viernes, 28 de diciembre de 2012

James Morrow. Remolcando a Jehova


Hoy es 28 de diciembre y debería tocar inocentada. Pero no. Este año maldito no se presta a gastar bromas, ni siquiera en su anhelado cierre. Por ello, he preferido echar mano de la otra connotación que guarda esta fecha, la religiosa (ya saben, un día como hoy, dicen, a Herodes le dio por la degollina de bebes, otro de esos alegres episodios de los que está repleto el libro más traducido de la Historia). En realidad, lo que viene a continuación es una suma de ambas cosas, una jaimitada ortodoxa. Se trata de un chiste mal elaborado a costa de la religión católica, un libro que cerré diciendo: pues vale.






¿Quién no ha intentado alguna vez, cargado de buena intención, arrastrar a un amigo hacia los placeres hoy démodés de la lectura? Y en consecuencia, ¿quién no ha rebuscado en su mente algún libro que, explicado en pocas palabras, lograra enganchar a la futura víctima? La novela aquí reseñada sería, sin duda, el díptero más apreciado si de pesca con mosca estuviéramos hablando; resumida adecuadamente, contiene una de las ideas más atractivas que para un lector occidental haya dado jamás el género de fantasía. En sus páginas, el cadáver de Dios, de tres kilómetros de longitud, flota en algún lugar del Atlántico. El Vaticano encomienda a un capitán venido a menos la secreta misión (sugerida por los moribundos ángeles) de remolcarlo con un superpetrolero hasta los hielos árticos, donde se halla su sepultura.
Con una premisa de semejante tono, Remolcando a Jehová se presenta desde el principio como un divertimento cómico de remarcadas intenciones satíricas, un vehículo para exhibir las vergüenzas de algunos grupos radicales a los que Morrow ridiculiza sin el mínimo atisbo de piedad. Los racionalistas ateos se ven obligados a tratar de hacer desaparecer el cadáver, cuya sola presencia demostraría que siempre han estado equivocados; las feministas han de evitar que el mundo descubra que Dios, el Creador, es un hombre, revelación que volvería a sumir a las mujeres en el plano secundario que sufrieron en el pasado; la Iglesia... la Iglesia sólo intenta quitarse el muerto de encima.
No se puede negar que en los terrenos del esperpento el autor deja momentos realmente brillantes, y que algunos llegan incluso a provocar la carcajada. Las imágenes de la gargantuesca deidad remolcada por las orejas, explorada a bordo de un jeep, con la nariz sucia y el pene destrozado a mordiscos por los tiburones, o la herética toma de la "comunión basura" por parte de los protagonistas son capaces de escandalizar hasta al más ateo de los lectores. Pero si una sátira ha de ser a la vez mordaz e inteligente, Remolcando a Jehová fracasa en lo segundo por un problema de falta de mesura.
La intención del autor de crear una crítica real por medio de la exageración fracasa rotundamente; la novela deja la única impresión de ser una mera excusa, un instrumento para despotricar sobre las actitudes extremistas de los mencionados grupúsculos radicales, un ejercicio chauvinista que intenta rizar el rizo de la herejía graciosa, sin más chicha que la mera risotada. El resultado dista mucho de conseguir la mordacidad que sí está presente en, por ejemplo, El instante Aleph, donde Greg Egan logra sacar los colores a los integrantes del misticismo antirracionalista por la vía rápida.
Aunque Morrow declara que su objetivo principal era el de homenajear la abandonada literatura de aventuras marítimas, lo único que logra es una lenta y aburrida narración de hechos carentes de interés. El libro es un gran chiste hueco en el que personajes incapaces de escapar del estereotipo ridiculizante que interesa al autor intentan construir una aventura amena que se torna indigesta ya desde el comienzo. La intrigante cuestión de qué le ha pasado a Dios es ninguneada y sólo recordada en algunos tramos. Su resolución, explicada como un empujoncito clarkiano otorgado por una entidad cuya máxima expresión siempre ha sido -un hecho que no es discutible- la despreocupación total hacia la Humanidad, no puede ser considerado más que como otro de los chistes que salpican las páginas de este aburrido libro.
La cuestión de fondo más sobresaliente a nivel especulativo es irrisoria e intrascendente. La asunción de que el conocimiento de la falta de supervisor por parte de la Humanidad repercutiría en un mayor grado de violencia no puede ser tomada mas que como otra jocosidad del autor. Remolcando a Jehová contiene una de esas historias que resultan más graciosas oídas que leídas. Una humorada que como chiste está bien, pero como lectura no merece ni el trabajo ni el tiempo dedicados a ella.


El texto original de esta reseña fue publicado en Bibliópolis, crítica en la Red.


martes, 18 de diciembre de 2012

Jack Williamson. Terraformar la Tierra

La capacidad de sorpresa es como un recipiente que no se colma nunca. Leo en el diario de esta mañana que uno de cada cinco estadounidenses cree de veras que el planeta verá su fin el próximo viernes. Llevamos arrastrando la falsa predicción maya más de un año, principalmente para reírnos de ella, y sin embargo hay una muchedumbre en pleno mundo civilizado que ha dado crédito al bulo. Cada vez que ocurre algo así dejo de preguntarme cómo es posible que la religión, bajo sus diversos disfraces, haya logrado extender su manto de ignorancia a lo largo y ancho de todo el planeta. El ser humano es supersticioso, magufo, admitámoslo de una vez.
Lo que en realidad no supone más que el reseteo de un calendario creado hace cientos de años se ha transformado, de forma esperpéntica, en la certeza del fin de la especie. La tontería ha llegado a tal punto que la propia NASA ha decidido reírse del asunto a través de un vídeo aclaratorio, este que tienen a continuación, cuya publicación ha retrasado hasta el sábado por aquello de "el día después".






Ya lo escribí antes, vivimos en tiempos apocalípticos, y anécdotas como estas son aprovechadas por los crédulos para dar pábulo al catastrofismo. Algo que en parte irrita nuestro lado racionalista, pero, confesémoslo de una vez, alegra a ese chiquillo aficionado a la ciencia ficción que algunos llevamos dentro. El fin de la Tierra y de la Humanidad es, sin duda, uno de los temas clásicos de la ciencia ficción. Generalmente va asociado al postapocalíptico, un subgénero que se centra más en narrar la epopeya de los supervivientes en el mundo residual que en detallar el proceso de destrucción, pero también hay relatos cuyo corpus está enteramente imaginado sobre esa catástrofe final. La fascinación que ejerce el fin de todo es hija directa del sentido de la maravilla del género, que también puede ser oscuro.
Si rebusco en la memoria, creo que las dos novelas de proceso apocalíptico con las que más he disfrutado han sido Tierra, de David Brin, y especialmente La fragua de Dios, de Greg Bear, libro al que ya me referí en otra entrada por motivos más personales. La destrucción del planeta que describe Bear es tan detallada e inmisericorde que uno acaba casi coreando la catástrofe, tal como ocurre con las películas de Roland Emmerich, lo que viene a ser pura catarsis.
Más allá del apocalíptico y el postapocalíptico hay incluso un tercer ramal del que han surgido también novelas importantes. Va un poco más lejos en el tiempo y suele desarrollar la historia de una nueva Tierra, de un nuevo ciclo natural tras el fin de nuestra presencia en el mundo. Quizás la obra más importante dentro de esta variedad sea Invernáculo, uno de los logros principales de Brian Aldiss, pero dentro de este tipo de narración siempre recordaré Terraformar la Tierra, una novela humilde escrita por el viejo Jack Williamson hace menos de una década que reivindica sabiamente la ilusión y la sencillez de la Edad de Oro, aquella época del género en la que todo era menos complejo, menos difícil. Y más hermoso.



A lomos del zeitgeist cultural, el género de ciencia-ficción ha ido sumando nuevas perspectivas y formas hasta adquirir una notable complejidad. La nueva filosofía del "todo vale" ha traído en muchos casos la fusión de subgéneros y una marcada derivación hacia el barroquismo, tanto conceptual como estilístico, añadiendo a la cf una complicación a veces superflua. Sin embargo, aún existen escritores que cultivan de manera actualizada la cf más ortodoxa, la de siempre. Son los herederos naturales de los grandes maestros. Por nombrar algunos, los Sawyer, Wilson, o McDevitt. Y también Jack Williamson, que en realidad es heredero de sí mismo.
Williamson, Gran Maestro de la Ciencia-Ficción, constituye un caso excepcional. Ya había publicado varias novelas y tratado los grandes temas del género -por ejemplo el space opera en La legión del espacio, o la robótica en Los humanoides- cuando los principales autores de la cf actual aún no habían nacido. De hecho, el norteamericano ya vendía relatos en 1928, cuando incluso muchos de los padres de aquellos escritores todavía no existían. Lo más admirable en este caso, además del factor de longevidad en sí mismo, es el hecho de que una persona de 94 años continúe escribiendo ciencia-ficción de calidad.
Terraformar la Tierra, obra ganadora del Campbell Memorial en 2002, añade longitud a la novela corta "The Ultimate Earth", galardonada anteriormente con los premios Hugo y Nebula. En ella se asiste a las peripecias de sucesivas generaciones de clones creados en una automatizada base lunar, los cuales tienen como objetivo y finalidad la reinstauración del viejo orden natural en la Tierra, desprovista de vida tras un catastrófico impacto cometario. La narración simultanea dos tramas principales centradas en las vivencias personales de los clones y en el repetido proceso de regeneración y destrucción que soporta el planeta a lo largo de millones de años. El factor humano se muestra decisivo, ya que los propios clones alteran el curso del proyecto debido a sus diversas personalidades y a las distintas acciones no programadas que realizan. Entre las breves apariciones humanas, la Tierra aparece como un enorme laboratorio abierto a la vida, a distintos caminos evolutivos, víctima a su vez de inexplicadas invasiones alienígenas.
La primera mitad del libro se regodea en lo extraño, en ajenas formas de flora y fauna que recuerdan lejanamente a Invernáculo, el clásico de Brian Aldiss, incluyendo incluso una peculiar versión de la morilla parasitaria que protagonizara parte de aquella obra. La novela engancha, se lee con gran interés, pero presenta algunos puntos oscuros en el argumento. Su principal defecto trae reminiscencias de una época que tuvo sus mejores virtudes en la continua búsqueda del entretenimiento y el sentido de la maravilla, y sus carencias más notables en el escaso tratamiento de personajes. Éstos adolecen de una falta de profundidad notoria. Se lanzan a la muerte, a la soledad de por vida o al desempeño de su misión con una alegría despreocupada, respondiendo siempre al mismo patrón, ciclo tras ciclo. Son símbolos que representan el último vestigio superviviente de una humanidad que el tiempo dejó atrás y que aquí se transfiguran en metáfora del autor y de su propia obra, rescoldos literarios de una cf que proviene de la nostalgia y que cuenta con el gran atractivo de lo añejo.
En un momento de complejidades, retruécanos y requiebros, como contrapunto a escritores como Stross, Stephenson, Harrison o Miéville, Williamson devuelve la sencillez y la simplicidad de la Edad de Oro a la cf actual. Se agradece tal descanso entre el bullicio posmoderno.



