No puedo llamarlo tradición, pues hubo años en los que dejé pasar la fecha en blanco, pero los lectores de Literatura en los talones saben que cuando llega este día, o más correctamente, esta noche, me apetece publicar una entrada ad hoc en el blog. Del deseo a la práctica media un abismo, pero en esta ocasión he sacado fuerzas para no faltar a la cita y he escrito un texto que disfraza al terror con los ropajes de mi género favorito. Dadas noticias recientes, me lo pedía la cabeza, sobre la que amenaza caer toda esa chatarra que vamos acumulando en órbita y de cuyo peligro sólo nos avisan, tengo esa impresión, por rellenar telediarios.
Cementerios en el espacio
La ciencia ficción es un subgénero de la literatura fantástica que a su vez contiene otros subgéneros que a su vez contienen subtemáticas que se repiten a lo largo del tiempo. En muchas ocasiones, especialmente en las últimas décadas, en las que los lectores y los autores (y los felices editores) se han entregado a la hibridación, tanto los subgéneros como las subtemáticas pueden mezclarse en coloridos popurrís que hacen las delicias del lector en la misma medida que atormentan al crítico empeñado en realizar un correcto etiquetaje (culpable, señoría). Hay conceptos, sin embargo, que no permiten el abordaje desde otros campos, escenarios concretos que llevan implícita su pertenencia a un determinado género madre.
Uno de ellos es el del cementerio cósmico, una adaptación directa del clásico de la narrativa de aventuras marítimas. La sustitución de barcos por naves espaciales traslada ese concepto a los dominios de la space opera. La temática del mar de los sargazos cósmico suele presentar a una expedición terrícola atrapada en una zona desconocida repleta de viejos navíos estelares alienígenas, varados todos ellos en torno a lo que suele ser un terrorífico e ignoto atractor, el consabido monstruo en el centro de la telaraña. Son, por ello, historias de ámbito espacial que tienen lugar en bajeles estelares abandonados, cuyo misterio y antiguedad casan estupendamente con un elemento heredado de su fuente original: el terror. Y es que el sentido de la maravilla, cuando se une al horror, produce siempre obras que ejercen un intenso efecto hipnótico. Si quieren comprobarlo, les propongo que me acompañen en un viaje hacia el pasado en el que revisitaremos cuatro grandes ejemplos de cementerios espaciales.
El más reciente de ellos se da en un episodio de la primera temporada de la serie televisiva Love, Death & Robots. "Más allá de Aquila" está basado en el cuento Beyond The Akila Rift, del escritor británico Alastair Reynolds. Se puede encontrar en la antología con la que comparte título, y es una lástima que no haya sido publicada en España, pues algunos de sus relatos están situados en los universos de Espacio revelación y Casa de soles, series que sí fueron presentadas aquí por la editorial La Factoría de Ideas. Se trata, a mi gusto, del mejor episodio de la primera temporada de la serie, junto con "Zima Blue", también basado en una historia de Reynolds y también en esa misma antología. La brecha de Aquila es el lejano lugar al que va a parar una nave terrestre cuyo salto falla. El capitán se despierta en una estación espacial en la que se reencuentra con una antigua pareja que le informa de lo acontecido. Retoman su relación, pero él empieza a dudar de la realidad. La ficción se desvanece para descubrir que la nave ha ido a parar a una especie de enorme telaraña cósmica de la que prenden numerosas naves desconocidas. La compañera es, en realidad, un alienígena que asiste a navegantes perdidos sumergiéndolos en una ficción recurrente.
Hay cambios importantes en una trama que se abre, entre otras lecturas, a una interpretación religiosa. En el relato de Reynolds, los alienígenas son parecidos a las hormigas y la bonhomía en su proceder no ofrece dudas. En la serie televisiva, el aspecto arácnido del ser y del escenario alientan una respuesta contraria a la que el significado de la narración debería provocar. En realidad, el monstruo no es tal cosa, sino todo lo contrario, es más ángel que demonio, pero su aspecto no casa con sus intenciones. Recuerda bastante a lo que Arthur C. Clarke propuso en su novela El fin de la infancia. En este caso, mientras que el fondo del relato sugiere bondad, la imagen, fiel a la estética narrativa del cementerio cósmico, despierta terror y fascinación a partes iguales.
