a la importancia que el traductor tiene en la recepción final. El percutor es un pretendido hallazgo literario en las primeras páginas de Stoner, la extraordinaria novela escrita por John Williams cuya reseña pueden leer en C, la página dedicada a la crítica literaria con la que colaboro desde hace años. Échenle un ojo antes de empezar con el cuerpo principal de esta entrada. He de agradecer a la breve investigación de esta anécdota y a la escritura de este humilde texto el haberme tenido entretenido toda una tarde de lluvia que se anunciaba bastante aburrida.




Existe un adjetivo o, más bien, concepto que todos solemos encontrar e incluso algunos utilizar en las críticas de libros: "lo literario". La mayoría de veces aparece como elemento distintivo en una comparación. "Ballard es más literario que Asimov", por ejemplo. "En busca del tiempo perdido es más literario que El código da Vinci", por supuesto. ¿Pero a qué se refiere el término? ¿Qué es, en realidad, ser o tener un contenido más literario? Creo que todo el que tenga el vicio de la lectura y lo disfrute desde hace años sabrá, más o menos, a lo que se refiere esta palabra cuando es utilizada con una finalidad valorativa. Engloba los recursos lingüísticos utilizados por el autor en el texto a la búsqueda de la excelencia. Hablamos de la riqueza de las herramientas de creación y de su resultado en el contenido y la estética de la obra, de la complejidad con los que dota al fondo y la forma y los valores que logra conferirle gracias al dominio en el uso de las técnicas de escritura. Construcción, gramática y semántica, uso de tropos, universalidad y atemporalidad. Todo eso que invita a afirmar que una obra es mejor que otra, es decir, las propiedades, podría decirse objetivas, que tiene una creación artística y que afectan a la lectura y se hacen evidentes en el análisis.
Hay un debate muy interesante sobre esto, y es la importancia que lo literario puede tener en la valoración de una obra. Porque se podría presumir que si la novela A tiene una cantidad mayor de estos elementos objetivos que la novela B, o los tiene mejor administrados, debería ser indudablemente mejor. Y sin embargo, la valoración no siempre es fiel a esa conclusión. Si quieren la respuesta fácil, ahí está ese comodín cerrado a toda crítica que es el gusto, un concepto tan socorrido como manido y poco exigente: "Pues Proust me parece un muermo, a mí me gusta más El código Da Vinci. Jódete." Bien, en una obra lo literario no lo es todo. Yo no he podido con el Ulises de Joyce en mis tres intentos. Desde luego, si uno lee exclusivamente por escapismo anhelando aventura, Proust no es lo suyo, pero eso no niega que en el pulso entre obras una tenga mayor calidad que la otra, como la tiene un chuletón de vaca vieja sobre un whopper o un Valbuena sobre un Don Simón. Sin embargo, puede que una sea inferior a otra en mil aspectos pero superior en uno, y que eso sea suficiente. Fernando Ángel Moreno, experto en teoría literaria y sin embargo amigo, defiende que una obra puede ser sobresaliente en un solo aspecto, de tal forma que haga que su impresión en el lector sea mayor que la de otra obra superior en todos los demás. Es decir, que en un mundo paralelo que ya no es el nuestro en el que aún se mantuviera que hay valores objetivos, incluso una obra de peor calidad podría ser considerada mejor. 
Lo sé, es complicado, pero, si no les importa, dejo lo de abrir ese melón para otro día. Lo que aquí me interesa es por qué puede suceder eso, por qué puede ser mejor valorado algo que en teoría es peor o, yendo al meollo de la cuestión, por qué el papel del gusto es tan importante. La respuesta puede darla la Teoría de la recepción. Olviden al autor, o al menos, reléguenle a un papel más modesto. La obra cobra función y significado solo cuando es leída. El lector, como receptor, es quien da sentido a su contenido, y por lo tanto, lo que el lector lleva dentro cuando acomete la lectura es crucial no solo en su valoración, sino en la propia obra. Podríamos decir que el gusto es el producto de una suma de condicionantes personales como las vivencias, el carácter, la ideología, el conocimiento y un cúmulo de cuestiones a las que se suma lo que Jauss denomina "horizonte de expectativas", una dinámica acumulativa conformada por la suma de las lecturas previas del lector. Todo ello constituye el sustrato sobre el que el receptor va elaborando su interpretación del texto. Como se pueden imaginar, esto da lugar a un número indeterminado de interpretaciones diferentes, y por lo tanto puede decirse que la obra no es una, o no es de determinada manera, independientemente de lo que el autor haya escrito. Un buen ejemplo son esas narraciones en las que se interpela al receptor. "¿No cree usted, querido lector?" La respuesta de este no será la misma dependiendo del tiempo al que pertenezca. Un escándalo sexual en una época puede no serlo en otra, por ejemplo.
Pero entonces, ¿hay o no hay valores de calidad objetivos en una obra? Obviamente, sí, pero no son un condicionante para que esa obra guste más o menos a determinados lectores. Si añadimos lo apuntado por Moreno, colegiremos que una obra determinada puede tener más valor que otra mejor que ella. Y es más complicado aún, porque si la  propia interpretación construye significados, entonces una obra puede ganar y ser mejor al sumarlos. Aunque el autor no los haya colocado ahí, o al menos no conscientemente. Y déjenme ir un poco más allá antes de empezar a atizarme. ¿Qué pasa si la obra está escrita en otra lengua y en medio del proceso añadimos la traducción? En teoría, el traductor busca una equivalencia del original en su texto, pero nunca es así. Nabokov defendía la literalidad, pero ese siempre ha sido un tema candente en la traducción. Digámoslo ya, es imposible que una traducción actúe como espejo de un texto, siempre lo cambia. Si añadimos esto a todo lo desarrollado, la sensación de que es imposible que dos personas lean la misma obra es muy fuerte. Déjenme ilustrarlo con un ejemplo.
Desde sus primeras páginas, si no desde la misma portada, queda claro que Stoner es un libro en el que la literatura va a ser importante. No solo lo es en la trama, sino que enseguida comienzan a aparecer algunas de las características que anuncian su fuerte carácter literario. A lo largo de sus páginas se despliegan una serie de elementos que la convierten en una obra excepcional, además de por la historia que en ella se desarrolla, por la propia escritura. Pues bien, de todos los detalles literarios que encuentro en su lectura una vez finalizada, el mayor sigue siendo uno que se da en la página 20, apenas comenzada la singladura. Me pareció tan soberbio que tuve que parar a disfrutarlo, absolutamente admirado. William Stoner, el protagonista, cambia su destino y deja los estudios de agricultura para dedicarse a la literatura clásica como docente en la universidad el resto de su vida, y todo por un momento de iluminación en una clase secundaria de literatura. El profesor Sloane recita el soneto 73 de Shakespeare, que reproduzco aquí tal como aparece en el libro:  




