viernes, 31 de octubre de 2008

Historias de RNE. El monte de las ánimas

Mis padres me tenían por el "rarito" de la familia, así que pronto dejó de llamarles la atención que durante el mes de vacaciones estivales, mientras mis hermanos se dedicaban a vivir intensamente el pueblo, yo gastara casi todas mis horas en la lectura. Allá arriba, en la troje, al lado de unos enormes baúles viejos cuyo contenido jamás conocí, consumía todo el material del que me había hecho acopio en las últimas semanas de julio. Libros y tebeos, todos conseguidos a 5 pesetas la pieza en un par de desordenadas tiendas de intercambio, de esas que entonces abundaban y que después, al igual que los antiguos Billares, irían desapareciendo hasta su casi total extinción.
Me costaba cargar con el alijo, que solía ser de 3 ó 4 bolsas grandes, sobre todo porque en el auto-rés no me permitían meterlas en el compartimento de equipajes (eran bolsas compactas por el exceso, pero abiertas), y me veía obligado a cargarlas encima, un arduo trabajo que, sin embargo, merecía mucho la pena. Aunque todos los años lo administraba con buen criterio, el material siempre se agotaba unos pocos (e insufribles) días antes de volver a Madrid. Durante las tres primeras semanas de agosto, sin embargo, aquellos libros y tebeos alimentaban, casi en exclusiva, mis largos momentos de ocio diurno.
Pero no es de aquellos días de lo que quería hablarles, sino de aquellas noches. Jamás he vuelto a ver un cielo como aquél. Era una delicia echarse en la tumbona, a la puerta de casa, y contemplar simultáneamente el firmamento plagado de estrellas, y la calle, plagada de personas charlando, sentadas "a la fresca". Todos los días disfrutaba ese par de horas como un niño, oyendo conversaciones lejanas, viendo a mi madre y a mi abuela cenar sopas de leche a la vez que buscaba cometas en el cielo. Había, sin embargo, un día de la semana que prefería sobre todos los demás, una noche especial. No podría jurarlo, pero creo recordar que era la de los jueves. Esa noche, entre las 11 y las 12 (¿o era aún más tarde?) emitían una radionovela de ciencia ficción. La extinta Radio Juventud de Madrid, mi emisora favorita de entonces, no se cogía muy bien allí, a 150 kilómetros de distancia, y tenía que hacer virguerías para escucharla correctamente.
Era la época del boom de la FM, y de entre todas las emisoras, mi favorita sin duda era ésta. Por programas como Caminando, que provocó mi afición a las bandas sonoras de cine y la música new age, pero sobre todo por ese serial de los jueves, del que ya poco recuerdo. Había una nave inteligente, que tenía una voz femenina muy dulce, había una tripulación humana lanzada al otro lado del espacio a través de un extraño vórtice, como posteriormente le ocurriría al protagonista de la serie Farscape, y unos villanos alienígenas muy elusivos que tiranizaban sistemas solares e iban siempre por delante de los protagonistas humanos. El serial reunía un montón de referencias, desde Starlord a la saga galáctica de Lucas, música de El imperio contraataca incluída, pasando por las novelas de a duro. Y era, todo él, fascinante.


