Y de repente una entrada, una reseña rescatada del pasado. ¿Por qué? Por una cuestión personal. Porque echo de menos recorrer ciertos paisajes más que nunca. Porque echo de menos un tiempo en el que me apetecía volcar mis opiniones en unas cuartillas. Porque me leo y me asalta una sensación extraña.
Cualquier conocedor del subgénero estaría tentado de catalogar La tierra que pisamos como novela ucrónica. La acción, sugerida en el pasado, transcurre en dos lugares que no existen en el tiempo: una Extremadura que, junto con el resto de España, ha pasado a ser territorio colonial, y un nada detallado norte de Europa, lejano corazón de un extenso imperio de raíces germánicas que prolonga sus dominios hasta el África negra. Aunque en la novela no se hace mención de ningún punto Jumbar -ese giro fantástico de la Historia que en toda ucronía separa realidad y ficción-, tanto la localización temporal como la geográfica parecen sugerir la existencia de un Segundo Reich victorioso en la Primera Guerra Mundial, un imperio alemán prolongado en el tiempo que en la novela hace gala de la misma actitud expansiva y cruel que mostraría posteriormente el nazismo.
En rigor, lo cierto es que no hay una ambición ucrónica en las páginas de esta novela, no se trasluce una intención de contar la Historia desde una línea alternativa. No se citan toponimias más allá de lo necesario y cuando esto ocurre, debido a la mayor concreción en las localizaciones españolas que invasoras, tiene un efecto de deriva del subgénero ucrónico a la pura alegoría. El escenario rural que describe la novela, inmerso en el sufrimiento, doliente bajo el yugo de un opresor belicista en el primer tercio del siglo XX, despierta ecos de nuestra propia Guerra Civil. Es imposible, pues, leer los actos de violencia que se desarrollan en la novela y no pensar en aquel conflicto. Lo cierto, sin embargo, es que el libro, salvando los escasos identificadores políticos y geográficos y debido a su atmósfera exótica y a la ausencia de un anhelo de concreción, se acerca más a ese tipo de literatura de corte fronterizo situada en territorios imaginarios, un escenario que ha brillado en la pluma de escritores como Dino Buzzati o J. M. Coetzee. Es, de hecho, con este último con quien los amantes de las comparaciones podrían, por tratamiento narrativo y contenido dramático, emparentar esta novela de Jesús Carrasco.
Cualquier conocedor del subgénero estaría tentado de catalogar La tierra que pisamos como novela ucrónica. La acción, sugerida en el pasado, transcurre en dos lugares que no existen en el tiempo: una Extremadura que, junto con el resto de España, ha pasado a ser territorio colonial, y un nada detallado norte de Europa, lejano corazón de un extenso imperio de raíces germánicas que prolonga sus dominios hasta el África negra. Aunque en la novela no se hace mención de ningún punto Jumbar -ese giro fantástico de la Historia que en toda ucronía separa realidad y ficción-, tanto la localización temporal como la geográfica parecen sugerir la existencia de un Segundo Reich victorioso en la Primera Guerra Mundial, un imperio alemán prolongado en el tiempo que en la novela hace gala de la misma actitud expansiva y cruel que mostraría posteriormente el nazismo.
En rigor, lo cierto es que no hay una ambición ucrónica en las páginas de esta novela, no se trasluce una intención de contar la Historia desde una línea alternativa. No se citan toponimias más allá de lo necesario y cuando esto ocurre, debido a la mayor concreción en las localizaciones españolas que invasoras, tiene un efecto de deriva del subgénero ucrónico a la pura alegoría. El escenario rural que describe la novela, inmerso en el sufrimiento, doliente bajo el yugo de un opresor belicista en el primer tercio del siglo XX, despierta ecos de nuestra propia Guerra Civil. Es imposible, pues, leer los actos de violencia que se desarrollan en la novela y no pensar en aquel conflicto. Lo cierto, sin embargo, es que el libro, salvando los escasos identificadores políticos y geográficos y debido a su atmósfera exótica y a la ausencia de un anhelo de concreción, se acerca más a ese tipo de literatura de corte fronterizo situada en territorios imaginarios, un escenario que ha brillado en la pluma de escritores como Dino Buzzati o J. M. Coetzee. Es, de hecho, con este último con quien los amantes de las comparaciones podrían, por tratamiento narrativo y contenido dramático, emparentar esta novela de Jesús Carrasco.
A la obra no le falta ambición, pues toca temas diversos y de gran calado. La memoria, el dolor emocional, la alteridad, la culpa que acompaña al despertar de la conciencia y, como presencia continua de fondo, el imperialismo civilizatorio que todo lo arrasa separando al hombre de la tierra; de algún modo y una vez más, la poética de la vida rural en retirada, arrinconada por una civilización que no conoce de naturalezas ni de formas de vida alternas. A lo largo de la novela se mezclan el discurso interior y el paisajístico, resultando finalmente en una fusión cercana a la analogía, figura que encuentra explicitud cerca del final, en un pasaje de gran belleza que equipara sin nombrarla la desolación del protagonista con la del bosque arrasado, talado por los mismos responsables del vacío interior de Leva. En este libro, la tierra sufre como sufre el hombre, los hombres, sorprendidos y perplejos por la brutalidad de sus congéneres, hombres también, al fin y al cabo. No es anecdótico que el nombre del verdugo en esta novela, país rápidamente identificable a pesar de no ser nunca citado, signifique, precisamente, "todos los hombres" (allmanis). En realidad, es más una correspondencia que una metáfora lo que se da en el fondo de esta historia, más la evidencia de una relación entre Leva y su hogar, el hombre y la tierra largo tiempo olvidada, arrinconada por el progreso humano y una civilización expansiva que convierte los árboles en traviesas.
