"No lo hagas."
¿Cómo?
"No vayas."
Pero debo hacerlo. Alguien ha de estar con ella.
"Ya encontrará a alguien."
Está aterrada. Me voy.
"Piensa en ello. Piénsalo. Porque si vas, estás acabado."
Así concluye El animal moribundo, la enésima gran novela de Philip Roth. Puede que la hayan leído, o puede que hayan visto la versión cinematográfica que dirigió Isabel Coixet, una película a la que tuvieron la mala idea de bautizar con el mismo título que ya le habían puesto a otra novela de Roth en España. Recordé este final debido al cartel promocional de otro film que tuve la oportunidad de ver hace unos días. "El idioma imposible" traslada a imágenes la novela homónima de Francisco Casavella, última de la trilogía El día del Watusi. Un joven traficante y una niña pija adicta a lo que él vende en la Barcelona de los 80. No estaba mal. La frase que disparó el recuerdo, impresa en la parte superior del cartel, fue esta: "si te salvas te traicionas, si te salvas estás muerto". La leí y me acordé de Roth, de esa novela, de sus últimas líneas.
La mente del lector está continuamente expuesta a este tipo de asaltos. Nuestra memoria hurga en dos campos distintos, el de lo vivido y el de lo leído. La mayor parte de lo que uno ha leído se olvida, pero aquello que nos deja huella, esos pequeños momentos de las grandes obras, perdura. Más si, de alguna manera, nos toca personalmente. David Kepesh, protagonista de El animal moribundo, ha eludido durante toda su vida las responsabilidades emocionales. Seductor de jovencitas impenitente, jamás ha puesto su corazón en compromiso, pero la reaparición de Consuelo representa una amenaza. No voy a contarles nada importante, no se preocupen. El diálogo final que abre esta entrada lo mantiene con un amigo innominado que desde el principio de la novela ha permanecido en la sombra y que, el lector habrá de decidirlo, quizás no sea alguien, sino su propia conciencia.
La mente del lector está continuamente expuesta a este tipo de asaltos. Nuestra memoria hurga en dos campos distintos, el de lo vivido y el de lo leído. La mayor parte de lo que uno ha leído se olvida, pero aquello que nos deja huella, esos pequeños momentos de las grandes obras, perdura. Más si, de alguna manera, nos toca personalmente. David Kepesh, protagonista de El animal moribundo, ha eludido durante toda su vida las responsabilidades emocionales. Seductor de jovencitas impenitente, jamás ha puesto su corazón en compromiso, pero la reaparición de Consuelo representa una amenaza. No voy a contarles nada importante, no se preocupen. El diálogo final que abre esta entrada lo mantiene con un amigo innominado que desde el principio de la novela ha permanecido en la sombra y que, el lector habrá de decidirlo, quizás no sea alguien, sino su propia conciencia.
La última frase ofrece varias lecturas. En primera instancia, parece un mero aviso de peligro por lo que podría ser el fin de sus aventuras. En otro nivel más superficial, podría ser una mofa dirigida hacia quien ha caído en aquello de lo que se rió siempre. Pero en realidad, el aviso tiene un significado más profundo y una relevancia literaria que da sentido y objeto al resto de la obra. Kepesh lleva toda la vida a salvo, a pesar de su abultado historial de relaciones, parapetado en su interior. Lo que está a punto de hacer romperá la seguridad emocional que le ha mantenido indemne a lo largo de su vida, así como su propia libertad. "No lo hagas, sálvate, porque si la salvas estás perdido", le dice en realidad la misteriosa voz. Está ante el viejo dilema, la dicotomía entre seguridad y felicidad. Arriesgarse a ganarlo o perderlo todo; o no hacerlo y conformarse con las sobras. Dos filosofías de vida radicalmente opuestas.
Mario Benedetti lo expresó a la perfección en uno de sus poemas más populares. Pueden leerlo a continuación. El escritor uruguayo tomó partido en el mismo texto, pero dio al lector libertad de elección. Es un poema muy utilizado en internet, en las redes sociales, casi como herramienta de autoayuda, para motivar, para ensalzar el riesgo, la apuesta por la vida y la valentía; para animar a salir del cascarón y abrirse al mundo. Seguramente les encenderá el ánimo. Es, de hecho, lo que a David Kepesh le gustaría escuchar en esos últimos momentos de la historia: no te salves. Léanlo, sintonizarán con el mensaje. Pero si no es así, si sorprendentemente se ven más en el papel del interlocutor, recuerden que, llegado el momento, habrán de ser fuertes para hacer caso tanto al poeta, a su último verso, como a la disfrazada voz de sus propias conciencias.
No te salves
No te quedes inmóvil
al borde del camino
no congeles el júbilo
no quieras con desgana
no te salves ahora
ni nunca
no te salves
no te llenes de calma
no reserves del mundo
sólo un rincón tranquilo
no dejes caer los párpados
pesados como juicios
no te quedes sin labios
no te duermas sin sueño
no te pienses sin sangre
no te juzgues sin tiempo
pero si
pese a todo
no puedes evitarlo
y congelas el júbilo
y quieres con desgana
y te salvas ahora
y te llenas de calma
y reservas del mundo
sólo un rincón tranquilo
y dejas caer los párpados
pesados como juicios
y te secas sin labios
y te duermes sin sueño
y te piensas sin sangre
y te juzgas sin tiempo
y te quedas inmóvil
al borde del camino
y te salvas
entonces
no te quedes conmigo.
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