lunes, 11 de septiembre de 2023

Pellizcos

La cultura no es la acumulación de conocimientos; es lo que te queda cuando has olvidado lo que aprendiste.

-Julio Llamazares-

domingo, 3 de septiembre de 2023

Breves: Portis, James, Weir

Mattie, de Charles Portis

Qué regalo es la buena literatura para quienes tenemos la suerte de tropezárnosla. He leído esta maravilla que es True Grit en su primera edición en España, la de la colección La Corona de Bruguera en tapa dura, titulada entonces Mattie y conocida posterior y mayoritariamente por una traducción más fiel al original: Valor de ley. El olor del papel viejo me ha traído ecos de aquellas sesiones de sábado por la tarde en TVE. Guardo recuerdo de aquel John Wayne con parche y de aquella película, la original, pero tan lejano que en mi cabeza su irrepetible personaje femenino tenía el rostro de Katharine Hepburn y no el de Kim Darby, un error de bulto.
Ahora que leo la fuente literaria entiendo el porqué de la confusión. La adolescente que protagoniza la historia junto al rudo comisario Rooster y el tejano LaBoeuf encaja perfectamente con el carisma y el carácter de la Hepburn. No me extraña que titularan la primera edición española con su nombre, porque su voz narrativa en primera persona resplandece sobre el resto de la novela, que también es notable. Siendo un libro de personajes, la figura de Mattie Ross es el centro de atención y el filtro por el que pasa toda la narración, incluso tras agigantarse la figura del comisario en el tramo final.
Mattie/Valor de ley es una novela de personajes, pero también un western canónico. El respeto que muestra por su naturaleza genérica es colosal. Pistoleros, cuatreros, un tren asaltado, cuentas pendientes y persecuciones a caballo por un escenario natural que está tan bien descrito como las propias acciones, aun bajo el predominio de los diálogos. Un disfrute continuo al que no le sobra ni le falta nada, tan perfectamente medido como está todo. La estructura y el ritmo son ejemplares y te atan a la narración hasta un final emotivo que agranda la historia hasta convertirla en crónica del fin de una era. 
Un libro magnífico. 


Historias de fantasmas de un anticuario, de M. R. James

Abordé esta antología con expectativas equivocadas. Mis cuentos de terror favoritos pertenecen al subgénero gótico, plenos de descripciones y de una innegociable cualidad atmosférica. Los espectros creados por M. R. James tienen muy poco o nada que ver con ellos, pero tampoco con la imagen tradicional que uno imagina cuando se menciona a un fantasma victoriano. De hecho, el de Canterville correría aterrorizado ante las pesadillas que aparecen, o más bien se sugieren en estos relatos.
Las extrañas apariciones de M. R. James suelen estar ligadas a un objeto o un documento con el que el siempre flemático y culto protagonista se cruza. Suelen tener aspectos indefinidos, o al menos sugeridos con un par de pinceladas ("una cara como de trapo arrugado"), y se manifiestan de las formas más inesperadas. Los edificios son descritos con detalle, como si fueran el centro de la narración, pero los entornos son presentados con una cierta parquedad. Y es curioso que aun así hayan logrado tener tanta presencia en la imaginación de este lector.
Hay un detalle que se repite en las diferentes tramas y que es una de las causas de que la atmósfera no sea lo mollar en estas narraciones. El protagonista jamás se encuentra solo ante lo sobrenatural. Su relato siempre es creído. La mayoría de las veces incluso son varios los testigos de las apariciones. Y cuando estas acaban con su víctima lo hacen siempre fuera de foco o de forma entrevista. Si sumamos que todas las narraciones están contadas por un tercero, el anticuario del título, y que el humor tiene una notable presencia, se puede entender perfectamente esa falta de atmósfera.
Y sin embargo, cómo enganchan estos cuentos, cómo entran. Una antología que para mí ha comenzado de forma modesta, poniendo a prueba mis expectativas, ha acabado ganándome del todo. Ocho cuentos de entre quince y veinte páginas que he acabado consumiendo como si fueran pipas. Mis preferidos son "El fresno", "La habitación número 13" (una joya en su sencillez) y "Silba y acudiré". Aunque la edición de Valdemar Gótica en la que los he leído incluye las cuatro colecciones de cuentos de M. R. James, he preferido parar aquí, justo en la distancia que cubre la edición de bolsillo mostrada arriba. Creo que leerlos todos de golpe podría empachar, y, por otra parte, prefiero dosificarlos para recompensarme a mí mismo más adelante. Su propia división interna lo facilita.


Proyecto Hail Mary, de Andy Weir

Un libro realmente entretenido, debido en gran parte a su estructura. Con una narración planteada in media res, la estrategia de alternar la acción presente con los hechos del pasado que el amnésico protagonista va recordando hace que el suspense no decaiga y que no haya espacio para el aburrimiento. Y se podría caer en él debido al a veces cargante Ryland Grace, que, como el protagonista del anterior éxito de Wair, El marciano, es una suerte de McGyver de la ciencia que igual te soluciona un roto que un descosido. De hecho, quizá sea ese el punto flaco de esta novela desde una perspectiva global, la similitud de su proactivo protagonista con el de aquel otro libro. Esta podría haber sido perfectamente la continuación, pues Mark Watney es completamente intercambiable con Ryland Grace (veremos cuánto se parecen Matt Damon y Ryan Gosling en la anunciada película). Aun así, esa voz en primera persona, siempre optimista y desenfadada, vuelve a convertir la lectura en una travesía agradable. 
La novela es muy imaginativa, tanto en el diseño de la amenaza y la solución como en el desarrollo del primer contacto. La esforzada trama propone un claro mensaje: la salvación llega desde la colaboración, no importa lo diferentes que seamos. Las propuestas menos felices parten siempre de la trama situada en el pasado, de Stratt, el personaje secundario más interesante. Su alegato contra las cuotas de género y su clarividencia para situar la falta de comida en el centro de todo apocalipsis humano son muy interesantes. Aunque en esas páginas que desarrollan los capítulos de la Tierra echo un poco en falta algo de narrativa del desastre.
Proyecto Hail Mary es ciencia ficción espacial pensada para la gran pantalla, muy entretenida y con un cierto olor clásico.