Esta reseña fue publicada originalmente en Bibliopolis, crítica en la red. 

 

jueves, 1 de noviembre de 2012

Finis Desolatrix Veritae

La globalización nos ha permitido descubrir muchas cosas que, por puro condicionante geográfico, nos eran desconocidas. Ese acercamiento del mundo a nuestras casas ha propiciado la equivocada impresión de que todo es ya conocido, de que lo realmente bueno se acaba abriendo camino por su propio peso y ocupando los grandes titulares de esta nueva generalización del mundo. Un tremendo error de percepción en el que se cae con mayor frecuencia de lo que es culturalmente saludable.
A poco esfuerzo que se haga, uno encuentra miles de ejemplos que invalidan esa concepción de las cosas. Aquello que consigue el premio de la notoriedad global lo hace muchas veces por su calidad, pero muchas más por su capacidad mercantil o publicitaria. Por cada elemento de auténtica valía nos llegan diariamente bastantes más de basura. No todo lo bueno logra sacar la cabeza más allá del estrecho círculo de su país de origen. Pongamos ejemplos propios. ¿Dirían ustedes que Valle-Inclán, Baroja o Delibes son escritores importantes, merecedores de un reconocimiento universal? Sí, desde luego. Y sin embargo, más allá de España, el común de los lectores no los conoce. Gente que como ustedes y como yo son bastante dados a la lectura no han abierto un libro suyo en la vida. La mayoría ni siquiera los ha oído mencionar.
Lo cierto es que, por mucho que uno se lo proponga, es imposible abarcar todo el planeta y sus miles de recovecos. Así pues, como lectores, estamos abandonados a nuestra suerte. A nuestro afán de búsqueda, a lo que encontremos en los diversos artículos literarios y, sobre todo, al boca a boca. Anoche asistí a una tertulia de trasfondo literario, con la noche de difuntos como tema central. Fue tan interesante como divertida. Como casi todas las conversaciones giraron en torno a los dominios del género fantástico que menos frecuento, me fui a casa con una lista de nombres de escritores a investigar. El primero de ellos ha sido el de Abraham Valdelomar, apodado El Dandy, un escritor peruano de vida agitada y breve, autor de una obra tan variada como extensa. Una amiga peruana me informó de que Valdelomar es muy popular en su país, al mismo nivel que lo puedan ser para nosotros los escritores españoles que mencioné en el párrafo anterior. Yo hasta anoche no había oído hablar de él. He aquí a un ignorante.
No voy a hacer más larga esta entrada con una procesión de datos biográficos y bibliográficos del escritor. Si les interesa (cosa que va a ocurrir sin duda una vez que lean y vean lo que viene a continuación), pueden informarse sobre la vida y obra de Abraham Valdelomar en la propia wikipedia. No he encontrado nada publicado en España, pero sus cuentos, novelas y poemas pueden ser localizados en el ciberespacio con facilidad. Como dato más llamativo, Valdelomar fue el eje central sobre el que giró el movimiento colónida, grupo literario peruano que rompió con el romanticismo para evolucionar hacia un estilo postmoderno. En el siguiente poema, escrito poco antes de formarse el movimiento, se puede apreciar cómo la idea romántica está aún presente en la forma, mas no en el contenido. El último verso niega la idea del más allá.


DESOLATRIX


La cruz abre sus brazos sobre el pecho del muerto,
cuya frente parece querer aún pensar,
y en su lívida boca juguetea un incierto
sonreír vago y triste. ¡Cuán incómodo está!

Sombra, silencio, frío, soledad infinita
en el estrecho ambiente. Apacible vagar
del perfume que exhala la corona marchita.
No se oye el badilejo, sobre la mezcla, ya...

El enjambre voraz dentro del cráneo horada,
y las que ideas fueron nutren a los gusanos,
que van hurgando, elásticos, la roña descarnada
hasta que muertos caen de los despojos vanos.
El Cristo de metal se oxida entre las manos,
y desde aquel instante ya no se siente nada...




Pero si la poesía de Valdelomar me ha sorprendido gratamente, el cuento que tienen a continuación ha llegado a fascinarme. Cierra la antología titulada "El caballero Carmelo", y representa el pesimismo religioso a un nivel con el que raras veces me he encontrado. Imaginar las posibilidades que ofrece el trasfondo de la historia, abierto y enigmático, es promesa de satisfacción intelectual. Especialmente si aplican ustedes a la lectura esa perspectiva enfocada desde la ciencia ficción de la que ya hemos hablado aquí otras veces.
Les ofrezco dos posibilidades de disfrute. A través de la lectura, que pueden realizar ustedes en esta dirección: Finis Desolatrix Veritae, o mediante el visionado del siguiente corto en sus dos partes. La única diferencia que encontrarán entre ambos se encuentra en el aspecto físico de los dos protagonistas, esqueletos en el original. El corto fue realizado en 1998. El relato está escrito nada menos que en 1916, y, no sé por qué (tal vez por aquella aportación de Lester del Rey), me ha traído a la memoria la antología clásica Visiones peligrosas.
Espero que consideren ambos textos, poesía y cuento, un digno aderezo para esta fecha.


viernes, 19 de octubre de 2012

Imágenes de cf. XV

"Kearney cayó de rodillas y hundió la cara en la playa, donde percibió de manera clara y repentina no sólo los granos individuales de arena mojada sino las formas entre ellos. Parecían tan claras y detalladas que se sintió, brevemente, otra vez como un niño. Lloró por su pura pérdida: la pérdida de sí mismo. No he tenido vida ninguna, pensó. ¿Y por qué renuncié a ella? Por esto. Había matado a docenas de personas. Se había unido a un loco para hacer cosas terribles. Nunca había tenido hijos. Nunca había comprendido a Anna. Gimiendo tanto de autocompasión como del esfuerzo de no enfrentarse a su némesis, con la cara hundida firmemente en la arena, con el brazo izquierdo tendido rígido tras él, ofreció la bolsa que contenía los dados robados.
(...)
Una curiosa sensación (gélida aunque cálida, como el primer contacto de un anestésico en aerosol) se propagó sobre su piel, y luego, penetrando cada poro, le corrió por dentro, desbloqueando cada callejón sin salida en el que se había metido en sus cuarenta años, relajando el nudo magullado de dolor y frustración y asco (tan apretado e inútil como un puño, tan imposible de modificar o expulsar) en que se había convertido su yo consciente, hasta que no pudo ver ni oír ni sentir más que una suave oscuridad aterciopelada donde pareció vagar, sin pensar en nada. Después de un rato aparecieron unos cuantos puntos apagados de luz. Pronto hubo más, y más después.
Chispas, pensó él, recordando el éxtasis sexual de Anna. ¡Chispas en todo! Brillaron, se congregaron, revolotearon a su alrededor, y luego se posaron en las furiosas pautas giratorias del extraño atractor. Kearney se sintió caer hacia él, y separarse lentamente, y empezó a perderse. No era nada. Lo era todo. Agitó brazos y piernas, como un suicida al pasar por el decimotercer piso."

miércoles, 17 de octubre de 2012

John Brunner. El hombre completo

Dos hechos recientes han vuelto a poner a la editorial Gigamesh en el candelero: el premio Ignotus concedido en la XXX Hispacon al artículo "Gigamesh, ¿qué fue de...?" y la reedición de una de las novelas más importantes de John Brunner. El artículo escrito por Ignacio Illarregui, uno de los más polémicos del año, generó un aluvión de comentarios provenientes de aficionados y veteranos del mundo de la ciencia ficción. Algunos de los afectados por la serie de asuntos que denuncia el artículo y el propio Commander-in-Chief de la editorial, Alejo Cuervo, se enzarzaron en una discusión tan agria como interesante. Si les pica la curiosidad y deciden abrir el enlace, dedíquenle un tiempo a leer el hilo completo de comentarios posterior al texto de Illarregui. De ellos y de la concesión de este premio, producto de una votación entre afiliados a la AEFCFT y asistentes a la Hispacon, podrán extraer con facilidad las lógicas conclusiónes.
Por otra parte, y tras años de sequía, la editorial ha puesto a la venta un libro ajeno al entorno de George R. R. Martin. Se trata de la reedición de The Shockwave Rider, la obra que se suele citar junto a la Trilogía del desastre como principal logro del escritor británico John Brunner, una de las novelas más visionarias que haya dado la ciencia ficción. Es un libro de compra obligada, pero me "choca" la insatisfactoria elección del título. Salvat y Ultramar lo publicaron como El jinete en la onda del shock, pero en Gigamesh, supongo que por un mayor respeto a la literalidad y queriendo conservar la relación con El shock del futuro, el celebérrimo ensayo de Alvin Toffler que se encuentra en la base de esta novela, han decidido dejar la elegancia de lado y titularlo El jinete de la onda del shock, sin importarles el cacofónico efecto que la repetición preposicional y el anglicismo provocan.
En fin, lo importante es el contenido de esta gran obra, cuyo acierto prospectivo ayuda a entender por qué algunos sectores de aficionados (entre los que, como saben, no me incluyo) siguen exigiendo una capacidad visionaria al género. Esta edición cuenta con una traducción que mejora la anterior, así que háganse con ella. En cuanto a calidad se encuentra en el extremo opuesto del libro cuya reseña rescato a continuación, la cual escribí precisamente para la revista que la editorial Gigamesh publicó durante muchos años. El hombre completo es una de las obras más prescindibles de John Brunner, circunstancia que no disminuye ni un ápice la importancia de un autor que, como en muchos otros casos, merece un mayor reconocimiento del que se le ha dado.