Recuperando nuestro particular viaje hacia atrás en el tiempo, la búsqueda de cementerios espaciales nos lleva hasta el libro "Besos de alacrán", una colección de cuentos de género fantástico escritos en los años 90 por León Arsenal, un magnífico autor que, para mi pesar, se trasladaría después al género histórico. Es, junto con "El círculo de Jericó", de César Mallorquí, una de las dos mejores antologías españolas de género fantástico escritas por autores procedentes del fandom. Con un carácter ecléctico en cuanto a los subgéneros que toca, cuenta con tres relatos de space opera mayúsculos: En las fraguas marcianas, El agente exterior y El centro muerto. En este último, los protagonistas intentan escapar en vano de la atracción que retiene a su nave, anclada a un punto perdido del cosmos en el que se apiñan los restos de muchas otras. Curiosamente, el origen de ese conglomerado de naves espaciales es el mismo que en el cuento escrito posteriormente por el británico Alastair Reynolds, saltos estelares que, en principio, no se sabe por qué motivo, no llegan a su destino.
La escritura de León Arsenal seduce por su estilo, sus exóticos nombres y la fluidez casi musical de su prosa. El pasado del escritor como marino mercante se trasluce en sus textos. Así describe, con precisión y sentido de la maravilla, el concepto de cementerio espacial:
Incorporándose con pereza, echó una ojeada a la falsa portilla y, poco a poco, fue volviéndose hacia esa pantalla circular, irremediablemente atraído por las imágenes del Centro Muerto. La visión del abismo estelar, de grandes soles ardiendo en el vacío, de astronaves muertas flotando en la oscuridad. Absorto, se acercó a la pantalla sin poder despegar los ojos del cementerio estelar, deslumbrado por el extraño espectáculo de los pecios atrapados en el pantano gravitatorio, suspendidos en la nada.
En El centro muerto, que cierra la antología de forma brillante y es, en palabras de Juan Manuel Santiago, "el más complejo y agobiante de todo el volumen", Arsenal incorpora una novedad al acervo ya conocido de esta subtemática. Al agrupamiento de naves muertas y la amenaza del monstruo alienígena añade la presencia de fantasmas digitales, lo cual aporta, desde una estética moderna, un elemento afín a su herencia de relato marítimo, en la tradición de grandes nombres como William H. Hodgson. La angustia y la maravilla están perfectamente representadas en este cuento. Se disfruta tanto que, aunque está perfectamente medido, a uno se le acaba haciendo corto.
Si retrocedemos dos décadas, llegaremos a la novela corta con la que Curtis Garland acometía este escenario dentro de la colección La conquista del espacio. Los bolsilibros, popularmente conocidos como "novelas de a duro" debido a su precio, contenían historias de ciencia ficción cuya inocencia, y en muchos casos simpleza, jugaba a favor de una pureza que se ha perdido con los años. Entre los muchos autores de la colección, mi preferido fue siempre Curtis Garland, en realidad el seudónimo más conocido entre los muchos empleados por Juan Gallardo Muñoz, quien componía historias de ciencia ficción siempre con un tono algo oscuro o, directamente, de terror. En esta novela de título clarificador sigue la fórmula más habitual en sus historias, con una introducción en la que se alude a una amenaza vivida, una catástrofe de la que el protagonista escapó de chiripa y al borde de la locura para, a continuación, aprovechar toda la tensión creada retornando al mismo escenario. En esta práctica, Garland siempre me pareció un poco lovecraftiano, aunque en esta ocasión se apegue más a Henry Rider Haggard que al escritor de Providence.