miércoles, 2 de agosto de 2023

Criminal Blurbs



Entre los muchos blurbs que se incluyen en la edición de El mar de la tranquilidad, la última novela escrita por Emily St. John Mandel, la editorial Ático de los Libros introduce este texto promocional. Llama la atención que mencionen la anterior novela de la autora y no, precisamente, la anterior a esa. Porque su gran éxito, la obra que la puso en el mapa, nominada al National Book Award, con cifras de venta propias de un auténtico best-seller y con una exitosa adaptación televisiva, es Estación Once. Pudiera parecer un incomprensible error de apreciación, algo así como anunciar con la frase "Por el autor de Origen" un nuevo libro de Dan Brown, pero no. El motivo es que esta editorial sí publicó El hotel de cristal y no el otro libro, más famoso pero fuera de su catálogo.  

 

domingo, 18 de junio de 2023

En la muerte de Cormac McCarthy

Revisando el blog para escribir esta entrada confirmo algo que ya presumía: el nombre de Cormac McCarthy es, con diferencia, el más citado en Literatura en los talones. Asunto nada extraño, pues es mi escritor favorito y su novela Meridiano de sangre la mejor que he leído, quizás junto con Cien años de soledad. Pero más allá de lo personal, le he nombrado en repetidas ocasiones sobre todo por necesidad, por rigor, porque su influencia en la literatura y su presencia en la crítica desde que La carretera ganó el premio Pulitzer han sido abrumadoras. Lo he citado con afán comparativo, detectando puntos de encuentro en las narraciones de autores como David Vann, Jesús Carrasco o Rafael Pinedo. Y por lo contrario, para desmentir maniobras editoriales de venta o, directamente, atacar la ignorancia de reseñadores incapaces de llevar sus reflexiones más allá del fajín promocional, mencionando al autor importante de moda incluso cuando no toca, como hice en el caso de Fin, de David Monteagudo. Recurrí a McCarthy también para denunciar el falso etiquetaje en las distopías y fue el centro de un gracioso caso que incluí en la sección de recomendaciones llamativas que titulo Criminal Blurbs. La carretera estuvo en el origen de una larga entrada sobre la labor del escritor de reseñas o críticas literarias.
Más allá de lo anecdótico, dediqué textos de mayor enjundia a aspectos de su obra que me inspiraron y empujaron a escribir sobre otras cuestiones literarias. Déjenme presentarles una pequeña lista.

Sobre el virtuosismo de su vocabulario y la dificultad de volcarlo al castellano merced a un término encontrado en La carretera:
 

Sobre la utilización de los recursos narrativos, comparando un pasaje de Hijo de Dios con otro de Elegía, de Philip Roth:


Sobre la insospechada relación inspiracional de La carretera con la Era Hyboria de Robert E. Howard:


Algo más ligero, sobre la diferencia entre ficción y realidad:


McCarthy y su obra también han tenido protagonismo en reseñas y artículos que he publicado fuera de este blog. Quizás el mayor ejemplo sea el que dediqué en C, mi otra casa, a las dos obras que iniciaron la explosión del género postapocalíptico en este siglo, una de ellas La carretera:


En C también publiqué dos listas de recomendaciones en las que incluí esa misma novela debido a su enorme trascendencia:


La carretera merecía una crítica larga, pero no llegué a escribirla. ¿Por qué? De su lectura saqué nada menos que doce hojas de anotaciones y se me hizo evidente que no podría escribir el texto que la novela pedía hasta, al menos, volver a ella. Supongo que algún día llegará. En el blog me limité a dejar constancia de su lectura:


Sobre sus novelas más cortas escribí unas pocas líneas en la sección breves, donde coloco pequeños textos que me sirven como diario de lecturas:


Iban a ser más, pero el fallecimiento del escritor se ha adelantado a la publicación de dos de ellas. Creo que la ocasión es lo suficientemente importante como para que, en vez de incluirlas en esa sección, las cuelgue aquí por primera vez:


Todos los hermosos caballos


Primera de la Trilogía de la Frontera, la novela más accesible de McCarthy, quizás la más popular o incluso, siendo exagerados, comercial, no cosecha tales calificativos porque muestre un relajamiento del estilo, sino por la ortodoxia de su trama. El lenguaje exhaustivo, arcaico, exigente, es el mismo de otras obras monumentales anteriores, pero la historia e incluso la estructura, diría yo, sintonizan con temáticas y tempos de más fácil digestión. Es una obra dura, pero dentro de un romanticismo y una dimensión genérica más hollados.
A diferencia de lo que ocurre en Meridiano de sangre, la Gran Novela Americana, Méjico no es el infierno, sino una tierra fértil y poblada por buenas gentes. De hecho, el origen del mal en esta novela parte de los propios protagonistas. Puede decirse que son ellos, o más concretamente el crío, quienes lo originan y lo llevan hasta aquellas tierras. Grady es un alma pura arrastrada por unos acontecimientos ajenos, provocados por su acompañante.
La impiedad y oscuridad sin concesiones con las que McCarthy nutre sus relatos es aquí más canónica, más identificable para un lector convencional. Y sin embargo, sus claves habituales están presentes. Conceptos como el misterio ancestral de la naturaleza, la presencia de lo pretérito, el camino de aprendizaje y la condición masculina, exigida por el entorno y por sus propios condicionantes, constituyen el trasfondo de una historia que en superficie, sin embargo, puede ser explicada con una engañosa normalidad.
Al lector habitual de McCarthy le llamará aún más la atención la presencia de personajes femeninos determinantes en la novela, algo poco presente en la obra del autor. Cabe decir que el presuntamente más importante, Alejandra, apenas está desarrollado, mientras que el de su tía, en principio secundario, cuenta con una descripción y un papel final más determinantes. Quizás porque, precisamente, se trata de un personaje mucho más fuerte, y la dureza, sabemos, es un valor crucial en la narrativa del autor.
Hay rarezas en la estructura del último tramo, con un monólogo excesivamente largo y cierta farragosidad en la descripción de las acciones de Grady en la incursión final al rancho, pero no merman la impresión global. La novela deja poso emocional y está escrita como lo harían los propios dioses, dos logros inalcanzables para la mayoría del resto de los escritores, pero una constante en la obra del norteamericano.