El británico John Brunner debe su fama a algunas de las novelas que escribiera a finales de los 60 y principios de los 70, todas ellas especulaciones acerca de los peligros de la tecnología y la superpoblación. Órbita inestable, El rebaño ciego y, especialmente, Todos sobre Zanzíbar, evidenciaron el interés del escritor hacia los temas humanos y sociales y la clara influencia que ejerció sobre él la new wave. La Factoría de Ideas reedita una novela de Brunner anterior a su eclosión, candidata al premio Hugo.
El oxímoron que aparece en la portada de este libro (¿puede ostentar una obra la categoría de clásico habiendo sido olvidada?) es una pista engañosa de lo que se encuentra en su interior. El que la novela haya caído en el olvido no se debe a ninguna injusticia, sino que es una consecuencia natural derivada de su escasa calidad. Narra la historia de Gerry Howson, un disminuido físico de aspecto contrahecho, quien tras sufrir las penurias propias de su condición en la infancia y la adolescencia, se destapa una noche como el mayor telépata del planeta. Integrado posteriormente en el cuerpo de élite de telépatas residentes en la ciudad de Ulan Bator, Howson sale victorioso de las misiones que le son encomendadas hasta convertirse en el más prestigioso de todos ellos y, finalmente, encontrarse a sí mismo.
Muchas novelas han abordado el tema de la telepatía antes y después que ésta, bastantes de ellas con mejores resultados. El hombre completo recoge influencias de Más que humano de Theodore Sturgeon, en su escabroso principio y la especial condición del protagonista, pero no se acerca en absoluto a la inmensa calidad del auténtico clásico del género en el asunto de la telepatía, Muero por dentro, de Robert Silverberg, obra escrita posteriormente que trataría la comunicación entre mentes y su influencia en el individuo de manera definitiva, seria y literariamente comprometida.
Brunner, pese a centrar la acción en un solo protagonista, crea una historia deshilvanada, desarrollada en varias partes con muy poca relación entre ellas, una fórmula que recuerda los seriales televisivos, divididos en capítulos independientes, aunque con los mismos personajes. Ello se suma a la frialdad narrativa, sosa y desapasionada, que no logra transmitir la pretendida tortura interior del protagonista. El final, políticamente correcto, es una prueba más de que el autor se encuentra aún lejos de sus inquietudes posteriores.
Desafortunadamente, a la baja calidad de la novela se une la espantosa calidad de la traducción, una agresión continua a nuestro amado idioma. Baste el sangrante ejemplo de las enfermas «cuerdas bucales» de uno de los personajes para dar una idea. El hombre completo constituye un pequeño tropiezo para una colección como Solaris Ficción y un motivo de curiosidad para este crítico: ¿alguien puede decirme por qué el sujeto de la portada está tan «contento»?


Esta reseña fue publicada originalmente en el nº 34 de la revista Gigamesh.


martes, 9 de octubre de 2012

Una iniciativa encomiable


Hace unos días tuve la suerte de leer en el diario El País el siguiente artículo: Una librería en Madrid donde puedes no pagar. Entre tanta mala noticia, era imposible no reparar en un título tan sugerente. Como tenía un par de horas libres después de comer, y porque me encontraba cerca, decidí ir a comprobar si todo lo que se aseguraba en él era cierto o si se trataba del enésimo engaño publicitario. Una vez realizada la visita tengo que confesar que incluso me sorprendió, fue una de esas raras ocasiones en las que la realidad supera las propias expectativas. Pasé allí un par de horas sumamente agradables.
El establecimiento se encuentra en el número 7 de la calle Covarrubias, en el castizo barrio de Chamberí. Hay que pulsar el botón del portero automático en el que se anuncia Grupo 2013 para que abran la puerta, pues la librería se encuentra en un piso situado en el bajo, la antigua portería quizás. Nada más entrar, una voluntaria reparte folletos e informa de quiénes son y cuál es su labor. Es una ONG con apenas tres años de vida, cuyo trabajo se refleja en más de 10 países a lo largo de todo el mundo. En esencia, su objetivo es costear la educación de un número cada vez mayor de niños pertenecientes a países en vías de desarrollo. Crean bibliotecas y proporcionan clases particulares impartidas por profesores y estudiantes voluntarios.
Libros Libres es uno de sus muchos proyectos, una librería tan singular que a este humilde bloguero le ha enamorado desde el primer encuentro. El piso cuenta con un salón central convertido en biblioteca, con la peculiaridad de que los libros están a disposición de quien los quiera adoptar, sin coste ninguno y sin límite temporal. Es decir, que uno se lleva el libro a casa como si lo hubiera comprado. A través de una puerta situada a la derecha se accede a otra habitación dedicada a las películas. Algunas se pueden alquilar y otras comprar, por un euro o por cincuenta céntimos, una cuantía que ha de decidir el cliente. A la izquierda del salón se encuentra el despacho.
No hay otro límite que el marcado por la propia conciencia y la capacidad de carga. Uno se puede llevar los libros que le apetezca, aunque, se confía en la honestidad del visitante, sin caer en el abuso. Como puede apreciarse en la fotografía superior, hay libros de todo tipo y género. Algunos son nuevos; otros usados, procedentes de las colecciones personales de los donantes. Para que el proyecto siga en pie, se han marcado el objetivo de lograr 365 suscripciones anuales, con las cuales conseguirían el soporte económico necesario para continuar. La cuantía es de 12 euros, abonables en un solo pago anual o en las correspondientes mensualidades, aunque también se puede colaborar de diferentes maneras, sugeridas en la página web.
Voviendo a mi experiencia personal, sólo puedo decir que la visita fue casi mágica. Me recordó un sueño que tuve un par de veces en la adolescencia, el de llegar a una tienda repleta de libros (o tebeos) que no estaban marcados con un precio, una librería insólita en la que uno podía llevarse sin pagar lo que quisiera. De hecho, un par de clientes jóvenes con los que pude cruzar algunas palabras, lote de libros en los brazos, me reconocieron que se encontraban en la misma situación. Y sus ojos bien abiertos aseguraban que era cierto. Yo me fui con nueve libros, y dejé otros seis por aquello de la automoderación. A la salida, la voluntaria estampó un sello en cada uno de ellos con la leyenda "Este libro es libre. No se compra, no se vende", necesaria para asegurar que nadie hará negocio con ellos. Pagué mi cuota anual y prometí llevarles una caja repleta de libros, la cual tengo lista en casa desde esa misma tarde.
Animo a todos los lectores madrileños que frecuentan este blog a pasarse por allí y colaborar con lo que puedan. En estos tiempos de miseria moral, en los que el sistema capitalista muestra lo peor de su podrido esqueleto, el retorno a actividades como el trueque y a viejos valores como la solidaridad y el acto desinteresado, ya casi olvidados, debería ser casi obligado. No viene mal un poco de esperanza.




Enlace de la página web del proyecto: Libros Libres.



martes, 25 de septiembre de 2012

Dan Simmons. El Terror

Durante los últimos veranos hemos visto repetida una noticia que parece, a todas luces, alarmante: el progresivo deshielo del Ártico. Este agosto se ha vuelto a batir el record en la disminución de la masa de hielo. Aunque esa masa vuelve a recuperarse en invierno, y aunque el efecto tiene su opuesto al otro lado del globo terráqueo (el hielo del Antártico aumenta año tras año, pero esto no sale en los telediarios), no se puede negar que algo nuevo está ocurriendo. La disminución acelerada del territorio ocupado por los hielos árticos es un hecho evidente. Aunque el proceso se inició en 1979, ha ido aumentando ininterrumpidamente hasta alcanzar su punto álgido en 2007, año en el que se produjo una circunstancia de interés histórico y que, precisamente, da pie a esta breve introducción. Me refiero a la apertura de lo que se conoce como Paso del Noroeste.
El pasado fin de semana, el diario El País publicaba un artículo titulado En busca de los exploradores perdidos. En él, Jacinto Antón repasaba de manera sucinta el historial de aquellas expediciones que acabaron conformando, debido al fracaso, algunos de los más grandes misterios de la aventura humana. Siento una gran atracción por las exploraciones realizadas en el siglo XIX y a principios del XX. Tanto la aventura africana como la polar me fascinan, y reconozco que me cuesta oponer resistencia a la compra de cualquier libro que las aborde, especialmente cuando se trata de expediciones perdidas. De los 18 casos que rescata Antón, el número 7 es precisamente el que da cuerpo, aunque de una manera imaginativa, a las páginas del libro cuya reseña tienen a continuación.
Quizás la apertura actual de los hielos nos permita desentrañar el misterio de los dos barcos perdidos y recuperar los restos de ambas tripulaciónes. En espera de que eso ocurra pueden disfrutar con la lectura de El Terror, un libro que propongo de sofá y chimenea, ideal para leer en las largas y oscuras tardes de un invierno cuya llegada se empieza a percibir, como un leve murmullo, en estos últimos días de septiembre.