A continuación, el profesor le interpela directamente: "El señor Shakespeare le habla a través de 300 años, señor Stoner, ¿le escucha?" La luz que entra por los ventanales se mezcla con las sombras en los rostros de los alumnos, creando una sintonía entre momento y significado. El protagonista alza las manos aturdido, balbucea un par de palabras intentando responder al profesor Sloan, pero no logra ir más allá. Resulta obvio para el lector que el muchacho ha comprendido lo que los versos buscan transmitir y eso lo ha obnubilado. Es un momento grande, pero no al que me refiero. Ese viene tres páginas después, y que ocurra así como se da, más tarde y de un modo inesperado para el lector, es lo que le confiere su carácter especial y, por su efecto, literario. 
Está claro que al joven Stoner ese soneto le ha maravillado, pero el sentimiento provocado por un poema es insuficiente para explicar o hacer que el lector entienda el cambio de rumbo en una vida, la decisión de dejar el campo, las obligaciones y la tradición familiar para dedicarse al estudio de las letras durante el resto de sus días. El protagonista, de repente, ve las instalaciones de la universidad con nuevos ojos, se integra en ella como si fuera su nuevo hogar. Los libros pasan a ser una parte fundamental del universo. En este párrafo queda clara esa sensación, similar al enamoramiento. Fíjense en la última palabra, porque es a ella a la que me refiero. 