El pasajero / Stella Maris

El escritor de corte más clásico se marca un artefacto colosal en el que demuestra que también puede hacer literatura diferente, que puede jugar en el campo de Delillo, Pynchon o Foster Wallace sin abandonar la mejor prosa de los últimos 50 años. Estamos ante una novela en la que el devenir existencial y las dudas de los dos protagonistas son más importantes que el argumento, en la que las subtramas cuentan más que el todo y que funciona principalmente como testamento personal del autor, de sus pensamientos y dudas, pues parecen ser sus inquietudes las que nutren el subtexto temático de todas las conversaciones.
Estas dos novelas componen un díptico en torno a una misma historia, ofreciendo dos perspectivas alternativas alrededor de los personajes principales, ambas abiertas a diferentes interpretaciones. Son varias las posibilidades de lectura, la más realista y lineal de ellas, paradójicamente, dentro del género de la ciencia ficción. En la primera novela, Bobby Western visita bares y amigos, tiene conversaciones con distintos personajes mientras intenta escapar de una amenaza más intuida que evidente. En la segunda, situada años antes, su hermana mantiene sesiones con el médico que la trata en el centro psiquiátrico al que acudió voluntariamente. En ellas se desgranan interioridades de la física, las matemáticas, la música, la filosofía y otras disciplinas. 
Estamos ante una novela vanguardista pero de aroma ancestral y un marcado nihilismo, en la que la fatalidad se impone a la realidad. Es también una herramienta de la que el autor se sirve para desgranar, en un ataque de erudición continuo, sus dudas sobre la existencia y el mundo tocando diferentes temas, de la transexualidad al asesinato de Kennedy. El vehículo que utiliza McCarthy para mantener estas conversaciones consigo mismo es una historia de amor incestuoso, imposibilitado por un trasfondo de ciencia ficción. Y es que las alucinaciones que padece Alicia Western bien podrían, como se sugiere en varios puntos de la lectura, no ser tal cosa.


Si antes escribí que una crítica en condiciones de La carretera exigiría relecturas y tiempo, la de Meridiano de sangre debería incluso ir más allá. Como señalé al principio, se trata de la mejor novela que he leído. Fue tal la impresión que me causó su lectura que, tras cerrar las páginas del libro, sentí el impulso inmediato de escribir el texto que enlazo a continuación:


Obviamente, este textito mío no se puede considerar ni siquiera un acercamiento a la magnitud de todo lo contenido en esta maravilla de la literatura. Su estudio exige, más que una reseña, por muy larga que fuera, un ensayo de decenas de páginas. Quise acercar a los lectores del blog la sensación que me embargó durante gran parte de la lectura y extraje uno de los muchos pasajes cuyo virtuosismo me había dejado con la boca abierta. McCarthy en la versión de Luis Murillo Fort, su traductor usual, se ve así: 


Me es imposible reproducir aquí las páginas que Harold Bloom le dedica a Meridiano de sangre en su libro "Novelas y novelistas. El canon de la novela". Baste decir que, para este famoso crítico, la de McCarthy se cuenta entre las cuatro mayores novelas que haya dado la narrativa norteamericana. A falta de ensayo, les invito a asistir, como un alumno más, a la clase que la profesora Hungerford dio sobre esta novela dentro del curso La novela americana desde 1945 de la Universidad de Yale. Si se defienden en la lengua de Shakespeare, claro. Pueden verlo en Música en los talones o a continuación. Aquí les dejo las dos partes, así que activen los subtítulos y disfruten:    
   





Y acabo. Creo que casi todo lo que quería decir ya está contemplado en alguno de los enlaces que he desperdigado a lo largo de esta entrada. Cormac McCarthy, mi escritor favorito de todos los tiempos, ha muerto. Desde mi primer encuentro con su obra, libro tras libro, una convicción fue afianzándose en mí. De otros escritores, por muy grandes que fueran, siempre pensé con optimismo que, con desempeño y décadas de oficio, uno podría acercarse a su manera de escribir o, al menos, a imitarles sin quedar en ridículo. Con McCarthy, me di cuenta desde el principio de que eso no era así. Fui consciente, desde aquel primer libro, de que su talento era irrepetible, inabordable, que uno podría igualar o incluso superar su dedicación, ese trabajo que configura el 90% de la escritura, pero que jamás llegaría a poder imitar ese toque único, la prosa mccarthyana. En sus novelas fue un Faulkner sin adornos, el maestro de las subordinadas camufladas de coordinadas, de las largas secuencias. La escritura, la forma como entidad autosuficiente, sostenedora, si hubiera sido preciso aunque nunca fue el caso, de la obra por sí sola. No sé cómo lo hacía, pero el resultado era fascinante. 
Se va Cormac McCarthy, pero, como decimos siempre que muere un gran literato, quedan sus libros, para ser leídos y releídos mientras el concepto de libro tenga aún sentido. 