En estos tiempos de ambigüedad nada está claro. Ejemplo de ello es la vorágine clasificatoria en la que está inmersa la literatura actual. Vayan ustedes a las librerías y comprobarán lo que les digo. Decenas de nuevas definiciones, y las de siempre en proceso de reconversión; mixturas de géneros imposibles; novelas que crean su propia e intransferible etiqueta… En definitiva, un caos. El libro de Dan Simmons se suma a este maelstrom literario al ser presentado por Roca Editorial dentro de su colección dedicada a la novela histórica, cuando en realidad se trata de una obra perteneciente al género fantástico. Lo cierto es que allí donde los géneros se solapan la clasificación definitiva de la obra parte, exclusivamente, de las intenciones mercantiles propias de quienes publican el libro. En este caso, la editorial ha debido de prever una mayor posibilidad de ventas ubicándolo en el género histórico, a pesar de que la narración encamine los hechos registrados hacia un desarrollo y un desenlace nada realistas.
El destino de la expedición Franklin en busca del paso del noroeste es uno de los mayores misterios de la exploración polar. El Erebus y el Terror, con una tripulación de más de cien hombres, desaparecieron en los hielos árticos, y las posteriores misiones de rescate aportaron menos respuestas que misterios. Numerosos libros han tratado de dar solución desde entonces a un enigma que lleva fascinando a los expertos desde mediados del siglo XIX. En la novela El Terror, Dan Simmons va un paso más allá y propone una explicación mucho más imaginativa, en clave de ficción fantástica.
La narrativa anterior de Simmons es un excelente preludio a lo que el lector puede encontrar en este libro. Tanto las descripciones de paisajes helados contenidas en Endymion y en Olympos, dos de sus anteriores novelas, como el buen manejo de las claves del género de terror, demostrado en la mayoría de sus premiadas obras, presagiaban una historia bien ambientada y aterradora. El Terror cumple esas expectativas con solvencia. En él se conjugan una exhaustiva documentación y un argumento imaginativo y cargado de referencias a anteriores trabajos, una atractiva mixtura envuelta en un estilo literario muy descriptivo, que cuenta con grandes aciertos y también con reconocibles defectos.
Simmons enlaza a la perfección el probable destino de los expedicionarios, entresacado de las escasas pistas encontradas, con una aportación propia de tintes macabros. Carga las culpas del fracaso de la expedición a la rectitud (o más bien ineptitud) de John Franklin, quien los condujo a un emparedamiento de varios años entre el hielo. El autor también propone causas de propio cuño para algunos de los misterios más significativos, como la extraña ausencia de documentos en los túmulos, cuyo depósito era de obligado cumplimiento, o los escasos restos encontrados de las embarcaciones, y pasa de refilón por otros, como el insólito acopio de la cubertería de plata. Sitúa las causas de la pérdida de toda la tripulación tanto en la deficiente alimentación como en otros dos culpables de distinta naturaleza, uno humano y otro sobrenatural, y utilizando ambas tramas, conduce una narración de ambiente opresivo hacia un final que reafirma la pertenencia de la novela al género fantástico.
El desarrollo de la epopeya marítima es enormemente descriptivo, tan bien documentado como pudieran estarlo las novelas náuticas de Patrick O’Brian o C. S. Forester. Las penurias de la tripulación a 50 grados bajo cero, castigados por los elementos, por las venenosas latas Goldberg, el escorbuto y el monstruo de la nieve suman una tenebrosidad que puede afectar el ánimo de un lector sensible. Esta no es la historia exótica de una expedición polar, plena de sana aventura, no es una ficción decimonónica habitada por espíritus amenazantes, sino la macabra y explícita descripción de una masacre, el exterminio de una centena de seres humanos de la forma más cruel.
La presencia constante del frío es un elemento de gran peso, pero la esporádica aparición del monstruo de las nieves es singularmente aterradora. La pavorosa presencia (que los aficionados a los comics de la Marvel podrían confundir con la figura del Wendigo) guarda muchos puntos en común con el Alcaudón, uno de los triunfos más celebrados del escritor en el pasado. Sus acciones, sus monstruosas características (ojos inquietantes, enorme estatura, garras como cuchillos), incluso sus imprevisibles apariciones, recuerdan a la fascinante y terrible criatura omnipresente en la mítica serie de Hyperion.
El libro luce especialmente en las descripciones naturales, uno de los puntos fuertes del escritor en todas sus novelas. El tiempo está usado con excelente criterio, alternando los modos verbales con suma fluidez. La historia, contada in media res, presenta hechos y personajes mediante flashbacks. De todos ellos, el que mejor tratado está es quien finalmente se erige como protagonista de una historia engañosamente coral, el capitán Crozier. La novela transita a dos velocidades, y paradójicamente, resulta más interesante en su primera mitad, cuando ambos barcos están anclados, que en el desenlace posterior, en el que la penosa marcha por la banquisa, los ataques del monstruo y las pérfidas acciones del ayudante de calafatero debieran acelerar la acción y la velocidad de la lectura. Se puede afirmar que la novela es más apasionante en su parte realista, en la descripción de las penurias naturales, que en la fantástica, en la que, a pesar de sumar como acierto la resolución mitológica, quizás acaba sobrando tanta aparición del monstruo.
La novela, a pesar de sus más de 700 páginas y de la pesantez atmosférica, invita a una lectura continuada. Y eso que defectos no le faltan, por ejemplo, el ya citado cambio de ritmo en la historia, marcado por una fiesta en el hielo inspirada en un cuento de Poe (era obligado que el autor de Narración de Arthur Gordon Pym, al que tanto debe esta novela, estuviera presente); también figuran en el debe algunos hechos difíciles de comprender relacionados con la racanería de acción de la bestia, cuyas actuaciones son casi caprichosas; y sobre todo, algo que parece un mal endémico en Simmons, la improvisación. En este caso, evidenciada en el ecuador de la novela. Llegados a este punto, nuevos personajes cobran voz para alargar el libro algunas páginas e incluir a Darwin en la historia. Es aquí también donde Crozier da las primeras muestras de poseer una condición especial que le convertirá en protagonista central de la historia. Una estratagema, al fin y al cabo, que permite al autor acercarnos a los acontecimientos que se sucederían en años posteriores, para que de ese modo todo quepa en el libro. Es como si a Simmons le hubiera molestado que parte de la información recopilada por él quedara fuera. Y no es tanto la sensación de que sobren todas esas subtramas como la de que, dada la carencia anterior de indicios, se le hayan ocurrido a Simmons sobre la marcha.
En cuanto a ritmo y estructura, El Terror comienza espléndidamente, pierde fuelle en las postrimerías de su recorrido y levanta el vuelo de nuevo en su conclusión. Al no querer seguir el destino de los últimos supervivientes, el autor convierte lo que hasta entonces había sido la historia de la expedición al completo en la historia de un solo hombre, Random Francis Moira Crozier. Esta pérdida de coralidad es ejecutada de forma poco elegante, pues la narración acompaña al grupo de supervivientes, ya sin Crozier en sus filas, durante un pequeño tramo para, finalmente, no aportar información específica sobre su destino final. Elusión que parece más producto del cansancio del autor (algo habitual en las obras de Simmons), un ahorro de páginas, que una estrategia argumental. Todo ello se traduce en un desequilibrio interno del ritmo que además se hace notar en el entramado general.
Son detalles que si bien dan un carácter de imperfección a la novela no resultan cruciales a la hora de calificarla. El Terror es un libro de suspense histórico con monstruo. Un buen libro. Su mayor virtud, ese frío polar y humano que exhala cada una de sus páginas, trabaja en el lector calándole hasta los huesos. Se trata, pues, de una ocasión a aprovechar por todo aquel que quiera sufrir los rigores del gélido norte en su cálido salón de invierno.




La versión original de esta reseña fue publicada en la revista digital Hélice.

lunes, 24 de septiembre de 2012

Pellizcos


El autor debería morirse después de haber escrito su obra. Para allanarle el camino al texto. 

-Umberto Eco-

martes, 26 de junio de 2012

David Vann. Sukkwan Island

"Su puta madre."
Me encontraba realizando la cruda travesía de Sukkwan Island, libro del escritor norteamericano David Vann, uno de los más recientes y prestigiados fenómenos literarios. Llegué al final de la primera parte, situado a mitad de recorrido, leí el último párrafo y no lo pude evitar, se me escapó de entre los labios. Su puta madre, dije. Si lo reproduzco aquí no es por grosería, sino porque esta confesión me parece la mejor manera de trasladarles, con una mayor exactitud, la impresión que me causó el giro con el que David Vann aumenta la tensión y el mal rollo en el relato, algo que a esas alturas de la novela parecía ya imposible. Pocas veces me he topado con algo semejante.
En los últimos tiempos nos hemos acostumbrado a encontrar (e incluso a añadir nosotros mismos) el nombre de Cormac McCarthy en numerosas comparaciones literarias. Por una parte, creo que el gran maestro se ha ganado por derecho propio convertirse en la figura de la cual todo nuevo autor con ambiciones literarias quiere ser el reflejo. Lo he repetido en este blog muchas veces: de entre los escritores vivos que he leído, creo que McCarthy es el mejor de lejos, o al menos, opino, el más perdurable. El reconocimiento de sus obras en los últimos años ha hecho recurrente la presencia de su nombre, con una gratuidad pasmosa, en muchos de los fajines promocionales que rodean las últimas novedades literarias, esas que tratan de seducir al lector desde las primeras mesas de las librerías. Este no es uno de tantos casos: por lo que llevo leído hasta el momento, la comparación no puede ser más pertinente.