En el pequeño juego de dualidades que propone el libro, el invasor y el invadido son representados por otro par antónimo, el de los dos protagonistas humanos de la novela. La anciana Eva Holman, pareja y cuidadora de un viejo militar, siente la necesidad, a lo largo de todo el libro, de saber qué hay en la mente del hombre silencioso que un día aparece en su huerto, de extraer los pensamientos escondidos en su cabeza maltratada. Uno diría que, de alguna manera enrevesada y emulando al personaje de la obra de Ariel Dorfman, posiblemente las notas de "La muerte y la doncella", pues en la relación de ambos protagonistas se inmiscuye continuamente la culpa del torturador, en forma de toma de conciencia, y la inquisición de la víctima, latente en el reprobador silencio del torturado. En el proceso de descifrar los recuerdos del hombre, la anciana va tomando conciencia de la barbarie perpetrada por sus compatriotas hasta, finalmente, asumir como propia la culpa de los suyos. Ese proceso de reconstrucción de la memoria (que remite inevitablemente y de nuevo a la España oscura) ejerce la función del diálogo que ambos personajes no llegan a cruzar. En esa relación transmutada, en el juego entre interpretación y recuerdo, se encuentra, a mi parecer, el mayor triunfo literario de esta obra.
En el apartado estilístico, la escritura de Carrasco sigue hechizando, rica como es en vocabulario y precisión, aunque en algún que otro punto la disposición de las comas parezca algo libre. La narración es ágil, conjuga muy bien los continuos saltos temporales por los que avanza. El punto débil de esta obra no se encuentra en su escritura, sino en el contenido de sus última páginas, un festín del horror excesivo en cuantía, que busca culminar por acumulación pero acaba bordeando el efectismo. Y es que Jesús Carrasco no es un autor que conceda alivios. En Intemperie, su estreno como narrador, novela también recia, demostraba que los aridales y los campos muertos de nuestra península ibérica, encarnados en Extremadura, pueden ser un decorado tan válido para el tenebrismo naturalista como lo es, en la pluma de Cormac McCarthy, el medio oeste americano. En aquella primera novela, a pesar de tener un tono realista, la narración no definía con exactitud la localización geográfica, refiriéndose a una Extremadura vaga, difusa, en la que la tierra era el único valor real e inmutable. Esta segunda obra retoma esa dirección, pero añade datos históricos falsos, ucrónicos, internándose así en los dominios de la literatura fantástica, o lo que es lo mismo, en la frontera de la ficción metafórica. Para un amante de la ciencia ficción, novelas de esta calidad representan un motivo más para la alegría.
Esta reseña fue publicada por primera vez en C, el hijo de cyberdark.
En el pequeño juego de dualidades que propone el libro, el invasor y el invadido son representados por otro par antónimo, el de los dos protagonistas humanos de la novela. La anciana Eva Holman, pareja y cuidadora de un viejo militar, siente la necesidad, a lo largo de todo el libro, de saber qué hay en la mente del hombre silencioso que un día aparece en su huerto, de extraer los pensamientos escondidos en su cabeza maltratada. Uno diría que, de alguna manera enrevesada y emulando al personaje de la obra de Ariel Dorfman, posiblemente las notas de "La muerte y la doncella", pues en la relación de ambos protagonistas se inmiscuye continuamente la culpa del torturador, en forma de toma de conciencia, y la inquisición de la víctima, latente en el reprobador silencio del torturado. En el proceso de descifrar los recuerdos del hombre, la anciana va tomando conciencia de la barbarie perpetrada por sus compatriotas hasta, finalmente, asumir como propia la culpa de los suyos. Ese proceso de reconstrucción de la memoria (que remite inevitablemente y de nuevo a la España oscura) ejerce la función del diálogo que ambos personajes no llegan a cruzar. En esa relación transmutada, en el juego entre interpretación y recuerdo, se encuentra, a mi parecer, el mayor triunfo literario de esta obra.
En el apartado estilístico, la escritura de Carrasco sigue hechizando, rica como es en vocabulario y precisión, aunque en algún que otro punto la disposición de las comas parezca algo libre. La narración es ágil, conjuga muy bien los continuos saltos temporales por los que avanza. El punto débil de esta obra no se encuentra en su escritura, sino en el contenido de sus última páginas, un festín del horror excesivo en cuantía, que busca culminar por acumulación pero acaba bordeando el efectismo. Y es que Jesús Carrasco no es un autor que conceda alivios. En Intemperie, su estreno como narrador, novela también recia, demostraba que los aridales y los campos muertos de nuestra península ibérica, encarnados en Extremadura, pueden ser un decorado tan válido para el tenebrismo naturalista como lo es, en la pluma de Cormac McCarthy, el medio oeste americano. En aquella primera novela, a pesar de tener un tono realista, la narración no definía con exactitud la localización geográfica, refiriéndose a una Extremadura vaga, difusa, en la que la tierra era el único valor real e inmutable. Esta segunda obra retoma esa dirección, pero añade datos históricos falsos, ucrónicos, internándose así en los dominios de la literatura fantástica, o lo que es lo mismo, en la frontera de la ficción metafórica. Para un amante de la ciencia ficción, novelas de esta calidad representan un motivo más para la alegría.
Esta reseña fue publicada por primera vez en C, el hijo de cyberdark.
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