martes, 11 de abril de 2023

Breves: Heller, Monteagudo, Russo

La constelación del perro, de Peter Heller 

Un tipo sobrevive en un mundo asolado por una gripe que apenas ha dejado vivo a un puñado de habitantes. Sobrelleva la situación gracias a su perro, a un avión que guarda en el hangar y a su carácter nostálgico y abierto a la poesía. Comparte espacio con un vecino malencarado que, ducho en el manejo de las armas, le saca las castañas del fuego.
La narración fluctúa entre la acción presente del protagonista, obligado a realizar un viaje crucial, y sus apuntes personales del pasado. Ese carácter de diario aporta intimidad a la narración pero también le resta interés. Hay buena prosa, descripciones brillantes y algún momento de gran belleza. Y sin embargo, este postapocalíptico no llega a romper debido, por una parte, a la simpleza del personaje protagonista y, principalmente, a lo escaso de la peripecia que alimenta su trama. De esos libros que uno cierra diciendo "ah, pues vale".


Invasión, de David Monteagudo

En esta nueva novela fantástica David Monteagudo vuelve a demostrar que es un autor con un estilo propio, tanto en la escritura como en las ficciones que elabora. Su pericia para el suspense es tan reconocible como lo es la esencia de sus universos ficticios. En sus obras, la realidad es asaltada por algún elemento insólito, fuera de lo común, que no muestra carta de naturaleza pero complica y transforma la vida de los protagonistas.

Lo cierto es que Invasión parece un cuento alargado. De haber presentado una longitud más acorde a su contenido bien podría haber formado parte de El edificio, la antología de relatos previa a esta novela que ya contaba con narraciones de ambición similar. Sigue siendo éste un autor a seguir, interesante, y a quien, a título anecdótico, veo emparentado en su vena kafkiana con otro reconocido escritor español de género fantástico: Félix J. Palma. Invasión no es Fin, desde luego, pero es una lectura interesante en la que, por cierto, no cuesta mucho rascar para dar con el significado alegórico.


Dentro del leviatán, de Richard Paul Russo

Ciencia ficción a la vieja usanza, de la que no necesita explicar cada gadget o innovación tecnológica que sugiere, lo cual es de agradecer cuando lo que buscas es un libro que te saque del estancamiento. Atrapa de principio a fin y deja para el recuerdo un par de potentísimas imágenes, de esas que solo la cf puede imaginar. Se trata de una historia que suma subgéneros y temáticas, cf terrorífica de tintes religiosos que coloca a una nave generacional y a un misterioso artefacto extraterrestre en el centro de la trama. 
A ratos recuerda Event Horizon, a ratos Esfera y a ratos El laberinto de la Luna, aunque no acaba de decantarse por ninguna de esas referencias. La naturaleza de la amenaza no queda nada clara, como mandan los cánones. Los personajes son poco complejos pero están bien definidos, y hay alguna decisión argumental desacertada, como el intento de asesinato en la catedral, de un modo totalmente innecesario. Es este un libro muy entretenido y recomendable, que demuestra algo ya sabido, lo bien que le sienta el terror a la ciencia ficción y viceversa. 


miércoles, 29 de marzo de 2023

Pellizcos

La ciencia ficción es un género literario y por tanto debe juzgarse por criterios estrictamente literarios. Ni literatura de ideas ni nada: literatura y punto.