Una isla salvaje en el sur de Alaska, a la que solamente puede accederse en barco o hidroavión, repleta de frondosos bosques húmedos y montañas escarpadas. Este será el inhóspito decorado donde Jim decidirá fortalecer las relaciones con su hijo Roy, a quien apenas conoce. Doce meses por delante, viviendo en una cabaña apartada de todo y de todos: parece una buena oportunidad para estrechar lazos y recuperar el tiempo perdido. Pero la situación, poco a poco, deviene clautrofóbica, asfixiante, insostenible. La díficiles condiciones de supervivencia y la olla a presión emocional a la que se ven abocados padre e hijo acaban por conformar una postal de pesadilla.

En los distintos libros que el afamado crítico Harold Bloom ha dedicado al estudio y calificación de la novelística universal casi siempre ha encontrado espacio para alabar las virtudes de Meridiano de sangre, la obra maestra de McCarthy, en su opinión una de las mejores obras que haya dado la literatura norteamericana en toda su historia. De inicio, sin embargo, suele hacer hincapié en cuánto le costó llegar a disfrutar de ese libro. El motivo, aclara, es el mismo que argumentan muchos de sus alumnos: la cantidad de violencia, la oscuridad de su contenido, lo hacen difícil de soportar. Sin llegar al extremo de la obra mccarthyana, se puede afirmar que Sukkwand Island linda esa línea de lo desagradable.
Diez años tardó David Vann en terminar la novela, doce en venderla. Si atendemos a su indudable calidad literaria, el motivo de tal dilación no puede ser otro que, precisamente, el de la crudeza que supuran sus páginas. Tanto el ejemplo de Bloom como las palabras del propio autor ponen de manifiesto lo difícil que es publicar ciertas temáticas en EE. UU. Una de las que menos salidas encuentra es aquella que trata el suicidio, precisamente tema central de este libro. El padre de Vann se quitó la vida en Alaska cuando él tenía 13 años, justo tras la negativa de quien entonces era un adolescente a acompañarle. Aunque el escritor confiesa que no proviene de un acto deliberado, la novela resulta ser una recreación de aquellos hechos desde una perspectiva distinta, un what if en el que el alasqueño, inconscientemente, ajusta cuentas con el fantasma de su padre. Un método de exorcización parecido al que realizara años atrás Bret Easton Ellis en su excelente novela Lunar Park. Es significativo que, en entrevistas realizadas a cada uno de los escritores, ambos compartan el temor de actuar en el futuro como lo hicieron sus respectivos padres.
La narrativa de Vann se asemeja a la de McCarthy tanto en el aspecto formal, marcado por la ausencia de signatura en los diálogos (bastante escasos) y la economía de medios en la descripción de las acciones, como en la omnipresencia del paisaje geográfico y el papel que este ejerce como moderador del comportamiento humano. El entorno natural pone a prueba, de forma continua, la adaptabilidad de los personajes al medio. Vann muestra una gran destreza en la descripción de la cotidianeidad humana dentro de un ámbito salvaje. Los olores, los matices del frío, la fauna y la flora de la isla de Sukkwan están tan sumamente detallados que el lector siente sus efectos como si de un personaje más se tratara. A veces, como silente espectador de las frugales comidas de los protagonistas, uno llega a sentir hambre.
El escenario pone a prueba a padre e hijo con una creciente intensidad, aunque no tanto como lo hace la claustrofóbica atmósfera que se desarrolla a partir de la relación entre ambos. El hijo asiste impotente a las continuas muestras de flaqueza y al carácter depresivo de su padre, un hombre cuya pusilanimidad, sumada a una gran debilidad por las mujeres, lo ha situado al borde del abismo. La convivencia, marcada por la debilidad de carácter del padre y la incapacidad del hijo para establecer un diálogo que pueda salvarlo se torna extremadamente desagradable. Mientras el desasosiego interno crece, la amenaza externa se agudiza. La unión de ambos factores tiñe el ánimo del lector con una sensación de fatalidad y agonía que se desboca en la conclusión de la primera parte. Como era previsible, el drama termina por acudir a su cita, pero cuando acontece no trae sosiego al lector, sino todo lo contrario. Con el ánimo por los suelos, hace falta valentía para continuar la lectura e introducirse en una segunda parte que se presume insoportable. 
Sukkwand Island es el libro de un escritor que no muestra piedad, un escritor cuyo crecimiento en el desempeño de su oficio es patente a lo largo de toda la narración, y que si bien guarda los mencionados puntos en común con la obra de McCarthy, logra finalmente dar cuerpo a  un estilo propio. Es también la demostración de que la novela no está muerta, de que aún se puede sorprender al lector con las herramientas del género y hacerle abrir los ojos conmocionado sin necesidad de adornar la narración con fuegos de artificio.  
Sukkwan Island es una novela magnífica, aunque no recomendable para lectores fácilmente impresionables.


domingo, 10 de junio de 2012

Ray Bradbury. Crónicas marcianas

Tras la muerte de un escritor, siempre nos quedan sus palabras; por ese lado, algo de consuelo tenemos los lectores. Las de Bradbury han sido profusamente recogidas. Cuando me pongo a mirar en el blog, me doy cuenta con cierta sorpresa del número de entradas en las que aparece su nombre. Si les apetece dedicar unos minutos al viejo Ray, pueden echarle un vistazo a alguna de ellas.
La reseña que hice para El vino del estío no deja a ese libro en buen lugar. Cada vez estoy más convencido de que quizás no elegí un buen momento para acometer aquella relectura. Pienso solucionarlo pronto leyendo la reedición de Minotauro que incluye también la novela Verano del adiós, la cual menciono, precisamente, en esa misma reseña. También escribí una somera crítica del Farenheit 451 llevado al cómic por Tim Hamilton. Y aunque me hubiera gustado contar con la presencia de alguna de sus primeras antologías (El hombre ilustrado, Remedio para melancólicos, Las doradas manzanas del sol...), pueden disfrutar en su lugar del cuento "El regalo", que, a pesar de la pobre traducción, representa de forma certera el estilo y la magia del Bradbury cuentista.
Sí, Bradbury ha estado muy presente en este blog, pero un repaso a su obra no sería tal cosa sin la presencia de su opus magnum, así que ahí va. Les dejo a continuación una reseña que escribí hace tiempo de Crónicas marcianas. Encontrarán en ella más datos biográficos de lo que es habitual en mis críticas, lo cual, por otra parte, me parece una feliz casualidad.




