Me temo que esta es una de esas entradas de carácter anecdótico, escritas para satisfacción propia, en las que me dedico a desarrollar pequeños descubrimientos literarios personales que no suelen interesar a la mayoría de los lectores, pero que me gusta dejar por escrito con el fin de no olvidarlos. Aunque es improbable, puede que alguien recuerde aún aquella ocasión en la que pretendí explicar la grandeza de cierta palabra encontrada en un libro de Cormac McCarthy relacionándola con la labor del traductor y, a través de él, con la interpretación musical. Bien, en este caso volvemos al tema de la interpretación, tanto del significante como del significado, y a la importancia que el traductor tiene en la recepción final. El percutor es un pretendido hallazgo literario en las primeras páginas de Stoner, la extraordinaria novela escrita por John Williams cuya reseña pueden leer en C, la página dedicada a la crítica literaria con la que colaboro desde hace años. Échenle un ojo antes de empezar con el cuerpo principal de esta entrada. He de agradecer a la breve investigación de esta anécdota y a la escritura de este humilde texto el haberme tenido entretenido toda una tarde de lluvia que se anunciaba bastante aburrida.
Existe un adjetivo o, más bien, concepto que todos solemos encontrar e incluso algunos utilizar en las críticas de libros: "lo literario". La mayoría de veces aparece como elemento distintivo en una comparación. "Ballard es más literario que Asimov", por ejemplo. "En busca del tiempo perdido es más literario que El código da Vinci", por supuesto. ¿Pero a qué se refiere el término? ¿Qué es, en realidad, ser o tener un contenido más literario? Creo que todo el que tenga el vicio de la lectura y lo disfrute desde hace años sabrá, más o menos, a lo que se refiere esta palabra cuando es utilizada con una finalidad valorativa. Engloba los recursos lingüísticos utilizados por el autor en el texto a la búsqueda de la excelencia. Hablamos de la riqueza de las herramientas de creación y de su resultado en el contenido y la estética de la obra, de la complejidad con los que dota al fondo y la forma y los valores que logra conferirle gracias al dominio en el uso de las técnicas de escritura. Construcción, gramática y semántica, uso de tropos, universalidad y atemporalidad. Todo eso que invita a afirmar que una obra es mejor que otra, es decir, las propiedades, podría decirse objetivas, que tiene una creación artística y que afectan a la lectura y se hacen evidentes en el análisis.
Hay un debate muy interesante sobre esto, y es la importancia que lo literario puede tener en la valoración de una obra. Porque se podría presumir que si la novela A tiene una cantidad mayor de estos elementos objetivos que la novela B, o los tiene mejor administrados, debería ser indudablemente mejor. Y sin embargo, la valoración no siempre es fiel a esa conclusión. Si quieren la respuesta fácil, ahí está ese comodín cerrado a toda crítica que es el gusto, un concepto tan socorrido como manido y poco exigente: "Pues Proust me parece un muermo, a mí me gusta más El código Da Vinci. Jódete." Bien, en una obra lo literario no lo es todo. Yo no he podido con el Ulises de Joyce en mis tres intentos. Desde luego, si uno lee exclusivamente por escapismo anhelando aventura, Proust no es lo suyo, pero eso no niega que en el pulso entre obras una tenga mayor calidad que la otra, como la tiene un chuletón de vaca vieja sobre un whopper o un Valbuena sobre un Don Simón. Sin embargo, puede que una sea inferior a otra en mil aspectos pero superior en uno, y que eso sea suficiente. Fernando Ángel Moreno, experto en teoría literaria y sin embargo amigo, defiende que una obra puede ser sobresaliente en un solo aspecto, de tal forma que haga que su impresión en el lector sea mayor que la de otra obra superior en todos los demás. Es decir, que en un mundo paralelo que ya no es el nuestro en el que aún se mantuviera que hay valores objetivos, incluso una obra de peor calidad podría ser considerada mejor.