-César Mallorquí-

martes, 21 de marzo de 2023

Robert Hugh Benson. Señor del mundo


Como ocurre con el asunto del nacimiento de la ciencia ficción, cuando te sumerges en el estudio de las distopías dispuesto a conocer su origen acabas inmerso en una competición de reivindicaciones en la que pareciera que colocar la bandera un poco más allá otorgue puntos. Al final (o al principio, mejor dicho) te acabas topando con una obra que, como el gato de Schrödinger, podría estar y no estar dentro del subgénero dependiendo del observador. Si retrocedes más allá de las incontestables "Farenheit 451" (1953), "1984" (1949) y "Un mundo feliz" (1932) llegas a "Nosotros" (1924), que posee todas las características de una distopía y, por la influencia que tuvo sobre las siguientes, podría ser reivindicada como la primera de todas. El problema es que, si sigues camino, das con "La máquina se para" (1909), cuya amenaza es tecnológica, no política, pero de la que pocos podrían poner en duda su filiación o, más correctamente, dada la fecha en la que se publicó esa novela corta, su paternidad. El caso es que aún se puede viajar dos años más atrás, hasta 1907, y toparse con "Señor del mundo", la novela escrita por monseñor Robert Hugh Benson, que si bien cuenta con gran parte del posterior acervo distópico, coloca en su punto de mira un objetivo algo distinto, con presencia de lo social y político pero con la religión en el centro del conflicto. Este punto hace que difiera en lo principal del canon distópico, pero también que la lectura, si bien en gran parte de su recorrido aburrida, sea a ratos interesante y a ratos un desafío. Porque se trata de una obra de género fantástico en la que el lector ha de considerar, precisamente, lo fantástico no futurista, lo divino, como realista. O esa es la intención del escritor, quien, claro, no espera que la narración vaya a estar arrojando a la cara del no creyente segundas lecturas todo el rato. 
Es este un tema que siempre me ha llevado a la reflexión. Dado que la interpretación de la obra la da el receptor y sus circunstancias, ¿qué ocurre con la literatura religiosa, asunto que depende de una creencia? Si crees, te enfrentas a una obra realista, pero si eres arreligioso, tienes que tomar los eventos que se suceden en la obra como fantásticos, a no ser que adoptes un punto de vista ajeno y abordes la lectura desde una perspectiva que crees equivocada, lo cual lleva la suspensión de incredulidad a un nivel superior. Para mí, es una muestra más de la poca autoridad que tiene el autor sobre la obra y la demostración de que el sentido de ésta viene dado, como señalaba, por el lector. Pero perdónenme, no quiero marearles. Volviendo a la novela, el caso es que resulta visionaria, se anticipa a muchas cosas que luego irían dándose a lo largo del siglo XX, a tecnologías e inquietudes sociales, algunas con un nivel de aproximación a nuestro tiempo asombroso, pero a ratos los conflictos parecen estar planteados a la inversa. Y es que, salvando ciertas maniobras, el mal desatado en este libro podría parecerle al irreligioso más algo positivo que lo contrario. 
En realidad, la novela versa sobre la desaparición del catolicismo debido al auge de un nuevo humanitarismo materialista. Para la especie humana, Dios no es necesario, y eso es lo que en la narración se sugiere terrible. El mundo, dividido en tres grandes facciones (una influencia para Orwell, sin duda), es finalmente unificado por un político carismático y presuntamente bondadoso, pero que acentúa la persecución a los católicos, los cuales se ven obligados a huir de su último emplazamiento en Roma y refugiarse en Nazaret hasta que llegue el fin. La cosa es que ese personaje, el carismático Felsenburgh, se descubrirá en realidad como el Anticristo, que no tiene rabo ni cuernos pero sí el objetivo de acabar con la Iglesia y el catolicismo. Para ello, promete a la Humanidad beneficios por y para sí mismos, sin dependencia de Dios. El final del libro es sorprendente, desarrollado en una atmósfera que haría suspirar al famoso Robert Langdon, personaje que, sin duda, se encontraría a gusto en muchos de los pasajes y estancias de esta historia. Al final, la conclusión de la novela es clara. La pérdida de espiritualidad del ser humano, el humanismo que da la espalda a Dios y a la Iglesia para mirarse a sí mismo, es prosperidad engañosa y el camino por el que el Anticristo logrará finalmente su objetivo, la aniquilación de su enemigo en la Tierra. Un progreso que no sea servil ante Dios, por mucho que haga mejorar las condiciones del ser humano, es distópico. Una conclusión de fondo opuesta a la que E. M. Forster da dos años después en su relato distópico, en el que la Humanidad, rendida a una gran máquina a la que deifica, se autocondena al abismo debido, precisamente, a su falta de independencia de ella. 
Lo cierto es que ninguna de estas dos novelas primeras, Señor del mundo y La máquina se para, denuncian un peligro político mas que en segundo orden. El principal es, en un caso religioso, en el otro tecnológico; una distopía acusa al ateísmo, la otra es directamente ludita. En puridad, lo cierto es que la distopía nunca ha ido de política stricto sensu, sino de quién tiene el poder y cómo afecta su uso a los ciudadanos, sea este político, tecnológico, religioso o de cualquier otra índole. Cuidado con los falsos paraísos, parece decir, vengan de quien o de lo que vengan. La tiranía camuflada no tiene por qué circunscribirse a la esfera política (aunque muchos piensen que todo, empezando por lo personal, es político, ya saben). Es innegable que Señor del mundo es una distopía, a pesar de que los valores que la falsa utopía pone en riesgo no sean la libertad y la igualdad de derechos, sino los de la religión católica e incluso su propia existencia. Principalmente, esta es la historia de cómo el Diablo engatusa a la Humanidad para acabar con la Iglesia y sus fieles, pero el caramelo envenenado que usa es el progreso y la autosuficiencia humanos. Es debido al debate mental que ello provoca, a ese doblepensar necesario para navegar entre dos aguas y unificar las dos visiones de acometida del problema, adoptar el punto de vista religioso para ver su fin como un perjuicio (algo que un ateo podría encontrar incluso perverso), lo que puede poner en duda la integración de este libro en el subgénero, pues desde cierto punto de vista la utopía no es falsa, sino real. 
Pero si se sigue el juego al autor, sí hay un poder oscuro, y a fin de cuentas, el entorno en el que se da todo, e incluso el arma de dominación, están integrados en lo político y social. De hecho, el arma es en sí desarrollo político y social. Quizás sí se trate, además, de una narración política, porque esta es una historia en la que, como en toda distopía, triunfa el mal bajo el disfraz del bien. ¿Y qué debate hay más político que ese? 

        
 

miércoles, 11 de enero de 2023

Breves: Carrasco, Bueso, Duras

Intemperie, de Jesús Carrasco 

Un niño, perseguido por un alguacil y sus hombres, huye de un pueblo y se adentra en la aridez de los campos castigados por el sol. Allí encontrará refugio en la figura de un cabrero, hombre solitario y arisco que enseñará al chaval los rudimentos de la supervivencia y que, finalmente, se acabará jugando los cuartos por él. 
Carrasco, con una prosa modélica y de vasto vocabulario, demuestra que los aridales y los campos muertos de nuestro territorio pueden ser un decorado tan válido para el tenebrismo naturalista como lo es el medio oeste americano en la pluma de Cormac McCarthy. Sin mencionar localización ni tiempo, fiándolo todo a la asunción del lector, el escritor dota de universalidad a las geografías que recorren el chico y el cabrero, que aun así se perciben cercanas, identificables. También los sucesos que se narran, pues transmiten aromas de una literatura rural de gran tradición en la novelística española. Un libro tan bello en su forma como feo en los hechos que describe.  