En su ensayo titulado El universo de la ciencia ficción, Kingsley Amis se refiere a Ray Bradbury como "el Louis Armstrong de la cf”. Para entender el porqué de tal apelativo hay que remontarse a la década de los 50 del pasado siglo, cuando el género tenía una gran popularidad entre sus propios seguidores pero era visto aún por el público general como una rareza casi folclórica. Bradbury, al igual que el genial trompetista de jazz, rompió con esa tendencia e hizo llegar a la cf más allá de sus fronteras. Libros como Crónicas marcianas o Farenheit 451 llegaron a obtener ventas de más de un millón de ejemplares durante el primer año de su publicación, un hecho inaudito en un género hasta entonces tan poco prestigiado.
Ray Douglas Bradbury fue una rara avis en el mundillo de la ciencia ficción. A pesar de contarse entre los escritores con más éxito del género, fue víctima de la incomprensión de John W. Campbell, el editor más importante de la época, quien, desde una visión literaria opuesta, le negó las oportunidades que les había concedido a escritores como Heinlein o Asimov. El acientifismo de los relatos de Bradbury no encajaba bien en la línea editorial de Astounding. Tal circunstancia no representó ningún problema para el escritor, cuyos cuentos se fueron publicando en un gran número de revistas. Thrilling Wonder Stories, Astonishing Stories, Captain Future, Famous Fantastic Misteries, Planet Stories y, especialmente, Weird Tales, dieron acomodo a muchos de ellos en sus páginas. Finalmente, la publicación de Crónicas marcianas permitió a Bradbury elevarse sobre el resto y escapar de la fuerza gravitatoria del gueto. La accesibilidad de sus historias, así como su calidad literaria, fueron los fundamentos por los que accedió al gran público. Su integración en la literatura general fue tan rápida que pasó de posible embajador de la cf a escritor ajeno a ella en muy poco tiempo.
Como muestra de su excepcionalidad, cabe señalar que con 25 años logró colocar uno de sus cuentos, “El gran juego blanco y negro”, en la antología Best American Short Stories de 1946, compartiendo espacio con los mejores escritores norteamericanos de la época. Un año después, Bradbury publicó su primer libro, Dark Carnival, en el que se entremezclan cuentos nuevos con algunas de las historias publicadas en la revista Weird Tales. Aunque la obra por la que el norteamericano alcanzará el estrellato, Crónicas marcianas, no llegará hasta 1950, gran parte de su contenido fue escrito durante los años anteriores, entre 1945 y 1949. Bradbury reunió algunos de aquellos cuentos y recorrió editorial tras editorial cosechando rechazos. Fue finalmente en Doubleday donde accedieron a publicarlos con la condición de que tuvieran un carácter unitario. El escritor propuso realizarlo con el tema de la colonización de Marte como fondo. Su propuesta fue aceptada y en seis meses concluyó la elaboración del libro que se publicaría con el título de Crónicas marcianas, 300 páginas de una ciencia ficción diferente a la que se podía encontrar en los cuentos de las revistas campbellianas. Algunos de los relatos sobre Marte no fueron incluidos en ellas y fueron publicados posteriormente dentro de la antología El hombre ilustrado.
El lirismo y el tono elegíaco con el que están escritos los cuentos contrasta con la fría racionalidad de la fantasía científica imperante. El Marte que describe Bradbury no es real ni pretende serlo. Ni sabe de ciencia ni le importa la tecnología; es el factor humano así como el paisaje lo que realmente encandila al escritor. Para Isaac Asimov, Crónicas marcianas es, en esencia, “una fiesta de inocencia aldeana y nostalgia en un marco futurista”. Y es cierto que en algunos momentos el lector puede tener la sensación de encontrarse frente a una pastoral marciana, entendida en tono positivo. Sin embargo, algunos de los cuentos exudan misterio y despiden un aroma de tenebrosidad que no contrasta, sino más bien al contrario, casa perfectamente con la atmósfera bucólica del relato. No olvidemos que Bradbury destacaría posteriormente por su vena terrorífica casi tanto como por sus incursiones en la ciencia ficción. Su adoración por Edgar Allan Poe, cuyos cuentos le leía su madre en la infancia, queda patente en relatos como “Usher II” o “La tercera expedición”, de tintes casi metafísicos.
Para comprender mejor la gestación de las Crónicas marcianas, de su contenido, hay que remarcar dos elementos biográficos del autor. El primero es la localización geográfica en la cual transcurrió su infancia. Las pequeñas aldeas marcianas son una trasposición de su Waikegan natal, el pueblecito medio americano que puede verse en muchas películas, con sus maizales, praderas, estanques y porches nocturnos escasamente iluminados. Ese modo de vida está tan bien espejado en la novela que no deja de ser reseñable que un escritor tan joven, con menos de 30 años, demostrara padecer tanta nostalgia. El otro elemento a tener en cuenta es su viaje a México. Su encuentro con las momias y construcciones de Guanajuato le impresionaron enormemente. El contraste de las nuevas tecnologías con el mundo antiguo, así como la historia de una civilización aniquilada por los conquistadores del pasado se verían posteriormente reflejados en Crónicas marcianas. Como escribió Jose Luis Garci en su biografía Ray Bradbury, humanista del futuro, los habitantes del planeta rojo se corresponden con los otomíes y chichimecas desaparecidos; su mundo, con el Marte colonizado por los terrestres. Naturalmente, esa influencia está pasada por el tamiz de su cultura estadounidense, con lo que la historia se convierte en una ensoñación alegórica de la conquista del oeste americano y la extinción de los indios nativos.
Quien lee por primera vez Crónicas marcianas se encuentra siempre con un libro cautivador, poesía hecha prosa repleta de momentos mágicos y también terroríficos. Es este un libro para leer en el crepúsculo, especialmente en noches de verano, con la brisa nocturna meciendo las cortinas. Aun siendo todos maravillosos, es inevitable que cada lector rememore, al final de la lectura, algún cuento preferido. El de Borges, tal y como confiesa en el texto introductorio, fue "La tercera expedición". Los míos son “Aunque siga brillando la luna”, “Encuentro nocturno” y “Vendrán lluvias suaves”. En todos ellos se encuentra un Marte lírico, imposible, que procede más de la fantasía que de la ciencia ficción, más de la imaginación que de la realidad. No hay hecho tecnológico, sólo paisajes, humanos y fantasmagóricos, y nostalgia por un pasado que ni siquiera existió. La lectura de Crónicas marcianas deja, por encima de todo, un retablo de poderosas imágenes. Los desiertos, los fantasmas, los pueblos abandonados, vacíos, y una fuerte melancolía. En suma, la América romántica.
Paralelamente a su poder de fascinación, Crónicas marcianas representa un canto al pasado y a una ciencia ficción distinta, una visión del género disidente, ninguneada durante lustros por el canon del discurso racionalista. Resulta significativo que los grandes nombres de la literatura actual, esos que han traído la normalización al género en todo el mundo, hayan decidido utilizar el camino de Bradbury y no el oficial en sus novelas de ciencia ficción.



La versión original de esta reseña fue publicada en Stardust.


viernes, 8 de junio de 2012

Un cuento olvidado

Hace muchos años tuve una idea para un cuento. Me encontraba hurgando en el pasado de Ray Bradbury, documentándome con la intención de escribir un ensayo sobre el autor de Crónicas marcianas, y se me ocurrió convertir en trama de ciencia ficción lo que estaba leyendo. En mi cuento, sufríamos una invasión silenciosa en los años 40, y esta era llevada a cabo mediante la nada original estrategia de la suplantación. Algo en plan body snatchers. Lo original de la historia, creía yo, venía dado por el plan de los alienígenas, que consistía en infiltrarse en el fandom norteamericano para, a continuación, convertirse en escritores e influir con sus relatos en las mentes de los jóvenes humanos. Los invasores (esta parte me encantaba) no eran otros que los autores más afamados de la época, los Asimov, Heinlein, Anderson, Williamson, Pohl, Van Vogt, Clement... Todos ellos se reunían en torno a la revista Astounding Science-Fiction bajo las órdenes del cerebro dominante de esta avanzadilla, que, naturalmente, era el mítico director John W. Campbell Jr.
Ray Bradbury iba a ser el héroe de la historia, el único autor importante que no estaba incluido en aquel grupo, el que había publicado una ciencia ficción diferente en otro tipo de revistas y había logrado eludir el campo de influencia de Campbell. En el centro del relato sobresalía una feroz lucha ideológica. Bradbury era un Quijote, un tipo que escribía ciencia ficción pasando de la ciencia. Era un tecnófobo que no cumplía el primer mandamiento de la rigurosidad científica. Utilizaba las temáticas y los escenariós del género como simple decorado. Con ellos confeccionaba historias diferentes en las que lo importante era la belleza, el ser humano y una realidad que partía más de la ensoñación y el recuerdo que del frío racionalismo. En mi cuento, Ray no se exiliaba del género; permanecía en él y luchaba contra los invasores, relato a relato, hasta convertirse en su salvador.
¿Por qué nunca llegué a escribirlo? Principalmente, por mi proverbial holgazanería, pero también porque la tesis contenida en él me provocaba un enorme conflicto interno. En aquellos tiempos (repito, hace muchos años), yo era un adepto de la cf campbelliana. De hecho, mi subgénero preferido era la hard sf (esto ya lo sabían ustedes, echen un vistazo si no a las reseñas que he ido rescatando), e incluso me molestaban aquellas historias que hacían de lado a la ciencia. Lo que pretendía relatar colocaba mi tipo de cf, el canónico, en el lado equivocado de la balanza, el de los malos. Pero la idea del tipo que pudo cambiar el género era tan atractiva... Recuerdo que incluso me llegué a inventar una excusa junguiana por la cual la defensa de ese racionalismo a ultranza, de esa explicación del hecho científico como fundamento, mataría la imaginación y arrastraría a la Humanidad desde el inconsciente colectivo hacia su propia destrucción, tan poderosa era el arma de los invasores. Bradbury, con su cf disidente, con su frivolidad acientifista, nos salvaba del apocalipsis.
Se dan cuenta, ¿verdad? El relato iba en contra de todas mis creencias, de mi propio concepto del género. Yo amo la ciencia, sufro más que tolero la fantasía, y para colmo, mis autores preferidos de entonces eran Arthur C. Clarke, Isaac Asimov y A. E. Van Vogt. Y sin embargo, ahí estaba Bradbury y su hazaña. Ray, el escritor contracorriente, el autor de aquellos cuentos de naves imposibles y planetas ilusorios cuyas imágenes regresaban a mi cabeza a cada llegada del verano. No soy escritor, así que ignoro si se puede crear ficción contra las propias convicciones. Supongo que si eres de los buenos, sí. Yo no quise intentarlo.
La idea nunca se me fue de la cabeza, pero pasados muchos años surgió un buen motivo para alegrarme de no haberle dado cuerpo. Rodrigo Fresán publicó El fondo del cielo, un roman à clef que jugaba con mis "personajes", pero lo hacía con una destreza que yo jamás podría haber alcanzado. La idea era parecida, utilizar a los escritores de la Edad de Oro para crear una realidad alternativa. La historia contaba, incluso, con un villano muy cercano al mío. Fresán les cambió el nombre a todos y elaboró una historia de amor maravillosa, con extraterrestre y fin del mundo incluidos. La narración contenía también su propia carga ideológica. A su lado, mi cuento de primerizo hubiera provocado, por comparación, el escarnio público. La obra de Fresán lo tenía todo. Todo, excepto a Ray. Yo, al menos, no logré localizarlo entre sus páginas.
Cuento ahora esta pequeña anécdota con la intención de remarcar un aspecto determinado de entre los muchos reseñables en la obra de Ray Bradbury, un escritor sin duda adelantado a su tiempo. Porque no sólo nos deja sus maravillosas narraciones, nos deja también una manera de entender el género que, sometida durante media centuria por la tendencia canónica, ha resurgido en este siglo XXI para dignificarlo, para otorgarle el reconocimiento exterior que siempre buscó. Bradbury, que entendió la ciencia ficción como medio para explorar la realidad desde la memoria, que prefirio la reivindicación nostálgica al relato tecnificado y explicativo, nos ha dejado, y lo ha hecho el mismo día que le es concedido el premio Príncipe de Asturias de las Letras a Philip Roth, el autor, entre otras excelencias, de La conjura contra América, un libro de cf sin ninguna ambición científica.
Repasen todas esas magníficas obras recientes, las que durante estos últimos años, desde la gran literatura, han puesto a la cf donde debía estar, y fíjense en qué tienen en común. Todas usan el elemento diferencial del género, la ficción científica (clones, ucronía, apocalipsis) como excusa para configurar un escenario. En ninguna se entra en él, sólo es una herramienta que permite a los autores poner sobre el papel aquellos temas en los que pretendían profundizar. Son novelas que, debido a ello, y a pesar de su indudable calidad literaria, han sido calificadas como "mala ciencia ficción". Mala ciencia ficción... ¿Lo es Crónicas marcianas, con su Marte imposible, su ingenuidad tecnológica y su irrelevancia científica? ¿Es mala ciencia ficción una de las dos o tres mejores obras de su centenaria historia? Algún día nos tendremos que sentar todos los aficionados y decidir de una vez qué entra y qué no en este sacrosanto género. Si la nueva definición deja fuera obras maestras de la literatura como las creadas por Ray Bradbury, olvídense de mí.