Lo sé, es complicado, pero, si no les importa, dejo lo de abrir ese melón para otro día. Lo que aquí me interesa es por qué puede suceder eso, por qué puede ser mejor valorado algo que en teoría es peor o, yendo al meollo de la cuestión, por qué el papel del gusto es tan importante. La respuesta puede darla la Teoría de la recepción. Olviden al autor, o al menos, reléguenle a un papel más modesto. La obra cobra función y significado solo cuando es leída. El lector, como receptor, es quien da sentido a su contenido, y por lo tanto, lo que el lector lleva dentro cuando acomete la lectura es crucial no solo en su valoración, sino en la propia obra. Podríamos decir que el gusto es el producto de una suma de condicionantes personales como las vivencias, el carácter, la ideología, el conocimiento y un cúmulo de cuestiones a las que se suma lo que Jauss denomina "horizonte de expectativas", una dinámica acumulativa conformada por la suma de las lecturas previas del lector. Todo ello constituye el sustrato sobre el que el receptor va elaborando su interpretación del texto. Como se pueden imaginar, esto da lugar a un número indeterminado de interpretaciones diferentes, y por lo tanto puede decirse que la obra no es una, o no es de determinada manera, independientemente de lo que el autor haya escrito. Un buen ejemplo son esas narraciones en las que se interpela al receptor. "¿No cree usted, querido lector?" La respuesta de este no será la misma dependiendo del tiempo al que pertenezca. Un escándalo sexual en una época puede no serlo en otra, por ejemplo.
Pero entonces, ¿hay o no hay valores de calidad objetivos en una obra? Obviamente, sí, pero no son un condicionante para que esa obra guste más o menos a determinados lectores. Si añadimos lo apuntado por Moreno, colegiremos que una obra determinada puede tener más valor que otra mejor que ella. Y es más complicado aún, porque si la propia interpretación construye significados, entonces una obra puede ganar y ser mejor al sumarlos. Aunque el autor no los haya colocado ahí, o al menos no conscientemente. Y déjenme ir un poco más allá antes de empezar a atizarme. ¿Qué pasa si la obra está escrita en otra lengua y en medio del proceso añadimos la traducción? En teoría, el traductor busca una equivalencia del original en su texto, pero nunca es así. Nabokov defendía la literalidad, pero ese siempre ha sido un tema candente en la traducción. Digámoslo ya, es imposible que una traducción actúe como espejo de un texto, siempre lo cambia. Si añadimos esto a todo lo desarrollado, la sensación de que es imposible que dos personas lean la misma obra es muy fuerte. Déjenme ilustrarlo con un ejemplo.
Desde sus primeras páginas, si no desde la misma portada, queda claro que Stoner es un libro en el que la literatura va a ser importante. No solo lo es en la trama, sino que enseguida comienzan a aparecer algunas de las características que anuncian su fuerte carácter literario. A lo largo de sus páginas se despliegan una serie de elementos que la convierten en una obra excepcional, además de por la historia que en ella se desarrolla, por la propia escritura. Pues bien, de todos los detalles literarios que encuentro en su lectura una vez finalizada, el mayor sigue siendo uno que se da en la página 20, apenas comenzada la singladura. Me pareció tan soberbio que tuve que parar a disfrutarlo, absolutamente admirado. William Stoner, el protagonista, cambia su destino y deja los estudios de agricultura para dedicarse a la literatura clásica como docente en la universidad el resto de su vida, y todo por un momento de iluminación en una clase secundaria de literatura. El profesor Sloane recita el soneto 73 de Shakespeare, que reproduzco aquí tal como aparece en el libro:
A continuación, el profesor le interpela directamente: "El señor Shakespeare le habla a través de 300 años, señor Stoner, ¿le escucha?" La luz que entra por los ventanales se mezcla con las sombras en los rostros de los alumnos, creando una sintonía entre momento y significado. El protagonista alza las manos aturdido, balbucea un par de palabras intentando responder al profesor Sloan, pero no logra ir más allá. Resulta obvio para el lector que el muchacho ha comprendido lo que los versos buscan transmitir y eso lo ha obnubilado. Es un momento grande, pero no al que me refiero. Ese viene tres páginas después, y que ocurra así como se da, más tarde y de un modo inesperado para el lector, es lo que le confiere su carácter especial y, por su efecto, literario.
Está claro que al joven Stoner ese soneto le ha maravillado, pero el sentimiento provocado por un poema es insuficiente para explicar o hacer que el lector entienda el cambio de rumbo en una vida, la decisión de dejar el campo, las obligaciones y la tradición familiar para dedicarse al estudio de las letras durante el resto de sus días. El protagonista, de repente, ve las instalaciones de la universidad con nuevos ojos, se integra en ella como si fuera su nuevo hogar. Los libros pasan a ser una parte fundamental del universo. En este párrafo queda clara esa sensación, similar al enamoramiento. Fíjense en la última palabra, porque es a ella a la que me refiero.