De nuevo tenemos a una nave que ve interrumpido su salto ultralumínico por causas externas y va a dar a un lugar perdido del espacio en el que confluyen cientos de naves vacías, una de ellas con forma de sarcófago y localizada en el centro del escenario. En este caso, la amenaza no se sitúa tanto en el campo del terror (aunque en la primera exploración aparezcan seres bastante horribles) como en el del pulp, con reyes egipcios de por medio. Cementerio cósmico da lo que se pide durante más de media novela, precisamente hasta que se aclara el misterio y cambia de registro. Para su disfrute hay que perdonarle, además, esas cosillas propias de la literatura de bolsilibro, que aquí son más escandalosas de lo habitual. Bajones tremendos de temperatura entrando del espacio exterior a una nave, olores nauseabundos a traves de filtros de aire en un entorno que no lo tiene, un personaje genuinamente sorprendido por las coincidencias de los indescifrables símbolos alienígenas con la escritura sumeria y que al final resulta ser uno de ellos, o cosas que se apuntan al principio y que luego no aparecen; todo ello sumado a continuas faltas ortotipográficas. Y aun así, la fascinación que de por sí ejerce el concepto de cementerio cósmico y la simplicidad sin complicaciones tiran del interés del lector.
Viajamos de nuevo y damos un último salto hasta 1975 para finalizar el recorrido en la que para mí fue la presentación de esta fascinante y terrorífica subtemática, el octavo capítulo de la mítica serie de televisión Espacio 1999. O, como la conocimos en España con acento latino, "Cosmos mil novesientos noventa y nueve". Por si no la conocen, la historia partía de algo tan peregrino como la fuga de la Luna de la órbita terrestre debido a una serie de tremendas explosiones nucleares. Los habitantes de la Base Lunar Alpha corrían mil y una aventuras atravesando en su viaje sistemas solares y accidentes cósmicos en lo que, al igual que sucedía con los bolsilibros, no era mas que pura ciencia ficción de tintes oscuros. En uno de los capítulos, una luz venida del espacio poseía a uno de los terrestres convirtiéndolo en una esponja de energía que amenazaba con apagar toda la base; en otro, la Luna entraba en una especie de agujero espacial que los enviaba a una dimensión en la que se encontraban a sí mismos muchos años después, viejos y de vuelta en una desolada Tierra; en un emocionante episodio doble, sólo el capitán veía el verdadero aspecto monstruoso de quienes decían proceder de nuestro planeta apoyados en una sorprendente tecnología. Historias de ciencia ficción sin más contenido que la propia aventura. Entre todas ellas, mi preferida siempre fue El dominio del dragón, ese capítulo en el que vi por primera vez un cementerio espacial.
La idea hay que otorgársela a Christopher Penfold, guionista de un buen número de capítulos y, años más tarde, de la segunda temporada de la versión televisiva de Los trípodes, serie basada en los libros de John Christopher. La dirección corrió a cargo de Charles Chrichton, cuyo mayor éxito fue su última película, la magnífica comedia "Un pez llamado Wanda". Una cosa sobresaliente en Dragon's Domain, al margen de la que nos ocupa, es que tenía alguna otra lectura. El título y el último diálogo del capítulo equiparan al protagonista con San Jorge, y algún crítico encontró tintes homéricos, pero lo cierto es que Tony Cellini se identifica más con el melvilleano capitán Ahab. Obsesionado con la experiencia que tuvo en una expedición a Ultra, décimo planeta del Sistema Solar, Cellini vuelve a sentir la presencia del monstruo que habitaba en el cementerio de naves que encontraron orbitándolo y que acabó con el resto de la tripulación. Encerrado por prescripción médica, escapará cuando el cementerio espacial aparezca al lado de la Luna e intentará acabar definitivamente con su Moby Dick particular.
Todo en este capítulo funciona. La estructura, el ritmo, la música (ese estado de ánimo que provoca la escucha del Adagio de Albinoni en el viaje), la administración del misterio, la acción, el escenario de naves abandonadas e incluso el monstruo, un conglomerado de trapos y plástico que simulan tentáculos y que tiene un foco hipnótico como único ojo. Incluso lo aviejado de esos efectos es irrelevante. La atmósfera, con la espiral que anuncia su llegada, su rugido y ese ruido ventoso que lo acompaña, siguen siendo convincentes, reafirmada la suspensión de incredulidad por el absorbente relato. Los oficiales de la Base Lunar, tras la estela de Cellini, son testigos de cómo, al igual que el capitán del Pequod, éste fracasa en su objetivo y es devorado por la bestia. Será el comandante Koenig quien, hacha en mano, consiga su retirada.