miércoles, 6 de junio de 2012

Sara Teasdale. Vendrán lluvias suaves

Hacía mucho tiempo que no subía un poema al blog. El que tienen a continuación, en traducción propia, pertenece a la poetisa norteamericana Sara Teasdale, y está incluido en su antología Flame and Shadow. La escribió en 1918, horrorizada por la Primera Guerra Mundial, proponiendo un salto cuantitativo de sus efectos, de un campo de batalla al planeta entero. El texto cuenta con ese carácter postapocalíptico que, no lo nieguen, tan caro nos resulta tanto a ustedes como a mí. Creo que no es necesario explicarles el porqué de mi elección. En el vídeo que acompaña al poema tienen una pista. Creo, Ray, que la primavera sí se ha enterado de tu partida.



Vendrán lluvias suaves


Vendrán lluvias suaves y olor a tierra mojada,
Y golondrinas rolando con su chispeante sonido;

Y ranas en los estanques cantando en la noche,
Y ciruelos silvestres de trémula blancura.

Los petirrojos vestirán su plumoso fuego
Silbando sus caprichos sobre el cercado;

Y nadie sabrá de la guerra, a nadie
Preocupará cuando al fin haya acabado.

A nadie le importaría, ni al pájaro ni al árbol,
Si toda la humanidad pereciera;

Y la propia Primavera, cuando despertara al alba,
Apenas se daría cuenta de nuestra partida.





(Nota: A todos los que hayan llegado aquí por la banda, la película o el videojuego, bienvenidos igualmente.)

jueves, 19 de abril de 2012

Imágenes de cf. XIV


"La nave llegó al costado de Foyle, con los luminosos portillos de su flanco resplandeciendo en amistosa luz, su nombre y número de registro claramente visibles en caracteres luminosos sobre el casco: Vorga-T: 1339. La nave estuvo a su lado en un momento, pasándole en el segundo, desapareciendo al tercero.
El compañero lo había despreciado; el ángel lo había abandonado.
Foyle dejó de bailar y de canturrear. Se quedó mirando con desmayo. Saltó hacia el panel de las bengalas y aporreó los botones. Señales de auxilio, de aterrizaje, de despegue y de cuarentena estallaron surgiendo del casco del Nomad en una locura de luces blancas, rojas y verdes, pulsantes, suplicantes... y el Vorga-T: 1339 pasó silente e implacable, con los cohetes de popa brillando de nuevo mientras aceleraba en una trayectoria hacia el Sol.
Así que, en cinco segundos, nació, vivió y murió. Tras treinta años de existencia y seis meses de tortura, Gully Foyle, el estereotipo del Hombre Común, dejó de serlo. La llave de la cerradura alojada en su alma dio un giro y la puerta se abrió. Lo que emergió expulsó al Hombre Común para siempre.

-Pasas al lado -dijo, con furia creciente-. Me dejas para que me pudra como un perro. Me dejas para que muera, Vorga... Vorga-T:1339. No. Saldré de aquí, yo. Te seguiré, Vorga. Te encontraré, Vorga. Me las pagarás. Haré que te pudras. Te mataré, Vorga. Te mataré de la forma más sucia.

El ácido de la furia corrió a través de su cuerpo, corroyendo la paciencia bruta y la pereza que habían convertido a Gully Foyle en una cifra, precipitando una cadena de reacciones que harían de Gully Foyle una máquina infernal. Era un hombre abocado:

-Vorga, te mataré, sucia."





lunes, 16 de abril de 2012

Stargate Universe, una agradable sorpresa

Toca serie, televisiva. Debido a todo lo bueno y numeroso que ha dado la nueva Edad de Oro de la televisión anglófila, el espectador bregado en los secretos del downloading no ha dado abasto en estos últimos años. Las series importantes, esas que están en la cabeza de todos los adictos a la pequeña pantalla, las hemos devorado (o aprovisionado) casi todos. Las malas, que también las ha habido, han sido las responsables de que muchos hayamos maldecido en arameo a causa del tiempo malgastado en su consumo. Por supuesto, hay también un término medio, y en él han sido enterradas series a las que no se les ha dado tanta cancha y que sin embargo han contado con una calidad superior a la de otros productos mucho más publicitados.
El aficionado a la ciencia ficción ha asistido con sorpresa al triunfo global de hits como Battlestar Galáctica, exitosa revisión de un oldie trasnochado, o Lost, sin lugar a dudas el producto televisivo más influyente de la pasada década. En realidad, las series que en estos últimos años han construído sus argumentos sobre componentes de cf se cuentan por decenas, por eso es y ha sido tan sumamente difícil separar el grano de la paja. Un método de decisión muy utilizado en esto del qué veo y qué no suele ser el consejo ajeno, de gente que, se supone, comparte más o menos la misma onda. Tal estrategia no siempre funciona. Ante la dificultad que plantea la diversidad de gustos, muchos utilizan la cancelación como indicativo de las escasas bondades de una serie, un error de bulto que en ocasiones priva al espectador de un auténtico disfrute. Si quieren un ejemplo exageradamente popular, apunten Firefly, pero si lo que buscan es algo insospechado, no se pierdan Stargate Universe.
Lo primero que han de tener en cuenta si se animan con su visionado es que se trata de una franquicia, con todas las bondades y defectos que eso conlleva. Las franquicias son un producto peculiar. Han dado series (y temporadas) memorables, pero es imposible disfrutar de ellas desde el prejuicio. Para sacarles el jugo, o se entra en el juego o directamente se renuncia. El mayor ejemplo de esto que les digo es Babylon 5, la mejor space opera que se haya rodado para un medio audiovisual (sí, cine incluido), en realidad una película con un arco unitario de cinco temporadas de duración y cuyo contenido era tan apasionante como complejo, pura aventura espacial que presentaba a su vez una hondura temática y una profundidad de personajes propias de la literatura más exigente. Sin embargo, ay, la estética estrambótica, los "cantosos" trajes y las extrañas fisonomías alienígenas que por ella se paseaban supusieron una barrera infranqueable para el gran público.
Para disfrutar de estas series, o se juega sin excusas o mejor se deja. En SGU no van a toparse ustedes con mucha pinta extraña, pero sí se les va a exigir la aceptación de ciertas claves del género de ciencia ficción y de algunas concesiones obligadas a la franquicia que le da nombre. Si son aficionados al género, todo esto que les digo sobra, porque pocas series de televisión han sido tan fieles a los conceptos nucleares de la cf. El texto que tienen a continuación se limita a reseñar la primera temporada. Hubo una segunda, y estuvo a la altura de la primera. Y después vino la cancelación. A los aficionados, presas de una interesada candidez, nos gusta pensar en ella como algo provisional. Por lo ilógico de ese cierre, pero especialmente por la maravillosa y emotiva última escena, un delicioso guiño a aquél chaval que, con la mirada limpia e ilusionada, se enamoró de la ciencia ficción en la adolescencia.




La gran aceptación que tiene en estos momentos el género de ciencia ficción tuvo su origen en las space opera audiovisuales. La saga familiar de Star Wars abrió la lata, y series catódicas y cinematográficas como Star Trek y la misma Stargate lograron hacer popular la imaginería espacial. La cuestión de si su influencia en el público general ha sido beneficiosa o no podría ser asunto de debate, pero lo que es innegable es el papel que han ejercido como embajador del citado género. Estas franquicias televisivas se han ido dividiendo a su vez en diversas series de varias temporadas, las cuales han ofrecido resultados de calidad dispar. Curiosamente, es un hecho que cuanto más oscuro se ha vuelto el tono, algo que en teoría supone una pequeña traición a la esencia de las respectivas series, más interesante ha sido ese resultado.
Si la cima del universo Star Trek se encuentra en los episodios Borg repartidos por sus distintas series y, especialmente, en la magnífica tercera temporada de ST Enterprise, la mejor cara de la franquicia Stargate, compuesta por Stargate SG-1, Stargate Atlantis y Stargate Universe, la ofrece sin duda esta última, que ya ha dado muestras de gran calidad en apenas una temporada. Si entramos en el juego de las comparaciones, podemos decir, basándonos en su idéntica premisa, que SGU es lo que debió ser STVoyager y no fue. En SGU se narran las peripecias de una tripulación formada por militares y civiles humanos a bordo de la Destiny, una milenaria nave fletada por la raza de los Antiguos para abrir nuevas vías en lejanas galaxias, a millones de años luz de la Vía Láctea.