Cuenta el escritor Julio Llamazares que lo que a él de verdad le gusta cuando escribe, la parte que más disfruta, es buscar las palabras y las frases exactas, darles vueltas para que tengan el significado que él desea encontrar y difundir. No es ninguna peculiaridad. De hecho, esa búsqueda es El Dorado del oficio de escritor y es ante lo que estamos. En mi interpretación, a falta del pronombre (les), ese "descubrir" retrotrae al momento de iluminación de William Stoner y explica lo que allí ocurrió. Que el protagonista describa los libros como los receptáculos de descubrimientos realizados con tanto esfuerzo significa que no solo entendió el soneto, sino el significado y la razón de ser de la literatura misma, su utilidad. Ese recurso no solo nos presenta a los libros desde la belleza, como contenedores de hallazgos humanos -los que sus autores realizaron y volcaron en papel y los de los lectores al interpretarlos-, sino que además nos explica lo que ese joven granjero entendió de golpe, que los libros sirven para desvelar los significados del mundo y de la vida.
Este recurso me pareció el más literario de todos los que se despliegan a lo largo del libro, que son muchos. Pero claro, debía de haber sabido que nada es perfecto. Como suelo hacer cuando me encuentro con hallazgos de este tipo, me fui al texto original.
Ese they anulado por el traductor Antonio Díez es problemático. Es a sus dedos a lo que el narrador parece referirse y no a los escritores. Como si su torpeza pudiera destruir lo que a sus dedos les había costado tanto esfuerzo descubrir, el contenido de esas páginas que él leía con admiración. "Ellos (sus dedos) pudieran destruir lo que tanto esfuerzo les había supuesto descubrir." Pero, tras leer unas cuantas veces la frase, ¿esto es realmente así? La frase original se angosta, se cierra más a esa otra lectura, pero no del todo. Nada impide que yo pueda interpretar ese último they como el total de escritores que han creado esas obras y no como los dedos, lo que convierte ese uncover en la labor de descubrimiento, de la capacidad de los libros para retirar el velo de los múltiples misterios del mundo, como detecté en la primera lectura.
Esto nos lleva, una vez más, al traductor, figura fundamental en la comunicación que establece el libro con sus lectores. No solo es el receptor del texto que le llega, es también el creador del texto que sale de su traducción. Es decir, que la obra que leemos traducida es la que la recepción del traductor y su horizonte de expectativas han creado. Cuando llega al lector, la obra traducida ha pasado por dos tamices, el de su recepción y el del volcado en la propia labor de traducción, dos acciones transformadoras que cambian el texto. En una traducción jamás accedemos a la obra original, sino a la versión del traductor, que a veces la empeora, ocasión por la que se le suele mencionar, pero que en otras ocasiones la mejora, lo cual raras veces se elogia, quizás porque suena a adulteración, cuando la realidad es que toda traducción lo es de partida. Borges, defensor de las mejoras en la traducción, dice que leyó el Quijote por primera vez en inglés y que, debido a ello, la versión original en castellano siempre le pareció más pobre: "When later I read Don Quixote in the original, it sounded like a bad translation to me".
En esta ocasión, el traductor parece haber obtenido una recepción aproximada a la mía y ha volcado el texto abriendo aún más esa propuesta de indefinición ya presente en el original, ese espacio a revelar por el lector que Iser, otro teórico de la recepción, denomina "espacios de indeterminación", lo cual ha provocado que mi lectura fuera aún más clara, pero también el que alguien que en la obra en inglés no lo hubiera interpretado de esa manera, en la traducción quizás sí lo haga. Lo literario, en el caso de ese posible lector, lo habría aportado la traducción. Ni siquiera el traductor, puesto que ese efecto proviene de la interpretación hecha por el lector. Todo muy complicado. Y maravilloso.
Si a alguien le quedan dudas de que leer un libro traducido no es leer la obra original, se puede ir aún más allá. Las anécdotas se cuentan por centenas. Es conocido en el mundillo de la ciencia ficción que, en una ocasión, un escritor que también hacía trabajos como traductor, cambió el final de una novela porque no le gustó el destino final al que el autor condenaba a cierto personaje. Más reseñable resulta este extracto sacado del programa Página2. Jordi Fibla, traductor de nada menos que 19 novelas de Philip Roth, habla en un corte anterior de la dificultad que representaba conseguir la ayuda del autor para solventar sus dudas. Intentó ponerse en contacto con él repetidas veces por la traducción de "La mancha humana" debido a la importancia de una palabra cuya polisemia se constituye en percutor de la trama. Al no lograrlo, tuvo un pequeño arrebato de indignación e hizo un cambio subversivo que confiesa en este clip. Si han leído la magnífica novela de Roth, ha sido en la versión de Fibla.
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