Hace un par de entradas, dando mi valoración de Los muertos, la fallida novela de Jorge Carrión, me referí a la diferencia entre los lenguajes en los que se expresan los distintos medios narrativos. Existe un vicio muy extendido entre el público que consiste en valorar una adaptación cinematográfica principalmente (he aquí el problema) por su nivel de fidelidad a la obra original, provenga esta de la literatura, el cómic o el mundo de los videojuegos. Da igual lo bien dirigida, interpretada o narrada que esté; si lo que aparece en pantalla no es un reflejo fiel de lo que el espectador idolatra (en muchos casos un reflejo fiel de cómo el espectador se lo imagina), la apreciación final será negativa. Esa Katniss está gorda, Christian Grey es más perturbador o tal personaje no es negro.
Siempre he pensado que las expectativas matan el arte. Entrar a disfrutar de una obra con una idea preconcebida, con el pálpito de lo que uno va a encontrar (lo que uno quiere encontrar) condiciona la experiencia de una manera crítica. La obra ya no sólo habrá de desplegar las habituales herramientas con las que ganarse al receptor, sino que además tendrá que derribar la imagen previa que éste se había hecho. Me parece un error de bulto. Cada medio es percibido de una forma diferente. En uno prima la imagen, en otro la palabra, en otro la interactividad... Por eso, por mucho que una obra pueda provenir de otra, habrá de nutrirse de las herramientas narrativas propias del nuevo medio. Lo que funciona en uno no tiene por qué funcionar en otro. De hecho -seguro que Marshall McLuhan estaría de acuerdo-, el propio medio la transforma
Por poner un ejemplo simple, el traje amarillo de Lobezno, el personaje de cómic, tan atractivo a la vista en los dibujos del gran John Byrne, sería un horror en imagen real. Por eso hay que transformarlo, oscurecerlo, cambiar la licra por el cuero, hacerlo creíble en un entorno cotidiano. Pero el lenguaje no cambia sólo en el orden estético, también lo hace en el narrativo. Líneas de diálogo que en el cómic o en un libro funcionan perfectamente pueden sonar ridículas en una película. Se leen bien, pero a los oídos quedan mal. Tramas, estructuras, ritmo...; la diferencia es patente a muchos niveles, por eso hay que someterlo todo a un proceso de reciclaje, de adaptación. Y adaptar no es reflejar, es transformar, dar una nueva naturaleza acorde al nuevo destino. La diferencia final de contenidos puede, en ocasiones, ser mayúscula.
Normalmente, la calidad intrínseca de la adaptación, comparativas aparte, suele ser menor que la de la obra originaria, pero a veces ocurre lo contrario. En ocasiones, el emparentamiento con el nuevo medio es tan satisfactorio que arroja una versión superior a la obra de la que parte. A continuación tienen un ejemplo a seguir, el caso de un libro mediocre transformado en película con tanto acierto que la obra resultante se convirtió en un clásico.
Literatura y cine, desde la invención del cinematógrafo, han venido sufriendo extraños arrebatos amatorios, con un resultado que raramente ha dejado satisfecho al consumidor. Esta simbiosis poco equitativa ha provocado en muchas ocasiones una injusta identificación por parte del público entre libro y película. La popularidad de la obra ha venido dependiendo en gran medida de la estimación que lograra la posterior adaptación fílmica, y hay que decir que curiosamente, porque son escasas las ocasiones en las que una película ha seguido, para bien o para mal, lo contado en la novela.
Sin duda, Pierre Boulle es uno de los pocos escritores que pueden congratularse del trato recibido, una excepción a la norma. El séptimo arte ha potenciado enormemente sus novelas, principalmente El puente sobre el río Kwai y El planeta de los simios, hasta el punto de transformar a esta última en una lucrativa franquicia de éxito mundial. Desde que aquella versión en celuloide protagonizada por Charlton Heston se transformara en un film de culto, las cuatro continuaciones y la reciente versión burtoniana han ido sumando puntos para otorgarle la etiqueta de clásico a su origen literario. Lo curioso, para seguir con la excepción definitiva, es que en este caso la versión fílmica atesora más calidad que la novela en la que se basa.