Más allá de unas pocas imágenes reconocibles del género (una ciudad bajo una cúpula gigante, un agujero negro de gran voracidad), no recuerdo gran cosa. Para ser sincero, ni siquiera sé si algunas escenas las fui poniendo yo con el tiempo o pertenecieron al serial. Éste concluyó una infausta noche, sin previo aviso, con la nave siendo engullida por el mismo vórtice que la había llevado hasta aquel lejano rincón de la galaxia. Desde ese último capítulo, los veranos en el pueblo perdieron una pequeña parte de su atractivo.
Busqué en la radio de aquellos años, entonces inmersa en el esplendor ufológico, algo similar. Los programas de Antonio José Alés, antecesor directo de los Sierra y Jiménez actuales, tenían su cosa, especialmente los "Alerta OVNI" veraniegos, pero no eran lo mismo. Más tarde, fui descubriendo programas de cierto interés, lecturas en el aire de cuentos enviados por los oyentes y cosas parecidas, pero sin mucha gracia. Hasta que, años después, a finales de los 90, una noche de domingo me di de bruces con Historias, el maravilloso programa dirigido por Juan José Plans.
Historias, emitido por Radio Nacional de España, no era un serial propiamente dicho. Había ocasiones en las que la narración se alargaba durante varios programas (La madriguera del Gusano Blanco, de Bram Stoker, ocupó nada menos que 10 domingos), pero habitualmente las narraciones comenzaban y concluían en la misma noche. La mayoría de ellas pertenecía al género de terror, frecuentemente decimonónico, pero también se ofrecían, tal como enunciaban en la presentación, historias de aventuras, suspense y ciencia ficción, junto con algunos especiales de temas diversos.
No era mi añorada serie, pero el espíritu sí era el mismo. Si eliminamos el elemento nostálgico, Historias era, de hecho, una producción bastante superior, puesto que el grueso de las narraciones, que tan bien sabían acompañar con inquietantes efectos de sonido, procedía de autores clásicos de la literatura universal. La dramatización solía ser de una calidad extraordinaria. Sesenta minutos después de la medianoche, a oscuras en la cama, siempre arropado, la frase de presentación y los primeros acordes de la sintonía, creación del maestro John Barry perteneciente a la película La gran ruta hacia China, preludiaban una hora de absoluto disfrute.
El programa sobrevivió varias temporadas, pero finalmente fue eliminado de la parrilla. En una época en la que proliferaban los programas dedicados a lo esotérico (extraño reflejo del pasado), la cadena de radio estatal decidía fulminar uno dedicado a la literatura universal de horror, así estaban las cosas. Por fortuna, en lo personal la suspensión del programa fue paliada en parte por la posibilidad de recuperar casi todas sus emisiones. No he logrado recabar dato alguno sobre aquel serial de ciencia ficción medio olvidado, pero la proximidad en el tiempo de Historias ha hecho posible no sólo que pueda acceder a toda la información del programa a través de varias webs, Wikipedia incluída, sino que también recupere la gran mayoría de sus capítulos.
Historias es un programa de obligado disfrute para cualquier amante de la literatura, especialmente de horror. En homenaje y agradecimiento a sus responsables directos (planificadores, escritores y, especialmente, actores), he sumado una nueva sección a las ya existentes en la columna derecha de la página. Se titula Esta noche, en Historias... , y a partir de hoy mismo ofrecerá la posibilidad, a todo aquel que aún no lo haya hecho, de escuchar uno a uno esos magníficos programas. Siendo la noche que es, era obligado empezar con El monte de las ánimas.
Feliz noche de difuntos.





