Leo la palabra "adanismo" en la contraportada de Prospectiva, el libro en el que Julián Díez ha incluido algunos de sus ensayos más representativos, y me doy cuenta de que la he visto escrita mucho últimamente. Se refiere al ejercicio de partir de cero, de hacer tabula rasa ignorando lo anterior como si no hubiera existido. Describe un fenómeno que se lleva dando dentro de la ciencia ficción desde hace más de una década. Las últimas generaciones de aficionados comparten dos características que parecen estar relacionadas directamente. Una de ellas es la preocupación por la biología y cultura de los autores, su sexo, raza o procedencia, motivada por una mayor concienciación social. La otra es la despreocupación rayana en el desprecio por la "antigua" ciencia ficción (especialmente española). Y reconozco que ignoro si esto se deba a que se la considere sospechosa para la exigencia moral actual (tal vez la vean misógina, racista, homófoba, ni idea) o porque no interesa mas que lo que se escribe o publicita en el presente y su entorno, en la mesa de novedades. Quizás sean ambas cosas a la vez, pero el producto de todo ello es que se puede leer a reseñadores y opinadores de las últimas hornadas reivindicar la revolucionaria originalidad de ideas, tratamientos y temáticas que ya eran viejas en la ciencia ficción cuando acabó el siglo pasado.
Obviamente, la edad siempre juega malas pasadas a quienes llevamos décadas en la carretera, porque uno se hace gruñón y resabiado, pero es difícil no sorprenderse con los descubrimientos y reivindicaciones por parte de los nuevos aficionados de obras que, antes de esta explosión de lo fantástico, ya llevaban décadas siendo incontestables y dándose por sentadas. Llama especialmente la atención que los clasicos que se recuperan vienen dados por el éxito de la adaptación audiovisual de turno más que por la inmersión en el acervo del género y por el interés hacia la historia que lo ha configurado. Lo cierto es que muchos de los que se sumergen en el pasado de la ciencia ficción lo hacen muchas veces con la intención de encontrar escritores que se adapten a las características ideológicas que llevan años reivindicando. Afortunadamente, también hay una serie de lectores interesados en las raíces y la historia de ese género literario sin más razón que las satisfacciones que les concede, que ponen el foco en la obra y no en el autor. Para ambos rescato esta reseña de un libro escrito por Walter Mosley, escritor de novela negra afroamericano que en esta coleccción de cuentos de ciencia ficción demuestra, por enesima vez, que no hace falta haberse criado en el mundillo de la ciencia ficción para dominar sus claves.
Sorprendentemente, a pesar del nombre que Mosley se había hecho gracias a la serie del detective Easy Rawlins y de la calidad que tiene este libro, la única edición fue esta que pueden apreciar en la fotografía, en edición de bolsillo de Suma de Letras. Está descatalogada. A pesar de que las novelas de Mosley se han ido publicando regularmente en varias editoriales y de que se trata de una magnífica muestra de fix-up moderno, es un libro que no se ha reeditado. La otra obra de ciencia ficción que nombro en la reseña, Luz azul, fue publicada posteriormente en la colección Malabares de la editorial Bibliópolis. No llega a la excelencia de esta antología, pero es una novela interesante, a la que en su día le vi semejanzas notables con, agárrense, la miniserie New Universe que guionizó para Marvel Comics el magnífico Warren Ellis. Finalmente, no dio lugar a la anunciada trilogía, aunque Mosley sí haya escrito otras dos obras de cf. Perdónenle al texto, por favor, los detalles llamativos producidos por el desfase temporal (ese Oryx y Crake ya publicado). La reseña tiene sus años.
Cada vez con mayor frecuencia, la lista de escritores de todo tipo que deciden acercarse a la ciencia ficción va sumando asientos. A ella se adscriben autores de formación dispar, como por ejemplo Michel Faber, Jonathan Lethem, José Carlos Somoza o Margaret Atwood, vieja conocida del género y finalista este año del prestigioso premio Booker con Oryx and Crake, una novela, precisamente, de ciencia ficción. Todos ellos aportan una visión externa y nuevas maneras de afrontar las ideas provenientes del género. Walter Mosley podría incluirse entre ellos, aunque su forma de inmersión en este tipo de literatura le coloca en un punto sorprendentemente cercano a la ortodoxia del género. Alcanzó la popularidad y el reconocimiento de la crítica con sus novelas detectivescas, principalmente con la serie dedicada al detective negro Easy Rawlins, hasta llegar a ser considerado uno de los puntales de la novela negra americana en los 90. Fue toda una sorpresa que en la cresta de la ola cambiara de registro bruscamente con Blue Light, una novela enmarcada en el género de ciencia ficción, y también que la presentara como prólogo de una futura trilogía. La prueba definitiva de que la cf había ganado para sí a un nuevo escritor llegó tres años después, con la publicación de Futureland, Nine Stories of an Inminent World, una obra que sorprende por su clasicismo tanto en la construcción como en el contenido.