Cenital, de Emilio Bueso

Una novela de tesis generadora de cierta polémica, características dolorosamente escasas en la ciencia ficción española. La escritura de Bueso deja mucho que desear, pero el trasfondo, absolutamente actual, y aciertos literarios en el uso de la voz, la estructura y el manejo del tiempo se suman para llevar el mensaje alto y claro al lector. Los elementos propios del subgénero postapocalíptico (esto no es una distopía ni de lejos), así como el relato del origen de cada personaje, se cuentan entre lo mejor del libro. 
Sin contar con un gran empaque literario, tiene, sin embargo, la capacidad de interesar y de hacer llegar su mensaje. Hay tramos casi digresivos, pequeñas subtramas con gran carga emocional. El problema, a mi entender, es que el autor se coloca por encima de la novela y se le puede atisbar en todo momento, cabreado, detrás de la historia que el narrador desarrolla. De hecho, este podría ser el libro que habría escrito un indignado al llegar a casa de madrugada, tras haber sido apaleado en Sol por la policía antidisturbios en las manifestaciones post 15-M. 
La editorial Valdemar ha publicado recientemente una versión revisada en la que se incluyen tres nuevos capítulos y parte de aquello que el autor, según dice, decidió autocensurarse en la edición inicial de Salto de Página. Aunque chocante, lo cierto es que la maniobra casa con el tono narrativo del libro y, en general, de la obra de Emilio Bueso.


El amante, de Marguerite Duras

"El amante" es un libro escrito desde el recuerdo. Duras tenía 70 años cuando lo publicó y ganó el premio Goncourt. En él se narra la relación entre una quinceañera de origen francés y un joven chino adinerado, diez años mayor que ella, en una ciudad próxima al Mekong. Novela semiautobiográfica e introspectiva, tan breve en longitud como en peripecia, sobresale por su intensidad emocional, a veces contenida, a veces desbordada, y por sus distintos órdenes de belleza, interior y exterior. El primer párrafo del libro pone al lector sobre aviso: "(...) la considero más hermosa ahora que en su juventud, su rostro de muchacha me gustaba mucho menos que el de ahora, devastado".

La narradora rememora un episodio de adolescencia desde la intimidad, pero también desde el alejamiento, refiriéndose a la protagonista en primera y tercera persona, reconociendo desde su madurez lo que al personaje, ella misma, se le escapa debido a su juventud. La importancia de la madre, de los hermanos y de los parajes asiáticos se muestra con una exactitud que contrasta con la forma elusiva de concretar los sentimientos de la adolescente por su amante chino. La escritora refleja las falsas seguridades en el pensamiento de la protagonista, la imposibilidad de reconocer los sentimientos propios tras sus vivencias. Es fácil, por la sensación de autoridad que da la madurez, otorgar más confianza a la narradora postrera, pero dada la conocida falsedad de la memoria, la pátina de dulzura que confiere a los recuerdos, esto se me antoja, también, problemático.

sábado, 7 de enero de 2023

Criminal Blurbs



"En esta antología abundan los relatos, pero también hay lugar para fragmentos, remixes, sketches y novelas condensadas... Genealogías emergentes, hibridaciones instantáneas, hiperstición crítica y un paseo por la Zona definitiva del "post-antropoceno" global..."

-Ramiro Sanchiz, autor del prólogo

sábado, 31 de diciembre de 2022

Recuerdo...