miércoles, 22 de octubre de 2008

Arthur C. Clarke. El martillo de Dios y El fin de la infancia

De entre todos los acontecimientos y sucesos acaecidos en el mundo durante estos pasados meses de silencio (en lo particular, pronto haré un resumen de mis escasas lecturas y abortadas reseñas), el más significativo fue, si de ciencia ficción hablamos, el fallecimiento de sir Arthur Charles Clarke, que tuvo lugar el 19 de Marzo. Considerado por la mayoría de aficionados uno de los "Tres Grandes", fue en mi opinión el mayor de ellos, el que mejor supo conjugar buena escritura y grandes conceptos, y quien sin duda mejor supo explotar ese invaluable patrimonio del género denominado "sentido de la maravilla", tanto en sus novelas como en sus numerosos y extraordinarios cuentos. Clarke fue, para muchos lectores, un estandarte de esa literatura de ideas que algunos aficionados, en mi opinión equivocadamente, continúan aún propugnando como única definición válida del género.
Aunque sus primeras décadas como creador son incontestables, de los 80 en adelante la maestría del autor británico fue yendo a menos hasta caer en una sima de degeneración total. Sus últimas novelas en solitario (tras las cuales se limitó a poner sus ideas y su nombre en diversas colaboraciones) resultaron indignas para los lectores, a quienes se les hizo insoportable que el creador de obras maestras de la cf como El fin de la infancia, La ciudad y las estrellas o Cita con Rama pasara a parir fiascos como 3001: odisea final o El martillo de Dios.
A veces, el tiempo es justo con quien lo merece, así que es de suponer que dentro de unas décadas Clarke será recordado únicamente por sus grandes libros, quizás como el representante con mayor talento de la ciencia ficción clásica. Muchas de las imágenes imborrables de mi adolescencia proceden de la imaginación y el buen hacer de sir Clarke. Incluídas en narraciones hoy famosas, como "La estrella", o procedentes de historias menores, como la modesta "Paseo nocturno", parten de una sabia mezcla entre sentido de la maravilla y buen hacer narrativo. La fascinación por sus historias, elaboradas siempre con aguda inteligencia, fue crucial en mi formación como lector, hasta el punto de que, por muchos años, fue mi escritor de cf preferido.
Por ello, y ya que no pude en su momento, dejo aquí este pequeño homenaje, dos reseñas que escribí hace tiempo y que espero les ayuden a conocer, grosso modo, al autor en sus dos facetas, la menos buena y la irrepetible. He invertido deliberadamente el orden de creación de ambas con un deseo: que en su recuerdo prepondere la segunda.




Desde que el nombre de Arthur C. Clarke se popularizara mundialmente con la subida a los altares del inmortal filme de Stanley Kubrick "2001, una odisea del espacio", la carrera del venerable escritor ha dado alguna obra imprescindible al género, otras novelas de mediana consideración y, en los últimos años, algunos libros verdaderamente plúmbeos, como el inaceptable 3001, odisea final. Perdido en innecesarias continuaciones de éxitos pasados y colaboraciones con otros autores noveles, el británico ha pasado de ser una de las principales voces de la ciencia ficción a convertirse en un explotador de su, por otra parte, merecida fama.
Así, sus últimas obras resultan ser un compendio de predicciones científicas enmarcadas en historias carentes de profundidad o sentido de la maravilla alguno, que buscan más el camino del best seller que el del verdadero talento. En esta ocasión, la reedición en formato de bolsillo de El martillo de Dios, obra cuyo argumento parte de las primeras páginas de su éxito más señalado, Cita con Rama, nos permite comprobar de manera fehaciente lo anteriormente expuesto.
Por una vez, y sin que sirva de precedente, Clarke se adelanta al cine con una novela basada en la posteriormente machacada historia de la colisión terrestre contra un asteroide. El enorme Kali amenaza con estrellarse en nuestro planeta, pero afortunadamente estamos preparados. Robert Singh, campeón de las primeras olimpiadas lunares, comanda una nave en dirección a la cercana amenaza con el objetivo de colocar un gigantesco impulsor de masas que desvíe la trayectoria del coloso. Sin embargo, el proyecto es saboteado por fanáticos religiosos, lo que obliga a buscar otras soluciones. Como aderezo de todo esto tenemos alimentos reciclados, programas de recuerdos virtuales, religiones aglutinadoras y la Ley de Murphy.
Con un estilo muy impersonal, el autor desarrolla, siempre por medio de la narración y de forma fría, un maremagno de futuros adelantos científicos que, sumados a unos personajes totalmente planos, intentan configurar sin éxito una buena historia. Lo que en realidad es una novela de apenas más de cien páginas se convierte mediante los numerosos espacios en blanco (cada página y media), la exigua longitud de los numerosos capítulos y, sobre todo, el tamaño de letra, en un libro de más de trescientas.
Si sumamos los ya habituales agradecimientos del autor -más de veinte páginas-, en los que siempre se dedica a recordarnos sus acertadas predicciones, a colar parte de otra de sus novelas (aquí reproduce completas las tres primeras páginas de Cita con Rama) o a sorprenderse de cuánto se parecen sus ideas a las de otros escritores y cineastas, tenemos como resultado un producto para pasar el rato, entretenido a cachos, de una insulsez notable, que no logra asentarse en la memoria más de dos días.
Esperemos tiempos mejores.


