sábado, 9 de diciembre de 2006

Ray Bradbury. El vino del estío

Farewell Summer
Decidí releer El vino del estío por varias razones, la primera de ellas relacionada con el estado de ánimo en que me dejó la lectura de "Elegía". No sé a ustedes, pero a mí siempre me afecta emocionalmente la buena literatura. Dado que el libro de Philip Roth me había zurrado la badana, me pareció sensato buscar la recuperación en el extremo opuesto, trasladarme de aquel diario de una vejez enferma a alguna crónica de la infancia que rebosara alegría e ilusión por vivir. Mi amigo Ben recordaba la novela de Bradbury con gran cariño. Narrada con el entrañable y efectivo estilo habitual en las obras del de Illinois, se mantenía en su memoria como una novela optimista y repleta de vida, así que, confiando en la sabiduría de Ben, decidí seguir su consejo.
Otro motivo atendía a un asunto coyuntural: la publicación en octubre de este año, más de medio siglo después, de una suerte de continuación que en realidad ha resultado no ser tal. El texto original de El vino del estío, publicado en 1957, era demasiado largo para una época en la que el virus de la fat fiction aún no había enfermado a la literatura fantástica, así que el editor sugirió a Bradbury que lo acortara. Farewell Summer está construido sobre los cimientos de aquel material desechado, y por tanto más que ante una continuación estamos ante un complemento del Dandelion Wine original (*).
Por último, deseaba traer hasta aquí a Ray Bradbury, un escritor consagrado a ese tipo de fantástico mestizo tan frecuentado por escritores generalistas ajenos al género y que él lleva más de medio siglo trabajando desde dentro (o al menos así lo reivindican desde dentro). Dado que no quería recurrir a sus más rastrillados clásicos, la elección de El vino del estío como paradigma de su estilo me pareció perfecta.
En tres prodigiosos meses, Douglas Spaulding observa, escucha, saborea las sorpresas rituales de un verano: el descubrimiento de la vida y la muerte, el últimos tranvía, la limpieza de las alfombras, la aparición de las hamacas en los porches, la cosecha del vino del estío... pero también máquinas y magias extraordinarias: la Máquina de la Felicidad que casi destruye la felicidad de su inventor; la Máquina Verde, que pasea a dos viejas señoras por las calles del pueblo; la Máquina del Tiempo en el cuerpo de un viejo coronel; la Mujer Máquina, la terrible y fabulosa Madame Tarot...