El planeta de los simios es una novela con mensaje. Propone un juego en el que la inversión de papeles fuerza el punto de vista del lector y le obliga a considerar el trato humano hacia los animales. Invita a profundizar más en el texto para encontrar, incluso, una alegoría de trasfondo social en la que el racismo y la discriminación de clases se convierten en protagonistas absolutos de la obra. El problema radica en el instrumento o historia utilizada para comunicar al lector todo ese cúmulo de valores. Basado en una idea realmente interesante, los personajes y la interrelación entre ellos no alcanzan materialidad suficiente para dar calidad a un argumento más propio de la literatura juvenil que de un libro para adultos. En su defensa, en todo caso, justo es aclarar también que el conocimiento de las películas elimina toda sorpresa posible en la novela, truco final incluido.
La aventura del humano Ulysse Merou en un lejano planeta donde reinan los simios y en el que los hombres son esclavos no contiene el grosor literario suficiente para continuar siendo válida hoy en día. Desgraciadamente, el tiempo, juez de universalidades, ha pasado por encima de este falso clásico como un huracán, descubriendo en la trama una evidente dosis de ingenuidad que confiere a algunos pasajes un carácter rayano en el infantilismo. No deja, por ello, de ser curioso que algunos autores actuales intenten utilizar ese mismo método para conseguir similares objetivos, como es el caso de Sheri S. Tepper en El árbol familiar, una novela que persiguiendo el mismo fin va incluso más allá al presentar un final naif, no apto para lectores proclives a sentir vergüenza ajena.
En todo caso, El planeta de los simios supone una de las escasas oportunidades de conocer la ciencia-ficción más representativa de un país vecino, Francia, del que, con contadas excepciones como la de René Barjavel, no se ha publicado prácticamente nada en España. Si tienen unas horas, conocer la versión original de un clásico del cine fantástico siempre supone un ejercicio interesante. Si no, quédense con las películas.
La versión original de esta reseña fue publicada en Bibliópolis, crítica en la red.
Siempre he pensado que las expectativas matan el arte. Entrar a disfrutar de una obra con una idea preconcebida, con el pálpito de lo que uno va a encontrar (lo que uno quiere encontrar) condiciona la experiencia de una manera crítica. La obra ya no sólo habrá de desplegar las habituales herramientas con las que ganarse al receptor, sino que además tendrá que derribar la imagen previa que éste se había hecho. Me parece un error de bulto. Cada medio es percibido de una forma diferente. En uno prima la imagen, en otro la palabra, en otro la interactividad... Por eso, por mucho que una obra pueda provenir de otra, habrá de nutrirse de las herramientas narrativas propias del nuevo medio. Lo que funciona en uno no tiene por qué funcionar en otro. De hecho -seguro que Marshall McLuhan estaría de acuerdo-, el propio medio la transforma
Por poner un ejemplo simple, el traje amarillo de Lobezno, el personaje de cómic, tan atractivo a la vista en los dibujos del gran John Byrne, sería un horror en imagen real. Por eso hay que transformarlo, oscurecerlo, cambiar la licra por el cuero, hacerlo creíble en un entorno cotidiano. Pero el lenguaje no cambia sólo en el orden estético, también lo hace en el narrativo. Líneas de diálogo que en el cómic o en un libro funcionan perfectamente pueden sonar ridículas en una película. Se leen bien, pero a los oídos quedan mal. Tramas, estructuras, ritmo...; la diferencia es patente a muchos niveles, por eso hay que someterlo todo a un proceso de reciclaje, de adaptación. Y adaptar no es reflejar, es transformar, dar una nueva naturaleza acorde al nuevo destino. La diferencia final de contenidos puede, en ocasiones, ser mayúscula.