Las reediciones en formato de bolsillo, económicamente más asequible, suponen una excelente oportunidad para adquirir y revisitar aquellos clásicos que prestamos hace mucho tiempo y que nunca nos fueron devueltos. Cuando el clásico, además, es un Clarke de los 50, la gratificación suele estar asegurada. El fin de la infancia constituye una inmejorable ocasión para sumergirse en la cada vez menos frecuentada "literatura de ideas" a través de una obra en la que el fondo adquiere mayor importancia que la forma, a pesar de contar con un estilo en absoluto descuidado.
De popularizar su comienzo se han encargado décadas después la televisión y el cine. Al igual que en la serie de televisión "V" y la película "Independence Day", una raza alienígena dispone sus colosales naves espaciales sobre las principales ciudades del mundo. Avanzando por las páginas del libro, lo que pareciera en un principio una invasión se convierte en un misterioso tutelaje cuyo resultado final será una utopía en la que el ser humano, exorcizado de y por sus demonios, conocerá sus mejores días. Finalmente, al igual que en la obra de Theodore Sturgeon Más que humano, casualmente publicada un año antes (una constante en el maestro Clarke digna de estudio), serán los niños quienes protagonicen el siguiente salto evolutivo del Hombre, aportando de paso una segunda lectura verdaderamente escalofriante al título de la novela. El triunfo definitivo del nuevo y todopoderoso flautista hameliniano, registrado por el último hombre sobre la Tierra, constituye por única vez un falso final "no feliz" en el que el género humano consigue las estrellas, aunque a un precio difícil de digerir para el lector. El viejo orden debe morir para que el nuevo tome su lugar.
Aunque el desarrollo, ejecutado a través de unos personajes de escaso interés, no es nada espectacular, sí logra mantener la atención hasta el final, sostenido principalmente sobre el impredecible destino de la raza humana. La conclusión es sin duda lo que convierte a El fin de la infancia en una pieza fundamental de la ciencia ficción de todos los tiempos. Imaginativa, enorme en su planteamiento y sobre todo tajante, está impregnada de cierto lirismo y llama a la maravilla con vehemencia. Al cerrar el libro se tiene la inequívoca impresión de haber asistido a algo grande e importante.
Por encima de los diversos personajes y líneas argumentales que componen la historia, el verdadero espíritu de la novela se asienta sobre temas de mayor importancia. Arthur C. Clarke deja bien claro en esta novela que su bandera es el ateísmo. Señala con dedo acusador a la religión, la más común superstición del ser humano, como principal obstáculo para el avance de la especie, a la vez que propone a la ciencia como tabla salvadora de la humanidad, la cual no es más que un anónimo grano de arena sujeto a la irrevocabilidad de los grandes acontecimientos. Crecer es algo natural y ajeno a nuestras voluntades: el País de Nunca Jamás no existe.
Atacar a Arthur C. Clarke se ha convertido últimamente en deporte usual de los aficionados al género. Si bien es cierto que algunas de las últimas obras del genio británico alcanzan la categoría de infumables, de vez en cuando es muy recomendable volver a acercarse a sus obras fundamentales y percatarse de las razones que lo han colocado en la cima del género en la segunda mitad del siglo XX.



Ambas reseñas fueron publicadas originalmente en Bibliópolis, crítica en la Red.

lunes, 20 de octubre de 2008

Pellizcos

Yo soy incapaz de inventar una historia. Todo lo que escribo es montaje de cosas vividas, observadas, recordadas y agrupadas, luego, en un cuerpo coherente.

-Alejo Carpentier-


Hasta lo que se inventa se recuerda y es la materia con que funcionamos y trabajamos los escritores.