Con este capítulo, visto cuando era un niño, comenzó mi fascinación por los cementerios cósmicos, y con él acaba este breve viaje al pasado. Es curioso que incluso en esto, como en tantas otras cosas, la realidad trate de imitar a la ficción. Porque lo cierto es que tenemos un cementerio de naves espaciales aquí mismo, en la Tierra. O al menos algo que podría identificarse como tal. El polo de inaccesibilidad del Pacífico es un punto geográfico que se define como el lugar más alejado de tierra firme en todo el planeta. Si quieren acercarse a curiosear, tienen las coordenadas en el título de esta entrada, aunque no van a poder ver gran cosa sin un buen batiscafo. Dado su alejamiento máximo de todo asentamiento humano, es el lugar al que se conducen las naves espaciales al final de su vida útil. Debido a ello, el fondo marino en el Punto Nemo, que es como también se conoce a esa localización, está plagado de restos de tecnología espacial. Allí, a casi 4000 metros de profundidad, se localizan los pecios de más de trescientas naves de distintas décadas, entre las que se cuentan nombres ilustres como la estación Mir, las Salyut o la mismísima Skylab. Es, también, el panteón que les espera a la Estación Espacial Internacional y al telescopio Hubble.
Los habitantes de este cementerio tecnológico no reposan en silencio. Allí se detectó a finales del siglo pasado el bloop, un sonido de ultra baja frecuencia, indistinguible entre arrastre y fractura, cuyo origen parece encontrarse en el lejano hielo antártico. Aunque lo cierto es que hay quien sigue defendiendo la teoría de que está producido por ballenas inmensas de alguna especie desconocida, o incluso por algún animal de dimensiones colosales. Y es que, como apunté al principio de este texto, un cementerio galáctico no es tal cosa sin su elemento terrorífico, agrandado aquí por una feliz casualidad. La localización del Punto Nemo colinda con la del lugar en el que Howard Phillips Lovecraft situó R'lyeh, "la ciudad cadavérica y de pesadilla" en la que el gran Cthulhu y sus hordas esperan "ocultos bajo cúpulas de fango verdoso".
Pensando en todo esto, no puedo evitar traer a mi memoria la conclusión de la novela El espectro del Titanic, de Arthur C. Clarke. En un epílogo que cuenta con el sugerente título de "Los abismos del tiempo", Clarke relata, con su capacidad habitual para provocar el sentido de la maravilla, cómo, miles de años después de lo sucedido en el cuerpo de la novela, un viajero espacial de otro mundo encuentra los restos del Titanic en una Tierra vacía que luce un aspecto muy distinto:
...megaaños de vientos y lluvias habían arrasado todas las ciudades construidas por el hombre, y el lento movimiento de las placas tectónicas había cambiado por completo la forma de las tierras y los mares. Los continentes eran ahora océanos; el fondo del mar se había convertido en llanuras que después se habían plegado en montañas...
Pienso en esos viajeros espaciales del futuro, localizando el desecado Punto Nemo en los sensores de su nave y bajando a tierra para adentrarse en él. Los imagino recorriendo los restos de ese cementerio espacial olvidado hace siglos, explorando ruinas que llevarán centurias en silencio, observando las viejas naves de una raza extinta. Allí, muy lejos de su hogar, en la superficie de una Tierra abandonada, se harán preguntas sobre esta extraña especie y su destino final. Investigarán, estudiarán cada uno de los nuevos hallazgos, sobrepasados por su extrañeza, por su misterio y su antiguedad. Y luego serán sorprendidos por el desconcierto y el horror. Me pregunto cómo podrán defenderse, como reaccionarán cuando capten el retumbar de los tambores, el murmullo creciente, los sonidos reptantes de la cercana R'lyeh. Cuando algunos de ellos comiencen a desaparecer y cuando, finalmente, alcen horrorizados sus receptores hacia las alturas para descubrir que no está muerto lo que yace eternamente.
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