Como ocurre con el asunto del nacimiento de la ciencia ficción, cuando te sumerges en el estudio de las distopías dispuesto a conocer su origen acabas inmerso en una competición de reivindicaciones en la que pareciera que colocar la bandera un poco más allá otorgue puntos. Al final (o al principio, mejor dicho) te acabas topando con una obra que, como el gato de Schrödinger, podría estar y no estar dentro del subgénero dependiendo del observador. Si retrocedes más allá de las incontestables "Farenheit 451" (1953), "1984" (1949) y "Un mundo feliz" (1932) llegas a "Nosotros" (1924), que posee todas las características de una distopía y, por la influencia que tuvo sobre las siguientes, podría ser reivindicada como la primera de todas. El problema es que, si sigues camino, das con "La máquina se para" (1909), cuya amenaza es tecnológica, no política, pero de la que pocos podrían poner en duda su filiación o, más correctamente, dada la fecha en la que se publicó esa novela corta, su paternidad. El caso es que aún se puede viajar dos años más atrás, hasta 1907, y toparse con "Señor del mundo", la novela escrita por monseñor Robert Hugh Benson, que si bien cuenta con gran parte del posterior acervo distópico, coloca en su punto de mira un objetivo algo distinto, con presencia de lo social y político pero con la religión en el centro del conflicto. Este punto hace que difiera en lo principal del canon distópico, pero también que la lectura, si bien en gran parte de su recorrido aburrida, sea a ratos interesante y a ratos un desafío. Porque se trata de una obra de género fantástico en la que el lector ha de considerar, precisamente, lo fantástico no futurista, lo divino, como realista. O esa es la intención del escritor, quien, claro, no espera que la narración vaya a estar arrojando a la cara del no creyente segundas lecturas todo el rato.
Es este un tema que siempre me ha llevado a la reflexión. Dado que la interpretación de la obra la da el receptor y sus circunstancias, ¿qué ocurre con la literatura religiosa, asunto que depende de una creencia? Si crees, te enfrentas a una obra realista, pero si eres arreligioso, tienes que tomar los eventos que se suceden en la obra como fantásticos, a no ser que adoptes un punto de vista ajeno y abordes la lectura desde una perspectiva que crees equivocada, lo cual lleva la suspensión de incredulidad a un nivel superior. Para mí, es una muestra más de la poca autoridad que tiene el autor sobre la obra y la demostración de que el sentido de ésta viene dado, como señalaba, por el lector. Pero perdónenme, no quiero marearles. Volviendo a la novela, el caso es que resulta visionaria, se anticipa a muchas cosas que luego irían dándose a lo largo del siglo XX, a tecnologías e inquietudes sociales, algunas con un nivel de aproximación a nuestro tiempo asombroso, pero a ratos los conflictos parecen estar planteados a la inversa. Y es que, salvando ciertas maniobras, el mal desatado en este libro podría parecerle al irreligioso más algo positivo que lo contrario.
En realidad, la novela versa sobre la desaparición del catolicismo debido al auge de un nuevo humanitarismo materialista. Para la especie humana, Dios no es necesario, y eso es lo que en la narración se sugiere terrible. El mundo, dividido en tres grandes facciones (una influencia para Orwell, sin duda), es finalmente unificado por un político carismático y presuntamente bondadoso, pero que acentúa la persecución a los católicos, los cuales se ven obligados a huir de su último emplazamiento en Roma y refugiarse en Nazaret hasta que llegue el fin.
La cosa es que ese personaje, el carismático Felsenburgh, se descubrirá en realidad como el Anticristo, que no tiene rabo ni cuernos pero sí el objetivo de acabar con la Iglesia y el catolicismo. Para ello, promete a la Humanidad beneficios por y para sí mismos, sin dependencia de Dios. El final del libro es sorprendente, desarrollado en una atmósfera que haría suspirar al famoso Robert Langdon, personaje que, sin duda, se encontraría a gusto en muchos de los pasajes y estancias de esta historia. Al final, la conclusión de la novela es clara. La pérdida de espiritualidad del ser humano, el humanismo que da la espalda a Dios y a la Iglesia para mirarse a sí mismo, es prosperidad engañosa y el camino por el que el Anticristo logrará finalmente su objetivo, la aniquilación de su enemigo en la Tierra. Un progreso que no sea servil ante Dios, por mucho que haga mejorar las condiciones del ser humano, es distópico. Una conclusión de fondo opuesta a la que E. M. Forster da dos años después en su relato distópico, en el que la Humanidad, rendida a una gran máquina a la que deifica, se autocondena al abismo debido, precisamente, a su falta de independencia de ella.
Lo cierto es que ninguna de estas dos novelas primeras, Señor del mundo y La máquina se para, denuncian un peligro político mas que en segundo orden. El principal es, en un caso religioso, en el otro tecnológico; una distopía acusa al ateísmo, la otra es directamente ludita. En puridad, lo cierto es que la distopía nunca ha ido de política stricto sensu, sino de quién tiene el poder y cómo afecta su uso a los ciudadanos, sea este político, tecnológico, religioso o de cualquier otra índole. Cuidado con los falsos paraísos, parece decir, vengan de quien o de lo que vengan. La tiranía camuflada no tiene por qué circunscribirse a la esfera política (aunque muchos piensen que todo, empezando por lo personal, es político, ya saben). Es innegable que Señor del mundo es una distopía, a pesar de que los valores que la falsa utopía pone en riesgo no sean la libertad y la igualdad de derechos, sino los de la religión católica e incluso su propia existencia. Principalmente, esta es la historia de cómo el Diablo engatusa a la Humanidad para acabar con la Iglesia y sus fieles, pero el caramelo envenenado que usa es el progreso y la autosuficiencia humanos. Es debido al debate mental que ello provoca, a ese doblepensar necesario para navegar entre dos aguas y unificar las dos visiones de acometida del problema, adoptar el punto de vista religioso para ver su fin como un perjuicio (algo que un ateo podría encontrar incluso perverso), lo que puede poner en duda la integración de este libro en el subgénero, pues desde cierto punto de vista la utopía no es falsa, sino real.
Pero si se sigue el juego al autor, sí hay un poder oscuro, y a fin de cuentas, el entorno en el que se da todo, e incluso el arma de dominación, están integrados en lo político y social. De hecho, el arma es en sí desarrollo político y social. Quizás sí se trate, además, de una narración política, porque esta es una historia en la que, como en toda distopía, triunfa el mal bajo el disfraz del bien. ¿Y qué debate hay más político que ese?
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