-Ray Loriga-

jueves, 16 de octubre de 2008

Miembre

Lo "criminal" del blurb anterior no estriba en la elección de Joyce Carol Oates como la mejor novelista americana del momento (si se sobrentiende que por América se refiere a EE. UU. y que, por tanto, las canadienses Alice Munro, por otra parte más cuentista que novelista, y Margaret Atwood quedan excluidas de la lucha). Lo que llama la atención en esta frase es el efecto que produce la errónea traducción. Eliminen ustedes el nombre de la escritora y calibren el resultado: "La Gran Novelista Americana es una mujer".
¿Y qué otra cosa podría ser? El artículo determinado y el adjetivo gentilicio ya lo dejan bien claro, así que el conjunto parece una cómica redundancia. La intención de la frase original era explotar un juego de palabras bastante simple. Los norteamericanos, tan dados a las etiquetas grandilocuentes, llevan décadas buscando la Gran Novela Americana, un libro de creación propia que esté a la altura de clásicos universales como El Quijote o el Ulises, pero que sea distintivo de su nación. De ese mismo palo es la denominación de Gran Novelista Americano, que en el inglés original mantiene el género neutro, hecho del cual parte el pretendido ingenio de la frase: "El Gran Novelista Americano es una mujer", seguido a continuación del nombre de la escritora.
Y de esa forma es, exactamente, como debería haberlo reflejado el traductor, pues en castellano ese neutro se expresa en forma masculina. Sin embargo, motivado tal vez por el pijoterismo semántico actual, el intérprete ha debido de sucumbir bien a la corrección política, bien al feminismo recalcitrante, y ha acabado realizando un trabajo incorrecto que, por otra parte, invita a realizar un par de reflexiones. La primera, cuya definición más exacta (pero irrecuperable) se la escuché hace años a mi amiga N, creadora del blog más peculiar de la Red, versa sobre los significados ocultos existentes en la necesidad de señalar o resaltar algo sólo (esto es lo importante) por tener origen femenino, y rara vez o nunca en su opuesto caso masculino. Hay montones de antologías, espectáculos o actividades cuyo elemento singular destacable es su procedencia o esencia femeninas. No ocurre así al revés. Jamás leeremos una frase neutra como la que nos ocupa que explote como reseñable el elemento masculino, algo como "The Great American Novelist is a man." Imposible.

La torre de Babel, de Pieter Brueghel el Viejo

Podría ofrecerles una conclusión sobre los motivos de todo esto, tras lo cuál sabrían de qué pie cojeo, pero me temo que se van a quedar con las ganas. Antes de sacar la suya propia, sumen al embrollo el detalle de que quienes resaltan esas clasificaciones, esa naturaleza femenina como algo digno de reseña y categorización, de hecho distintivo, son tanto hombres como mujeres.
La segunda reflexión, que viene a llover sobre mojado, va acerca de esas nada ocurrentes derivaciones femeninas que han empezado a proliferar sin ton ni son. Basta tener una mirada coherente y limpia de prejuicios para percatarse de que el intento de "feminizar" sustantivos es una medida sobrante y muy negativa para nuestra lengua. Este ejemplo es una prueba más del empobrecimiento al que se somete al lenguaje bajo la pretensión de una búsqueda de igualdad que no es tal. Ya no es sólo la obviedad de evitar agravios comparativos, ese "electricisto" o "novelisto", ese "juezo" que haría justicia a la feminización de un término que es, según el DRAE, "nombre común respecto al género".
Más allá de eso, digo, si volvemos la vista hacia nuestro ejemplo, observaremos una pérdida de uso del lenguaje, una frase inocentemente ingeniosa que pasaría a ser imposible de enunciar, a carecer de sentido si todo fuera, stricto sensu, masculino o femenino y, para no ofender a nadie, hubiera que expresarla tal como lo ha hecho el traductor. A menos que, siguiendo la lógica de acabar con los neutros masculinos, llegáramos hasta las últimas consecuencias y creáramos algunos de nuevo cuño, neutros de verdad. Así tendrían sentido frases como ésta: "El mejor miembre del Congreso es una mujer".
O, aún más correctamente, y haciendo caso a nuestro traductor: "Lo mejor miembre del Congreso es una mujer".