Normalmente, la calidad intrínseca de la adaptación, comparativas aparte, suele ser menor que la de la obra originaria, pero a veces ocurre lo contrario. En ocasiones, el emparentamiento con el nuevo medio es tan satisfactorio que arroja una versión superior a la obra de la que parte. A continuación tienen un ejemplo a seguir, el caso de un libro mediocre transformado en película con tanto acierto que la obra resultante se convirtió en un clásico.
Literatura y cine, desde la invención del cinematógrafo, han venido sufriendo extraños arrebatos amatorios, con un resultado que raramente ha dejado satisfecho al consumidor. Esta simbiosis poco equitativa ha provocado en muchas ocasiones una injusta identificación por parte del público entre libro y película. La popularidad de la obra ha venido dependiendo en gran medida de la estimación que lograra la posterior adaptación fílmica, y hay que decir que curiosamente, porque son escasas las ocasiones en las que una película ha seguido, para bien o para mal, lo contado en la novela.
Sin duda, Pierre Boulle es uno de los pocos escritores que pueden congratularse del trato recibido, una excepción a la norma. El séptimo arte ha potenciado enormemente sus novelas, principalmente El puente sobre el río Kwai y El planeta de los simios, hasta el punto de transformar a esta última en una lucrativa franquicia de éxito mundial. Desde que aquella versión en celuloide protagonizada por Charlton Heston se transformara en un film de culto, las cuatro continuaciones y la reciente versión burtoniana han ido sumando puntos para otorgarle la etiqueta de clásico a su origen literario. Lo curioso, para seguir con la excepción definitiva, es que en este caso la versión fílmica atesora más calidad que la novela en la que se basa.
El planeta de los simios es una novela con mensaje. Propone un juego en el que la inversión de papeles fuerza el punto de vista del lector y le obliga a considerar el trato humano hacia los animales. Invita a profundizar más en el texto para encontrar, incluso, una alegoría de trasfondo social en la que el racismo y la discriminación de clases se convierten en protagonistas absolutos de la obra. El problema radica en el instrumento o historia utilizada para comunicar al lector todo ese cúmulo de valores. Basado en una idea realmente interesante, los personajes y la interrelación entre ellos no alcanzan materialidad suficiente para dar calidad a un argumento más propio de la literatura juvenil que de un libro para adultos. En su defensa, en todo caso, justo es aclarar también que el conocimiento de las películas elimina toda sorpresa posible en la novela, truco final incluido.
La aventura del humano Ulysse Merou en un lejano planeta donde reinan los simios y en el que los hombres son esclavos no contiene el grosor literario suficiente para continuar siendo válida hoy en día. Desgraciadamente, el tiempo, juez de universalidades, ha pasado por encima de este falso clásico como un huracán, descubriendo en la trama una evidente dosis de ingenuidad que confiere a algunos pasajes un carácter rayano en el infantilismo. No deja, por ello, de ser curioso que algunos autores actuales intenten utilizar ese mismo método para conseguir similares objetivos, como es el caso de Sheri S. Tepper en El árbol familiar, una novela que persiguiendo el mismo fin va incluso más allá al presentar un final naif, no apto para lectores proclives a sentir vergüenza ajena.
En todo caso, El planeta de los simios supone una de las escasas oportunidades de conocer la ciencia-ficción más representativa de un país vecino, Francia, del que, con contadas excepciones como la de René Barjavel, no se ha publicado prácticamente nada en España. Si tienen unas horas, conocer la versión original de un clásico del cine fantástico siempre supone un ejercicio interesante. Si no, quédense con las películas.
La versión original de esta reseña fue publicada en Bibliópolis, crítica en la red.
Curioso. Yo tenía a Pierre Boule por un gran escritor desde que leí hace muchos años "Un métier de seigneur," un extraordinario thriller psicológico.
ResponderEliminarSin embargo, empecé a leer hace poco "Le pont sur la rivière Kwait" y me ha decepcionado a tal punto que no he terminado el libro. Sorprendido he pedido prestado "El planeta de los simios" y me ha pasado lo mismo.