Nicholas Rush

La serie sitúa sus prioridades tanto en el devenir de los personajes como en el escenario, dividido éste entre los parajes planetarios que visitan y el claustrofóbico entorno de la nave. Sin energía, sin alimentos, sin agua, sin aire, los episodios hacen honor, uno tras otro, al lema con el que el primer tráiler anunciaba la serie: “La única misión es la supervivencia”. Los conflictos interpersonales y la tensión entre pasaje civil y militar son foco de atención continuo, y buscan intencionadamente, junto a los rápidos movimientos de cámara, la estética de otro espectáculo televisivo de reciente éxito, Battlestar Galáctica. Aunque es cierto que, en la segunda decena de capítulos, la serie ha sabido encontrar su propio lenguaje.
El tratamiento de personajes es excelente, particularmente en el caso del doctor Nicholas Rush, al cual interpreta muy acertadamente el escocés Robert Carlyle. El capítulo titulado “Human”, dedicado por completo al pasado del irascible físico, es un buen ejemplo de las bondades de esta serie y de la preocupación que muestra en la caracterización de sus personajes. Las relaciones entre los tripulantes rayan continuamente el conflicto, siempre motivado por cuestiones de singular importancia. Se trata de un entorno cerrado, asfixiante, carente de comodidades y en el que todos se saben víctimas de un futuro incierto.
El tono oscuro, denso, es uno de los responsables de que estemos ante una buena serie televisiva, pero el hecho distintivo que le añade la coletilla “de ciencia ficción” es también sobresaliente. Contra el habitual predominio de la space opera, en esta serie se da también una presencia extremadamente importante de ciencia ficción hard. Al menos tal como era entendida ésta en la literatura anglosajona de los años 50. En uno de los episodios la nave se interna en la cromosfera de una estrella para cargar energía, en otro se maneja la idea de una desconocida especie constructora de sistemas solares enteros, una de las más peligrosas misiones en el exterior de la nave tiene lugar en las cercanías de un pulsar y en otro de los capítulos se suceden varias paradojas temporales. Es decir, la serie no se mantiene atenta sólo al más que bien llevado factor humano, sino que también muestra interés en perseguir el sentido de la maravilla.
SGUNiverse funciona tan bien con sus dos principales bazas, los misterios cósmicos y la interrelación entre los personajes, que el único pero reside precisamente en el lazo de unión con la franquicia a la que debe su existencia. El artificio de las piedras que intercambian conciencias a distancia, mostrando al espectador lo que sucede simultáneamente en nuestra querida Tierra, hace posible cumplir débitos tales como el obligado cameo de viejos personajes conocidos, protagonistas de las series hermanas, o el continuo recordatorio de que estamos en el universo Stargate, con sus viejas facciones en lucha. Sin embargo, cada uno de los episodios en los que las piedras se han utilizado se corresponde con los momentos más bajos de la serie, pues suponen una ruptura del creciente nivel de angustia que se vive en la nave.
Aún así, la serie luce incluso en los aspectos mas detallistas. El acompañamiento musical ejerce un gran protagonismo, en consonancia con el resto del conjunto. El score compuesto por Joel Goldsmith resplandece desde el fondo de muchas escenas. SGUniverse se atreve, incluso, a apuntarse a la moda de ambientar con canciones el principio o el final de cada capítulo, con piezas tan maravillosas como el "English Rose", de los míticos The Jam. Los efectos infográficos también destacan, tanto a la hora de mostrar el entorno de la nave como en la creación de las distintas criaturas que acosan a los protagonistas en cada mundo, dinosaurios incluidos.
Buen reparto, buenas interpretaciones, buena historia, buenos guiones, buena música y mucha ciencia ficción. Eso es Stargate Universe, una serie hecha para disfrute del buen aficionado a este maravilloso género. O al menos de aquel al que las franquicias televisivas no le provoquen rechazo.





La versión original de esta reseña fue publicada en el portal Prospectiva.

domingo, 15 de abril de 2012

Christopher Priest. Experiencias Extremas S. A.

La semana pasada una pequeña polémica sacudió el mundillo de la ciencia ficción. El magnífico escritor británico Christopher Priest aprovechaba las páginas virtuales de su blog para poner a caer de un burro la reciente elección de nominados al premio Arthur C. Clarke. La cosa ha acabado ramificándose con las intervenciones de opositores y apologetas, muchos de ellos compañeros de profesión como Pat Cadigan, John Scalzi o el propio Charles Stross, una de las dianas a las que aluden las críticas del polémico texto.
Pueden seguir toda la historia, apasionante para el que disfrute de esto de la ciencia ficción, desde la entrada que a tal asunto ha dedicado Nacho Illarregui en la renacida C. Allí encontraran todos los enlaces necesarios para seguir la discusión. Pueden, incluso, adentrarse aún más allá si lo desean. En mi opinión, el texto de Priest es, en esencia, el sentido lamento del maestro que, con gran desaliento, asiste año tras año a la falta de profesionalidad de sus compañeros de oficio. Yo les dejo con una reseña que escribí hace años para una de sus novelas. Aunque The Extremes (que así se titula en realidad) ha sido considerada por muchos una de sus obras menores, a mí me sigue pareciendo extraordinaria. Con Priest ocurre un poco lo que con Ballard, que ya quisieran muchos para sí sus "obras menores".




El mismo año en el que dos de los nombres más repetidos han sido Matrix y Columbine, aparece en nuestro país, con un lustro de retraso, Experiencias Extremas S. A., un libro de Christopher Priest que trata los temas de la realidad virtual y las masacres perpetradas por individuos desequilibrados. Tras el excesivo bombardeo mediático, se podría pensar que esta novela difícilmente iba a aportar nada nuevo, sino que más bien se sumaría al maelstrom de información y especulación generado al respecto. Error. La personalísima visión literaria de Priest conduce la narración por caminos poco trillados, dejando el esperado poso de crítica social, sí, pero convirtiendo también al conjunto en un ejercicio metaficcional que dinamita algunas de las barreras de la ortodoxia literaria. Y no en su forma, donde casi todo está ya probado, sino donde es más difícil, en su estructura interna.
La acción gira en torno al drama personal de Teresa Simmons, agente del FBI cuyo trabajo incluye la incursión en recreaciones virtuales de las masacres realizadas por los conocidos mass murderers con el fin de estudiar el proceso mental que los lleva a cometerlas. Tras perder a su marido en una de esas matanzas, acaecida en el estado de Texas, Teresa viaja hasta la pequeña localidad inglesa de Bulverton, en parte para paliar el sentimiento de pérdida y en parte porque allí, en la misma fecha, se produjo una tragedia semejante. Su investigación, realizada a la par en la realidad convencional y la virtual, le hará conocer de primera mano el drama personal de los afectados y las secuelas producidas en los habitantes del pueblo, así como los extraños detalles del suceso.
Aunque Priest es un autor de ciencia ficción, su forma de narrar y abordar los temas es más propia del mainstream. El autor comienza su relato con una suma de historias particulares, centrada en los problemas de los personajes, para bien entrada la novela agrandar el paisaje y mostrar un mundo mucho más amplio. La sensación inicial de aislamiento de la protagonista en un pueblo emocionalmente apagado pese al devenir diario de sus gentes, el tráfico y los comercios abiertos, está magníficamente transmitida. La información es ofrecida a retazos. Poco a poco se van introduciendo episodios concretos del pasado, así como otros elementos nuevos. Los progresivos flashbacks y la incorporación de los distintos dramas personales, mezclados con aleatoriedad, produce un efecto collage contundente y efectivo que potencia la riqueza de los personajes y de la historia.
En cuanto a la ficción, la técnica de recreación virtual, basada en los recuerdos que guardan los testigos de un acontecimiento determinado, es fresca, ingeniosa y muy generosa en cuanto a sus implicaciones. Ofrece un nuevo punto de vista desde el que estudiar la relación de la memoria con la personalidad y, especialmente, con la realidad. Una RV de consumo, que el autor hace cercana al dotarla, cara al usuario, del mismo modus operandi que nuestra Internet. Su utilización en la novela tiene, además, otro trasfondo que Priest aprovecha para construir una crítica del mercantilismo actual de la violencia y el peligro que conlleva la libre comercialización de armas de fuego. No es un dato casual que la protagonista sea norteamericana de adopción.
Pero, como decía al principio, lo realmente impactante de esta novela es, una vez más, el sello Priest. Quien sólo disfrute ajustándose a las fórmulas narrativas habituales se sentirá decepcionado, pues el escritor se las salta en el último cuarto de novela al personalizar y cargar el desenlace en una subtrama específica, desentendiéndose del tema central de la relación entre masacres y RV, un sacrificio narrativo dirigido a centrar la atención en las evoluciones finales de su protagonista.
La resolución de los enigmas propuestos no es importante. El escenario, la acción, todo lo presenciado no tienen validez más que como un elemento de evolución en la cabeza de la agente, como el percutor que la lleva finalmente a extraviarse en los recovecos de su memoria. La historia es un instrumento al servicio de la evolución de Teresa; una vez cumplida su función, el autor la deja a un lado. Con ello, Priest va más allá (y esto parecía difícil) que en sus últimas obras, pues en ellas el uso de la primera persona apoyaba tal artificio. En ésta, narrada en tercera persona, todo es más impersonal, pero aún así, igual de subjetivo. El principio mismo de la novela, contado desde un recuerdo posteriormente trastocado, es otra prueba de que el patrón de lo real y lo irreal está en la percepción de Teresa Simmons.
Obras como ésta, o como la excepcional Vurt, de Jeff Noon, en la cual la influencia carrolliana es mucho más marcada, logran realizar lo que en estos tiempos parecía un imposible: jugar con la realidad de un modo original, logrando de un modo original rehuir la etiqueta de dickiano.



El texto original de esta reseña fue publicado en Bibliópolis, crítica en la Red.