lunes, 13 de octubre de 2008

sábado, 11 de octubre de 2008

Manzana pocha

Los nombres peculiares raramente se olvidan. Esa es una de las razones por las que recuerdo a Orencio el tendero, aunque no la principal. Lo que quiero contarles ocurrió en mis años de E.G.B., durante los cursos correspondientes a 3º y 4º. Como cualquier niño de esa edad, siempre esperaba con impaciencia la hora del recreo, cuya duración era de sólo 30 minutos. Mi amigo David y yo siempre realizábamos la misma liturgia, a toda velocidad para que encajara en tan corto espacio de tiempo. El plan completo incluía fútbol o canicas, cambio de cromos, charla sobre acontecimientos televisivos y, antes que nada, el refrigerio matutino que todos conocíamos como "el bollo del recreo". Otros niños, para ganar tiempo o por costumbre, lo compraban en una bollería situada al lado del colegio, pero nosotros preferíamos correr un poco y gastar unos minutos de más en acercarnos a la tienda de ultramarinos de Orencio.
Aunque en la bollería de al lado también tenían Bonys y Tronkitos, el amable tendero nos ofrecía una ventaja difícil de rechazar, pues nos obsequiaba de vez en cuando con un par de manzanas, no sé si porque simplemente le caíamos bien o debido a que nos tenía esa simpatía natural que provocan los niños en muchos adultos. Dado el pequeño tamaño del bollo, la manzana era para nosotros como maná caído del cielo.
El día que había suerte, Orencio nos conducía entre estanterías metálicas repletas de frascos hasta un grupo de cajas llenas de manzanas. En cada una de las cajas figuraban precios distintos, y él, he aquí lo reseñable, siempre metía su mano en la de las más caras, las que más lustre tenían. "¿Qué preferís, éstas o las pochas?", nos preguntaba con su vozarrón, mientras reía y señalaba hacia una caja repleta de manzanas paupérrimas, llenas de manchas y mucho más baratas. A continuación, sin esperar respuesta, nos daba las dos mejores manzanas que tenía, nos cobraba sólo los dos bollos y se despedía con una sonrisa y un "hasta mañana". Orencio no conocía términos medios, y sabía que un regalo es algo que ha de hacerse plenamente, de corazón, pues si no, no es un regalo, sino más bien lo contrario.
Guardo un grato recuerdo de aquel tendero y de aquellas manzanas. Sería bonito decirles que sabían mejor que cualquier otra que yo haya probado después, pero lo cierto es que ya no lo recuerdo. Ni recuerdo su sabor ni recuerdo su color, pero sí el detalle. Eso es lo que cuenta. A las personas nos encantan los regalos, recibir cosas gratis, sin más. En un mundo en el que el dinero se ha convertido en medidor y balanza de nuestros esfuerzos, cualquier objeto conseguido sin intervención pecunial, pero honradamente, nos emociona. Por lo que significa, porque o bien es fruto de un regalo o bien de un reconocimiento a nuestros méritos. Son las razones tras el regalo lo que realmente importa, y la representación de ellas en que se transfigura el objeto.
Los bibliómanos, por ejemplo, le damos mucha importancia a los libros. Guardan, para nosotros, un valor reverencial. Al fin y al cabo, se trata de puñados de cultura empaquetados, así que hasta es lógico pensar así. Aunque, seamos sinceros, no es esa la principal causa por la que los adoramos. La causa es más bien algo indefinible, que guarda más relación a nivel mental con el carácter obsesivo del pobre y universal Gollum que con otros valores más dignos.
Cuando, ya hace años, comencé a escribir reseñas para revistas y webs de género fantástico lo hice por pura afición, así que comprendí y asumí enseguida que no iba a ser una labor bien remunerada. Y sin embargo, me equivoqué, pues de algún modo sí que lo era. Descubrí que algunas editoriales te enviaban, sin cargo alguno, los libros que ibas a reseñar, bajo la denominación de "servicio de prensa". Para un enamorado de los libros, eso era incluso mejor que el dinero, y te animaba a realizar de forma aún más comprometida tu labor. A pesar de que se trataba de un intercambio interesado, yo lo tomé como un regalo.