Mosley estructura su novela a modo de fix-up, ese formato que sumara, a mitad del siglo pasado, obras inolvidables al acervo de la ciencia-ficción. De ese modo, Futureland está constituida por nueve cuentos repletos de referencias cruzadas, pinceladas que van configurando la imagen global de un near future lindante con la distopía. A este escenario futurista, el autor le añade tratamientos clásicos del cine y la novela negra de los años 50, e incorpora con maestría temas sociales como la discriminación racial y la lucha por la supervivencia de las clases bajas, y anexos como el boxeo o el drama carcelario, revistiéndolos a la vez de un aspecto ciberpunk y distópico. La novela presenta en formato de ficción algunas de las inquietudes con las que el escritor suele alimentar sus ensayos, por ejemplo Workin' on the Chain Gang o el reciente What Next, y se constituye en crítica social de nuestros días, intención que la emparenta con obras de máximo porte como 1984, Un mundo feliz y, especialmente, Todos sobre Zanzíbar. Por otra parte, Mosley, escritor de raza negra y confeso admirador de autores como Delany y Butler, nunca ha ocultado su interés por la problemática racial. En Futureland esta preocupación se evidencia notablemente, de tal forma que las disquisiciones especulativas que dan vida a la historia derivan en numerosas ocasiones -y especialmente en su conclusión- hacia los problemas discriminatorios relacionados con el grado de oscuridad en la piel.
Sorprende también la estética de la novela, un ciberpunk soft, casi elegante, en el que el pesimismo y los clichés del subgénero están presentes, aunque sin la oscuridad escénica y el misticismo high-tech tan abundantes en la obra de Gibson y continuadores. Incluye parafernalia ciberpunk, pero carece del elemento llamativo y barroco. Hay drogas de diseño como el Pulso; fisonomías urbanas sofocantes, cuyo máximo representate es un Nueva York dividido en tres niveles económicos excluyentes; implantes cibernéticos, como el ojo artificial del detective Folio Johnson; corporaciones gigantescas gobernadas por el megalómano de turno, el todopoderoso doctor Kesmet; marginalidad urbana y redes informáticas presididas por extrañas inteligencias. Todo ello al servicio de un argumento de alto nivel especulativo, que presenta un mundo en el que la problemática social es determinante, en el que estar parado significa tener que pagar un impuesto para poder vivir en la superficie y en el que ser reo revierte en la pérdida automática de los derechos constitucionales.
La prosa de Mosley goza de su habitual limpieza, carente de descripciones baldías. Va al grano, caracteriza a sus personajes por medio de lo que dicen, de cómo se comunican entre ellos; su narrativa está dominada por los diálogos, de los que se basta para describir acción y escenarios de forma veloz y suave. Al igual que en su serie de Easy Rawlins, la lectura de este libro exige disponer de una buena capacidad de retentiva, pues la batería de personajes y referencias es notable. Pero no sólo el conjunto es importante, ya que los cuentos tienen, además, una interesantísima lectura individual. Entre los excelentes cabe destacar “El detective eléctrico”, relato detectivesco en el que Mosley se mueve como pez en el agua; “En masa”, estudio del hombre como anónimo número englobado en el sistema, que guarda semejanzas con la película Brazil, de Terry Gilliam (o incluso con El apartamento, de Billy Wilder); y “Voces”, seguramente el mejor cuento de todos por sus implicaciones terroríficas, por su fuerte carga especulativa y metafísica. Constituyen sólo tres ejemplos individuales de lo que es Futureland, una obra global que en mi opinión forma parte ya de la lista de libros importantes, facilmente exportables fuera del género. Una obra sensacional que, extrañamente, ha visto su primera publicación en nuestro país en edición de bolsillo.
Esta reseña fue publicada originalmente en Bibliópolis, crítica en la red.
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