Cuenta el escritor Julio Llamazares que lo que a él de verdad le gusta cuando escribe, la parte que más disfruta, es buscar las palabras y las frases exactas, darles vueltas para que tengan el significado que él desea encontrar y difundir. No es ninguna peculiaridad. De hecho, esa búsqueda es El Dorado del oficio de escritor y es ante lo que estamos. En mi interpretación, a falta del pronombre (les), ese "descubrir" retrotrae al momento de iluminación de William Stoner y explica lo que allí ocurrió. Que el protagonista describa los libros como los receptáculos de descubrimientos realizados con tanto esfuerzo significa que no solo entendió el soneto, sino el significado y la razón de ser de la literatura misma, su utilidad. Ese recurso no solo nos presenta a los libros desde la belleza, como contenedores de hallazgos humanos -los que sus autores realizaron y volcaron en papel y los de los lectores al interpretarlos-, sino que además nos explica lo que ese joven granjero entendió de golpe, que los libros sirven para desvelar los significados del mundo y de la vida.
Este recurso me pareció el más literario de todos los que se despliegan a lo largo del libro, que son muchos. Pero claro, debía de haber sabido que nada es perfecto. Como suelo hacer cuando me encuentro con hallazgos de este tipo, me fui al texto original.



Ese they anulado por el traductor Antonio Díez es problemático. Es a sus dedos a lo que el narrador parece referirse y no a los escritores. Como si su torpeza pudiera destruir lo que a sus dedos les había costado tanto esfuerzo descubrir, el contenido de esas páginas que él leía con admiración. "Ellos (sus dedos) pudieran destruir lo que tanto esfuerzo les había supuesto descubrir." Pero, tras leer unas cuantas veces la frase, ¿esto es realmente así? La frase original se angosta, se cierra más a esa otra lectura, pero no del todo. Nada impide que yo pueda interpretar ese último they como el total de escritores que han creado esas obras y no como los dedos, lo que  convierte ese uncover en la labor de descubrimiento, de la capacidad de los libros para retirar el velo de los múltiples misterios del mundo, como detecté en la primera lectura.
Esto nos lleva, una vez más, al traductor, figura fundamental en la comunicación que establece el libro con sus lectores. No solo es el receptor del texto que le llega, es también el creador del texto que sale de su traducción. Es decir, que la obra que leemos traducida es la que la recepción del traductor y su horizonte de expectativas han creado. Cuando llega al lector, la obra traducida ha pasado por dos tamices, el de su recepción y el del volcado en la propia labor de traducción, dos acciones transformadoras que cambian el texto. En una traducción jamás accedemos a la obra original, sino a la versión del traductor, que a veces la empeora, ocasión por la que se le suele mencionar, pero que en otras ocasiones la mejora, lo cual raras veces se elogia, quizás porque suena a adulteración, cuando la realidad es que toda traducción lo es de partida. Borges, defensor de las mejoras en la traducción, dice que leyó el Quijote por primera vez en inglés y que, debido a ello, la versión original en castellano siempre le pareció más pobre: "When later I read Don Quixote in the original, it sounded like a bad translation to me".
En esta ocasión, el traductor parece haber obtenido una recepción aproximada a la mía y ha volcado el texto abriendo aún más esa propuesta de indefinición ya presente en el original, ese espacio a revelar por el lector que Iser, otro teórico de la recepción, denomina "espacios de indeterminación", lo cual ha provocado que mi lectura fuera aún más clara, pero también el que alguien que en la obra en inglés no lo hubiera interpretado de esa manera, en la traducción quizás sí lo haga. Lo literario, en el caso de ese posible lector, lo habría aportado la traducción. Ni siquiera el traductor, puesto que ese efecto proviene de la interpretación hecha por el lector. Todo muy complicado. Y maravilloso.
Si a alguien le quedan dudas de que leer un libro traducido no es leer la obra original, se puede ir aún más allá. Las anécdotas se cuentan por centenas. Es conocido en el mundillo de la ciencia ficción que, en una ocasión, un escritor que también hacía trabajos como traductor, cambió el final de una novela porque no le gustó el destino final al que el autor condenaba a cierto personaje. Más reseñable resulta este extracto sacado del programa Página2Jordi Fibla, traductor de nada menos que 19 novelas de Philip Roth, habla en un corte anterior de la dificultad que representaba conseguir la ayuda del autor para solventar sus dudas. Intentó ponerse en contacto con él repetidas veces por la traducción de "La mancha humana" debido a la importancia de una palabra cuya polisemia se constituye en percutor de la trama. Al no lograrlo, tuvo un pequeño arrebato de indignación e hizo un cambio subversivo que confiesa en este clip. Si han leído la magnífica novela de Roth, ha sido en la versión de Fibla.


Y nada más. Recordar, como escribió Umberto Eco, que un texto es una máquina de generar interpretaciones. Que uno puede decidir, según su gusto personal, y siempre que sea coherente con el contenido del texto, con qué posibilidad se queda. En mi caso, la interpretación más literaria suele ser siempre la más satisfactoria.