Con el rodar de los años, he tenido bastante suerte y he llegado a escribir las críticas de libros muy distintos para diferentes medios, y durante todo este tiempo me he encontrado a ambos lados de la balanza. He reseñado por gusto muchos libros y por obligación otros tantos; he tenido que costear bastantes, pero también he recibido muchos gratis; incluso he recibido otros de más, como gratificación o por críticas que por distintos motivos no acabé escribiendo. En contadas ocasiones, hasta me han dado ambas cosas, dinero y libro, a cambio del texto.
A lo largo de estos años, no he tenido problemas con la integridad del servicio de prensa recibido. Me refiero a que la fisonomía del libro era la normal, la misma que la de sus congéneres en venta. Sólo en un par de ocasiones encontré alguna mácula: una marca poco distinguible en el lomo, cierta asimetría en el corte de las hojas..., nada, en fin, que llamara la atención de alguien menos picajoso. Eran libros normales, indistinguibles de los demás una vez colocados en su estantería. Han pasado muchos libros en perfecto estado por mis manos, pero al fin me he topado con la desagradable excepción.
Esa excepción, que he recibido y leído recientemente, ha resultado ser poco menos que una desgracia en celulosa. No sólo contiene páginas rotas, sino que hasta tres veces cuenta con saltos de numeración imprevistos, páginas correlativas cuya diferencia numérica es de más de 20 cifras. Es un libro inservible, tanto que no puede tratarse de una casualidad. Es imposible que este pobre engendro haya formado parte alguna vez de un montón de libros sanos. El shock ha sido tan fuerte que, en plena fiebre imaginativa, casi he podido ver, de forma difusa, cómo una persona cogía el libro de un palé lleno de volúmenes defectuosos, un lote mal fabricado destinado a la eliminación pero recuperado con sevicia para su uso como servicio de prensa. Hasta he oído una voz irónica, proveniente del rostro sin facciones de quien asía el libro: "Bueno, al fin y al cabo le sale gratis, ¿no? ¿Qué más quiere?"
Es el primer libro que reseño para esa editorial, y eso alimenta más aún la alucinatoria imagen. Para alguien menos comprometido que quien esto escribe, tal actitud podría ser motivo suficiente para la venganza, para devolver la displicencia con que fue elegido el libro con una crítica de igual signo. Pero el autor no tiene la culpa, y a mí, más que rencor, lo que me provoca realmente son recuerdos, recuerdos de Orencio y su honestidad. Imagínense que aquel lejano primer día que entramos en su tienda nos hubiera regalado un par de manzanas, pero que, al contrario de cómo ocurrió en realidad, hubiera metido las manos, con toda intención, en la caja de "las pochas".
¿Creen ustedes que habríamos vuelto a la tienda?

miércoles, 8 de octubre de 2008

Rentrée

Según el Diccionario panhispánico de dudas:

Voz francesa que se usa con cierta frecuencia en español con el sentido de ‘vuelta o regreso a la actividad normal tras un período de ausencia, especialmente tras las vacaciones de verano’: «La paz ha presidido la “rentrée” escolar en Francia después del conflicto que se vivió hace siete meses» (Vanguardia [Esp.] 15.9.94). Es galicismo evitable, que puede sustituirse por expresiones españolas como inicio, reanudación o reapertura del curso (escolar, político, etc.) o por vuelta a la actividad (escolar, política, etc.). También significa ‘vuelta a la actividad pública de una persona, tras un período de ausencia’: «Tras seis meses de absoluto silencio, [...] Conde tenía que estar preparando algún tipo de rentrée» (Mundo [Esp.] 16.7.94); en este caso puede sustituirse por vuelta, regreso o reaparición.



Vaya, me equivoqué.