Pocas experiencias le resultan al lector tan dolorosas como la de un reencuentro saldado con la decepción. No es por el libro en sí, ni por el autor, sino por uno mismo, porque si releemos es para traer hasta el presente a aquel chaval emocionado que olvidamos hace tiempo. El desencuentro posterior con un libro adorado en la juventud siempre revierte en la pérdida del pequeño pero íntimo recuerdo que se había atesorado durante años. Por eso me duele especialmente la mala impresión que me ha dejado el texto de Bradbury.
Su principal problema es de contraste. El desequilibrio entre las partes y el todo perjudica a la novela, que luce en los pequeños detalles pero falla como unidad. No hay que avanzar mucho en la lectura para darse cuenta de que es más identificable como colección de cuentos que como novela. Aunque más que cuentos, quizás sean pinceladas. En ellas Bradbury demuestra una vez más su capacidad para recuperar los aromas perdidos de la infancia, aquella forma pura e inocente, casi olvidada, de percibir el entorno, la naturaleza de las cosas y sus esencias en los estíos ya lejanos de la primera juventud, sensaciones presentes como decorado de fondo en cada una de estas pequeñas historias. Por ejemplo, la del vendedor de zapatos al que un niño devuelve la alegría por su oficio; la de la anciana que, según aseguran los niños, nunca fue joven; la del hombre que se convierte para los críos en una máquina del tiempo cuando les relata sus batallas pasadas..., un El vino del estíosinfín de pequeños pasajes que podrían haber compuesto un maravilloso fresco de haber contado con un elemento de unión mejor trabajado. No ocurre así, y al carecer inicialmente de un leitmotiv general, el tejido de la historia presenta un aspecto deshilachado, no uniforme, de modo que la inercia de la lectura, carente de empuje global, va perdiendo fuelle por el camino. Y es que El vino del estío no es un viaje, sino un paisaje.
No es ese el único aspecto negativo, hay más. Por ejemplo, el exagerado tono infantil repleto de onomatopeyas y entusiasmos exacerbados que Bradbury concede (y esto es lo importante) a la voz del narrador, no a la de los protagonistas. Los niños no dialogan como tales, sino que se muestran más adultos en su forma de expresarse que el mismo narrador, y eso disloca la credibilidad narrativa. A ésto se unen otras debilidades no achacables a déficit literario. Una menor concierne al hecho geográfico-cultural, que le resta capacidad de identificación al lector no estadounidense. Douglas Spaulding no es Daniel el Mochuelo: come compota de manzana, celebra el 4 de julio y está inmerso en los rituales propios de la idiosincrasia norteamericana, lo que provoca un "cierto" distanciamiento en el lector foráneo (sólo "cierto": todos hemos ido al cine). Una tara mayor se encuentra en la traducción del editor Francisco Porrúa, que bajo uno de sus heterónimos más utilizados (Francisco Abelenda), realiza uno de sus peores trabajos.
La relectura de El vino del estío me ha supuesto, en fin, un auténtico descalabro. Donde Ben recordaba una pequeña joya, Kaplan ha encontrado un libro irregular. Otra estrella más se ha apagado: a eso lo llamo entropía literaria.


(*) En versión patria, algo parecido a lo que ocurrió, sin tanta dilación, con Mundos en el abismo e Hijos de la eternidad, de Juan Miguel Aguilera y Javier Redal.

7 comentarios:

  1. Acabo de responderte en mi blog... y hago referencia al de César, que, en su penúltima entrada, pone por las nubes a Cordwainer Smith; ¿tienes algo suyo que dejarme?

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  2. Los señores de la instrumentalidad, por supuesto. Aunque me da miedo que los acabes maltratando como a "La sombra del viento".
    Así que a César sí le haces caso, malandrín.:)

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  3. Suele suceder que un libro que nos entusiasmo en su día, nos decepcione profundamente en una relectura posterior, si hemos dejado pasar mucho tiempo. Como dices, el libro no ha cambiado, hemos cambiado nosotros, y eso produce vértigo.
    Saludos

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  4. Lo releí hace poco y, curiosamente, me gustó más que la primera vez, quizás porque, emocionalmente, me devuelve a una época en la que disfruté enormemente: mis veranos en el pueblo en casa de mis abuelos.

    Y estoy de acuerdo que a la historia le falta un nexo que, creo, sí tiene "Crónicas marcianas". Sin embargo a mi el juego que se establece con el vino del estío, cómo cama relato es un pequeño sorbo de ese licor que nos hace rememorar una vivencia de ese verano de 1928, me parece tan evocador que me olvido de ello.

    Y resulta lamentable que nadie haya retocado la edición después de 50 años.

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  5. Vértigo y, a mí por lo menos, una cierta tristeza. Sobre todo cuando se trata de un libro tan optimista como éste. Dice bastante de lo que uno ha ido perdiendo por el camino para ganar otras cosas.
    Y sí, Nacho, es uno de esos pequeños crímenes tan habituales en la cf en castellano. Me ha sorprendido muy negativamente, porque las traducciones que realiza Abelenda/Porrúa de Ballard o Aldiss no las recuerdo tan malas. A ver si con un poco de suerte Minotauro decide realizar un ómnibus que incluya a las dos novelas con nueva traducción. No estaría mal.

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  6. a mí me parece una de las mayores novelas americanas sin lugar a dudas.

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  7. Pues yo, como gran novela americana, prefiero Pregúntale al polvo. :)

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