Tengo doce años. Estoy sentado con mi madre en la sala de espera del alergólogo, extraña palabra que acabo de conocer. La consulta está fuera del barrio, así que hemos tenido que ir en autobús. Debería estar nervioso, tener miedo como cuando me extirparon las anginas a los cinco años, pero desde que salimos de casa estoy embebido en una de esas novelillas de "a duro" de ciencia ficción. Así que en realidad no estoy allí, sino en la enmarañada jungla de un planeta perdido en una nebulosa lejana, siendo testigo del ataque de unas sanguijuelas gigantes. En mi recuerdo, la novela está escrita por Curtis Garland y se titula Los dioses lloran sangre, aunque pudiera ser otra. Cuando nos invitan a pasar, la doctora dibuja en mi brazo varias celdas con un rotulador y raspa con una lanceta el interior de cada una. No me inmuto entonces, ni tampoco cuando las gotas que ha vertido en las marcas enrojecen la piel. A pesar de lo sorprendente e inusual que pueda ser esa prueba para un chaval de mi edad, mi mente no está allí, sino en un extraño e ignoto planeta.
Es la víspera de Navidad. Tengo trece años y he estado explorando con mis amigos la vaguada que hay al sur del barrio, esa que después se convertiría en el pionero "centro comercial más grande de Europa". En 1979 es aún un conjunto de terraplenes, plantas e insectos regados por un riachuelo sucio, un hilo de agua que proviene de La Paz, el gran hospital que se ve mas allá del puente roto. Como me he quedado solo, entro en Simeón a husmear. Es un edificio bajo con dos plantas unidas por una escalera mecánica, la tienda de compras más grande de todo el barrio, pero la sección de libros ocupa un lugar pequeño al lado de una puerta lateral. Plantado allí, husmeando, una portada llama mi atención. Es un dibujo sencillo, nada espectacular, una figura geométrica con varias puntas. Leo la sinopsis y empleo el dinero que he ahorrado en las últimas pagas semanales para comprar el libro, mi primero como tal de ciencia ficción. Serán las vacaciones en las que menos tiempo pase en la calle. Cambiaré el frío y los amigos por la posibilidad de asistir a la caída y el intento de reconstrucción de un imperio que abarca toda la galaxia. El recuerdo de esa novela y de sus continuaciones quedará asociado para siempre en mi cabeza al sabor de los polvorones y el turrón, y también a la música del disco en el que se me ha ido la otra parte de los ahorros: Supertramp Paris.
Es el mes de julio de 1980. Muchos de mis amigos se han ido ya de veraneo con sus padres y no hay con quien jugar después de ver el Tour. En vez de dejarme las manos haciendo carreteras en la arena bajo mi casa, me dedico a visitar las de otro planeta. Mientras la ciudad duerme la siesta, yo, sentado en el salón, visito Marte. La lectura me secuestra hasta la noche. Astronautas terrestres recorren ciudades abandonadas, veleros solares navegan los solitarios mares de polvo marciano mientras en el radiocasete Mark Knopfler y su banda se declaran sultanes del swing. La extraña asociación entre Bradbury y los dos primeros discos de Dire Straits durará siempre y sonará en mi cabeza también diez y veinte años después, en los reencuentros posteriores con ese libro. De hecho, las principales lecturas de aquellos años iniciáticos irán siempre acompañadas de su correspondiente fondo musical. Meses más tarde, cuando llegue el desagradable frío del invierno, oiré el viento exterior desde la cálida protección del interior de un cuerpo humano, sumergido en la corriente sanguínea de un científico, aprendiendo términos desconocidos como "fístula arteriovenosa" mientras oigo el Abraxas de Santana.
Es la noche de un viernes de principios de verano. Mis padres han salido, seguramente al Bingo, el pasatiempo favorito de los adultos en aquellos años. Yo me he quedado viendo la tele. Esa noche de la semana ponen las mejores series en la segunda cadena, todas con ese aire inglés que me tiene enganchado. "Los amores de Lidia", "Retorno a Brideshead" e incluso "El callejón del arco iris", que en realidad no es británica, sino del otro extremo del mundo. Pero ese mediodía de 1983 me he pasado por el Bibliobús, así que no pongo el televisor. De los tres libros que he cogido he empezado uno que seguiré leyendo cuando ellos vuelvan. E incluso después de que se acuesten. De fondo suena la voz de Jon Anderson sobre extrañas melodías de Vangelis. Mi recuerdo, muy intenso, va ligado a la brisa que mueve la cortina y al silencio que lo ocupa todo, más allá de la luz del flexo y de la música, en el momento que alzo la cabeza maravillado. El colosal artefacto que están explorando los astronautas humanos se ha iluminado de repente; amanece en Rama y la sensación es abrumadora. Esa noche, o día, no dejaré el libro hasta concluirlo, me acostaré de amanecida. 
Es una lluviosa mañana de enero de 1985 y estoy trabajando en el bar. Las horas que van del desayuno al aperitivo son las peores para el negocio, pero no para mí. El bar está vacío y por fin puedo meter un taburete dentro de la barra, sentarme en él y leer. En el enorme estéreo se suceden un montón de bandas y cantantes del momento. Más allá del escaparate, la lluvia forma torrenteras en el barro de la terraza. Nadie ha caído aún en el uso de estufas, quedan décadas para eso, así que en los meses fríos permanece vacía, sin sillas ni mesas. Entre canciones de Nik Kershaw, The Cars, Black, A-Ha y Talk Talk mi mente acompaña a dos pequeños valientes y a un ser deforme y atormentado en su viaje por los páramos que conducen a Mordor, la tierra donde mora el señor oscuro. A veces me quedo mirando al exterior como si pudiera verlos entre el lodo. La lectura de este libro, que son tres, me dejará tal marca que, oh paradoja, me alejará para siempre del género literario al que pertenece. En comparación con sus formidables imágenes y su tratamiento del fantasy, todo lo que venga después me parecerán copias baratas. 
He recordado esos pasajes, aquellos momentos mágicos, durante toda mi vida. Han permanecido inalterados en mi memoria hasta hoy, cuarenta años más tarde. Recuerdo las atmósferas e incluso los nombres de los personajes. Cada vez que vuelvo a oír aquellas músicas ahí están de nuevo: Hari Seldon, Salvor Hardin, Hober Mallow, Bel Riose y el Mulo; Frodo Bolsón, Samsagaz Gamyi, Merry, Pippin, Galadriel, Trancos y Gandalf. Y también Paul Atreides, Dama Jessica, Duncan Idaho, Alia, Stilgar, el doctor Yueh, Feyd-Raudha y el barón Harkonnen, e incluso otros menos conocidos como Gilbert Gosseyn, Robinette Broadhead o Susan Calvin. Las películas y series de años recientes que han popularizado a los primeros no han tenido que ver con su permanencia en mi cabeza, no han refrescado nada, no ha hecho falta. Antes de verlas, recordaba los nombres de todos, no había olvidado a ninguno. De hecho, no he querido mirar si están mal escritos, los recuerdo así. Como recuerdo también aquella bengala que iluminaba el interior de un artefacto cilíndrico de decenas de kilómetros de longitud, y el desconcierto en la cara de los asistentes ante la aparición holográfica del por una vez ignorante psicohistoriador, o el encuentro entre un humano y un marciano del pasado en la quietud nocturna de un Marte de ensueño. Tengo esas viejas imágenes grabadas a fuego en mi mente. Y sin embargo, no conservo ninguna de algunos libros que he leído en los últimos veinticinco años. Incluso de novelas cuya lectura he concluido hace menos de un lustro. ¿Por qué?
Se me ocurren varias posibilidades. ¿Puede ser que tenga que ver con los propios libros, con la evolución y la posible calidad decreciente de ese tipo de literatura? ¿Se han dejado de crear historias que tengan ese poder para sugerir y permanecer en la memoria? Si no recuerdo mal, la última lectura que dejó esa impronta en mí fue Hyperion. "Los Cantos de Hyperion", para ser más exactos. Recuerdo a Paul Duré, a Lenar Hoyt, a Brawne Lamia, a Fehdman Kassad, a Meina Gladstone, al consul y a Martin Silenus. Y al Alcaudón, por supuesto. Recuerdo su primera aparición, en una iglesia natural escondida en el fondo de una garganta desde la que apenas se veía el cielo lapislázuli. Lo recuerdo entre cráneos y huesos, todo hojas afiladas, apareciéndose en las galerías subterráneas que recorrían el subsuelo de otro planeta. Eso debió de ocurrir en los 90, cuando yo aún no había cumplido los 30 años. Desde entonces, ninguna lectura volvió a raptar mi imaginación como lo habían hecho las anteriores. He leído muchas tramas absorbentes, muchas situaciones fascinantes, me ha impactado a menudo el sentido de la maravilla, pero no con aquel efecto, no del mismo modo. ¿No se ha escrito nada con ese poder de seducción desde entonces? Obviamente sí, no es eso. Muchos lectores treintañeros recordarán perfectamente los nombres de Katniss y Peeta y de todos los personajes importantes de esa serie, o de los compañeros y enemigos de Harry Potter. Sin duda, muchos lectores actuales deben de tener anclados en sus cabezas los paisajes del Cosmere, y más de una imagen procedente de los libros de N. K. Jemisin, Cixin Liu y otros cuantos escritores en la brecha. Así que no. 
Otra posibilidad más fría, ajena al propio medio, es que sea el síntoma de un síndrome que Nicholas G. Carr denunció en un artículo escrito en 2008 titulado "Is Google Making Us Stupid?". La verdad es que mi sensación se parece tanto a la que él refiere que no me sorprendería que un día la ciencia demostrara que esto está ocurriendo. Seguro que a muchos de ustedes les habrá sucedido lo mismo, que él describía así:

"Over the past few years I've had an uncomfortable sense that someone, or something, has been tinkering with my brain, remapping the neural circuitry, reprogramming the memory. My mind isn't going--so far as I can tell--but it's changing. I'm not thinking the way I used to think. I can feel it most strongly when I'm reading. Immersing myself in a book or a lengthy article used to be easy. My mind would get caught up in the narrative or the turns of the argument, and I'd spend hours strolling through long stretches of prose. That's rarely the case anymore."

Esa sensación de tener menos capacidad nemotécnica, de sentir como una falta de sueño continua que nos hace perder retentiva. Delegamos nuestra memoria en google y ya no recordamos cosas o imágenes que antes no teníamos problema en convocar. Sí, por qué no, podría ser esto, un cambio en el patrón mental, en la configuración receptiva que nos esquilma incluso la capacidad de suscitar imágenes, de instalarlas en nuestro cerebro a perpetuidad para ser evocadas en el futuro. Podría ser, pero no, tampoco lo creo.
No, no creo en la causa externa. Más bien soy yo. He de aceptarlo, tiene que ver conmigo. De algún modo, he perdido esa capacidad de fascinación, y creo que mucha parte de la culpa la tiene el modo de lectura. Llevo décadas leyendo de otra forma. Consciente e inconscientemente, la metodología que aplico ha cambiado. Creo que en gran parte es debido al conocimiento adquirido con los años, es por tanta lectura y por tanto escribir sobre lo leído: por tanto analizarlo. Creo que es una especie de síndrome de la cortina, algo que se da en cualquier rama a la que uno aplique algo de estudio. Al haber adquirido conocimientos y aparato crítico mi abordaje es distinto. Ya no leo para sorprenderme, sino para analizar, y veo las costuras, veo los hilos que maneja el tramoyista que ha diseñado el texto. 
Por triste que parezca, esto es algo común. Lo he comentado con amigos muy leídos y todos coincidimos en ese punto. Y no solo en ese. La ciencia ficción tiene ya más de un siglo y cada vez es más difícil encontrar ideas originales, puntos de abordaje distintos. A veces tiene uno la sensación de que sí, es cierto, todo está dicho. Hace poco leí Así se pierde la guerra del tiempo, una novela muy alabada, ganadora de casi todos los grandes premios. La premisa está confeccionada con temas que reconozco extraídos de novelas de Asimov, Leiber, Sterling y Simmons. Leo la sinopsis de Aves extintas, otra obra que me llega con muy buenas opiniones, y despierta en mí ecos de las novelas más señeras de Haldeman y Bester. Esto es continuo. Es difícil encontrar algo que te sorprenda, sobre todo porque, además, ya no dejas que nada lo haga. Has cambiado la inocencia por el conocimiento, el disfrute puro por el intelectual. Y no estoy seguro de que eso sea bueno.
En realidad, todo esto lo expuse ya en una entrada del blog titulada Lo que perdimos, de la cual esta otra toma el relevo casi diez años después. Otra vez Curtis Garland, de cuyas novelillas me acaba de llegar un grueso pedido; otra vez una mudanza, la séptima ya, y en fin de año, lo cual la dota de una carga emocional mayor. Y otra vez esa angustia nostálgica, la añoranza de algo perdido hace mucho tiempo e imposible de recuperar. Desde que subí al blog aquello, he sufrido unas cuantas dolencias físicas y otras tantas podría decirse que espirituales, y a cambio sólo sé un poco más. No recuerdo cuándo dejé de leer con música de fondo, sólo sé que no puedo concentrarme con ella. Mis lecturas ya no tienen banda sonora, lo cual es una lástima, porque creo que la música enriquecía las imágenes mentales e influía en su perdurabilidad. Casi todo lo que leo ahora deja una impresión deleble en mi cabeza, poco permanece. Me preocuparía si no fuera porque sé que esta sensación, esta dolencia anímica, no la tengo sólo yo. Leo y escucho a más gente compartirla. La edad, qué putada: contra ella sólo se puede oponer el recuerdo. Decía Rilke que la patria del hombre es su infancia, y yo no puedo estar mas de acuerdo. La mía es la ciencia ficción, y en mi cabeza ambas cosas significan, desde que tengo memoria, lo mismo. Mis primeros años y este género narrativo se mezclan hasta hacerse indistinguibles. 



Publico esto un 31 de diciembre, entre cajas, mientras escucho una vieja canción que versa sobre el hogar, los recuerdos y aquello que queda por descubrir. Para el año que se abrirá tras el portal de esta medianoche les deseo a todos felicidad. Personalmente, sólo espero que el paso de los días me traiga belleza, y que yo sea capaz de aprehenderla y mantenerla en mi memoria para siempre.